A principios de 1944 dos hombres excepcionales son arrestados por la Gestapo y confinados en una misteriosa fortaleza alemana. Uno es François Branier, miembro de la Resistencia, médico y venerable maestro de una logia masónica heredera de los constructores de catedrales. El otro fray Benoît, monje Benedictino y radiestesista, miembro también de la Resistencia.
Frente a frente, como dos gladiadores en la arena de las crueldades, se juegan la supervivencia al horror nazi sometidos a un cuerpo especial creado por Himmler, cuya misión es sonsacar información confidencial de las órdenes religiosas, de los videntes, de los astrólogos y de las sociedades secretas con el fin de arrancarles sus poderes, sus ritos y sus técnicas y verificar su eficacia.
El monje y el venerable, dos personajes que existieron en la realidad, se enfrentan entre sí porque su fe parece irreconciliable. Ante la barbarie, ¿no deberían escucharse primero y, después, entenderse? Para sojuzgarlos y obtener sus confesiones, los torturadores están dispuestos a emplear los métodos más bárbaros y acabar con la esperanza de ambos hombres. Una intriga a puerta cerrada… bajo la atenta mirada de Dios y del Gran Arquitecto del Universo.
Christian Jacq
El monje y el venerable
ePub v1.0
Farnsworth27.06.12
Título original:
Le moine et le vénérable
Christian Jacq, 1996
Traducción: Beatriz Iglesias
Editorial: Styria
ISBN: 84-96626-20-2
Editor original: Farnsworth (v1.0)
ePUB base v2.0
El monje y el venerable
es una novela, una obra de ficción donde lo imaginario cobra un gran protagonismo. No obstante, me ha parecido necesario precisar que el relato está basado en hechos reales de los que es posible esclarecer determinados aspectos.
La trama está ambientada en la Segunda Guerra Mundial. La ideología nazi quiso fundar una nueva forma de religión y de cultura. Por ello procedió al exterminio de todas las creencias anteriores, no sin antes despojarlas de lo mejor que, a su ver, poseían. Los nazis confiaron al cuerpo especial Aneherbe, que dependía directamente de Himmler, la misión de «ocuparse» de las sociedades secretas y de sus adeptos, considerados poseedores de ciertos poderes. Este servicio poco conocido y menos estudiado procedió al arresto de videntes, astrólogos y magos para apoderarse de sus técnicas y comprobar si eran eficaces. De hecho, el Aneherbe creía que los poderes psíquicos se podían convertir en potentes armas con las que asentar la supremacía del Reich. Se encarceló tanto a sacerdotes como a religiosos sospechosos de atesorar interesantes conocimientos. Los desafortunados fueron deportados a campos donde había secciones especializadas en un tratamiento muy especial de «superdotados».
Por otro lado, desde que el régimen nazi se impuso en Alemania, procedió al cierre de las logias masónicas y al arresto de quienes las frecuentaban. Con todo, parece que los masones favorecieron la ascensión de Hitler al poder jugando a aprendices de brujos, rápidamente incapaces de controlar el monstruo que habían contribuido a crear.
El nazismo fundó su propia sociedad secreta, «La Orden Negra», que no toleraba la existencia de ninguna otra organización esotérica en los territorios del Reich. De manera que Himmler ordenó la destrucción de la masonería, no sin antes haberse cobrado tesoros aprovechables. En Francia, al servicio alemán de contraespionaje (SD) le fue encomendada la misión de sitiar los inmuebles donde se reunían los masones, para apoderarse de sus archivos y sus rituales. Contó con la colaboración de siniestros personajes como Bernard Fay, administrador general de la Biblioteca Nacional; sin embargo, sólo obtuvo resultados más bien decepcionantes.
El motivo de este fracaso fue la existencia de un secreto que circulaba en el mismísimo interior de la institución masónica, pero que no tenía nada que ver con ésta. Tras la especuladora apariencia de las organizaciones masónicas, sobrevivían las logias denominadas «salvajes», herederas de saberes iniciáticos transmitidos de venerable en venerable desde tiempo inmemorial. Una de estas logias era especialmente depositaria de la Regla dictada, en su origen, por los constructores de templos; así como del secreto del Número que, según se dice, permite crearlo y construirlo todo. En nuestro relato, hemos dado a esta logia perteneciente al Rito Escocés Antiguo y Aceptado el nombre de «Conocimiento».
Durante muchos años, la dirigió un venerable excepcional que me hizo partícipe de la increíble aventura vivida por un masón y un monje benedictino, cuyos caminos se cruzaron en el exilio. Todo los separaba, todo los oponía y, pese a ello, sobrevivieron juntos al infierno de un campo de concentración. Uno se amparaba en el Gran Arquitecto del Universo; el otro, en el Dios de los cristianos. Ambos llegaron a conocerse, pero también a enfrentarse en el nombre de su respectiva fe; a lo largo de la novela, veremos cuál fue el auténtico desafío, materializado en lo que unos llaman «apuesta» y otros «voto», que los llevó a someterse a la más exigente de las pruebas.
Todo lo que aquí se revela sobre los ritos, los grados y los símbolos masónicos es conforme a la realidad. Incluso el funcionamiento de una «logia salvaje», que yo sepa nunca antes mencionada, se reconstruye en la medida de lo posible.
El extraordinario encuentro entre el monje y el venerable tuvo lugar en un contexto análogo al descrito en este relato; la logia «Conocimiento» existió en verdad, pero con otro nombre; y el Aneherbe, de triste recuerdo, constituyó la más temible agencia de servicios secretos de la era moderna.
El trabajo del novelista ha consistido en reunir elementos dispersos y aportar las precisiones de las que disponía para contar la historia de dos seres enfrentados a la más despiadada de las realidades.
Tuve el inmenso privilegio de conocer al monje y al venerable que sirvieron de modelo para mis personajes. En la actualidad, ambos están muertos. Por eso se ha podido romper el silencio.
París, una noche de marzo de 1944 en una callejuela del distrito dieciocho. La luna se escondía entre las nubes…
François Branier desapareció bajo el soportal de un inmundo edificio, tras haber comprobado que nadie lo seguía. A sus cincuenta años de edad, el médico de cabello cano había conservado ese aspecto fornido y apacible que hacía de él un personaje tranquilizador, frío y cálido a la vez.
Dejó que la puerta del garaje se cerrara a su paso y esperó unos minutos en la oscuridad. Imperativo de seguridad. Branier vivía la más peligrosa de las aventuras. Por primera vez en varias semanas, convocaba a sus hermanos para celebrar una reunión de trabajo masónico, lo que los iniciados llamaban «tenida». Había muchas decisiones que tomar por unanimidad, conforme a la Regla.
En los últimos tiempos, varios hermanos de la logia «Conocimiento», operativa en el Oriente de París, habían sido detenidos por subversión o actos de Resistencia. Sólo siete de ellos podían seguir trabajando en honor del Gran Arquitecto del Universo; y tenían que esconderse, cambiar de lugar cada vez que celebraban una «tenida». Cuando el nazismo triunfó en Alemania, los masones se contaban entre los primeros perseguidos. Las logias habían sido disueltas, pues se consideraba que ponían en peligro la seguridad del Estado. Y muchos hermanos alemanes habían sido apresados, ejecutados sin juicio y deportados.
La logia «Conocimiento» no era como las demás. Tenía una característica que la diferenciaba: ostentaba el secreto del Número, el secreto esencial de la Orden que se había transmitido de generación en generación. Unos pocos hermanos, desperdigados por el mundo entero, habían heredado este tesoro. Muchos habían muerto desde el estallido de la guerra. Puede que François Branier, venerable maestro de la logia, fuera el último superviviente conocedor del secreto del Número a partir del cual todo se podía reconstruir. Ahora faltaba que él lo pudiera transmitir, que no se lo llevara a la tumba.
En el edificio reinaba el silencio. Branier abandonó el abrigo del soportal y entró en un pequeño patio interior sumido en la oscuridad. A la izquierda había una puerta metálica. El médico llamó tres veces espaciadas. Una voz le dijo: «Adelante».
Branier enseguida supo que lo habían traicionado. El que había respondido no era un hermano, o al menos se habría expresado de manera diferente. Debía salir corriendo sin pensárselo dos veces. Branier se precipitó hacia el soportal y abrió la puerta del garaje.
Su tentativa de fuga se quedó ahí. En la acera lo esperaban cinco hombres ataviados con un impermeable verde oscuro. La Gestapo. Unos coches negros obstaculizaban ambos extremos de la calle. Branier cerró los puños. Lo invadía una rabia fría. Resistirse era inútil, suicida. Así que se quedó petrificado, esperando un auxilio imposible.
—Mi enhorabuena, señor Branier —dijo uno de los policías alemanes, con un rostro plano, muy blanco y animado por unos ojillos móviles. Es usted sensato. Su reputación está a salvo.
La luz de la luna, que brillaba entre dos nubes, permitía que Branier viera a su interlocutor. Sólo tenía una pregunta:
—¿Dónde están mis… mis amigos?
—A salvo, como usted, señor Branier. No se preocupe. Y ahora, si tiene la bondad de subirse a mi coche…
El policía hablaba un francés sin acento y de tono servil.
François Branier se hacía una idea completamente distinta de las detenciones a manos de la Gestapo: esposas, golpes, órdenes imperiosas… ¿A qué venía aquella fingida cortesía, aquel respeto incomprensible? Sus sospechas le revolvían el estómago.
Cuando se subía al Mercedes negro, el venerable alzó la cabeza. En el tercer piso del edificio de enfrente, había una ventana tenuemente iluminada; a la derecha, asomaba el rostro de un hombre tras la cortina descorrida. Sorprendido por la mirada de François Branier, el espía corrió bruscamente la cortina y apagó la luz.
Branier se dirigió al policía alemán que, como él, había observado la escena. No perdía detalle.
—¿Me ha delatado él?
—Exacto.
—¿Y quién es?
—No lo sé —mintió el alemán, casi riendo—. Todo lo que puedo decirle es que es masón. Lo conoció en otra logia. Nos ha puesto sobre su pista. Y ahora súbase al coche.
Cuando arrancaron, el venerable supo que tendría que aguantar hasta el final.
—¡Rápido, Dios santo!
Fray Benoît, de la Orden Benedictina, había jurado una vez más, sin siquiera darse cuenta. No era momento para florituras lingüísticas. Estaba demasiado preocupado con la evasión de dos jóvenes judíos que debían subirse imperativamente al camión cargado de troncos. Fray Benoît los había escondido dos días antes en los bosques circundantes de Morienval. Hacía un año que el religioso estaba a cargo de esta antiquísima abadía.
La población apreciaba los dones de Benoît, curandero, radiestesista e hipnotizador. Según la gran tradición de la Orden, él se ocupaba activamente tanto de las almas como de los cuerpos. El benedictino, que lideraba una red de pasadores en la frontera, había permitido que decenas de personas huyeran de la policía alemana.
Llegaba el camión. Había venido por la carretera comarcal, para luego desviarse por un camino forestal. Benoît metió en la parte de atrás a los dos jóvenes judíos, que se deslizaron hasta un escondite habilitado en los bajos del vehículo. Con un poco de suerte, no acabarían en uno de los centros de «selección» de la región de Compiègne. Pero entonces las ruedas del camión patinaron en el barro. Benoît temía que se quedara atascado, como la última vez. El conductor cambió de marcha, aceleró a fondo y arrancó el vehículo del cenagal. El religioso saludó con la mano a quienes ya no podían verlo. Aquella noche estarían en zona libre y retomarían el combate contra el invasor.