Authors: Jesús Sánchez Adalid
Para Abuámir se terminaron por el momento las fiestas y las dulces horas en la taberna de Ceno. El verano avanzaba y no veía la manera de librarse de aquella fastidiosa forma de vida. Hasta que, una mañana frente a la mezquita de al-Hadid, su paciencia llegó al límite cuando su tío, que iba como siempre cogido de su brazo, le dijo:
—¡Ah! Siento que ésta es mi verdadera peregrinación: testimoniar cada día la fe del Profeta. Seguiremos infatigablemente hasta que en todas las mezquitas de Córdoba se sepa lo que hay allí, en la tierra santa de La Meca.
—¡Pero, tío, son más de setecientas! —replicó Abuámir.
—No me importa. Aunque fueran siete mil lo haría. Además, cuando terminemos, quiero seguir con las del arrabal exterior. ¡Dios me dé fuerzas!
El terror se apoderó de Abuámir. O ponía fin inmediatamente a aquello o terminaría perdiendo la razón y estrangulando a su tío. Esa misma noche tomó una determinación: dejar su casa y organizarse una vida propia.
Por la mañana, como cada día, Aben-Bartal subió hasta el dormitorio de su sobrino para despertarle, preparado ya para iniciar su obsesiva misión. Cuando llegó se encontró la cama hecha y todo recogido. Pensó que Abuámir estaría ya en la cocina comiendo algo y se acercó hasta allí; pero tampoco lo encontró. Entonces preguntó al criado:
—¿Has visto a mi sobrino?
—Sí, amo —respondió Fadil—. Recogió todas sus cosas y se marchó. Me dijo que no te molestara, pues era aún de madrugada; que ya vendría él para darte explicaciones.
Apoyado con las dos manos en el bastón, Aben-Bartal se quedó estupefacto, incapaz de entender el proceder de su sobrino.
Abuámir hizo lo que tantos estudiantes sin recursos de su generación hacían para mantenerse. Se agenció una esterilla, una mesita, una pluma de ganso, un buen fajo de papeles y se instaló en las proximidades de la puerta del palacio del cadí, para ofrecerse a escribir las exposiciones de los que solicitaban algo. No era un comienzo brillante, pero en todo caso era mejor que seguir aguantando las mojigaterías de su tío.
El primer día de trabajo no se le dio del todo mal. A última hora de la mañana, cuando algunos comerciantes del zoco volvían después de cerrar sus establecimientos, se detuvieron ante la «oficina», tal vez impresionados por la buena presencia de Abuámir, que había escogido concienzudamente su traje y el escueto mobiliario que le rodeaba. Con su gran facilidad de palabra, supo convencer enseguida a sus primeros clientes y extendió hábilmente las instancias que necesitaban; comprometiéndose él mismo a presentarlas ante el secretario del cadí, cuando se abriera la audiencia pública en las primeras horas de la mañana siguiente.
Aquella noche tuvo que conformarse con dormir en una sucia fonda del barrio de los hospederos, en una habitación atestada de sudorosos mercaderes. Pero se le hizo llevadero gracias a su ardiente imaginación, pues estuvo recordando las aventuras que había leído en las antiguas crónicas nacionales, cuyos protagonistas, partiendo de una condición inferior, se habían encumbrado sucesivamente a las primeras dignidades del Estado. Así se durmió, saboreando el placer de sentirse el único dueño de su destino, sin importarle el calor ni el aire fétido y sofocante de aquel dormitorio común.
Por la mañana gestionó los asuntos de los comerciantes, como si en ello le fuera la vida, y consiguió que los escribientes del cadí dieran audiencia a sus clientes. Por éstos supo que las instancias habían surtido efecto, pues eran muy atinadas. Y se maravilló de su suerte cuando uno de ellos, un orondo comerciante de paños, le dijo:
—¡Vaya con el jovencito! Eres muy listo tú. ¿Te gustaría llevar las cuentas de mi establecimiento?
Abuámir recogió sus cosas y se trasladó al establecimiento de aquel hombre, que constaba de unos almacenes grandes y destartalados, donde trabajaban numerosos dependientes. El dueño, que se llamaba Hassún, era un avispado negociante que había acertado plenamente, importando géneros de moda en grandes cantidades y abasteciendo a los pequeños y medianos propietarios de los bazares; pero era un auténtico inútil para la organización, por lo que sufría mermas importantes en sus ganancias a causa de la picardía de sus empleados y los constantes impagados de sus clientes. En definitiva, lo que necesitaba era un administrador eficiente. Abuámir comenzó haciéndole las cuentas y pronto se volvió imprescindible, hasta el punto de gobernar el negocio. Hassún, encantado, le instaló una habitación en sus locales y le subió progresivamente el sueldo.
De esta manera se adentró Abuámir en el arte de administrar, algo que en su futuro le serviría de forma inigualable para subir peldaños en su ambiciosa escalada. Pero no quiso dejar sus estudios y, pasado el verano, siguió asistiendo a los cursos de Abu-Becr, de Aben-Moavia, el coraixita, de Abu-Alí Calí y de Ben al-Cutía; que eran los más afamados maestros de la enseñanza superior de
fij,
es decir, la teología y el derecho, porque esta ciencia encumbraba entonces a los puestos más elevados.
Y no se olvidó de sus idolatrados héroes antiguos, cuyas hazañas no dejó de leer en las polvorientas páginas de su viejo libro de crónicas. Precisamente fue este libro el que le llevó una tarde hasta el taller de Asbag, pues reparó en lo descuadernado y ajado que se encontraba a causa de tanto uso. Recordó al sacerdote que conoció en la fiesta de la casa de Fayic y la promesa que le hizo de pasarse algún día por San Zoilo.
—¡Abuámir, qué sorpresa! —exclamó Asbag, alegrándose sinceramente al ver al joven—. Han pasado varios meses…
—Aquí me tienes; tal y como te prometí.
—¿Cómo se encuentra tu tío Aben-Bartal?
—¡Oh, está bien! Pero ya no vivo en su casa. Han cambiado mucho las cosas para mí últimamente. Ahora me defiendo por mi cuenta.
—¿Has terminado ya tus estudios?
—No, no se trata de eso. Decidí abrirme camino solo y probé suerte en los negocios. Administro los bienes de un mercader de paños. Pero… no hablemos de mí. He venido para que me muestres el trabajo del taller.
—¡Ah! Con mucho gusto.
Asbag le mostró el taller con detenimiento; cada uno de los libros que se estaban componiendo y algunos ya terminados. En un lugar preferente, se encontraban dispuestas las páginas de los
Acta Pilati.
—Éste es un trabajo muy especial —dijo Asbag—. Se trata de un encargo del mismísimo príncipe Alhaquen, el heredero.
—¡Oh, es maravilloso! —exclamó Abuámir—. ¿Has conocido al príncipe en persona?
—Sí. Es un hombre muy cultivado; lleno de serena y humilde dignidad.
—Pero dicen que no le llega ni a la planta del pie a su padre, el gran califa Abderrahmen. La gente comenta que es un hombre pusilánime y de poca decisión.
—Sí, eso dicen —observó Asbag—. Pero yo creo que es por la misma personalidad fuerte y arrolladura de Abderrahmen, educado desde su adolescencia principalmente para combatir. Mientras que Alhaquen, formado en tiempos de paz, es un hombre pacífico y conciliador. Lo cual no indica en absoluto que no pueda llegar a ser un gran gobernante.
—¡Bah! —replicó Abuámir—. Un califa debe ser un príncipe fuerte y decidido, capaz de hacer prevalecer su autoridad frente a cualquiera. Abderrahmen nos libró del desgobierno de los anteriores emires, que habían sumido al reino en el desorden y la división por su poco dominio.
—Sí, eso es verdad. Pero fue a costa de mucha sangre y de muchas vidas inocentes.
—Es el precio que hay que pagar —sentenció Abuámir.
Dicho esto, el joven deslió el envoltorio que contenía sus viejas crónicas de héroes.
—La historia nos enseña que las grandes hazañas son sólo fruto del sacrificio —observó mientras extraía el volumen polvoriento—. Y, a propósito, ¿podrías restaurar este viejo libro?
—¡Ah, las crónicas de Aben-Darí! —exclamó Asbag al reconocerlo.
—¿Lo conoces?
—Claro. Es un libro muy popular. Pero te advierto de que en él abunda la fantasía.
—Una fantasía que levanta los ánimos —añadió Abuámir.
—Bien. Veré qué es lo que puedo hacer. Te lo restauraremos; le pondremos tapas nuevas y, si falta alguna hoja, buscaré la manera de copiártela de otro volumen semejante. Puedes venir a recogerlo cuando quieras a partir del próximo mes.
Cuando Abuámir se marchó, Asbag se quedó pensativo y algo confuso. La inteligencia de aquel joven y su firme decisión eran de admirar, pero había algo en él, algo extraño en su impetuosa actitud y en su profunda y penetrante mirada que no dejaba de inquietarle.
Zahra, año 960
—¡Maravilloso! ¡Exquisito! ¡Inigualable! —exclamó el príncipe Alhaquen mientras hojeaba el manuscrito, delicada y concienzudamente elaborado por Asbag en largos e intensos meses de esmerado trabajo en su taller.
El obispo, que aguardaba su reacción con las manos entrelazadas sobre la barriga, se hinchó de satisfacción al escuchar tales alabanzas y lanzó hacia Asbag una aprobatoria y sonriente mirada. Pero no esperaba lo que el príncipe dijo a continuación:
—Te vendrás a trabajar conmigo, Asbag. Mañana mismo.
—¿Cómo…? —musitó el obispo cambiando el gesto—. Pero… eso no puede ser… Está el taller de liturgia… No puede abandonarlo así sin más.
—Bueno, el taller de liturgia —comentó el príncipe—. Eso no constituye una dificultad. Que se venga aquí con todo el equipo. ¡Que se traiga a todos sus aprendices!
—¿A… aquí? —preguntó el obispo asustado.
—Sí. Aquí tenemos nuestro propio taller, con encuadernadores, expertos filigranistas, miniaturistas… y todo el más moderno y completo material necesario. ¡Venid, os lo mostraré!
Atravesaron un espeso jardín de sombra y agua. El taller estaba ubicado en una gran sala presidida por la luz, donde una multitud de afanados copistas y artesanos ocupaban una infinidad de mesas dispuestas bajo los gigantescos ventanales. Asbag se fijó en los materiales empleados, en las tintas, en los instrumentos y, sobre todo, en la moderna y sofisticada fábrica de papel que el príncipe había traído recientemente desde el lejano Oriente.
—¡Esto es impresionante! —exclamó dirigiéndose al obispo—. Si tuviéramos a nuestra disposición un taller como éste podríamos abastecer de rituales, evangeliarios y códices a todas las comunidades mozárabes de Alándalus.
El obispo abrió mucho los ojos, se frotó las manos, nervioso, y por fin dijo:
—Bien, bien. Por mi parte no hay ningún inconveniente. Siempre que, naturalmente, los aprendices y Asbag puedan mantener sus obligaciones cristianas.
—Eso no será ningún escollo —asintió el príncipe—. Pondré a su disposición corceles para que puedan desplazarse a sus iglesias siempre que lo deseen.
—¿Y cuál será nuestra misión concretamente? —preguntó Asbag.
—Ilustrar —respondió Alhaquen—. Ilustrar con alegorías y miniaturas muchos de los libros que poseo. Ya sabéis que nuestras costumbres religiosas no permiten representar figuras humanas ni animales. Nuestros dibujantes son expertos en filigranas vegetales y secuencias geométricas, pero se ven incapaces a la hora de representar escenas con personas o seres en movimiento. Vosotros, en cambio, habéis aprendido el arte de la alegoría, pues vuestros libros y vuestra pintura religiosa se nutren de las escenas bíblicas.
—¿Qué libros habremos de ilustrar? —preguntó Asbag.
—¡Oh! Libros de caza, de viajes, de costumbres…
—¿Y poesía? ¿También libros de poesía? —preguntó el obispo.
—Sí, también. Pero si alguna de las escenas os resulta comprometida o contraria a vuestra moral religiosa podréis omitirla. Soy un hombre respetuoso con la conciencia de cada uno.
—Bien. No se hable más —dijo el obispo zanjando la cuestión—. Mañana mismo os trasladaréis aquí para iniciar vuestra tarea.
La luz del amanecer empezaba a iluminar las bajas colinas de la sierra cordobesa, cubiertas de jaras y de pedruscos grises, y la maleza aparecía dorada por el sol invernal.
Desde su ventana Asbag contemplaba la medina de Zahra, brillante y luminosa, dentro de sus muros que la libraban de los brezos y las agrestes encinas. Llegaba una brisa fría que traía aromas húmedos de monte y de guijarros cubiertos de musgos y líquenes. Los nuevos y flamantes minaretes empezaron a lanzar sus llamadas a la oración de la mañana.
La vida de Asbag había cambiado en Zahra; más de lo que imaginaba unos meses atrás cuando se instaló definitivamente dentro de sus murallas. Se había enamorado de la biblioteca de Alhaquen y se había apresurado a acomodarse en ella como si no hubiera otro lugar en el mundo. Contenía libros de Oriente y de Occidente; no sólo de lengua, mística y teología; también de ciencia y de filosofía. Se encontró con Platón, Aristóteles, Séneca, Plotino, Luciano de Samosata, y con los grandes padres de la iglesia, desde san Ireneo a san Agustín. Pero todo no lo aprendió en los libros. Se hizo amigo del príncipe y de él recibió algo más que conocimientos: una amplia visión de la vida y de la historia de los hombres, construida desde el desapasionamiento y la imparcialidad, sin buenos ni malos, sin vencedores ni vencidos.
A pesar de ser el heredero, Alhaquen era un príncipe asequible, poco dado al excesivo protocolo o a los lujos propios de la corte. Su padre, el anciano Abderrahmen III gobernaba en solitario con absoluta lucidez y solamente delegaba en su hijo cuando las tareas del reinado suponían algún desplazamiento. El califa llevaba años sin salir de Zahra, desde donde dirigía todo sin agobios, sabedor de que su poder era formidable. Lo que había hecho en medio siglo parecía un prodigio. Había encontrado el imperio presa del desorden y de la guerra civil, desgarrado por las facciones, dividido entre multitud de señores de distintas razas, expuesto a las constantes correrías de los cristianos del norte y en vísperas de ser absorbido, ya por los leoneses, ya por los africanos. Había sido, casi hasta ese día, un guerrero infatigable que salvó a Alándalus de sí mismo y de la dominación extranjera, haciéndolo renacer más grande y más fuerte que nunca. El tesoro público, que encontró arruinado, estaba ahora en una situación excelente. Se decía que Abderrahmen era el hombre más rico del mundo, más poderoso incluso que el hamdaní, que reinaba entonces en Mesopotamia. La agricultura, la industria, el comercio, las ciencias, las artes: todo florecía. Su soberbia marina le permitía disputar a los fatimíes el dominio del Mediterráneo y garantizaba la llegada de productos de todo el Oriente. Además, gobernaba Ceuta, la llave de la extensa Mauritania. Los más altivos soberanos del mundo demandaban alianzas con Córdoba; y los emperadores cristianos de Constantinopla y de Alemania, los reyes de Italia y Francia, le enviaban embajadores. Así que en Zahra se reunían todas las maravillas de Oriente y Occidente.