—¡Ah!, no tengo ningún recuerdo.
—Verá usted, para ayudarla: un día, su amiga Gisela saltó a pies juntos por encima de la silla en que estaba sentado un señor viejo. Trate de recordar lo que pensó usted en ese momento.
—Gisela era con la que menos andábamos; era de la pandilla, si usted quiere, pero no del todo. He debido pensar que estaba muy mal educada y que era muy ordinaria.
—¡Ah!, ¿nada más?
Bien hubiera querido, antes de besarla, llenarla de nuevo del misterio que tenía para mí en la playa antes de que la conociese yo, volver a encontrar en ella el país en que anteriormente había vivido; en su lugar, por lo menos, si no lo conocía, podía insinuar todos los recuerdos de nuestra vida en Balbec, el ruido de la ola al romper bajo mi ventana, los gritos de los niños. Pero al dejar resbalar mi mirada por el hermoso globo sonrosado de sus mejillas, cuyas superficies suavemente combadas iban a morir al pie de los primeros repliegues de sus hermosos cabellos negros que corrían en quebradas cordilleras, alzaban sus contrafuertes escarpados y modulaban las ondulaciones de sus valles, tuve que decirme: «Al fin, ya que no lo he conseguido en Balbec, voy a saber el gusto de la rosa desconocida que son las mejillas de Albertina. Y puesto que los círculos por que podemos hacer cruzar a las cosas y a los seres durante el curso de nuestra existencia no son muy numerosos, acaso pueda yo considerar la mía como en cierto modo realizada, cuando, después de haber hecho salir de su remoto marco el florido rostro que había elegido entre todos, lo haya traído a este nuevo plano en que tendré por fin conocimiento de él por medio de los labios». Me decía esto porque creía que existe un conocimiento por medio de los labios; me decía que iba a conocer el sabor de aquella rosa carnal, porque no había pensado que el hombre, criatura evidentemente menos rudimentaria que el erizo de mar y aun que la ballena, carece todavía, sin embargo, de cierto número de órganos esenciales, y especialmente no posee ninguno que sirva para el beso. Ese órgano ausente lo suple con los labios, y con ello llega acaso a un resultado un poco más satisfactorio que si estuviera reducido a acariciar a la amada con una defensa córnea. Pero los labios, hechos para llevar al paladar el sabor de aquello que les tienta, han de contentarse, sin comprender su error y sin confesar su decepción, con vagar por la superficie y tropezarse con el cercado de la mejilla impenetrable y deseada. Por lo demás, en ese momento, al contacto mismo de la carne, los labios, aun en la hipótesis de que llegaran a ser más expertos y a estar mejor dotados, no podrían sin duda gustar en mayor medida el sabor que la naturaleza les impide actualmente aprehender, porque en esa zona desolada en que no pueden hallar su alimento, están solos, ya que la mirada, y luego el olfato, los han abandonado desde hace mucho. Primero, a medida que mi boca empezó a acercarse a las mejillas que mis miradas le habían propuesto que besase, esas miradas, al desplazarse, vieron unas mejillas nuevas; el cuello, visto más de cerca y como con lupa, mostró en el grosor de su grano una robustez que modificó el carácter del rostro.
Las últimas aplicaciones de la fotografía —que tienden a los pies de una catedral todas las casas que nos parecieron tan a menudo, de cerca, casi tan altas como las torres, hacen sucesivamente maniobrar como un regimiento, en filas, en un orden disperso, en masas apiñadas, los mismos monumentos, acercan una contra otra las dos columnas de la Pizzeta, hace un momento tan distantes, alejan la vecina Salute, y en un fondo pálido y rebajado logran hacer caber un horizonte inmenso bajo el arco de un puente, en el recuadro de una ventana, entre las hojas de un árbol situado en primer plano y de un tono más vigoroso, dan sucesivamente por marco a una misma iglesia las arcadas de todas las demás—, no veo nada más que pueda, en la misma medida que el beso, hacer surgir de lo que creemos una cosa de aspecto definido las otras cien cosas que son asimismo, ya que cada una de ellas dice relación a una perspectiva no menos legítima. En suma: así como, en Balbec, Albertina me había parecido a menudo diferente, ahora, cual si al acelerar prodigiosamente la rapidez de los cambios de perspectiva y de las mudanzas de coloración que nos ofrece una persona en nuestros diversos encuentros con ella hubiera querido yo hacerlos caber todos en unos cuantos segundos para crear experimentalmente de nuevo el fenómeno que diversifica la individualidad de un ser y sacar las unas de las otras como de un estuche todas las posibilidades que encierra, en este breve trayecto de mis labios hacia su mejilla, fueron diez Albertinas las que vi; como quiera que esta muchacha sola era cual una diosa de múltiples cabezas, la que yo había visto la última, si intentaba acercarme a ella, dejaba el sitio a otra. En tanto no la había tocado, al menos, veía yo esa cabeza; un ligero perfume venía de ella hasta mí. Pero ¡ay! —porque para el beso, las ventanillas de nuestra nariz y nuestros ojos están tan mal situados como mal hechos nuestros labios—, de pronto, mis ojos cesaron de ver; mi nariz, a su vez, al aplastarse, no percibió ya ningún olor, y sin conocer más, por eso, el gusto del rosa deseado, supe, por estos detestables signos, que al fin estaba besando la mejilla de Albertina.
¿Era porque representábamos (figurada por la revolución de un cuerpo sólido) la escena inversa de la de Balbec, porque yo estaba acostado y levantada ella, capaz de esquivar un ataque brutal y de dirigir el deleite a su guisa, por lo que me dejó coger con tanta facilidad ahora lo que antes había denegado con un gesto tan severo? (Sin duda, respecto de ese gesto de antaño, la expresión voluptuosa que cobraba hoy su semblante al acercársele mis labios se diferenciaba tan sólo por una desviación de líneas infinitesimal, pero en las que puede caber toda la distancia que hay entre el ademán de un hombre que remata a un herido y el de uno que auxilia a ese mismo herido, entre un retrato sublime o espantoso). Sin saber si tenía que atribuir el honor y estar agradecido de su cambio de actitud a algún bienhechor involuntario que, uno de estos meses últimos, en París o en Balbec, hubiera trabajado para mí, pensé que la forma en que estábamos colocados era la causa principal de ese cambio. Fue, sin embargo, otra la que me facilitó Albertina; exactamente ésta: «¡Ah!, es que en ese momento, en Balbec, yo no le conocía; podía creer que llevaba usted malas intenciones». Esta razón me dejó perplejo. Albertina me la dio sin duda sinceramente. Tanto trabajo le cuesta a una mujer reconocer en los movimientos de sus miembros, en las sensaciones experimentadas por su cuerpo, en el curso de una entrevista mano a mano con un camarada, la culpa desconocida en que temblaba de pensar que un extraño premeditase hacerla caer.
En todo caso, cualesquiera que fuesen las modificaciones acaecidas desde hacía algún tiempo en su vida, y que acaso habrían explicado que hubiera concedido fácilmente a mi deseo momentáneo y puramente físico lo que había denegado con horror en Balbec a mi amor, otra mucho más asombrosa se produjo en Albertina esa misma tarde, tan pronto como sus caricias hubieron producido en mí la satisfacción de que debió darse cuenta de sobra, y que yo había incluso temido que la causase el ligero movimiento de repulsión y de pudor ofendido que había tenido Gilberta en un momento análogo detrás del macizo de laureles, en los Campos Elíseos.
Fue todo lo contrario. Ya en el momento en que la había tendido en mi cama y en que había empezado a acariciarla, Albertina había cobrado una expresión, que yo no le conocía, de buena voluntad dócil, de sencillez casi pueril. Borrando en ella todas las preocupaciones, todas las pretensiones habituales, el momento que precede al goce, semejante en esto al que sigue a la muerte, había devuelto a sus facciones rejuvenecidas algo así como la inocencia de los primeros años. Y, sin duda, todo ser cuyo talento es súbitamente puesto en juego se torna modesto, aplicado y encantador; sobre todo, si con ese talento sabe proporcionarnos un gran placer, él mismo es feliz con ello, quiere dárnoslo completo. Pero en esta nueva expresión del rostro de Albertina había algo más que desinterés y conciencia, generosidad profesionales, una a modo de dedicación convencional y súbita; y adonde había vuelto era más allá de su propia infancia, a la juventud de su raza. Harto diferente de mí, que no había deseado nada más que un aplacamiento físico, Albertina parecía encontrar como que hubiera habido por su parte cierta grosería en creer que ese placer material no fuese acompañado de un sentimiento moral y que rematase algo. Ella, que tanta prisa tenía un momento antes, ahora, sin duda porque juzgaba que los besos implican amor y que el amor está por encima de cualquier otro deber, decía, cuando yo le recordaba su cena:
—Pero ¡vamos, si eso no importa!, tengo todo el tiempo por mío.
Parecía como si le molestara levantarse inmediatamente después de lo que acababa de hacer, molesta por urbanidad, lo mismo que Francisca, cuando había creído, sin tener sed, que debía aceptar con una jovialidad decente el vaso de vino que Jupien le ofrecía, no se hubiera atrevido a marcharse inmediatamente después de haber bebido el último sorbo, aunque un deber imperioso cualquiera la hubiese llamado. Albertina —y esta era acaso, con otra que más tarde se verá, una de las razones que sin que yo lo supiera me habían hecho desearla— era una de las encarnaciones de la aldeanita francesa cuyo modelo está, en piedra, en Saint-André-des-Champs. De Francisca, que había, sin embargo, de llegar a ser bien pronto su enemiga mortal, reconocí en ella la cortesía para con el huésped y el extraño, el decoro, el respeto al lecho.
Francisca, que, desde la muerte de mi tía, creía que sólo podía hablar en tono compungido, en los meses que precedieron a la boda de su hija hubiera encontrado chocante, cuando ésta se paseaba con su novio, que no lo cogiese del brazo. Albertina, inmovilizada junto a mí, me decía:
—Tiene usted el pelo muy bonito, tiene usted unos ojos hermosos, es usted encantador.
Como, habiéndole hecho notar que era tarde, añadiese yo: «¿No me cree usted?», me respondió —cosa que acaso fuese verdad, pero solamente desde hacía dos minutos y por algunas horas—:
—Yo le creo a usted siempre.
Me habló de mí, de mi familia, de mi medio social. Me dijo: «¡Oh!, ya sé que sus padres conocen gente muy distinguida. Usted es amigo de Roberto Forestier y de Susana Delage». Al pronto, estos nombres no me dijeron absolutamente nada. Pero de repente recordé que, en efecto, había jugado en los Campos Elíseos con Roberto Forestier, al que no había vuelto a ver nunca. En cuanto a Susana Delage, era la sobrinita de la señora de Blandais, y una vez había tenido que ir yo a una lección de baile, e incluso representar un papel de nada en una comedia de salón, en casa de sus padres. Pero el temor a que me acometiera una risa loca, y unas hemorragias nasales, me lo habían impedido, de modo que no la había visto nunca. A lo sumo había creído entender en tiempos que la institutriz, aquella de los Swann, la de las plumas, había estado en casa de sus padres; pero acaso no fuera ella, sino una hermana de esa institutriz o alguna amiga. Hice a Albertina protestas de que Roberto Forestier y Susana Delage ocupaban poco lugar en mi vida. «Es posible, su madre de usted y las de ellos están muy unidas; eso permite situarle a usted. A menudo me cruzo con Susana Delage en la Avenida de Messina: tiene
chic.
» Nuestras madres no se conocían como no fuese en la imaginación de la señora de Bontemps que, habiendo sabido que yo había jugado en otro tiempo con Roberto Forestier, al que parece ser que recitaba versos, había concluido de ello que estábamos unidos por relaciones de familia. No dejaba nunca, según me han contado, pasar el nombre de mamá sin decir: «¡Ah, sí!, es del mundo de los Delage, de los Forestier, etcétera», dando a mis padres una buena nota que no se merecían.
Por lo demás, las nociones sociales de Albertina eran de una estupidez extremada. Creía a los Simonnet, con dos
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inferiores no sólo a los Simonet, con una sola
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sino a todas las demás personas posibles. El que alguien lleve el mismo apellido que usted sin ser de su familia es una gran razón para desdeñarle. Hay, desde luego, excepciones. Puede ocurrir que dos Simonnet (presentados el uno al otro en una de esas reuniones en que se experimenta la necesidad de hablar de cualquier cosa y en que se siente uno, por otra parte, lleno de disposiciones optimistas; por ejemplo, en el acompañamiento de un entierro que se dirige al cementerio), al ver que se llaman lo mismo, busquen, con una benevolencia recíproca, y sin ningún resultado, si tienen algún lazo común de parentesco. Pero esto no es más que una excepción. Hay muchos hombres que son poco honorables, pero lo ignoramos o no nos cuidamos de ello. Mas si la homonimia hace que nos entreguen cartas destinadas a ellos, o viceversa, empezamos por una desconfianza, a menudo justificada, tocante a lo que valen. Tememos confusiones, las prevenimos con una mueca de disgusto si se nos habla de ellos. Al leer nuestro apellido, ostentado por ellos, en el periódico, nos parece como que lo han usurpado. Los pecados de los demás miembros del cuerpo social nos son indiferentes. Cargamos más pesadamente con ellos a nuestros homónimos. El odio que tenemos a los otros Simonnet es tanto más fuerte cuanto que no es individual, sino que se transmite hereditariamente. Al cabo de dos generaciones sólo se recuerda el mohín insultante que los abuelos tenían para los otros Simonnet; se ignora la causa; no nos chocaría enterarnos de que la cosa ha empezado por un asesinato. Hasta el día, frecuente, en que, entre una Simonnet y un Simonnet que no tienen nada de parientes, todo elfo acaba en boda.
No sólo me habló Albertina de Roberto Forestier y de Susana Delage, sino que espontáneamente, por un deber de confidencia que la aproximación de los cuerpos crea, al comienzo cuando menos, antes que esa aproximación haya engendrado una duplicidad especial y el secreto para con el mismo ser, me contó acerca de su familia y de un tío de Andrea una historia de que se había, en Balbec, negado a decirme una sola palabra; pero no pensaba que debiera parecer aún que tenía secretos para conmigo. Ahora, si su mejor amiga le hubiera contado algo que fuese contra mí, hubiera considerado deber suyo referírmelo. Insistí para que se volviera a su casa; acabó por marcharse, pero tan confusa, por mí, de mi grosería, que se reía casi por disculparme, como la señora de una casa a la que vamos de chaqueta, que nos admite así, pero sin que eso le sea indiferente.