Miré al señor de Charlus. Realmente, su cabeza magnífica, y que repelía, aventajaba, sin embargo, a la de todos los suyos; hubiérase dicho Apolo avejentado; pero un zumo oliváceo, hepático, parecía pronto a salir de su aviesa boca; por lo que hacía a la inteligencia, no podía negarse que la suya, gracias a una vasta abertura de compás, se asomaba a muchas cosas que permanecerían siempre desconocidas para el duque de Guermantes. Pero cualesquiera que fuesen las lindas frases con que coloreara todos sus odios, echábase de ver que, aun cuando hubiera en ellas tan pronto orgullo ofendido como un amor defraudado, o un rencor, sadismo, una provocación, una idea fija, este hombre era capaz de asesinar y de probar a fuerza de lógica y de lenguaje florido que había tenido razón para hacerlo, y que no por ello dejaba de ser superior en cien codos a su hermano, a su cuñada, etc., etc. «Lo mismo que en las
Lanzas
de Velázquez —continuó— el vencedor avanza hacia el que es más humilde, como debe hacerlo todo noble, ya que yo lo era todo y usted no era nada, he sido yo quien ha dado los primeros pasos hacia usted. Usted ha respondido neciamente a lo que no es a mí a quien corresponde llamar grandeza. Pero yo no me he dejado desalentar. Nuestra religión predica la paciencia. Espero que la que con usted he tenido me será tomada en cuenta, lo mismo que el no haber hecho más que sonreírme de lo que podría ser tachado de impertinencia si estuviera a su alcance tenerla para con quien a tantos codos está por encima de usted; pero, en fin, caballero, de nada de esto se trata ya. Le he sometido a usted a la prueba que el único hombre eminente de nuestro mundo llama ingeniosamente la prueba de la amabilidad demasiado grande, y que declara con justo título ser la más terrible de todas, la única que puede separar la buena simiente de la cizaña. Apenas le reprocharía yo que la hubiera sufrido sin éxito, ya que los que triunfan de ella son rarísimos. Pero al menos, y esta es la conclusión que pretendo sacar de las últimas palabras que vamos a cambiar en la tierra, me importa estar a cubierto de las calumniadoras invenciones de usted». No había pensado yo hasta aquí que la cólera del señor de Charlus pudiera ser causada por alguna frase ofensiva que le hubiesen repetido; interrogué a mi memoria: a nadie había hablado yo del barón. Algún malintencionado había urdido el embuste en todas sus partes. Hice protestas al señor de Charlus de que no había dicho absolutamente nada de él. «No creo que haya podido molestarle con decir a la señora de Guermantes que yo estaba en relaciones de amistad con usted». Sonrió con desdén, hizo subir su voz hasta los registros más extremos, y allí, atacando con suavidad la nota más aguda y más insolente: «¡Oh!, caballero —dijo volviendo con extremada lentitud a una entonación natural, y como recreándose de pasada con las rarezas de esta gama descendente—, estimo que se perjudica usted a sí mismo con acusarse de haber dicho que ‘estábamos en relaciones de amistad.’ No espero una exactitud verbal muy grande de una persona que fácilmente tomaría un mueble de Chippendale por un escaño rococó; pero en fin, no creo —añadió, con caricias vocales cada vez más zumbonas y que hacían flotar en sus labios hasta una sonrisa encantadora—, no creo que haya dicho usted, ni que haya creído, que
estábamos en relaciones de amistad.
En cuanto a haberse alabado de haberme sido
presentado,
de haber
charlado conmigo,
de
conocerme
un poco, de haber conseguido casi sin solicitación el poder ser algún día mi
protegido,
me parece, por el contrario, muy natural e inteligente que lo haya hecho usted. La extrema diferencia de edad que hay entre nosotros me permite reconocer, sin caer en el ridículo, que esa
presentación,
esas
charlas,
ese vago cebo de
relaciones
eran para usted, no he de ser yo quien diga que un honor, pero en fin, una ventaja respecto de la cual me parece que la tontería de usted estuvo no en haberla divulgado, sino en no haber sabido conservarla. Añadiré, inclusive —dijo, pasando bruscamente y por un instante de la cólera altanera a una dulzura tan henchida de tristeza que creí que iba a echarse a llorar—, que cuando dejó usted sin respuesta la proposición que le hice en París, el caso se me antojó tan insólito por su parte, que me pareció usted bien educado y de buena familia
burguesa
(sólo en este adjetivo tuvo su voz un ligero silbido de impertinencia), que tuve la ingenuidad de creer en todos los embustes que no suceden nunca, en las cartas perdidas, en los errores de dirección. Reconozco que eso era, por mi parte, una gran ingenuidad, pero San Buenaventura prefería creer que un buey pudiera volar antes que admitir que pudiese mentir su hermano. En fin, todo esto ha terminado; la cosa no le ha gustado a usted; ya no se trata de eso. Unicamente me parece que hubiera podido usted (y había verdaderamente llanto en su voz), aunque sólo fuese por consideración a mi edad, escribirme. Yo había concebido para usted cosas infinitamente seductoras que me había guardado muy mucho de decirle. Prefiere usted rehusar sin saber; eso es cosa suya. Pero, como le iba diciendo, siempre puede uno
escribir.
Yo, en su lugar, y aun en el mío, lo hubiera hecho. Prefiero, por esto, mi lugar al de usted, y digo que por esto, porque creo que todos los lugares son iguales, y tengo más simpatía por un obrero inteligente que por muchos duques. Pero puedo decir que prefiero mi lugar, porque lo que usted ha hecho, en mi vida entera, que empieza a ser bastante larga, sé que no lo he hecho yo nunca. (Había vuelto la cabeza en la sombra; yo no podía ver si sus ojos dejaban caer lágrimas, como su voz inducía a creer). Le decía que me he adelantado a usted cien pasos; el efecto de esto ha sido hacerle a usted dar doscientos hacia atrás. Ahora me toca a mí alejarme, y ya nunca más nos conoceremos. Yo no retendré su nombre de usted, sino su caso, para que los días en que me vea tentado a creer que los hombres tienen el corazón, la cortesía o simplemente la inteligencia que hacen falta para no dejar escapar una buena suerte sin segundo, tenga presente que eso es ponerlos demasiado alto. No, el que haya dicho usted que me conocía cuando era cierto —porque ahora va a dejar de serlo—, no puede parecerme sino natural y lo tomo como un homenaje, es decir, como una cosa agradable. Por desgracia, en otro lugar y en otras circunstancias, ha empleado usted frases muy diferentes». «Caballero, le juro a usted que no he dicho nada que pueda ofenderle». «¿Y quién le dice a usted que me haya ofendido? —exclamó con furor, irguiéndose violentamente en la meridiana en que hasta entonces había permanecido inmóvil, al paso que, mientras se crispaban las lívidas serpientes espumosas de su cara, su voz se volvía alternativamente aguda y grave como una tempestad ensordecedora y desencadenada. (La fuerza con que hablaba de costumbre y que hacía volverse a los desconocidos en la calle, estaba centuplicada, como lo es un
forte
si, en lugar de ser ejecutado al piano, lo es por la orquesta, y además se trueca en un
fortissimo.
El señor de Charlus bramaba)—. ¿Piensa usted que está a su alcance ofenderme? ¿Pero es que no sabe usted con quién habla? ¿Cree usted que la saliva envenenada de quinientos hominicacos amigos suyos encaramados unos sobre otros llegaría a babear siquiera hasta los augustos dedos de mis pies?». Desde hacía un momento, al deseo de persuadir al señor de Charlus de que jamás había hablado yo ni oído hablar mal de él, había sucedido un coraje loco, causado por las palabras que le dictaba únicamente, a juicio mío, su inmenso orgullo. Quizá fuesen, por lo demás, efecto, en parte al menos, de ese orgullo. Casi todo el resto procedía de un sentimiento que yo ignoraba aún y que, por ende, no fue culpa mía si no lo tomé en cuenta. Hubiera podido, al menos, en defecto del sentimiento desconocido, mezclar al orgullo, de haber recordado las palabras de la señora de Guermantes, un poco de locura. Pero en ese momento la idea de la locura no se me pasó siquiera por las mientes. No había en él, en opinión mía, más que orgullo; en mí, nada más que furor. Este (en el momento en que el señor de Charlus dejaba de bramar para hablar de los augustos dedos de sus pies, con una majestad que acompañaban un mohín, una arcada de asco respecto de sus oscuros blasfemadores), este furor ya no se contuvo. Con un movimiento impulsivo, quise romper algo, y como un resto de discernimiento me hacía respetar a un hombre de tanta más edad que yo, e incluso, por su dignidad artística, las porcelanas alemanas dispuestas en torno suyo, me precipité sobre el sombrero de copa nuevo del barón, lo tiré al suelo, lo pisoteé, me cebé en él, queriendo desbaratarlo por completo; arranqué el forro, desgarré en dos la corona, sin escuchar las vociferaciones del señor de Charlus, que continuaban, y, cruzando la habitación para irme, abrí la puerta. A ambos lados de ella, con gran estupefacción mía, se hallaban apostados dos lacayos, que se alejaron lentamente por que pareciera que se habían encontrado allí únicamente al pasar para su servicio. (Después he sabido los nombres: el uno se llamaba Burnier y el otro Charmel). Ni por un instante me engañó esta explicación que su indolente paso parecía proponerme. Era inverosímil; otras tres me lo parecieron menos: una, que el barón recibía a veces huéspedes y que, como podía tener necesidad de ayuda contra ellos (pero ¿por qué?), juzgaba necesario tener un puesto de socorro vecino. La otra, que, atraídos por la curiosidad, los dos lacayos se habían puesto a escuchar, sin pensar que yo iba a salir tan aprisa. La tercera, que, por haber sido preparada y representada toda la escena que me había hecho el señor de Charlus, él mismo les había pedido que escuchasen, por amor al espectáculo, unido acaso a un
nunc erudimini
de que cada cual sacaría su provecho.
Mi cólera no había calmado la del barón; mi salida del aposento pareció causarle un vivo dolor, me llamó, hizo que me llamasen, y, por último, olvidando que un instante antes, al hablar de «los augustos dedos de sus pies», había creído hacerme testigo de su propia deificación, corrió cuanto se lo consintieron sus piernas, me alcanzó en el vestíbulo y me cerró el paso a la puerta. «Vamos —me dijo—, no sea usted niño, vuelva usted a entrar un minuto; quien bien te quiere te hará llorar, y si yo le he castigado y le he hecho pasar a usted un mal rato es porque le quiero bien». Mi cólera se había desvanecido, dejé pasar la palabra «castigar» y seguí al barón que, llamando a un criado, hizo, sin muestra alguna de amor propio, que se llevasen los pedazos del sombrero destruido, que fue sustituido por otro. «Si quiere usted decirme, caballero, quién me ha calumniado pérfidamente —dije al señor de Charlus—, me quedo, para saberlo y confundir al impostor». «¿Cómo? ¿No lo sabe usted? ¿No guarda usted recuerdo de lo que dice? ¿Piensa usted que las personas que me prestan el servicio de advertirme de estas cosas no empiezan por pedirme que les guarde el secreto? ¿Y cree usted que voy a faltar a lo que he prometido?». «Caballero, ¿es imposible que me lo diga usted?», pregunté, buscando en mi cabeza (donde no encontraba a nadie) a quién había podido hablar yo del señor de Charlus. «¿No ha oído usted que le he prometido el secreto al que me lo ha indicado? —me dijo con voz restallante—. Ya veo que al gusto por las frases abyectas une usted el de las insistencias vanas. Debiera usted tener por lo menos la inteligencia de aprovechar una última conversación y hablar para decir algo que no sea exactamente nada». «Caballero —respondí alejándome—, me insulta usted, estoy desarmado, porque tiene usted varias veces mi edad; la partida no es igual; por otra parte, no puedo convencerle, ya le he jurado que yo no había dicho nada». «¡Entonces es que yo miento!», exclamó en un tono terrible y dando tal bote que vino a encontrarse de pie a dos pasos de mí. «Le han engañado a usted». Entonces, con una voz dulce, afectuosa, melancólica, como esas sinfonías que se tocan sin interrupción entre los diversos trozos, y en que un gracioso
scherzo
amable, idílico, sucede a los truenos del primer trozo: «Es muy posible —me dijo—. En principio, una frase con que le vienen a uno raras veces es cierta. Culpa de usted es si, por no haber aprovechado las ocasiones de verme que yo le había ofrecido, no me ha facilitado, con esas palabras francas y cotidianas que crean la confianza, el preventivo único y soberano contra un dicho que le presentaba a usted como un traidor. De todas maneras, verdadera o falsa, la frase ha hecho su labor. Ya no puedo librarme de la impresión que me ha producido. Ni siquiera puedo decir que quien bien quiere bien castiga, porque bien le he castigado a usted, pero ya no le quiero». Mientras me decía estas palabras, me había obligado a tomar asiento de nuevo y había tocado el timbre. Entró un lacayo. «Tráiganos algo de beber, y diga que enganchen el cupé». Le dije que yo no tenía sed, que era muy tarde, y que, por otra parte, tenía un coche abajo. «Probablemente le habrán pagado al cochero y lo habrán despedido —me dijo el barón—; no se preocupe usted de eso. Mando que enganchen para que lo lleven a su casa… Si teme usted que sea demasiado tarde… hubiera podido darle una habitación aquí…». Le dije que mi madre estaría intranquila. «¡Ah, sí! Verdadera o falsa, la frase ha hecho su labor. Mi simpatía, un tanto prematura, había florecido demasiado pronto y, como esos manzanos de que tan poéticamente hablaba usted en Balbec, no ha podido resistir la primera helada». Si la simpatía del señor de Charlus no hubiera quedado destruida, no hubiese podido proceder éste, sin embargo, de otra manera, ya que, mientras me decía que estábamos reñidos, me hacía quedarme, que bebiese, me pedía que durmiera en su casa e iba a hacer que me llevaran a la mía. Parecía incluso como si temiera el instante de dejarme y volver a encontrarse solo, con el género de temor mezclado a cierta ansiedad que su cuñada y prima la de Guermantes me había parecido sentir, hacía una hora, cuando había querido obligarme a quedarme un poco más, con algo del mismo gusto pasajero hacia mí, del mismo esfuerzo por hacer prolongarse un minuto. «Por desgracia —continuó el señor de Charlus—, no poseo el don de hacer que reflorezca lo que ha sido destruido una vez. Mi simpatía hacia usted está muerta y bien muerta. Nada puede resucitarla. Creo que no es indigno de mí confesar que lo lamento. Me siento siempre un poco como el Booz de Víctor Hugo:
Je suis veuf, je suis seul, et sur moi le soir tombe
[25]
».
Volví a cruzar con él el gran salón verdoso. Le dije, completamente al azar, lo hermoso que me parecía aquel salón «¿Verdad que sí? —me respondió—. En algo ha de poner uno amor. El maderaje es de Bagard. Lo que no deja de ser gracioso, vea usted, es que fue hecho para los asientos de Beauvais y para las consolas. Como observará usted, repite el mismo motivo decorativo. Ya no había más que dos sitios en que hubiese estas cosas: el Louvre y la casa del señor de Hinnisdal. Pero, naturalmente, en cuanto he querido venirme a vivir a esta calle, ha aparecido un antiguo palacio de Chimay que nadie había visto nunca porque sólo ha venido aquí para
mí.
En conjunto está bien. Quizá pudiera estar mejor, pero, en fin, no está mal así. Hay cosas bonitas, ¿verdad?: el retrato de mis tíos, el rey de Polonia y el rey de Inglaterra, por Mignard. Pero ¿qué le estoy diciendo?, lo sabe usted tan bien como yo, puesto que ha esperado en este salón. ¿No? ¡Ah!, es que le habrán pasado a usted al salón azul —dijo con un tonillo que podía ser de impertinencia, dirigida a mi falta de curiosidad, o de superioridad personal y de no haber preguntado dónde me habían hecho esperar—. Mire usted, en este gabinete están todos los sombreros que usaron mademoiselle Elisabeth, la princesa de Lamballe y la reina. No le interesa esto; cualquiera diría que no ve usted nada. Quizá esté usted atacado de alguna afección al nervio óptico. Si le gusta más este género de belleza, ahí tiene un arco iris de Turner que empieza a brillar entre esos dos Rembrandt, en señal de nuestra reconciliación. ¿Oye usted? Beethoven se une a él». Y, en efecto, distinguíanse los primeros acordes de la tercera parte de la Sinfonía pastoral, «la alegría después de la tormenta», ejecutados no lejos de nosotros, sin duda en el primer piso, por unos músicos. Pregunté ingenuamente por qué casualidad tocaban aquello y quiénes eran los músicos. «Pues no se sabe. No se sabe nunca. Son unos músicos invisibles. Es bonito, ¿verdad? —me dijo en un tono ligeramente impertinente y que, sin embargo, recordaba un poco la influencia y el acento de Swann—. Pero a usted todo eso le trae tan sin cuidado como a un pez una manzana. Quiere volverse a su casa, exponiéndose a faltarnos al respeto a Beethoven y a mí. Usted mismo se juzga y se condena —añadió con expresión afectuosa y triste, cuando hubo llegado el momento de que me fuese—. Usted me disculpará si no le acompaño, como la buena educación me obligaría a hacer —me dijo—. Como mi deseo es no volver a verle, poco me importaría pasar cinco minutos más con usted. Pero estoy cansado y tengo mucho que hacer». Sin embargo, reparando en que el tiempo estaba despejado: «Bueno, sí, voy a subir al coche. Hace un claro de luna soberbio, que iré a contemplar al Bosque después que le haya acompañado a usted a su casa. ¡Pero usted no sabe afeitarse!, hasta en una noche en que cena fuera de casa se deja algunos cañones —me dijo, cogiéndome la barbilla entre dos dedos por decirlo así magnetizados, que, después de haber resistido un instante, subieron hasta mis orejas como los dedos de un peluquero—. ¡Ah!, sería agradable contemplar este ‘claro de luna azul’ en el Bosque con una persona como usted», me dijo con una dulzura súbita y como involuntaria. Luego, en un tono triste: «Porque de todas maneras es usted bueno; podría usted serlo más que nadie —añadió tocándome paternalmente en el hombro—. En otro tiempo, debo decir que le encontraba a usted muy insignificante». Lo que yo hubiera debido pensar es que así seguía encontrándome aún. No tenía más que recordar la rabia con que me había hablado hacía apenas media hora. A pesar de ello, tenía yo la impresión de que el barón, en aquel momento, era sincero, que su buen corazón triunfaba de lo que consideraba ya como un estado casi delirante de susceptibilidad y de orgullo. El coche estaba delante de nosotros, y el señor de Charlus prolongaba todavía la conversación. «Vamos —dijo bruscamente—, suba usted; dentro de cinco minutos estaremos en su casa. Y le diré a usted un ¡buenas noches! que cortará en seco y para siempre nuestras relaciones. Es mejor, puesto que hemos de separarnos para siempre, que lo hagamos como en música, en un acorde perfecto». A pesar de estas solemnes afirmaciones de que nunca más volveríamos a vernos, hubiera jurado yo que al señor de Charlus, molesto por haberse dejado llevar de su genio hacía un instante y temeroso de haberme hecho sufrir, no le habría parecido mal volver a verme otra vez. No me engañaba, ya que, al cabo de un momento: «¡Vaya! —dijo—, ahora resulta que se me había olvidado lo principal. En recuerdo de su señora abuela, había hecho yo encuadernar para usted una curiosa edición de madama de Sévigné. Ahí tiene usted, eso va a impedir que esta entrevista sea la última. Fuerza es que nos consolemos de ello diciéndonos que raras veces se liquidan en un día las cosas complicadas. Ya ve usted cuánto tiempo ha durado el Congreso de Viena». «Pero es que yo podría mandar a buscar el libro sin que usted se molestase», le dije obsequiosamente. «¿Quiere usted callarse, majaderillo —respondió con cólera—, y no tomar esos aires grotescos de considerar poca cosa el honor de ser probablemente (no digo que de seguro, porque quizá sea un lacayo quien le entregue el volumen) recibido por mí?». Se rehizo: «No puedo dejarle a usted con estas palabras. Nada de disonancias antes del silencio eterno del acorde de dominante». Era por sus propios nervios por lo que parecía temer su vuelta tras unas acres palabras de ruptura. «Usted no querrá venir al Bosque —me dijo en un tono no interrogatorio, sino afirmativo, y, a lo que me pareció, no porque no quisiera ofrecérmelo, sino porque recelaba que su amor propio sufriese una repulsa—. Bueno, vea usted —me dijo, demorándose todavía—, estamos en ese momento en que, como dice Whistler, los burgueses se retiran a sus casas (acaso quisiera cogerme por el amor propio), y en que conviene empezar a mirar. Pero usted ni siquiera sabe quién es Whistler». Cambié de conversación, y le pregunté si era inteligente la princesa de Iena. El señor de Charlus me atajó, y adoptando el tono más desdeñoso que yo le conocía: «¡Ah, caballero!, está usted haciendo alusión a un orden de nomenclatura con el que nada tengo que ver. Es posible que haya una aristocracia entre los tahitianos, pero confieso que no la conozco. El nombre que acaba usted de pronunciar, es extraño, ha resonado, sin embargo, hace unos días en mis oídos. Me preguntaban si condescendería yo a que me presentasen al duquesito de Guastalla. Me extrañó la petición, ya que el duque de Guastalla no tiene necesidad de que me lo presenten, por la sencilla razón de que es primo mío y me conoce de siempre; es el hijo de la princesa de Parma y, como pariente joven y bien educado, nunca deja de venir a cumplir sus deberes, visitándome el día de Año Nuevo. Pero, después de tomar informes, resultó que no se trataba de mi pariente, sino del hijo de la persona que le interesa a usted. Como no existe ninguna princesa de ese nombre, he supuesto que se trataba de una pobre que dormiría debajo del puente de Iena y que había tomado pintorescamente el título de princesa de Iena, lo mismo que se dice la Pantera de Batignolles o el Rey del Acero. Pero no, se trataba de una persona rica, de quien había admirado yo en una exposición algunos muebles hermosísimos y que tienen respecto del nombre de su propietaria la superioridad de no ser falsos. En cuanto al supuesto duque de Guastalla, debía de ser el agente de cambio de mi secretario, ¡tantas cosas procura el dinero! Pero no, es el emperador, según parece, quien se ha divertido en dar a esas gentes un título precisamente indisponible. Quizá sea una prueba de poder o de ignorancia; a mí me parece, sobre todo, que es una pésima trastada que les ha jugado de esa manera a esos usurpadores a pesar suyo. Pero, en fin, no puedo darle a usted luces acerca de todo eso, ya que mi competencia se detiene en el barrio de Saint-Germain, donde, entre todos los Courvoisier y Gallardon, encontrará usted, si llega a descubrir un introductor, viejas malas lenguas sacadas ex profeso de Balzac, y que le divertirán. Todo esto, naturalmente, nada tiene que ver con el prestigio de la princesa de Guermantes, pero sin mí y sin mi Sésamo, la mansión de esta última es inaccesible». «Verdaderamente debe de ser magnífico el ambiente en el palacio de la princesa de Guermantes». «¡Oh!, no es que sea magnífico. Es lo más hermoso que existe; después de la princesa, sin embargo». «La princesa de Guermantes, ¿es superior a la duquesa de Guermantes?». «¡Oh!, no tiene nada que ver». (Es de notar que, desde el punto en que las gentes de mundo tienen un poco de imaginación, coronan o destronan, al arbitrio de sus simpatías o de sus desavenencias, a aquellos cuya situación parecía más sólida y mejor asentada).