El mundo perdido (4 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El mundo perdido
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—¡Galimatías! —gritó echado hacia adelante, con los dedos apoyados en la mesa y el rostro proyectado hacia mí—. Eso es lo que le he estado diciendo a usted, caballero... ¡Un galimatías científico! ¿Creyó usted que podía competir en astucia conmigo, usted, con su cerebro del tamaño de una nuez? ¿Es que os creéis omnipotentes, condenados escritorzuelos? ¿Pensáis que vuestros elogios pueden encumbrar a un hombre y vuestras censuras destruirlo? De modo que todos nosotros debemos inclinarnos ante vosotros para intentar obtener una frase amable, ¿no es así? ¡A éste hay que ponerlo por las nubes y a ese otro hay que echarlo abajo! ¡Gusanos reptadores, os conozco bien! Os creéis tan influyentes que os habéis olvidado de cuando os cortaban las orejas. Habéis perdido el sentido de la proporción. ¡Globos hinchados de gas! Yo os pondré en el lugar que os corresponde. Sí, señor. Con G. E. C. no habéis podido. Aún queda un hombre que puede dominaros. Os advertí las consecuencias, pero puesto que
insistís
en venir, vive Dios que será a vuestro propio riesgo. Pague la deuda, mi querido señor Malone, exijo que pague la deuda. Se ha puesto usted a jugar un juego peligroso y tengo la impresión de que ha perdido la partida.

—Escuche, señor —dije retrocediendo hasta la puerta y abriéndola—. Usted puede ofenderme si lo desea, pero todo tiene un límite. No permitiré agresiones.

—No, ¿eh? —avanzó despacio, de una manera curiosamente amenazadora; pero se detuvo de pronto y puso sus manazas en los bolsillos laterales de la corta chaqueta, bastante juvenil, que usaba—. Ya he arrojado de esta casa a varios de ustedes. Usted será el cuarto o el quinto. Cada uno me costó, por término medio, tres libras y quince chelines. Caro, pero muy necesario. Y ahora, señor, ¿por qué no va a seguir el camino de sus cofrades? Yo creo que no tiene más remedio.

Reanudó su avance furtivo y desagradable, apoyándose en la punta de los pies, como haría un profesor de baile.

Yo podría haber escapado por la puerta del vestíbulo, pero habría sido demasiado ignominioso. Además, empezaba a brotar dentro de mí un pequeño ardor de ira justiciera. Hasta entonces era yo quien desafortunadamente carecía de razón, pero las amenazas de este hombre me estaban justificando.

—Le advierto que no me ponga las manos encima, señor. No se lo permitiré.

—Ah, conque no me lo permitirá, ¿eh?

Se alzaron sus negros bigotazos y su mueca de burla puso al descubierto un reluciente colmillo blanco.

—¡No haga el tonto, profesor! —le grité—. ¿Qué espera obtener? Peso doscientas diez libras, soy tan duro como un clavo y juego de centro tres–cuartos en el London Irish. No soy hombre para...

En ese momento se arrojó sobre mí. Fue una suerte que yo hubiese abierto la puerta, porque si no la hubiésemos perforado. Rodamos por el pasillo como una rueda catalina, hechos un ovillo. Debimos enredarnos, no sé cómo, en una silla que encontramos por el camino y nos la llevamos arrastrando hasta la calle. Mi boca estaba llena de pelos de su barba, nuestros brazos estaban trabados entre sí, nuestros cuerpos anudados y la condenada silla irradiaba sus patas por todas partes. Austin, siempre vigilante, había abierto de par en par la puerta del vestíbulo. Y allí fuimos a parar, dando un salto mortal de espaldas, por la escalinata de entrada. He visto a los dos Macs intentar algo por el estilo en un espectáculo; pero, según parece, hace falta cierta práctica para no hacerse daño. La silla se hizo astillas al pie de la escalera y nosotros rodamos hasta la cuneta de la calle. El profesor se levantó de un salto, agitando los puños y resollando como un asmático.

—¿Recibió lo suficiente? —jadeó.

—¡Condenado fanfarrón! —grité, mientras volvía a ponerme en guardia.

Allí mismo habríamos zanjado la cuestión, porque él estaba desbordante de ganas de pelear, pero por fortuna fui rescatado de tan abominable situación: un policía estaba a nuestro lado, con su libreta de notas en la mano.

—¿Qué significa todo esto? Vergüenza debería darles —dijo.

Eran las observaciones más razonables que había escuchado desde que había llegado a Enmore Park. El policía insistió, volviéndose hacia mí:

—Vamos a ver, ¿qué ha pasado?

—Este hombre me ha atacado —contesté.

—¿Ha atacado usted a este hombre? —preguntó el policía. El profesor respiró con fuerza y no dijo nada.

—Tampoco es la primera vez —añadió severamente el policía, sacudiendo la cabeza—. El mes pasado tuvo usted un problema por el estilo. Le ha puesto usted un ojo negro al joven. ¿Mantiene usted la acusación, señor?

Me aplaqué.

—No —dije—, no la mantengo.

—¿Qué significa eso? —preguntó el policía.

—La culpa fue mía. Me metí en su casa. Me lo advirtió.

El policía cerró de golpe su libro de notas y dijo:

—Es mejor que no vuelva a suceder una cosa así. Y ustedes circulen, vamos, circulen.

Esto último iba dirigido al muchacho de la carnicería, a una joven y a uno o dos holgazanes que habían formado un corrillo a nuestro alrededor. Se alejó pisando fuerte, calle abajo, llevándose delante de él a aquel pequeño rebaño. El profesor me miró y en el fondo de sus ojos brillaba una chispa de humor.

—¡Venga adentro! —me dijo—. No he acabado con usted. Las palabras tenían un retintín siniestro, pero a pesar de ello le seguí al interior de la casa. El criado Austin, que parecía una estatua de madera, cerró la puerta detrás de nosotros.

4. Es la cosa más grandiosa del mundo

Apenas cerrada la puerta de la calle, la señora Challenger salió del comedor como una flecha. La mujercita estaba de un humor terrible. Le cerró el paso a su marido como una gallina enfurecida que hiciera frente a un
bulldog
. Era evidente que me había visto salir, pero no había advertido mi retorno.

—¡Eres una bestia, George! —gritó—. Has lastimado a ese joven tan amable.

Él señaló hacia atrás con su dedo pulgar.

—Ahí está, sano y salvo detrás de mí.

Ella se quedó confusa, y no sin motivo.

—Perdone. No le había visto.

—Le aseguro, señora, que todo está bien.

—¡Ha dejado marcas en su cara, pobrecillo! ¡Oh, George, qué bruto eres! Semana tras semana no hemos tenido más que escándalos. Todos te empiezan a aborrecer y se burlan de ti. Has acabado con mi paciencia. No soporto más.

—La ropa sucia... —tronó él.

—No es ningún secreto —exclamó ella—. ¿No sabes que toda la calle, para el caso todo Londres...? Austin, retírese, no lo necesitamos aquí. ¿No sabes que todos hablan de ti? ¿Dónde está tu dignidad? Tú, que deberías estar como regius professor en una gran universidad, con mil alumnos reverenciándote... ¿Dónde está tu dignidad, George?

—¿Y qué me dices de la tuya, querida?

—Estás acabando con mi paciencia. Un matón, un matón pendenciero y vulgar: eso es lo que te has vuelto.

—Sé buena, Jessie.

—¡Un matón escandaloso y lleno de furia!

—¡Esto ya es demasiado! ¡Al banquillo de penitencia! —dijo él.

Para mi asombro, le vi inclinarse, levantar en vilo a su esposa y sentarla en un alto pedestal de mármol negro que había en un ángulo del vestíbulo. Tendría al menos siete pies de altura y era tan estrecho que sólo con dificultad conseguía ella mantener el equilibrio. Me resultaba dificil imaginar un espectáculo más absurdo que el que ella presentaba, allí encaramada, con su rostro convulso de ira, los pies balanceándose en el aire y su cuerpo rígido por el temor de una caída.

—¡Déjame bajar! —gemía.

—Di «por favor».

—¡Eres un bruto, George! ¡Bájame enseguida!

—Venga a mi despacho, señor Malone.

—La verdad, señor... —dije, mirando a la dama.

—Aquí está el señor Malone que aboga en tu defensa, Jessie. Di «por favor» y te bajo enseguida.

—¡Oh, qué bestia eres! ¡Por favor! ¡Por favor!

La bajó al suelo como si hubiese sido un canario.

—Es preciso que te comportes bien, querida. El señor Malone es un periodista. Mañana lo publicará todo en su periodicucho y se venderá una docena extra de ejemplares entre nuestros vecinos. «Curiosa historia en el mundo de la clase alta» (estabas bastante alta sobre ese pedestal, ¿no es cierto?). Y luego un subtítulo: «Ojeada a un extraño matrimonio». Este señor Malone es un devorador de carroña, que se alimenta de inmundicia, como todos los de su especie —
por cus ex grege diaboli
—, un cerdo de la piara del diablo. ¿Qué le sucede, Malone?

—Es usted realmente intolerable —le dije acaloradamente. El profesor soltó la risa en forma de mugido.

—Ya tenemos aquí una coalición —gritó con su voz atronadora, mirando a su mujer y luego a mí, mientras ahuecaba su enorme pecho.

Pero de pronto alteró su tono, diciendo:

—Disculpe estas frívolas chanzas familiares, señor Malone. Le pedí que volviese con un propósito mucho más serio que el de mezclarlo en nuestras pequeñas bromas domésticas. Largo de aquí, mujercita, y no te enojes.

Puso una manaza en cada uno de sus hombros:

—Todo lo que dices es la pura verdad. Si yo hiciese caso de tus consejos sería un hombre mucho mejor de lo que soy. Pero ya no sería del todo George Edward Challenger. Hay muchísimos hombres mejores, querida, pero sólo un G. E. C. De modo que debes sacar de mí lo mejor que puedas.

Súbitamente le dio un sonoro beso, que me desconcertó aún más que su anterior violencia.

—Y ahora, señor Malone —prosiguió con un gran acceso de dignidad—, sígame,
por favor
.

Volvimos a entrar en la habitación que habíamos dejado tan tumultuosamente diez minutos antes. El profesor cerró cuidadosamente la puerta una vez adentro, me condujo hasta un sillón y puso una caja de cigarros bajo mi nariz.

—Auténticos San Juan Colorado —dijo—. Las personas excitables como usted mejoran con los narcóticos. ¡Cielos! ¡No muerda la punta! ¡Corte, córtela con reverencia! Y ahora reclínese allí y escuche atentamente cuanto me dispongo a decirle. Si llega a ocurrírsele alguna observación, resérvela para una ocasión más oportuna.

»Ante todo, lo que se refiere a su retorno a mi casa después de su más que justificada expulsión —adelantó su barba y me miró fijamente, como desafiándome a que lo contradijese—, después, como decía, de su bien merecida expulsión. La razón ha sido su respuesta a ese policía entrometido, en la cual me pareció distinguir un tenue resplandor de buenos sentimientos por parte suya. Por lo menos, una mayor proporción de la que estoy acostumbrado a asociar con los de su profesión. Al admitir que era usted quien tenía la culpa del incidente, demostró poseer cierta amplitud mental y una altura de miras que me predispusieron en su favor. La subespecie de la raza humana a la cual usted pertenece, por desgracia, siempre ha estado por debajo de mi horizonte mental. Sus palabras lo elevaron de pronto por encima de aquélla, e hicieron que me fijase en usted seriamente. Por esa razón le pedí que regresara conmigo, cuando me sentí dispuesto a conocerlo más a fondo. Tenga la amabilidad de depositar la ceniza en la bandejita japonesa que está sobre la mesa de bambú que tiene junto a su codo izquierdo.

Todo esto fue dicho estentóreamente, como cuando un profesor se dirige en clase al conjunto de todos sus alumnos. Había empujado su sillón giratorio para quedar frente a mí, y allí sentado parecía inflarse como una enorme rana toro,
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con la cabeza echada hacia atrás y los ojos medio ocultos bajo sus ceñudos párpados. De pronto se volvió de costado con su sillón giratorio y todo lo que pude ver de él fueron sus cabellos enmarañados y una oreja roja y protuberante. Estaba escarbando entre un montón de papeles en desorden que tenía sobre su escritorio. Al fin se volvió hacia mí con algo que parecía un estropeadísimo cuaderno de dibujo entre sus manos.

—Voy a hablarle a usted acerca de Sudamérica —dijo—. Sin comentarios, por favor. Para comenzar, quiero que sepa que nada de lo que voy a decirle ahora debe ser repetido en público, de cualquier clase que sea, hasta que tenga usted mi autorización expresa. De acuerdo a toda humana probabilidad, esa autorización no la tendrá jamás. ¿Está claro?

—Es muy duro eso —comenté—. Seguramente un relato juicioso...

Volvió a colocar el libro de apuntes sobre la mesa.

—Hemos terminado. Le deseo muy buenos días.

—¡No, no! —exclamé—. Me someto a todas las condiciones. Por lo que alcanzo a ver, no tengo ninguna opción.

—Ni la más mínima —respondió.

—Bueno, entonces acepto.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor.

Me miró con expresión de duda en sus ojos insolentes.

—Después de todo, ¿qué sé yo de su honor?

—¡Palabra, señor —exclamé agriamente—, que se está tomando usted libertades muy grandes! Nadie me ha insultado así en toda mi vida.

Mi explosión pareció interesarle, en lugar de fastidiarlo.

—Cabeza redonda, braquicéfalo, ojos grises, pelo negro, con sugerencias negroides. ¿Un celta, verdad?

—Soy irlandés, señor.

—¿Irlandés, irlandés?

—Sí, señor.

—Naturalmente, eso lo explica todo. Veamos: me ha prometido usted que mis confidencias serán respetadas, ¿no es cierto? Le advierto que estas confidencias no serán completas ni mucho menos. Pero estoy dispuesto a darle unas pocas indicaciones que pueden ser de interés. En primer lugar, probablemente ya estará usted enterado de que hace dos años hice un viaje a Sudamérica: una expedición que llegará a ser clásica en la historia científica del mundo. El objeto de mi viaje era verificar algunas conclusiones obtenidas por Wallace y Bates, algo que sólo era posible observando los hechos referidos en condiciones idénticas a las que ellos habían registrado. Si mi expedición no hubiese conseguido otros resultados, igualmente habría sido notable; pero mientras estaba allí presencié un curioso incidente que abrió ante mí líneas de investigación completamente inéditas.

»Sabrá usted —aunque probablemente no lo sepa, viviendo como vive en esta época educada a medias— que las comarcas que rodean el Amazonas están sólo parcialmente exploradas, y que gran número de afluentes, muchos de los cuales ni figuran en los mapas, desembocan en el río principal. Me había propuesto visitar esa región poco conocida y apartada para examinar su fauna, que me proporcionó materiales para varios capítulos de esa grande y monumental obra sobre zoología que se convertirá en la justificación de mi vida. Regresaba ya, cumplida mi labor, cuando tuve ocasión de pasar una noche en una pequeña aldea india que se hallaba en el punto en que cierto afluente —cuyo nombre y posición me reservo— desemboca en el Amazonas. Los indígenas eran indios cucamas, raza afable pero degradada, cuya capacidad mental es apenas superior a la del londinense medio. Había yo efectuado algunas curaciones entre ellos, durante mi viaje río arriba, y los había impresionado considerablemente con mi personalidad. Por eso no me sorprendió que esperasen ansiosamente mi regreso. Por las señas que me hacían, supuse que alguien necesitaba con urgencia mis servicios médicos y seguí al jefe a una de sus chozas. Al entrar descubrí que el enfermo que deseaban que auxiliase acababa de expirar. Para mi sorpresa, no era un indio sino un hombre blanco. En verdad, debo decir era un hombre blanquísimo, porque tenía el pelo color de lino y algunas características de un albino. Vestía ropas harapientas, estaba muy demacrado y mostraba todas las señales de haber sufrido prolongadas penurias. Por lo que pude entender de los relatos de los indígenas, les era completamente desconocido y había llegado hasta su aldea a través de los bosques solo y en el último grado del agotamiento.

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