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Authors: Anne Rice

El Niño Judio (13 page)

BOOK: El Niño Judio
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Pero los hombres de la noche anterior eran vulgares borrachos, dijo Bruria. Por su parte, Riba dijo que había conseguido meterse en el túnel por los pelos. Mientras nos contaban todo eso, las dos mujeres caminaban sin dejar de sollozar.

Un túnel bajo la casa. Yo nunca había visto un túnel debajo de una casa.

—Si no hay rey, no hay paz —dijo Bruria, que era hija de Hezekiah, hijo a su vez de Caleb, y procedió a nombrar a todos sus antepasados y los de su esposo.

Los hombres la escuchaban con interés. Al oír tal o cual nombre, había murmullos y asentimientos de cabeza. Los hombres no miraban a la esclava, pero no se apartaban mucho de ambas mujeres y estaban expectantes, con el oído aguzado.

—Judas hijo de Ezequeías, ése es el rebelde —dijo Bruria—. El viejo Herodes lo encarceló, pero no lo hizo ejecutar, lo cual habría sido mejor. Ahora está sublevando a los jóvenes. Tiene su sede en Séforis. Se apoderó del arsenal. Pero los romanos ya están viniendo de Siria. Lloro por Séforis. Todo aquel que no quiera morir debería escapar cuanto antes de Séforis.

Yo conocía el nombre de esa ciudad. Sabía que mi madre había nacido allí, donde su padre Joaquín había sido escriba, y que su mujer, mi abuela Ana, había nacido también allí. Se habían trasladado a Nazaret cuando mi madre se prometió a José, que vivía con sus hermanos en la casa de la vieja Sara y el viejo Justus, parientes de mi madre, así como de José. Parte de esa casa se la habían dado a Joaquín y Ana y a mi madre, pues era una casa grande que tenía habitaciones de sobra para familias que convivían en un mismo patio grande, y fue allí donde vivieron hasta que se fueron a Belén, donde yo nací.

Al pensar en ello tuve conciencia de que desconocía partes de la historia. No sabía que mi madre y José se habían casado en Betania, en la casa de Isabel y Zacarías, y que esa casa estaba cerca de Jerusalén. Pero Isabel y su hijo Juan ya no vivían allí. Habían tenido que ocultarse, tal como nos había explicado mi prima Isabel.

Y al pensar en esto, todas las preguntas volvieron a mi mente. Pero tenía demasiadas ganas de ver Nazaret como para pensar en ello. No quería sufrir por ese motivo.

El entorno que me rodeaba era muy bello. Conocía esta palabra por los salmos, y comprendí su significado al contemplar esta tierra.

Sara y Justus nos estarían esperando en Nazaret. Les habíamos escrito para comunicarles que volvíamos a casa. La vieja Sara era tía de mi abuela Ana, y tía también de alguien de la familia de José, aunque yo no sabía de quién.

La región era cada vez más verde. Y, pese a que empezó a llover un poco, ni siquiera nos detuvimos.

Habíamos escuchado muchas veces sus cartas, en las que ella nombraba a todos los niños, y ya estaba al corriente de nuestra venida.

Los hombres no hablaban mucho, pero Bruria y Riba eran muy locuaces; los hombres se limitaban a escucharlas. Finalmente Bruria dijo que no podía seguir guardándose lo que más tristeza le producía: ¡su hijo se había unido a los rebeldes de Séforis! Se llamaba Caleb y añadió que quizá ya estaba muerto. No volvería a verlo nunca más.

Los hombres asintieron con la cabeza y guardaron silencio.

—Nadie vendrá a molestarnos en Nazaret. ¿A quién puede importarle ese lugar? —dijo Cleofás por lo bajo.

—Todo irá bien —dijo José—. Estoy seguro.

El sol iba ascendiendo en el cielo y las nubes parecían velas de barco, tan limpias estaban. En los campos había mujeres trabajando.

Llevábamos un buen trecho cuesta arriba por las colinas cuando llegamos a una aldea derruida y desierta. La hierba estaba crecida y los tejados se habían derrumbado. El lugar estaba deshabitado desde hacía tiempo. No había nada quemado. La mayor parte de la caravana siguió adelante, pero los nuestros se detuvieron.

Cleofás y José nos guiaron hasta un pequeño manantial que salía de la roca; sus aguas llenaban un estanque rodeado de grandes árboles frondosos. Era un lugar muy hermoso.

Montamos el campamento y mi madre dijo que pernoctaríamos allí y seguiríamos camino por la mañana.

Los hombres fueron a bañarse en el manantial mientras las mujeres iban a prepararles ropa limpia. Aguardamos. Luego las mujeres llevaron a los pequeños y nos bañamos. El agua estaba fría, pero todos reímos y lo pasamos en grande, y la ropa limpia olía bien. Olía incluso como en Egipto. Habían conseguido túnicas para Bruria y Riba.

—¿ Por qué no seguimos camino hacia Nazaret? —pregunté—. Aún es temprano.

—Los hombres quieren descansar—dijo mi madre—. Y parece que va a llover otra vez. Si llueve, nos meteremos en una de esas casas. Si no, nos quedaremos aquí.

Los hombres no parecían los mismos. Antes no me había dado cuenta, pero llevaban todo el día muy callados.

Cierto que las dificultades nos surgían a diario y teníamos que apañarnos con lo que encontrábamos, pero esta vez los hombres se comportaban de manera extraña. Hasta Cleofás estaba callado. Con la espalda apoyada contra un árbol, contemplaba las colinas a lo lejos y no parecía ver la gente que pasaba por el camino en dirección a Galilea. Pero cuando miré a José, como solía hacer en momentos como aquél, vi que estaba sereno. Había sacado un pequeño libro para leer y lo hacía susurrando las palabras. Era un libro escrito en griego.

—¿Qué es? —le pregunté.

—Samuel —respondió—. Habla de David.

Escuché mientras él leía en voz baja. David había estado combatiendo y quería beber agua del pozo de los enemigos, pero cuando le llevaron el agua no pudo bebería porque los hombres habían corrido un grave peligro para conseguirla. Podían haber muerto sólo por ello.

Luego, José se levantó y le dijo a Cleofás que le acompañara.

Las mujeres y los niños estaban reunidos alrededor de Bruria y Riba, y hablaban sin parar de las muchas cosas que habían ocurrido en la región.

José, Cleofás y Alfeo, más los dos hijos de éste y Santiago, llamaron a Bruria para hablar con ella. Se alejaron hasta un bosquecillo de árboles que se mecían al viento. Era agradable de ver.

Las voces sonaban distantes, pero pude captar retazos de conversación.

—No, pero si perdiste tu finca. No, pero tú... Y todo cuanto poseías...

—Tienes todo el derecho a...

—Considéralo el rescate.

¿Rescate?

La mujer, con las manos en alto y meneando la cabeza, regresó al grito de «¡No pienso hacerlo!».

Volvieron todos para acostarse y hubo silencio otra vez. José parecía preocupado, pero al final pareció serenarse.

La gente pasaba por el camino sin mirarnos, incluso hombres a caballo.

Y después de la cena, cuando todo el mundo estaba durmiendo, yo pensé en aquel hombre surgido en la noche, el borracho. Sabía que lo habían matado, pero no quería pensar en eso. Simplemente lo sabía, así como el motivo por el que lo habían hecho. Sabía lo que pretendía hacerle a la mujer. Y sabía que los hombres se habían lavado y puesto ropa limpia conforme a la Ley de Moisés, y que no estarían limpios hasta que se pusiera el sol. Por eso no íbamos hoy a Nazaret. Querían llegar a casa limpios.

Pero ¿podrían estar limpios jamás de semejante acto? ¿Cómo limpiarse la sangre de un semejante; y qué hacer con el dinero que tenía, el dinero que había robado, un dinero manchado en sangre?.

12

Por fin coronamos la colina.

Sólo un gran valle se extendía ante nosotros, todo un espectáculo de olivares y campos. Parecía una tierra alegre, pero el gran diablo, el fuego, ardía otra vez a lo lejos, y el humo se elevaba hasta el cielo y sus blancas nubes. Los dientes me rechinaron. Noté que el miedo brotaba en mi interior, mas lo obligué a desaparecer.

—¡Allá está Séforis! —exclamó mi madre, y lo mismo hicieron las otras mujeres y los hombres. Y nuestros rezos se elevaron mientras mirábamos sin movernos.

—Pero ¿y Nazaret? —preguntó la pequeña Salomé—. ¿Está ardiendo también?

—No —repuso mi madre, y se inclinó para señalar con el dedo—. Allí está Nazaret.

Apuntaba hacia un pueblo en lo alto de un cerro. Casas blancas, unas encima de otras, y los árboles muy apiñados. A ambos lados había otras pendientes suaves y valles, y a lo lejos más pueblecitos apenas visibles al resplandor del sol. Al fondo estaba el gran incendio.

—Bien, ¿qué hacemos? —dijo Cleofás—. ¿Escondernos en las colinas porque Séforis está en llamas, o ir a casa? ¡Yo digo ir a casa!

—No tengas tanta prisa —repuso José—. Quizá deberíamos permanecer aquí. No lo sé.

—¿Tú no lo sabes? —se asombró su hermano Alfeo—. Creí haberte oído decir que el Señor velaría por nosotros, y ya estamos a menos de una hora de casa. Si esos ladrones aparecen por aquí, prefiero estar metido en la casa de Nazaret que rondando por estos montes.

—¿Tenemos túneles en la casa? —pregunté, sin ánimo de interrumpir.

—Sí, tenemos túneles. En Nazaret todo el mundo los tiene. Son túneles antiguos y hace falta repararlos, pero los hay. Aunque estos bandidos sanguinarios están por todas partes...

—Es Judas hijo de Ezequeías —dijo Alfeo—. Seguramente habrá terminado con Séforis y viene de camino.

Bruria rompió a llorar y Riba también. Mi madre trató de consolarlas.

José lo meditó y luego dijo:

—Sí, el Señor velará por nosotros, llevas razón. Iremos a Nazaret. No veo que ocurra nada malo allí, y tampoco en el trecho que nos falta por cubrir.

Empezamos a descender hacia el valle y pronto estuvimos entre hileras de árboles frutales y extensos olivares. Los campos eran los mejores que yo había visto nunca. Avanzábamos despacio y los niños no teníamos permiso para corretear o alejarnos.

Estaba tan ansioso por ver Nazaret y tan lleno de dicha por encontrarme allí que tuve ganas de ponerme a cantar, pero nadie cantaba. Para mis adentros, dije: «Loado sea el Señor, que cubrió los cielos de nubes, que preparó la lluvia para la tierra, que hizo la hierba para que creciera en los montes.»

El camino era pedregoso e irregular, pero el viento soplaba suave. Vi árboles repletos de flores y pequeñas torres sobre unos promontorios, pero en los campos no había ni un alma.

No había nadie en ninguna parte. Y tampoco ovejas ni otro tipo de ganado.

José nos dijo que apretáramos el paso, e hicimos lo que pudimos. Pero no resultó fácil con mi tía María, que de pronto había enfermado, como si Cleofás le hubiese transmitido el mal. Tirábamos de los burros y nos turnábamos para llevar al pequeño Simeón, que pataleaba y lloraba reclamando a su madre.

Finalmente empezamos a subir la cuesta de Nazaret. Supliqué ir en cabeza y adelantarme, y lo mismo hizo Santiago, pero José dijo que no.

Nazaret era un pueblo desierto.

Una calle ancha colina arriba con callejuelas a ambos lados y casas blancas, algunas de dos y tres plantas, y muchas con patios descubiertos, y todo silencioso y vacío como si allí no viviera nadie.

—Démonos prisa —dijo José con semblante sombrío.

—¡Pero qué pasa para que todo el mundo se esconda de esta manera! —dijo Cleofás en voz baja.

—No hables. Vamos —dijo Alfeo.

—¿Dónde se han escondido? —preguntó la pequeña Salomé.

—En los túneles. Seguro que están en los túneles —dijo mi primo Silas. Su padre le ordenó callar.

—Dejad que me suba yo al tejado más alto —propuso Santiago—. Echaré un vistazo.

—Adelante —dijo José—, pero procura que nadie te vea, y regresa cuanto antes.

—¿Puedo ir con él? —imploré. La respuesta fue no.

Silas y Leví hicieron pucheros por no poder ir con Santiago.

José nos hizo correr colina arriba.

Nos detuvimos en la calle principal, a media cuesta. Entonces supe que nuestro viaje había tocado a su fin.

Era una casa grande, mucho más de lo que yo imaginaba, muy vieja y destartalada. Hacía falta enyesar y limpiar, y cambiar el entramado de madera podrida que sostenía las enredaderas. Pero era una casa para muchas familias, como nos habían explicado, con un establo en un amplio patio y tres plantas. Las habitaciones se extendían a cada lado del patio, con un tejado que daba sombra todo alrededor. La higuera más grande que había visto en mi vida adornaba el patio.

Era una higuera encorvada, de ramas retorcidas que llegaban hasta las viejas piedras del patio formando un frondoso techo de hojas muy verdes.

Al pie del árbol había unos bancos. Las enredaderas se encaramaban al muro que daba a la calle, formando un pórtico.

Era la casa más bonita que yo nunca había contemplado.

Después de la populosa calle de los Carpinteros, después de las habitaciones donde mujeres y hombres dormían hacinados entre bebés que no cesaban de berrear, aquello me pareció un palacio.

Sí, tenía una débil techumbre de adobe, así como manchas de humedad en las paredes y agujeros donde anidaban palomas —los únicos seres vivos en todo el pueblo—, y el empedrado del patio estaba muy gastado. Y dentro probablemente habría suelos de tierra prensada; también los teníamos en Alejandría. Nada de eso me preocupó.

Pensé en toda nuestra familia ocupando la casa. Pensé en la higuera, en las enredaderas con sus florecitas blancas. Canté silenciosamente en acción de gracias al Señor. Y ¿dónde estaba la habitación en que el ángel se había aparecido a mi madre? ¿Dónde? Tenía que saberlo.

Todos estos pensamientos acudieron a mí en un instante.

Entonces oí un sonido, un sonido tan aterrador que borró de un plumazo todo lo demás: caballos. Caballos entrando en el pueblo. Ruido de cascos y también de hombres gritando cosas en griego que no logré entender.

José miró a un lado y a otro con ansiedad.

Cleofás susurró una plegaria y le dijo a María que metiera a todos en la casa.

Pero antes de que ella pudiera moverse, una voz autoritaria ordenó en griego que todo el mundo saliera de las casas. Mi tía se quedó inmóvil como si se hubiera convertido en piedra. Incluso los más pequeños enmudecieron.

Llegaban más jinetes. Entramos en el patio. Teníamos que apartarnos de su camino, pero no pudimos ir más lejos.

Eran soldados romanos, y llevaban cascos de guerra y lanzas.

En Alejandría yo siempre veía soldados romanos yendo y viniendo por todas partes, en desfiles y con sus mujeres en el barrio judío. Incluso mi tía María, la egipcia, mujer de Cleofás, que estaba con nosotros ahora, era hija de un soldado romano judío, y sus tíos eran soldados romanos.

Pero aquellos hombres no se parecían a nada de lo que yo había visto. Aquellos hombres venían sudorosos y cubiertos de polvo, y miraban con dureza a derecha e izquierda.

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