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Authors: Anne Rice

El Niño Judio (3 page)

BOOK: El Niño Judio
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Mi padre.

Sentí un escalofrío: José no era mi padre. Siempre lo había sabido, pero no podía comentarlo con nadie, nunca. Tampoco lo hice en ese momento.

Asentí con la cabeza.

—No te olvides de mí—dijo Filo.

Besé sus manos y él se inclinó y me besó en ambas mejillas.

Posiblemente le esperaría una buena cena en su casa de suelos de mármol y lámparas por todas partes y hermosas cortinas. Y habitaciones superiores con vistas al mar.

Se volvió una vez para decirme adiós y luego desapareció con sus esclavos y sus antorchas.

Por un momento me sentí profundamente triste, lo suficiente para saber que nunca olvidaría esa dolorosa despedida. Pero estaba muy excitado pensando en el regreso a Tierra Santa.

Me apresuré a volver.

Al llegar al patio, oí llorar a mi madre. Estaba sentada al lado de José.

—Pero no sé por qué no podemos instalarnos en Belén —estaba diciendo—. Es allí donde deberíamos ir. Belén, mi ciudad natal.

—Nunca—repuso José—. Ni siquiera cabe como posibilidad.

—Siempre le hablaba con dulzura—. ¿Cómo se te ha ocurrido que podríamos volver a Belén?

—Tenía esta esperanza —insistió ella—. Han pasado siete años y la gente olvida. Si alguna vez llegaran a comprender...

Mi tío Cleofás, que estaba tumbado de espaldas con las rodillas levantadas, se reía por lo bajo, como solía reírse de tantas cosas. Tío Alfeo no dijo nada; parecía estar contemplando las estrellas. Santiago miraba desde el umbral; quizás estaba escuchando.

—Piensa en todos los signos —dijo mi madre—. Recuerda aquella noche, cuando llegaron los hombres de Oriente. Sólo por eso...

—Ya basta —dijo José—. ¿Crees que lo habrán olvidado? ¿Crees que habrán olvidado algo? No, no podemos volver a Belén.

Cleofás rió de nuevo.

José no le hizo caso y tampoco mi madre. El la rodeó con el brazo.

—Recordarán la estrella —dijo—, los pastores que bajaron de las colinas. Se acordarán de los hombres de Oriente. Pero sobre todo, se acordarán de la noche en que...

—No lo digas, por favor.

—Mi madre se tapó los oídos con las manos—. Por favor, no digas esas palabras.

—Pero es que debemos llevarlo a Nazaret. Es la única alternativa. Además...

—¿Qué estrella? ¿Qué hombres de Oriente? —intervine, sin poder contenerme—. ¿Qué ocurrió?

Cleofás volvió a reír por lo bajo. Mi madre me miró, sorprendida. No sabía que yo estaba allí.

—No te preocupes por eso —dijo.

—Pero ¿qué ocurrió en Belén? José me miró.

—Nuestra casa está en Nazaret —me dijo mi madre con tono más firme, el tono con que se habla a un niño—. En Nazaret tienes muchísimos primos. Nuestros parientes Sara y el viejo Justus nos estarán esperando. Volvemos a casa.

—Se puso de pie y me indicó que la siguiese.

—Sí—dijo José—. Partiremos lo antes posible. Tardaremos unos días, pero llegaremos a Jerusalén a tiempo para la Pascua y luego iremos a casa.

Mi madre me tomó de la mano para llevarme dentro.

—Pero ¿quiénes eran esos hombres de Oriente, mamá? —pregunté—. ¿No puedes decírmelo?

Mi tío no dejaba de soltar risitas socarronas.

Pese a la oscuridad, capté la extraña expresión de José.

—Algún día te lo contaré todo —dijo mi madre. Ahora no lloraba. Volvía a mostrarse fuerte por mí, ya no era la niña que era con José—. Por ahora no debes preguntarme esas cosas. Te lo contaré cuando llegue el momento.

—Haz caso a tu madre —dijo José—. No quiero que hagas más preguntas, ¿entendido?

Eran amables, pero sus palabras sonaron directas y perentorias. Todo aquello me resultaba muy extraño.

Si no hubiese intervenido en su conversación quizá me habría enterado de más cosas. Intuía que se trataba de algo muy secreto. ¿Cómo no iba a serlo? Y en cuanto a que yo los hubiera oído, seguramente lo lamentaban.

No quería dormirme. Estaba tumbado sobre mi manta, pero el sueño no venía ni yo lo deseaba. Nunca quería dormir. Pero ahora mi mente era un torbellino, entre la perspectiva de volver a casa, meditar sobre los extraños sucesos de ese día y, encima, esas cosas tan extrañas que les había oído hablar.

¿Qué había pasado hoy? Lo ocurrido con Eleazar y el recuerdo de los gorriones, aun siendo muy vago, estaban en mi mente como formas brillantes que no lograba traducir en palabras. Nunca había sentido nada parecido a cuando noté que la fuerza salía de mí justo antes de que Eleazar cayera muerto, ni después, un instante antes de que se levantara de la estera y me agrediese. Hijo de David, hijo de David, hijo de David...

Todos fueron entrando en la casa para dormir. Las mujeres se acomodaron en su rincón y Justus, el hijo pequeño de Simón, se acurrucó pegado a mí. La pequeña Salomé canturreaba con voz queda a la recién nacida Esther, que, milagrosamente, estaba callada.

Cleofás tosía, mascullaba para sí y volvía a dormirse.

Una mano tocó la mía. Abrí los ojos. Era Santiago, mi hermano mayor.

—Pero qué has hecho —susurró.

—¿Yo?

—Matar a Eleazar y luego resucitarlo.

—Sí. ¿Y qué?

—No vuelvas a hacerlo nunca más —dijo.

—Ya lo sé.

—Nazaret es un pueblo muy pequeño y las habladurías podrían perjudicarnos.

—Lo sé—dije. Santiago dio media vuelta.

Me puse de costado, apoyando la cabeza en un brazo, y cerré los ojos. Acaricié el pelo de Justus. Sin despertarse, se arrimó más a mí.

¿Qué sabía yo?

—Jerusalén, en cuyo Templo mora el Señor —musité. Nadie me oyó.

Filo me había dicho que era el mayor templo del mundo. Visualicé los gorriones que había hecho con arcilla. Los vi cobrar vida, batir las alas, y oí la exclamación de mi madre y el grito de José: « ¡No!», y luego cómo los pájaros se perdían de vista como puntitos en el cielo.

—Jerusalén...

Volví a ver a Eleazar levantándose de la estera.

El día que me recibió en su casa, Filo había dicho que el Templo era tan bello que la gente acudía a verlo por millares. Paganos y judíos de todas las ciudades del Imperio, hombres y mujeres iban allí a ofrecer sacrificios al Señor de Todos.

Mis ojos se abrieron de golpe. Todos dormían.

¿Qué significaba todo aquello? ¿De dónde me venía aquella fuerza? ¿Estaba todavía ahí? José no me había dicho una sola palabra al respecto. Mi madre tampoco me había preguntado qué había ocurrido con Eleazar. ¿Llegamos a hablar alguna vez de los gorriones? No. Nadie quería hablar de estos asuntos. Y yo tampoco podía preguntar a nadie. Hablar de semejantes cosas fuera de la familia era imposible. Como también lo era que me quedara en la gran ciudad de Alejandría y estudiara con Filo en su casa de suelos de mármol.

A partir de ahora tendría que andar con mucho ojo, pues incluso en las cosas más nimias yo podía hacer mal uso de lo que había dentro de mí, esa fuerza capaz de causarle la muerte a Eleazar y devolverle luego la vida.

Oh, por supuesto había sido muy divertido ver sonreír a todos ante la rapidez con que yo aprendía: Filo, el maestro, los otros niños. Y yo me sabía muchas cosas del libro sagrado, en griego y en hebreo, gracias a José, tío Cleofás y tío Alfeo, pero esto era diferente.

Ahora sabía algo que escapaba a mi capacidad de definir con palabras.

Me entraron ganas de despertar a José, de pedirle que me ayudara a comprender. Pero él me diría que no hiciera más preguntas sobre esto ni sobre lo otro, lo que les había oído hablar. Porque esta fuerza que albergaba en mi interior se encontraba de algún modo ligada a lo que ellos hablaban en el patio, y a aquellas extrañas palabras del maestro que habían provocado un silencio general. Seguro que ambas cosas estaban relacionadas.

Eso me entristeció tanto que me dieron ganas de llorar. Era culpa mía que tuviéramos que irnos de allí. Era culpa mía, y, aunque todos parecían contentos, yo me sentía triste y culpable.

Tendría que guardarme todas estas reflexiones, pero estaba decidido a averiguar qué había pasado en Belén. Lo averiguaría como fuese, aun cuando tuviera que desobedecer a José.

Pero por ahora, ¿cuál era el mayor secreto en todo esto? ¿Cuál el meollo? «No debo hacer mal uso de quien soy.» Sentí un escalofrío y me quedé inmóvil. Me sentí muy pequeño y me envolví en la manta. El sueño me sobrevino como si un ángel me hubiera rozado.

Mejor dormir, ya que todos dormían. Mejor dejarse llevar, ya que todos lo hacían. Mejor confiar, ya que ellos confiaban... El sueño me vencía y no pude seguir pensando.

Cleofás tosía otra vez. Iba a enfermar como le sucedía a menudo. Y supe que ésa iba a ser una noche de sufrimiento. Oí los estertores que le brotaban del pecho.

3

A los pocos días llegó al puerto la noticia de la muerte de Herodes. Galileos y judíos no hablaban de otra cosa. ¿Cómo lo había sabido José? El maestro se presentó de nuevo, exigiendo una respuesta, pero José no reveló nada.

Nos costó mucho terminar las tareas que nos habían encomendado, acabando puertas, bancos y dinteles, y las piezas que aún quedaban por desbastar y pulir, antes de entregarlas a los pintores. Después hubo que recoger las cosas que ya estaban pintadas y colocarlas en las casas de sus propietarios, lo cual me gustaba porque me recreaba viendo diferentes clases de habitaciones y gente distinta, aunque siempre trabajábamos con la cabeza y la mirada gachas, por respeto, pero eso no me impedía ver y aprender cosas nuevas. Pero todo esto suponía volver a casa al anochecer, cansado y hambriento.

Era más trabajo del quejose había pensado, pero él no quería marcharse sin dejar todos los pedidos completados, todas las promesas cumplidas. Mientras tanto, mi madre se ocupó de informar de nuestro regreso a la vieja Sara y sus primos. Santiago se encargó de escribir el texto y juntos fuimos a llevar las cartas al mensajero. Los preparativos tenían a todo el mundo muy agitado.

Las calles volvían a sernos propicias ahora que todo el mundo sabía que nos marchábamos. Otras familias nos hacían regalos, cosas como pequeñas lámparas de cerámica, una vasija de barro, ropa de buen lino.

Ya se había decidido viajar por tierra (y prevista la compra de burros) cuando una noche tío Cleofás se levantó tosiendo y dijo:

—Yo no quiero morir en el desierto. —Últimamente estaba pálido y flaco y ya no trabajaba mucho con nosotros. Eso fue todo lo que dijo. Nadie respondió.

De modo que hubo cambio de planes: viajaríamos en barco. Nos saldría caro, pero José dijo que no importaba. Iríamos al viejo puerto de Jamnia y arribaríamos a Jerusalén a tiempo para la Pascua. A partir de entonces, Cleofás durmió mejor.

Llegó el momento de la partida. Vestidos con nuestra mejor ropa y calzado, salimos cargados de paquetes y dio la impresión de que la calle entera salía a despedirnos.

Hubo lágrimas, y hasta Eleazar vino a saludarme; yo lo correspondí. Tuvimos que abrirnos paso entre la mayor multitud que jamás había visto en el puerto, mi madre preocupada de que no nos desperdigáramos y yo llevando a Salomé bien agarrada de la mano, mientras Santiago nos decía una y otra vez que nos mantuviésemos juntos. Los heraldos hacían sonar sus trompetas anunciando la partida de los barcos, hasta que llegó la hora del que zarpaba para Jamnia, y luego otro, y otro más. Por todas partes la gente gritaba y agitaba las manos.

—Peregrinos —dijo tío Cleofás, riendo otra vez como antes de enfermar—. El mundo entero va a Jerusalén.

—¡El mundo entero!

—Exclamó la pequeña Salomé—. ¿Has oído eso? —me dijo. Reí con ella.

Avanzamos a empujones y codazos, aferrados a nuestros fardos, con los hombres mayores gesticulando y las mujeres vigilando que nadie del grupo se extraviase. Por fin, enfilamos la pasarela del barco, por encima de aquella agua turbia.

En mi vida había conocido una experiencia como la de pisar la cubierta de un barco, y en cuanto nuestras cosas fueron apiladas y las mujeres se hubieron sentado encima, mirándose las unas a las otras con el velo puesto, y Santiago nos hubo mirado con una expresión de seria advertencia, Salomé y yo corrimos hacia la borda y a duras penas nos metimos entre las piernas de la gente para contemplar el puerto y la gente que atiborraba el muelle, vociferando, empujándose y agitando los brazos.

Vimos cómo recogían la pasarela y las amarras. El último tripulante saltó a bordo, y el agua se ensanchó entre el barco y el muelle hasta que, de pronto, notamos una sacudida y todos los pasajeros lanzaron un grito mientras poníamos proa a mar abierto. Yo estreché a la pequeña Salomé y nos reímos del puro placer de notar el barco moviéndose bajo nuestros pies.

Saludamos y gritamos a personas que ni siquiera conocíamos, y la gente nos saludó a su vez. El buen humor de todos era palpable.

Por un momento pensé que la ciudad desaparecería tras los barcos y sus mástiles, pero cuanto más nos alejábamos, más se apreciaba Alejandría, la veía como jamás la había visto. Una sombra cruzó mi ánimo y, de no ser por la felicidad de la pequeña Salomé, quizá no me habría sentido tan dichoso.

El olor del mar se volvió limpio y maravilloso y el viento arreció, agitando nuestros cabellos y refrescando nuestros rostros. Estábamos alejándonos de Egipto y me entraron ganas de llorar como un crío.

Entonces oí que nos gritaban que mirásemos el Gran Faro, como si fuésemos tan tontos que no lo advirtiésemos erguido a nuestra izquierda.

Desde tierra firme yo había contemplado muchas veces el mar y el Gran Faro, pero ¿qué era eso comparado con verlo ahora frente a mí?

La gente lo señalaba y Salomé y yo lo apreciamos en toda su grandeza. Se levantaba sobre su islote como una enorme antorcha apuntando al cielo. Pasamos frente a él como si se tratara de una especie de templo sagrado, profiriendo murmullos de admiración.

El barco siguió adentrándose en el mar, y lo que al principio parecía un lento avance se convirtió en una apreciable velocidad. El mar empezó a agitarse y se oyeron gritos entre las mujeres.

La gente se puso a entonar himnos. La tierra quedaba cada vez más distante. El faro se hizo muy pequeño y finalmente se perdió de vista.

La multitud se dispersó, y por primera vez me volví y contemplé la enorme vela cuadrada henchida por el viento y a la tripulación afanándose con los cabos, los hombres junto a la caña del timón y todas las familias arracimadas alrededor de sus bultos. Era hora de regresar a nuestro grupo, pues sin duda nos echarían de menos.

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