El nombre de la bestia (40 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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Aisha hizo una pausa y miró a Michael en la oscuridad, contempló su delgadez y su ansiedad.

—Estamos en un cementerio —añadió—. En un cementerio de apestados.

—¿Y se resignaron? —dijo él—. ¿No trataron de escapar?

—Tengo entendido que algunos lo intentaron. Pero apostaron centinelas en todos los puntos por donde cabía la posibilidad de huir. Nadie ha logrado salir del barrio con vida.

—Junto al muro que hemos saltado no había centinelas.

—Han debido de retirarlos provisionalmente. Ya no queda nadie en condiciones de escapar. ¿Para qué seguir vigilando? —dijo Aisha—. Pero los volverán a apostar para esperarnos. Estamos atrapados, Michael. Aquí ratas y fuera los guardias. Ratas y quién sabe lo que habrá en los apartamentos —añadió estremeciéndose.

Michael la atrajo hacia sí sin decir nada. Luego, ella se hizo hacia atrás y se recostó en la pared.

Al hacerlo palpó algo en su bolsillo. El sobre que Rifat le había dado. Lo sacó y se le dio a Michael, explicándole qué era y cómo lo había obtenido.

—Dame la linterna —dijo él.

Abrió el arrugado sobre y sacó una hoja de papel en la que Rifat había escrito de su puño y letra el texto del mensaje de Century:

R84156/ED/29 12 99

Inicio de la transmisión: 17.23

Fuente: SECCIÓN DE EGIPTO, VAUXHALL c PH.

Destino: EL CAIRO

Operativo: B9

TEXTO

PH se congratula de su regreso de entre los muertos. Confirmamos que Papá Noel salió del Reino Unido el 17/12/99. También confirmamos su mensaje de la misma fecha y la cita propuesta. Papá Noel estará en el Sugar Palace entre las 15.00 y las 22.00 horas los días 31 y 1. Subrayamos la posibilidad de retraso al cruzar frontera hostil. En respuesta a su petición del 29/12/99, se nos ordena comunicar que la evacuación por mar es ahora imposible. Repetimos: de todo punto imposible. Es imprescindible se vea con Papá Noel. PH solicita detalles sobre AM. ¿Qué saben de la investigación de RM? También desea detalles sobre su investigación en Alejandría. Prioridad absoluta. Buena suerte.

FIN DEL MENSAJE

Transmisión finalizada a las 17.24. Sin firma.

Michael estrujó la hoja de papel con el mensaje y la tiró al suelo. La linterna proyectaba un vivo haz de luz blanca sobre una capa de excrementos de rata.

Papá Noel era el nombre en clave de Tom Holly. Sugar Palace era el que, en su jerga particular, le daban al café Sukaria, en el barrio de al-Jalili. No había que calcular mucho para deducir que Tom estaría allí aguardando a Michael dentro de dos días, tres a lo sumo.

Aisha recogió el papel del suelo y lo alisó. Cuando lo hubo leído se lo guardó distraídamente en el bolsillo.

—¿Qué es el Sugar Palace? —preguntó.

—El café Sukaria. Solíamos vernos allí. Era nuestro local; nadie nos molestaba. Podíamos estar allí sentados toda la noche tomando un café si queríamos.

Michael cerró los ojos. ¿Cómo demonios se había implicado de tal modo Percy Haviland? ¿Por qué el viejo farsante mostraba tan repentino interés por las indagaciones de Michael en Alejandría? Algo no encajaba, estaba seguro.

Pero ¿cómo se las había arreglado Tom Holly para que le autorizasen a trasladarse a El Cairo en misión oficial? Todo el mundo sabía que era una locura enviar al jefe de una sección a su propio territorio, sobre todo en los tiempos que corrían. ¿Habría dado Tom la espantada? ¿Se trataba de eso? ¿Habría actuado por propia iniciativa y en Vauxhall trataban ahora de cubrirle, de sacar algún partido a un mal trabajo? ¿Era eso lo que pasaba? ¿O era el topo el que estaba moviendo todos los hilos? Michael sintió un escalofrío al pensar que el topo podía ser el propio Perey Haviland.

Abrió los ojos y miró a Aisha. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Temblaba, pero no de frío. Michael la atrajo hacia sí.

—Llegué a creer que habías muerto —musitó ella.

Él guardó silencio. Se sentía tan lejos de ella que dudaba de poder reencontrarla alguna vez.

—Creí que no te volvería a ver.

Tampoco entonces dijo nada Michael. Siguió abrazándola, pero hubiese podido ser perfectamente un extraño rodeando con sus brazos a una extraña.

—¿Tanto tiempo hace? —preguntó ella—. Es como si hubiesen transcurrido años, aunque sepamos que no es así.

—No —dijo él, esforzándose por contestar—. Años no.

Se hizo un largo y embarazoso silencio. Michael se estremeció y estrechó a Aisha con fuerza entre sus brazos, deseando que la oscuridad y el silencio le abandonasen para siempre.

Capítulo
LII

L
a oscuridad se disipó, pero el silencio no experimentó cambio alguno. Michael despertó de un sueño que le abocó a otra de sus pesadillas. Vio de nuevo la pirámide y se vio a sí mismo caminar por interminables pasadizos; vio al dios con cabeza de macho cabrío sentarse en su trono. Despertar una mañana gris, después de haber tenido una pesadilla que tantos compartían le apocaba, le hacía sentirse presa de temores innombrables.

Aisha ya estaba despierta. La encontró al pie de la escalera, cambiándole el vendaje a Butrus. El copto tenía fiebre y fuertes dolores. Aisha alzó la vista al ver acercarse a Michael.

—Tenemos que sacarlo de aquí, Michael. La herida está inflamada. Necesita vendas limpias y antibióticos.

Michael miró en derredor. A la luz del día, el abandono y el deterioro eran más evidentes. Las paredes estaban llenas de desconchones. Había cristales rotos en la escalera. Desde el primer rellano, una enorme rata los miraba fijamente con los ojos inyectados en sangre, sin temor.

—Tienes razón —dijo él—. Pero ¿cómo lo haremos? Si lo que dices es cierto, toda la zona estará rodeada. No podremos salir, por lo menos durante el día.

Aisha asintió con la cabeza. Terminó de vendar a Butrus y alzó la vista. Era la primera vez que Michael la veía a la luz del día desde su reencuentro. Le pareció avejentada.

—Pareces cansada —dijo.

—Tú también.

—Paul ha muerto —dijo Michael con involuntaria crudeza, como si se tratara de un extraño.

Aisha contuvo el aliento.

—No me has contado nada de ti —dijo al cabo de un instante—, lo que te ha sucedido en las últimas semanas.

—Te he estado buscando —repuso él en tono impersonal— desde que recibí tu carta.

Ella se quedó mirándolo. ¿Sería verdad? ¿Habría estado todo aquel tiempo tratando de localizarla? Más de una vez lo había dudado. Llegó a pensar que había embarcado de vuelta a Inglaterra. Le cogió la mano y la notó fría.

—Salgamos. Puede que duerma un rato.

Se adentraron en la silenciosa mañana, por una larga calle de destartaladas y abandonadas casas. Se oía golpear una puerta, una y otra vez, zarandeada por la ligera brisa. Al otro lado de la calle, la blanca calavera de una oveja relucía a la pálida luz del sol. Por todas partes olía a putrefacción, un hedor nauseabundo que les revolvía el estómago.

Fueron caminando lentamente por las tétricas calles, pasando frente a los esqueletos de lo que fueron tiendas y viviendas. Y ambos sentían un vacío que no era el de las calles y los edificios, sino un vacío interior. Durante largo rato caminaron en silencio, sin tocarse. Pero, al pasar bajo una pancarta que proclamaba una nueva vida para la nación, Michael cogió a Aisha de la mano. Le parecía tan frágil que notaba sus quebradizos huesos bajo la piel.

Al fin se decidieron a hablar. Ella le contó todo lo sucedido, su huida con Butrus y lo que pasó la noche anterior en la librería de Rifat.

—Siento lo de tu tío —dijo él.

—Era un traidor. Tú le pagabas para que traicionase a su país. No siento lástima por él.

—¿Pagarle? ¿Te dijo él eso?

—No. Pero tendría un precio.

—Un precio, ciertamente. Pero nunca en dinero, ni en tráfico de influencias, ni en promesas. Nunca le di nada a Ahmad Shukri. Actuaba por sentido del deber.

—¿Del deber? —exclamó ella mirándole furiosa—. Traicionaba a su país, ¿qué sentido del deber es ése?

—Nunca traicionó a Egipto. Ni en sueños lo habría hecho. Ahmad amaba a su patria. Accedió a ayudarme porque yo soy medio egipcio, porque compartíamos las mismas esperanzas. Ahmad acudió a mí porque estaba preocupado por los contactos entre el Gobierno anterior y algunos de los regímenes menos estables de la región. En su propia organización había una fuerte infiltración pro-iraquí y de otros elementos.

—¿Que él acudió a ti?

—Sí. Sabía quién era yo y buscó el contacto. Pensábamos ayudarnos. A veces yo le pasaba información. Nada más.

Aisha guardó silencio. Siguieron caminando. Al doblar por una esquina vieron, a sólo unos pasos, una horda de ratas disputándose una larga e irreconocible forma que yacía en mitad de la calle. En seguida dieron media vuelta y enfilaron por otra esquina. Entonces Michael reparó en que no se veían coches ni autobuses, ningún vehículo a motor.

—No me has contado lo de Paul —dijo ella—. Sólo me has dicho que ha muerto.

Michael se lo explicó entrecortadamente. Le salían las palabras a borbotones de forma casi incoherente, lacerando el silencio, llenándolo de dolor.

De pronto rompió a llorar. Toda su vida se había tragado las lágrimas: lágrimas de vergüenza, lágrimas de pesar, lágrimas de ira, y, ahora, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, brotaban incontenibles. Le sorprendió pensar en aquellos instantes en la joven que había visto a través de la ventanilla del tren; en su pálido rostro entre la bruma, en la angustia de sus ojos, en el
muhtasib
apuntándola con la pistola. Podía comprender lo ocurrido con Ronnie; que llegase a ocurrirle a él algo parecido, incluso lo de Paul, pero ¿por qué aquella chica? Ella hacía que las otras muertes no tuviesen sentido; que se redujesen a nada; ni siquiera a gestos contra el sin sentido primario de las cosas. Ronnie, Paul, las personas que había matado.

Ella le tuvo abrazado hasta que el llanto remitió. Le acarició movida por el afecto y la resignación. Era de nuevo suyo, aunque fuese por poco tiempo, y le deseaba, le deseaba con tal ardor que tuvo que morderse el labio para no proclamarlo a gritos.

Cuando se hubo calmado, Michael volvió a centrar su atención en ella. Echó la cabeza hacia atrás y la miró como si fuese la primera vez que lo hacía. Se dijo que era hermosa, que estaba asustada y un poco loca. Cuando se conocieron le pareció distante, casi glacial; luego, como por ensalmo, se había ablandado. Sus ojos estaban ahora sombríos, no veía nada en ellos. Notó su mano en la mejilla. Sin decir palabra, le desabrochó el chaquetón y la atrajo hacia sí. Tocó su pecho y la notó rebosar del mismo deseo que él sentía. Ella dejó resbalar el chaquetón por sus hombros, se apretó contra él y le besó, sin importarle el agobiante silencio de aquellas calles largas y vacías, llenas de polvo.

Michael la tendió en el suelo, en parte sobre el chaquetón y en parte sobre la mugre de la calle. No hubo delicadeza alguna ni en el acto ni en la intención. A través de las cerradas ventanas, los muertos les observaban en silencio. Le remangó la falda hasta la cintura, le bajó las bragas y le metió los dedos con suavidad y destreza. Al-sha gritó como aterrada y él la acalló con un beso enloquecido al tiempo que le rasgaba el vestido, besando sus pechos y lamiendo sus pezones. Mientras la besaba pensó en Carol y en su mediocre pasión; en Paul y en sus reproches, en los pechos de Carol y en los de Aisha; y en la primera mujer que había tocado de aquella manera. Y separó sus sedosos muslos y pronunció su nombre. Entonces se desabrochó los pantalones y acoplaron sus cuerpos. Ya no había silencio. Su respiración y sus susurros lo invadían, sus gemidos resonaban por toda la ciudad, sobrevolándola como gaviotas. Él la embestía con fuerza, la penetraba hasta lo más profundo, y ambos gemían. Él la asía por los hombros, atrayéndola más y más, mientras ella seguía su ritmo y le atraía a su vez. Luego él deslizó las manos hacia sus pechos para que ella pudiera echarse hacia atrás, levantar las piernas y apoyarlas en sus hombros. De nuevo les envolvió el silencio.

Todo se consumó en el silencio, tal como había empezado, tras un último grito que ella pareció lanzar al cielo rasgándola de arriba abajo. Él siguió encima, con los ojos cerrados y la cara entre su pelo enmarañado. Luego, al notar que la aplastaba, se dejó caer a su lado.

No hubiesen podido decir cuánto tiempo permanecieron así, el uno junto al otro, ambos con los ojos fijos en su inquisitiva mirada; o con los ojos cerrados, volviendo lentamente a un mundo en el que la más profundo oscuridad era obra humana.

Al principio, ella les observó desde lejos. Luego, al ver que no habían reparado en su presencia, se acercó más. No era la primera pareja que veía copular en las calles, aunque aún no entendía por qué lo hacían e ignoraba las razones de la conmoción que se apoderaba de ellos. Unas veces gritaban; otras, permanecían en silencio desde el principio hasta el final. En una ocasión vio a treinta parejas o más juntas, desnudas, riendo y gritando, corriendo hacia oscuros portales toqueteándose. No le gustó. Sus broncas voces y sus febriles miradas la asustaron. Pero los que no alborotaban, los que permanecían entrelazados, la fascinaban y le repelían a la vez.

Se preguntaba de dónde habrían salido aquellos dos. No los había visto antes. No eran amigos de su madre ni de su padre. Tampoco eran del barrio. Le daba igual. Quienesquiera que fuesen, la enfermedad se los llevaría y morirían como todos los demás.

Se sentó en un escalón y aguardó a que terminasen. Tenía ganas de hablar con alguien después de tanto tiempo.

Capítulo
LIII

S
e llamaba Fadwa. Tenía nueve años, tres meses y cinco días, pero se comportaba como si triplicase esa edad. Cuando le preguntaban, decía que su madre se llamaba Samira y su padre Nabil, que tenía tres hermanos, Samih, Rashid y Jalil, y una hermana, Fawziyya; y un montón de tíos, tías, primos y primas.

Aisha le dirigió una conmiserativa mirada. No tenía aspecto de enferma, pero estaba delgada e iba muy sucia y desaliñada. Debía de hacer por lo menos un mes que no se bañaba ni se cambiaba de ropa.

—¿Dónde están tu papá y tu mamá? —le preguntó.

Se sentía desconcertada al hablarle a una niña que acababa de verla hacer el amor con Michael, y que no parecía mostrar el menor interés por ello, sino más bien tedio. Aisha dedujo que no debía de ser la primera vez. Se estremeció al pensar lo poco que habían tardado ella y Michael en rendirse al influjo de aquel aterrador lugar.

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