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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (2 page)

BOOK: El número de Dios
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—Me gustan los colores, padre, sobre todo el azul.

—El azul es el color más difícil de conseguir, y el más caro; bueno, después del púrpura, pero a estos austeros castellanos no les gusta demasiado el púrpura, prefieren colores más sobrios.

—Mi favorito es el azul.

—Mira —le dijo Arnal señalando una zona de la pared pintada en azul—, el azul es un color frío y el rojo es cálido.

—Pero no quema —dijo Teresa.

—No, no quema, pero da sensación de calidez. Fíjate en esas escenas —Arnal dirigió a su hija hacia un lado del andamio. En el ábside central de la catedral un gran fresco representaba la Coronación de la Virgen rodeada de ángeles músicos—. Observa cómo se alternan prendas en colores rojo y azul en los ropajes de esas figuras. Parece que las azules están más lejos y da la impresión de que las rojas estén mucho más cerca. Las coloreamos así para que veamos las figuras como si tuvieran relieve, como si fueran esculturas. Si no lo observas bien, entorna un poco los ojos y mira de nuevo.

—¡Es verdad! —exclamó la niña.

—Bueno, no es más que un truco. Hay otros muchos; si te gusta pintar, te los enseñaré todos.

—¡Sí, sí! —gritó Teresa un tanto excitada.

—Pero a su tiempo. Si quieres ser pintora deberás cumplir con todos los requisitos. Yo te ayudaré, pero sobre todo ha de ser cosa tuya. ¿Lo entiendes?

La niña asintió con la cabeza.

—Bueno, y ahora es el momento de que descanses.

—Quiero pintar más —dijo Teresa.

—A su tiempo, hija mía, a su tiempo, todo a su tiempo.

El joven soberano Enrique de Castilla estaba jugando con varios muchachos de su edad, hijos de nobles y de las altas dignidades del reino. Heredero del gran Alfonso VIII, el vencedor de las Navas de Tolosa, y de Leonor de Inglaterra, tenía apenas diez años cuando fue proclamado rey a la muerte de sus padres. A sus trece años era un apuesto muchacho, de complexión fuerte y de rostro delicado. Por sus venas fluía la sangre de su abuela, la bella duquesa Leonor de Aquitania, la mujer más famosa de la última centuria, reina de Francia primero y de Inglaterra después, y llevaba el nombre de su abuelo, el rey Enrique II de Inglaterra, el soberano más osado, ambicioso y temerario del siglo anterior.

Fue un accidente. Una teja se desprendió del alero y fue a impactar en la cabeza del joven rey Enrique mientras jugaba con unos muchachos, produciéndole una gravísima fractura craneal. Los médicos judíos de la corte de Castilla intentaron salvar la vida del monarca e incluso le practicaron una trepanación, procurando restañar los maltrechos sesos, pero nada pudieron hacer por su vida. El joven soberano de Castilla murió a los trece años de edad dejando al reino sin un heredero varón al frente.

En aquel año de 1217 hacía ya sesenta que León y Castilla se habían separado. Fue a la muerte del rey Alfonso VII, llamado el Emperador, quien dividió en dos sus dominios y los entregó a sus dos hijos: a Sancho le dio Castilla y a Fernando, León.

Mientras reinó el joven Enrique, fue el noble don Álvaro Núñez de Lara quien se hizo cargo efectivo del gobierno de Castilla. Cabeza de una de las familias más influyentes y poderosas del reino, este personaje había ejercido durante la minoría de don Enrique como verdadero soberano, apoyado por las todopoderosas órdenes militares.

Fallecido su hermano Fernando, al malogrado rey Enrique sólo le habían sobrevivido varias hermanas; Berenguela era la mayor. Nacida unos años antes que él, se había casado con el rey Alfonso de León, un hombre ambicioso y de fuerte carácter que también anhelaba la corona de Castilla. De ese matrimonio real habían nacido varios hijos, pero en la primavera de 1204 el papa Inocencio III lo había declarado nulo, pues los dos esposos estaban emparentados por línea directa; el abuelo de Berenguela de Castilla y el padre de Alfonso de León fueron hermanos.

Uno de los hijos del rey de León y de Berenguela de Castilla se llamaba Fernando. Era cuatro años mayor que su tío Enrique y el favorito de Berenguela.

Un caballero anunció a Berenguela que su hermano el rey Enrique había muerto.

—Los médicos nada han podido hacer por su vida, mi señora. Tenía quebrados los huesos de la cabeza y hundidos los sesos. El cirujano judío hizo cuanto pudo y le practicó al rey una operación en el cráneo, pero su majestad falleció.

—Escucha. Hay que mantener en absoluto secreto la muerte del rey. Mi antiguo esposo, don Alfonso de León, desea anexionarse Castilla más que cualquier otra cosa, y eso no debe ocurrir.

—Pero, señora —intervino el caballero—, Castilla no puede estar sin rey.

—Y no lo estará. Sal inmediatamente hacia las tierras de León y preséntate ante su rey. Serás portador de una carta personal mía en la que le solicitaré que permita que mi hijo Fernando venga a pasar una temporada conmigo. Le dirás que hace tiempo que no lo veo y que añoro su presencia. Y sobre todo, no reveles que ha muerto don Enrique.

El rey de León estaba en aquellos días en la villa de Toro con su hijo Fernando y con las infantas Sancha y Dulce, hijas a su vez de su primera esposa, la infanta Teresa de Portugal, cuyo matrimonio también había sido anulado por la misma razón de consanguinidad.

Alfonso de León, que nada sabía de la muerte de su joven primo el rey de Castilla, no sospechó de las intenciones de Berenguela y permitió que Fernando, de diecisiete años, viajara a Castilla para reunirse con su madre.

Para entonces, Berenguela ya había urdido todo su plan. Apoyada en varios nobles, la nieta de Leonor de Aquitania fue proclamada reina de Castilla en Valladolid, alegando para ello sus derechos como hija primogénita del rey Alfonso VIII, el vencedor de las Navas. La ceremonia tuvo lugar en Valladolid, el día 2 de julio. En aquella misma ceremonia, Berenguela renunció a la corona de Castilla y ante la muchedumbre congregada en una explanada junto a una de las puertas de la villa del Pisuerga cedió sus derechos al trono a su hijo Fernando, tras un discurso en el que aseguró que una mujer podía transmitir la potestad regia, pero no podía defender al reino de las graves amenazas que sobre él se cernían, y añadió que gracias al prudente consejo de los ricos hombres consideraba que el rey legítimo no era otro que su hijo Fernando. Ni siquiera había transcurrido un mes desde la muerte del joven Enrique.

La multitud estalló en vítores que alentaban algunos agentes de Berenguela, convenientemente distribuidos entre aquella muchedumbre. Fernando era un joven atractivo y de buen juicio. Cuando el matrimonio de sus padres fue declarado nulo, el joven infante permaneció en León, al lado de su padre, aunque de vez en cuando viajaba a Castilla para pasar alguna temporada con su madre, la reina Berenguela. Muerto Enrique, Fernando era la única esperanza de Castilla para mantenerse independiente de León.

Los castellanos vieron en el joven Fernando al soberano capaz de hacer frente a las ansias anexionistas del ambicioso rey leonés. Aclamado por varios miles de personas, el nuevo monarca entró en Valladolid encabezando un desfile de caballeros y escoltado por todos los ricos hombres de Castilla. En la iglesia de Santa María los obispos de Burgos y de Ávila rezaron un solemne tedeum y Fernando, arrodillado ante el altar de la Virgen, dio gracias a Dios y aceptó defender a Castilla y a la fe cristiana de todos sus enemigos.

En cuanto se enteró del engaño urdido por doña Berenguela, Alfonso de León se sintió burlado y ofendido, y convocó a los nobles leoneses al ejército. Sin pérdida de tiempo penetró en Castilla y se dirigió por el Duero hacia Valladolid. Enterada de que el rey leonés se acercaba furioso al frente de su poderoso ejército, doña Berenguela ordenó a los obispos Mauricio de Burgos y Domingo de Ávila que salieran a su encuentro enarbolando las cruces episcopales y que procuraran entretenerlo para ganar tiempo y poder huir hacia Burgos y organizar desde allí la defensa.

Los dos obispos se encontraron con don Alfonso apenas a una hora de camino de Valladolid. El monarca leonés bramaba como un toro furioso y no cesaba de clamar contra su antigua esposa Berenguela, a la que llamaba arpía y bruja. Los prelados Mauricio y Domingo intentaron calmarlo aduciendo que la sucesión al trono de Castilla se había realizado conforme al derecho castellano, y que era necesario evitar por todos los medios un enfrentamiento entre cristianos. Le recordaron que el verdadero enemigo estaba en el sur, y que no había que malgastar fuerzas en luchas estériles entre castellanos y leoneses, sino saber aprovechar la victoria conseguida cinco años atrás en las Navas de Tolosa sobre los musulmanes almohades para engrandecer los reinos de Castilla y de León y con ellos toda la Cristiandad.

Pero Alfonso de León no estaba dispuesto a escuchar discursos de hermandad entre cristianos. No era demasiado inteligente, pero su orgullo no conocía límite y se sentía humillado por la farsa que había tejido Berenguela para alzar al hijo de ambos al trono de Castilla.

—Yo soy el legítimo heredero de Castilla, señores obispos —les dijo—. Muerto el joven rey Enrique, mi primo, la corona castellana me corresponde sin duda. Habéis coronado como rey a un mozalbete nacido de un matrimonio que su santidad el papa Inocencio III anuló convenientemente. Ese muchacho a quien ahora llamáis rey no tiene legitimidad para serlo. Yo soy el heredero de mi abuelo el emperador Alfonso, rey de Castilla y de León.

—Pero, majestad —intervino Mauricio—, don Fernando es vuestro hijo.

—Vos, señor obispo de Burgos, sois un ministro de la Iglesia, y vuestro sumo pontífice dijo en su momento, y de ello hace ya trece años, que mi matrimonio con mi prima Berenguela era nulo de pleno derecho, y por tanto son nulas todas sus consecuencias, y el infante Fernando —el rey de León puso especial énfasis en la palabra infante— es una más de ellas.

—Os pedimos que recapacitéis, señor. Los castellanos hemos vitoreado la proclamación de don Fernando, lo hemos aceptado como legítimo soberano y nuestros ricos hombres han jurado defender a su rey con su propia vida. En el nombre de Dios y de su santa madre la Virgen María, os pedimos que no provoquéis un enfrentamiento entre nuestros dos reinos que sólo acarrearía la muerte y la destrucción mutua.

En tanto los dos prelados entretenían a Alfonso de León, Fernando y Berenguela cabalgaban a toda prisa hacia Burgos, en el corazón de Castilla, donde habían planeado hacer frente a su padre y antiguo esposo.

Burgos era una floreciente ciudad en plena expansión urbana, recostada sobre la ladera de un cerro dominado por un poderoso castillo, a cuya sombra crecía. Hacía poco más de un siglo, y gracias a que el Camino Francés a Compostela atravesaba la ciudad, que se habían instalado allí decenas de comerciantes y artesanos que habían contribuido a su desarrollo.

Instalados en la fortaleza, Fernando y Berenguela fueron informados por un correo de que los obispos no habían logrado convencer a don Alfonso para que desistiera de su idea de atacar a Castilla, y que avanzaba hacia Burgos al frente de su mesnada.

El rey de León estableció su campamento a dos horas de camino de Burgos. Sobre una colina desde la que podía contemplarse la vega del río Arlanzón y las torres del castillo burgalés, don Alfonso plantó sus estandartes. El león rampante, símbolo inmemorial del viejo reino, tremolaba desafiante con el viento del oeste que arrastraba etéreos olores de humedades atlánticas.

Unos legados del rey leonés cabalgaron hasta Burgos demandando la rendición de la ciudad y el sometimiento a su soberanía. Don Alfonso había estimado que los castellanos claudicarían enseguida ante la sola presencia de su ejército y que no moverían un dedo ni arriesgarían su vida por defender los derechos de una mujer y de un jovenzano de diecisiete años.

No obstante, la respuesta de los castellanos fue tan contundente como inesperada. La inteligente Berenguela no se había limitado a replegarse hacia Burgos; en su retirada había ido recabando apoyos de nobles, villas y ciudades de Castilla, y había logrado poner de su parte a la mayoría de ellos. Nadie en Castilla deseaba verse sometido al poder del rey de León, pues estaban convencidos de que entregaría el gobierno del reino a sus ambiciosos nobles.

El alcaide de Burgos respondió a la demanda de capitulación del rey leonés aseverando que toda Castilla había jurado defender la causa del rey Fernando y que ese juramento sagrado les obligaba a resistir hasta el final.

Cuando leyó la misiva, Alfonso de León contempló a lo lejos las murallas blancas de Burgos. Sabía que, sin apoyo interno, sus deseos de someter a Castilla eran inútiles.

Bien a su pesar y tragando buena parte de su orgullo, ordenó a sus hombres levantar el campamento y dar media vuelta hacia León. Por el momento, Castilla había logrado salvaguardar su independencia.

Sin embargo, la amenaza del leonés no era el único problema de Castilla. Desde que don Fernando fuera coronado en Valladolid, don Álvaro Núñez de Lara, quien durante la minoría del rey Enrique detentara todo el poder, no había cesado de conspirar contra el nuevo rey. Envalentonado, don Álvaro había retado a combatir con él en una justa a todos los nobles castellanos que habían jurado obedecer a don Fernando. Su tentativa fue vana y acabó derrotado y apresado. Don Fernando debería ganarse a la nobleza.

A fines de 1217 Berenguela podía sentirse satisfecha. Su hijo Fernando era rey de Castilla, las familias más poderosas, como los Girón, los Haro o los Téllez, y los grandes concejos urbanos del reino, como Burgos, Palencia, Valladolid, Toledo, Ávila o Segovia, lo habían aceptado unánimemente, y el único disidente, el señor de Lara, estaba a buen recaudo. El camino de don Fernando para construir la gran Castilla que doña Berenguela había soñado para su hijo estaba libre de obstáculos.

La pequeña Teresa había sentido miedo. Uno de los canónigos de la catedral burgalesa había irrumpido en el templo anunciando a gritos que el rey de León se acercaba con un poderosísimo ejército dispuesto a arrasar la ciudad y a degollar a cuantos en ella moraban si no se sometían a su dominio. Entre los aprendices del taller de pintura de Arnal Rendol se había organizado un revuelo al escuchar al exaltado canónigo que amenazaba con las más terribles calamidades si Alfonso de León entraba en Burgos.

Arnal habló con la gente de su taller, que estaba afanada en ultimar el gran fresco de la Visitación de la Virgen.

—Si lo que este canónigo dice es verdad, nuestro trabajo puede estar llegando a su fin. En cualquier caso, hemos recibido el encargo de realizar este fresco y yo al menos pienso acabarlo en tanto me sea posible. Por lo que a vosotros respecta, el que desee marcharse a su casa puede hacerlo. El que quiera quedarse conmigo a terminar el espacio encalado hoy…

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