Authors: Katherine Neville
—¿Y por qué necesariamente malévola? —pregunté.
Desde luego en ese paño había algo… Tal vez fuera mi imaginación, pero pareció iluminar el rostro de Minnie cuando se inclinó sobre él en la penumbra.
—La pregunta debería ser: ¿por qué es necesaria la maldad? —dijo Minnie con voz serena—. Lo cierto es que existe desde mucho antes que el ajedrez de Montglane. Al igual que la fórmula. Mirad mejor el paño y lo veréis.
Esbozó una sonrisa extrañamente amarga mientras volvía a servir té. De pronto su hermoso rostro se tornó severo y reflejó agotamiento. Por primera vez advertí el precio que se cobraba el juego.
Noté que Carioca me embadurnaba el pie con la pasta de queso. Sacándolo de debajo de la mesa, lo puse en mi silla y me incliné sobre el paño para mirarlo mejor.
A la tenue luz examiné el dorado número ocho, las serpientes que se retorcían en el terciopelo azul oscuro como la trayectoria sinuosa de un cometa que atravesara el firmamento. En torno a ellas estaban los símbolos: Marte y Venus, el Sol y la Luna, Saturno y Mercurio… Entonces lo vi. ¡Comprendí qué representaban!
—¡Son los elementos! —exclamé.
Minnie sonrió y asintió con la cabeza.
—La octava ley —dijo.
Ahora todo adquiría sentido. Los trozos de gema sin tallar y los bordados de oro formaban símbolos que tanto filósofos como científicos habían utilizado desde tiempos inmemoriales para describir los componentes básicos de la naturaleza. Allí estaban el hierro y el cobre, la plata y el oro; azufre, mercurio, plomo y antimonio; hidrógeno, oxígeno, sales y ácidos. En resumen, los componentes de la materia, tanto animada como inanimada.
Me paseé por la habitación mientras reflexionaba y poco a poco empecé a comprenderlo todo.
—La octava ley —expliqué a Lily, que me miraba como si pensara que estaba loca— es la ley sobre la cual se basó la tabla periódica de los elementos. En la década de 1860, antes de que Mendeleiev elaborara sus tablas, el químico inglés John Newlands descubrió que, al disponer los elementos en orden creciente según su peso atómico, cada octavo elemento era una especie de repetición del primero… como la octava nota de una octava musical. ¡Le dio el nombre de la teoría de Pitágoras porque pensó que las propiedades moleculares de los elementos guardaban entre sí la misma relación que las notas en la escala musical!
—¿Y es verdad? —preguntó Lily.
—¿Cómo voy a saberlo? —respondí—. Todo lo que sé de química es lo que aprendí antes de que me expulsaran por volar el laboratorio de mi universidad.
—Pero aprendiste bien —observó Minnie entre risas—. ¿Recuerdas algo más?
Sí, ¿qué era? Estaba allí de pie, mirando el paño, cuando de pronto recordé. Ondas y partículas… partículas y ondas. Algo relacionado con valencias y electrones bailaba en la periferia de mi cerebro.
Minnie estaba hablando.
—Tal vez pueda refrescarte la memoria. Esta fórmula es casi tan antigua como la propia civilización… se han encontrado referencias a ella en escritos que se remontan cuatro mil años antes del nacimiento de Cristo. Deja que te relate la historia…
Tomé asiento a su lado mientras Minnie seguía con la punta de los dedos la silueta del número ocho en el paño. Cuando inició su relato, parecía en trance.
—Hace seis mil años ya había civilizaciones avanzadas en las riberas de los grandes ríos del mundo: el Nilo, el Ganges, el Indo y el Éufrates. Practicaban un arte secreto que más tarde daría origen tanto a la religión como a la ciencia. Este arte era tan misterioso que se necesitaba toda una vida para convertirse en iniciado… para penetrar su verdadero sentido. El rito de iniciación era a menudo cruel y en ocasiones mortal. La tradición de este rito ha llegado hasta tiempos modernos; sigue apareciendo en la misa católica, en los ritos cabalísticos, en las ceremonias de rosacruces y masones. Sin embargo, se ha perdido su sentido oculto. Estos rituales son la representación del proceso de la fórmula que los antiguos conocían… una representación que les permitía transmitir conocimientos mediante un acto. Porque estaba prohibido escribirlo.
Minnie clavó en mí sus ojos verde oscuro; su mirada parecía buscar algo en mi interior.
—Los fenicios comprendían el ritual, al igual que los griegos. Hasta Pitágoras prohibió a sus alumnos ponerlo por escrito porque se creía que era muy peligroso. El gran error de los moros fue desobedecer la orden. Grabaron los símbolos de la fórmula en el ajedrez de Montglane. Aunque está en código, cualquiera que posea todas las partes puede llegar a descifrar el sentido… sin pasar por la iniciación, que obliga a jurar, bajo pena de muerte, que no se usará jamás para hacer el mal.
»El nombre con el que los árabes conocían esas tierras donde se desarrolló dicha ciencia oculta, donde floreció, deriva del negro y fértil sedimento que con los aluviones de la primavera se depositaba en las riberas de los ríos que les daban la vida. Era en primavera cuando se celebraba el rito. Las llamaban Al-Kem, las Tierras Negras, y la ciencia secreta recibía el nombre de Al-Kemie, el arte negro.
—¿La alquimia? —preguntó Lily—. ¿Se refiere a transformar paja en oro?
—Al arte de la transmutación, sí —dijo Minnie con una extraña sonrisa—. Afirmaban que podían transformar metales viles como el estaño y el cobre en otros raros como la plata y el oro… y más, mucho más.
—Se burla de nosotras —dijo Lily—. ¿Está diciendo que hemos viajado miles de kilómetros y pasado por tantos apuros, solo para descubrir que el secreto de este ajedrez es un montón de magia de pacotilla inventada por un grupo de sacerdotes primitivos?
Yo seguía observando el paño. De pronto caí en la cuenta de algo.
—La alquimia no es magia —dije a Lily, empezando a entusiasmarme—. Quiero decir, al principio no lo era… solo ahora. En realidad, fue el origen de la química y la física modernas. La estudiaban todos los científicos de la Edad Media, e incluso después. Galileo ayudó al duque de Toscana y al papa Urbano VIII con sus experimentos. La madre de Johannes Kepler estuvo a punto de acabar en la hoguera por bruja, por haber enseñado a su hijo secretos místicos… —Minnie asentía con la cabeza mientras yo hablaba—. Dicen que Isaac Newton pasó más tiempo elaborando productos químicos en su laboratorio de Cambridge que escribiendo los Principia Mathematica. Puede que Paracelso fuera un místico, pero también fue el padre de la química moderna. De hecho, en las modernas plantas de fundición y craqueo se utilizan los principios alquímicos descubiertos por él. ¿No sabes cómo producen plásticos, asfalto y fibras sintéticas a partir del petróleo? Craquean las moléculas, las separan mediante altas temperaturas y catalizadores… de la misma manera que los alquimistas, según decían, convertían mercurio en oro. En realidad en esta historia hay un solo problema.
—¿Solo uno? —preguntó Lily, siempre escéptica.
—Hace seis mil años no había aceleradores de partículas en Mesopotamia ni plantas de craqueo en Palestina. No podían hacer mucho más que convertir cobre y estaño en bronce.
—Tal vez no —intervino Minnie con su serenidad habitual—. Pero si esos antiguos sacerdotes de la ciencia no poseían un secreto singular y peligroso, ¿por qué lo envolvieron en un velo de misterio? ¿Por qué exigir que el iniciado soportara toda una vida de entrenamiento, una letanía de juramentos y promesas, un ritual de dolor y peligro, antes de ser admitido a la orden…?
—¿De los elegidos ocultos? —dije—. ¿De los elegidos secretos?
Minnie no sonrió. Me miró de hito en hito y después fijó la vista en el paño. Permaneció largo tiempo en silencio y, cuando habló, su voz me atravesó como un cuchillo.
—Del ocho —dijo con voz queda—. De los que podían oír la música de las esferas.
Clic. La última pieza encontró su lugar. Ahora sabía por qué Nim me había recomendado; por qué Mordecai me había enviado y Minnie me había «elegido». No era simplemente mi arrolladora personalidad, el día de mi cumpleaños o la palma de mi mano… aunque eso era lo que querían hacerme creer. No estábamos hablando de misticismo, sino de ciencia. Y la música era ciencia: una ciencia más antigua que la acústica, que había estudiado Solarin, o que la física, especialidad de Nim. Yo era una experta en música. No era casual que Pitágoras hubiera enseñado música como una disciplina tan importante como las matemáticas y la astronomía. Pensaba que las ondas sonoras movían el universo… abarcaban todo lo existente, desde lo mayor hasta lo menor. Y no se equivocaba mucho.
—Son ondas —dije— las que mantienen unidas las moléculas; son ondas las que mueven un electrón de una capa a otra, cambiando su valencia para que pueda entrar en reacción química con otras moléculas…
—Exacto —dijo Minnie entusiasmada—. Ondas luminosas y sonoras que abarcan el universo. Sabía que no me equivocaba al elegirte. Ya estás sobre la pista.
Su rostro se había encendido y volvía a parecer joven. Una vez más advertí qué belleza debía de haber poseído no muchos años atrás.
—Pero nuestros enemigos también lo están —agregó—. Te he dicho que la fórmula tiene tres partes: el tablero, que ahora está en manos del equipo contrario, y el paño, que tienes delante. La parte central está en las piezas.
—Creía que las tenía usted —observó Lily.
—Poseo la mayor colección desde que el ajedrez fue desenterrado: veinte piezas, dispersas en escondites donde esperaba que nadie las descubriese durante otros mil años. Pero me equivocaba. En cuanto los rusos se enteraron de que las tenía, las fuerzas blancas sospecharon de inmediato que algunas podían estar aquí, en Argelia… y para mi desgracia tenían razón. El-Marad está reuniendo sus huestes. Creo que tiene emisarios aquí, que pronto me cercarán, para impedir que saque las piezas del país…
¡De modo que a eso se refería Minnie al afirmar que El-Marad no sabía quién era yo! Por supuesto, el anciano me había elegido como emisario, sin comprender que yo había sido elegida por el otro equipo. Pero aún había más.
—¿De modo que sus piezas están aquí, en Argelia? —pregunté—. ¿Quién tiene las otras? ¿El-Marad? ¿Los rusos?
—Tienen algunas… no sé cuántas —respondió Minnie—. Otras fueron dispersadas o se perdieron después de la Revolución francesa. Pueden estar en cualquier parte: en Europa, Extremo Oriente, hasta en América. Tal vez nunca se las vuelva a encontrar. He pasado mi vida reuniendo las que tengo. Algunas están a buen recaudo en otros países, pero, de las veinte, ocho se hallan ocultas aquí, en el desierto… en el Tassili. Tenéis que recuperarlas y traérmelas antes de que sea demasiado tarde. —Aún tenía el rostro encendido cuando me cogió del brazo.
—No tan rápido —dije—. Mire, el Tassili está a más de mil seiscientos kilómetros de aquí. Lily está ilegalmente en el país y yo tengo que realizar un trabajo muy urgente. ¿No puede esperar hasta que…?
—¡Nada puede ser más urgente que lo que te pido! —exclamó—. Si no recuperas esas piezas, caerán en otras manos. El mundo se convertiría en un lugar terrible. ¿No comprendes adónde puede conducir semejante fórmula?
Lo comprendía. Había otro proceso que empleaba la transmutación de los elementos: la creación de elementos transuránicos, es decir, elementos de mayor peso atómico que el del uranio.
—¿Quiere decir que con esa fórmula alguien podría conseguir plutonio? —aventuré. De pronto comprendí por qué Nim afirmaba que la asignatura más importante que debía estudiar un físico nuclear era la ética. Y comprendí el apremio de Minnie.
—Te dibujaré un mapa —dijo la mujer, como si nuestra marcha fuera un fait accompli—. Lo aprenderéis de memoria y después lo destruiré. Hay algo más que deseo que tengáis… un documento de gran importancia y valor.
Me tendió el libro encuadernado en piel y atado con bramante que había traído junto con el paño. Mientras empezaba a dibujar el plano, busqué en mi bolso las tijerillas de uñas para cortar el bramante. El libro era pequeño, del tamaño de un libro de bolsillo grueso y, al parecer, muy viejo. La tapa era de suave piel marroquí, muy gastada, y llevaba unas marcas que parecían haber sido grabadas al fuego (como un sello cincelado en la piel en lugar de cera), en forma de números ocho. Mientras las observaba me estremecí. Después corté el duro bramante y el libro se abrió.
Estaba cosido a mano. El papel era transparente como la piel de una cebolla, pero suave y terso como tela y tan fino que advertí que tenía más páginas de las que creía, tal vez seiscientas o setecientas, todas manuscritas.
La letra era menuda, apretada, con las típicas florituras de la caligrafía antigua que tanto apreciaba John Hancock. Las páginas estaban escritas por ambas caras, de modo que la tinta se transparentaba y resultaba difícil leerlas. Pero leí. Estaba escrito en francés antiguo y algunas palabras me resultaban desconocidas, pero enseguida comprendí el mensaje.
Mientras Minnie hablaba con Lily, repasando el plano minuciosamente, sentí que el corazón se me helaba. Ahora entendía cómo había descubierto Minnie lo que nos había contado.
Cette Anno Dominii Mille Sept Cent Quatre-Vingt-Treize, au fin de Juin à Tassili n’Ajjer Saharien, je devient de racontre cette histoire. Mireille ai nun, si suis de France…
Cuando empecé a leer en voz alta y traducir las frases, Lily levantó la mirada y empezó a captar lo que estaba diciendo. Minnie guardaba silencio, como si estuviera en trance; parecía estar oyendo una voz que clamara en el desierto y llegara hasta ella desde las brumas del tiempo… una voz que atravesaba los milenios. En realidad, no hacía ni doscientos años que se había escrito el documento que yo leía:
En este año de 1793, en el mes de junio y en Tassili n’Ajjer, en el Sahara, empiezo a narrar esta historia. Mi nombre es Mireille y vengo de Francia. Después de pasar ocho años de mi juventud en la abadía de Montglane, en los Pirineos, contemplo una gran maldad suelta por el mundo… una maldad que empiezo a comprender ahora. Relataré su historia. Lo llaman el ajedrez de Montglane y comenzó con Carlomagno, el gran rey que construyó nuestra abadía…