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Authors: Frédéric Lenoir

El Oráculo de la Luna (46 page)

BOOK: El Oráculo de la Luna
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Un murmullo se elevó de la multitud. Era demasiado para un hombre por el que no se podía esperar ningún rescate. Un esclavo cristiano joven y dotado de una buena constitución física podía encontrarse por menos de diez ducados.

—Sigues otorgando un valor considerable a ese perro infiel. Vamos, seamos razonables. Como mucho, teniendo en cuenta su erudición, vale quince o veinte ducados, y no olvides que yo te ofrezco diez veces el precio, es decir, doscientos ducados.

—No bajaré de quinientos ducados —dijo el intendente con firmeza—. Si no estás de acuerdo, vuelve con la muchedumbre y déjame ordenar que le corten la mano antes de enviarle al presidio.

—Serás un buen intendente, Rashid ben Hamrun, pero empiezo a cansarme yo también de tus pretensiones. Ese esclavo me interesa, pero no a cualquier precio. Te hago una última oferta: trescientos ducados en monedas de oro contantes y sonantes.

—Tráeme cuatrocientos ducados y este hombre es tuyo. Si no, ahora mismo ordeno al verdugo que termine su trabajo.

Mohamed al-Latif sabía que el intendente, aunque solo fuera para no perder su prestigio, no bajaría de ese precio. Dio unas palmadas y tres esclavos se acercaron hasta él. Uno de ellos llevaba un pesado cofre y lo dejó a los pies de su amo. Sin apartar los ojos de Rashid, Mohamed le ordenó que contara cuatrocientas monedas para dárselas al intendente.

Ante estas palabras, un murmullo recorrió la asistencia. ¿Por qué razón Mohamed al-Latif, que era un comerciante sagaz, desembolsaba semejante suma por un esclavo cristiano, aunque fuese erudito?

Rashid ben Hamrun pidió a un jenízaro que contara la suma con el esclavo. Después ordenó a los guardias que liberaran a Giovanni. El calabrés bajó despacio los peldaños de la plataforma, ante la mirada atónita de la muchedumbre. Fue conducido hasta donde se encontraba su nuevo amo, al que miró sin decir palabra.

—¿Qué vas a hacer con él? —preguntó Rashid.

—Todavía no lo sé. Limpiar mis establos, quizá.

—¡Por el precio que has pagado, podrás pedirle que les lea la Biblia a tus caballos!

La multitud rompió a reír. Mohamed esbozó una sonrisa. Pidió que le quitaran el grillete y la cadena a su nuevo esclavo y, abriéndose paso entre los curiosos, se fue a su casa acompañado de Giovanni y de su séquito.

El rico comerciante vivía en una suntuosa morada en medio de la kasbah. Tenía cuatro mujeres y poseía una treintena de esclavos. Al llegar a su casa, invitó a Giovanni a sentarse en un confortable diván e hizo que le sirvieran comida y bebida.

—¿Por qué has hecho esto? —preguntó finalmente Giovanni, todavía temblando, después de haber bebido un gran vaso de agua fresca.

El hombre sonrió.

—Tú has debido de ser el primer sorprendido, ¿no?

—¿Cómo no estarlo? Todavía no me he repuesto. Gracias.

—¡Yo tampoco me he repuesto de haberte comprado por semejante suma a ese ladrón delante de toda la ciudad! Mañana, mis proveedores intentarán multiplicar sus precios por cuatro o por cinco. ¡Necesitaré semanas para reponerme de este golpe!

—Repito la pregunta: ¿Por qué has querido comprarme a cualquier precio?

—Lo has entendido. Quien me ha ordenado comprarte me ha dicho justo eso: «Al precio que sea».

—¿Quieres decir que no me has comprado por tu cuenta?

Mohamed soltó una risotada atronadora.

—¿Qué quieres que haga yo con un esclavo tan ruinoso, y encima erudito, si a mí solo me interesa el mercado de las especias?

—No… no comprendo… Entonces ¿quién te ha pedido que me compres?

—Mi amigo Eleazar.

—¿Por qué? —insistió Giovanni, tras un breve momento de silencio.

—¡No tengo ni la más remota idea! Menos de diez minutos antes de que te aplicaran el suplicio, me envió a su más fiel servidor para pedirme que fuera de inmediato a comprarte al intendente del bajá antes de que te cortaran la mano. «Al precio que sea» —señaló otra vez el comerciante moro.

—Pero ¿por qué ese tal Eleazar no ha ido él mismo a la plaza para negociar mi compra?

—Porque es judío.

Giovanni abrió los ojos de par en par en señal de incomprensión.

—¿No sabes que, en el Imperio otomano, los judíos no tienen derecho a comprar cautivos cristianos? —dijo Mohamed.

Giovanni iba recuperándose poco a poco. Pero no entendía nada. Un hombre al que no conocía lo había comprado por una pequeña fortuna, a todas luces para evitar que le amputaran la mano.¿Con qué objeto? ¿Qué iban a exigirle?

—Comprendo que estés desconcertado —prosiguió Mohamed—. Yo mismo estoy impaciente por ver a Eleazar para que me explique sus razones. Porque, sin ánimo de ofenderte, no vales ni la décima parte del precio por el que te he comprado.

Giovanni sonrió.

—De eso no me cabe ninguna duda.

Después de que hubiera saciado su sed, llevaron a Giovanni a un vestíbulo donde lo vistieron con una gran chilaba de color pardo. Mohamed le pidió que se pusiera la capucha y le explicó que iba a ser conducido discretamente a casa de su verdadero amo.

Se despidió de él y lo confió a tres esclavos, que guiaron a Giovanni a través de la kasbah. Subieron a lo alto del casco viejo, al barrio judío. Las calles eran estrechas y estaban sucias. Los niños que jugaban en ellas iban vestidos miserablemente. Los hombres de Mohamed llamaron a una puertecita pintada de azul.

Giovanni se fijó en un extraño objeto colgado a la altura de los ojos en el montante derecho de la puerta. Un hombre negro de unos cuarenta años, completamente vestido de blanco, fue a abrir. Indicó a Giovanni que entrara y despidió a sus guías con un ademán de la cabeza. Nada más entrar en el patio, Giovanni se bajó la capucha. El hombre se presentó en un italiano perfecto:

—Me llamo Malik. Soy el intendente de tu nuevo amo. Bienvenido a la casa de Eleazar Ben Yaacov al-Qurdubi.

Giovanni contempló el pequeño patio florido. La casa, de dos plantas, no tenía una decoración excesiva.

—Aquí es donde viven los sirvientes y donde preparamos las comidas —comentó Malik.

El intendente cruzó otra galería y lo condujo a un segundo patio, mucho más grande, que contaba con dos estanques finamente decorados.

—Este es el lugar donde mi señor recibe a sus invitados.

Giovanni se detuvo para admirar las columnas de mármol. Pero el intendente lo llevó hasta otra galería de madera magníficamente labrada. Esta vez desembocaron en un jardín de una gran belleza, adornado con numerosos árboles y arbustos, así como con estanques y fuentes. Subía en terrazas a lo largo de un centenar de pasos y estaba rodeado de gruesos muros. La casa, con sus tres niveles, se abría al jardín a través de las galerías sostenidas por finas columnas de mármol azul y rosa.

—Aquí es donde nuestro señor reza, trabaja, come y descansa.

Giovanni se quedó mudo de admiración ante tal armonía.

En ese momento apareció el propietario, un hombre que debía de rondar los sesenta años y que lucía una barba casi tan blanca como la túnica y el pequeño casquete que llevaba sobre la coronilla. Al verlo avanzar hacia él con paso ligero, Giovanni tuvo la sensación de estar ante un hombre de una gran espiritualidad, y los rostros de Lucius, del stárets Symeon y del místico sufí se superpusieron en su memoria.

El hombre se detuvo ante Giovanni, sonriendo, y le tendió las dos manos en señal de recibimiento.

—Bienvenido a esta humilde morada, amigo mío —dijo en italiano.

Giovanni estrechó calurosamente las manos de Eleazar.

—No sé cómo daros las gracias por haberme librado de ese suplicio…

—¡Habría sido una lástima cortar unas manos tan bonitas! —contestó su anfitrión, sonriendo—. ¿Cómo te llamas?

—Giovanni. Soy nativo de Calabria.

—¡Magnífico!¿Tienes hambre?

—Un poco.

—Malik, acompaña a nuestro amigo a su habitación y dile a Sara que le lleve leche, fruta y unos dulces. Así podrás darte un baño —añadió, dirigiéndose a Giovanni— y descansar de tantas emociones desagradables. Irán a buscarte cuando se ponga el sol para que cenes con nosotros.

Eleazar saludó a su invitado y se alejó hacia la casa con paso aéreo. Malik llevó a Giovanni de vuelta al primer patio y lo condujo al segundo piso, a un bonito dormitorio que daba a una terraza. Giovanni se quedó muy sorprendido de que lo alojaran con tantas comodidades. Sara, una joven sirvienta de rostro agradable y sonriente, llegó al poco con una bandeja. Mientras Giovanni aplacaba su hambre, ella le preparó un baño aromatizado y se marchó sin decir nada. El joven se sumergió en el agua tibia con deleite. Una vez lavado y descansado, salió a la terraza. El sol empezaba a declinar en el horizonte.

Como la casa de Eleazar se encontraba en la ciudad alta, la vista era magnífica y abarcaba toda la ciudad hasta el mar. En cambio, la mayoría de las casas circundantes, rodeadas.por minúsculas callejas, eran bastante modestas. Giovanni se preguntó por qué un hombre tan rico vivía en un barrio tan pobre. Asimismo, comprobó que le sería sumamente fácil escapar desde la terraza. En cualquier caso, era evidente que su nuevo amo no temía esa posibilidad.

Un hombre de edad bastante avanzada entró en la terraza. Se dirigió a Giovanni en franco:

—Me llamo Yusef. Nuestro buen señor me ha pedido que os conduzca a su mesa.

Giovanni siguió al hombre, que lo guió hasta el centro del jardín. Unos cómodos bancos rodeaban una mesa de madera maciza. Unas antorchas colocadas en las cuatro esquinas de la mesa, así como numerosas velas, daban una luz muy suave. La sirvienta que le había preparado el baño estaba allí, inmóvil y ligeramente apartada. Yusef se marchó enseguida. Giovanni permaneció en silencio. Vio que había puestos tres cubiertos. Probablemente para él, Eleazar y su esposa, pensó. Preguntó a la sirvienta cómo se llamaba. Esta le sonrió y le dio a entender, haciendo un gesto con la mano, que no hablaba su lengua.


Ma asmuki?
—preguntó Giovanni, que sabía algunas palabras en árabe.

El semblante de la muchacha se iluminó.

— Sara.
Hal tatakalamu al arabia?


Qalilane!

—¿Ha sido nuestro amigo Ibrahim quien te ha enseñado la hermosa lengua árabe? —le preguntó Eleazar, que acababa de llegar.

Giovanni se volvió.

—Sí. Aprendí a decir algunas cosas en la Jenina. Pero nada que ver con vuestro dominio de la lengua italiana. Lo cierto es que me preguntaba cómo es que vos y vuestro intendente…

—Viajamos mucho y hablamos un poco las lenguas de todos los países europeos. Pero, siéntate, amigo mío.

Giovanni tomó asiento en un banco. Eleazar se instaló frente a él. Sara les sirvió de beber.

—No sé cómo daros las gracias por haberme salvado de un suplicio tan terrible —dijo Giovanni, mirando a su anfitrión a los ojos.

—¡Vamos, todo eso se ha acabado! Mejor hablemos de ti. Entonces ¿eres de Calabria?

Giovanni asintió con la cabeza.

—Sabía que eras italiano y que deleitabas a nuestro amigo Ibrahim con tus conocimientos. Pero no hubiera imaginado que procedías de una región tan pobre. ¿Dónde aprendiste filosofía y astrología?

—¡Estáis bien informado!

—Siento una gran estima por Ibrahim y él me había hablado de ti.

—¿Tenéis noticias suyas?

—Desgraciadamente, no. Se fue a Constantinopla para defender su causa ante el
diwan
. Pero sus enemigos son muy poderosos. Desde la marcha de Barbarroja, no han parado de intentar arrebatar la regencia de al Yazair al hijo del corsario, al que desprecian, para ponerla en manos de uno de los suyos. El complot contra Ibrahim está dirigido en realidad contra Hasan Bajá, pero me temo que él aún no se ha dado cuenta. Pero no has respondido a mi pregunta.

—Dejé mi pueblo natal y, camino del norte, conocí a un gran erudito que me tomó como alumno durante casi cuatro años.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó el señor de la casa, perplejo.

—Lucius Constantini.

Un vivo resplandor apareció en la mirada de Eleazar…

—¿El gran astrólogo florentino? ¿El discípulo de Ficino?

Giovanni asintió con la cabeza.

—¡Es extraordinario! ¿Sabes que has vivido con un hombre considerado por todos sus colegas como uno de los más sabios astrólogos?

—¿Sois astrólogo vos también?

—No como tu maestro, que, por lo que sé, es el hombre más capacitado del mundo para interpretar un tema astrológico. Pero me intereso por la ciencia de los astros, así como por muchas otras cosas.

Con el entrecejo fruncido, Eleazar se percató de pronto de que los ojos del joven se ensombrecían.

—¿Vive todavía?

—Por desgracia, no. Murió hace ya unos años.

Eleazar desvió la mirada hacia el suelo.

—Es una grandísima pérdida para todos. Era bastante mayor, creo.

—Sí, pero no murió a causa de la vejez, ni de la enfermedad —contestó Giovanni con la mirada sombría.

Eleazar levantó la cabeza y escrutó el rostro de su invitado.

—¿Quieres decir que lo asesinaron?

—Y de la peor manera posible, a él y a Pietro, su fiel sirviente.

—Pero ¿quién…? ¿Y por qué?

Giovanni se quedó callado. De repente se dio cuenta de que no sabía nada de su nuevo amo y de que ya había hablado demasiado.

—Permitidme que responda otro día a esa dolorosa pregunta. Me hacéis hablar, pero yo no sé nada de vos ni de las razones, como mínimo curiosas, por las que me habéis comprado al nuevo intendente del bajá.

A modo de respuesta, Eleazar esbozó una sonrisa.

—¿Quizá porque oísteis hablar de mí a Ibrahim? Pero ¿por qué mis escasos conocimientos iban a valer tanto?

—Es verdad que había oído hablar bien de ti. Pero no es esa la razón por la que he hecho que mi amigo Mohamed te compre.

Intrigado, Giovanni miró a su interlocutor.

—La verdadera razón es esta.

Un gesto de la mano había acompañado las últimas palabras de Eleazar.

Giovanni siguió con la mirada la mano de su anfitrión y sus ojos encontraron la fina silueta de una joven con velo que acababa de llegar sin que él la hubiera oído.

Los dos hombres se levantaron para recibirla.

74

C
uando llegó a la zona iluminada, levantó lentamente el fino velo que cubría su cara y lo apoyó sobre los cabellos. Un rostro de una belleza embrujadora apareció ante los ojos fascinados de Giovanni. Una larga melena negra caía hasta más abajo de la cintura. Una nariz larga, fina y muy ligeramente aguileña iba a morir sobre una hermosa boca de labios rosados. No debía de tener veinte años, pero se percibía, por la profundidad de su mirada, que estaba habitada por una fuerza interior poco común. Giovanni fue atrapado de inmediato por aquellos inmensos ojos negros que lo miraban fijamente.

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