El origen del mal (35 page)

Read El origen del mal Online

Authors: Brian Lumley

BOOK: El origen del mal
9.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

La voz de Shaithis pareció hacerse todavía más profunda.

—No reconozco en los demás señores a mis compañeros, Arlek. En ellos sólo veo enemigos. En cuanto a poner obstáculos en su camino, ya lo hago. Lo he hecho siempre.

—Entonces, quizá podrías poner mayor diligencia en ello —siguió presionándole Arlek, que le repitió—: nosotros somos una tribu pequeña, lord Shaithis. Yo no te pido nada para los Viajeros de otras castas.

Zek intentó quitarle la radio, pero él le dio la espalda. Dos de los hombres de Arlek la agarraron por los brazos y la inmovilizaron.

—¡Infame, traidor…!

Zek no encontraba las palabras.

—De acuerdo —dijo Shaithis—. Y ahora dime una cosa, ¿cómo me los entregarás?

—Los ataré bien atados —respondió Arlek— y los dejaré aquí. Estamos un poco más lejos de la atalaya del desfiladero.

—¿Dejaréis sus armas a mano?

—Sí —replicó Arlek levantando los hombros y haciendo vibrar las aletas de la nariz.

Pese a la traición, tenía los ojos brillantes. Todo funcionaba de acuerdo con el plan establecido. Los wamphyri eran una maldición, pero si la maldición desaparecía, aunque sólo fuera en parte… no tardaría en pasar mucho tiempo antes de que Lardis Lidesci perdiera su puesto.

—Entonces que sea ahora mismo, Arlek de los Viajeros. ¡Átalos, déjalos ahí y desaparece! ¡Shaithis se pone en camino! Que no te encuentre en el momento de mi llegada. En cualquier caso, el paso me pertenece… después del anochecer.

Se quedaron solos en la oscuridad, acompañados únicamente por el sonido de su propia respiración. La cuadrilla de Arlek se puso en marcha con él al mando; al parecer, Lobo los seguía. Mientras se escuchaban los sonidos de su apresurada partida, Jazz comentó:

—Sigo pensando que ese animal tuyo tiene muy poco de perro guardián.

—No te muevas —le recomendó ella.

Pero no dijo nada más. Zek estaba inmóvil. Jazz volvió la cabeza y miró hacia el norte, a la parte superior del desfiladero. Lo único que se veía por aquella parte era el frío fulgor de la luz de las estrellas. Aguzó los oídos y siguió sin oír nada.

—¿Por qué tengo que estar quieto? —dijo en un murmullo.

—Estaba tratando de establecer contacto con Lobo —respondió ella—. Puede atacarlos en cualquier momento… y provocar que lo maten. Yo procuro retenerlo. Ha sido un buen amigo y compañero mío, pero no había llegado el momento. ¡Ahora es el momento!

—¿De qué?

—Ya has visto sus dientes… afilados como escoplos. Lo he llamado. Si me ha oído y no se siente demasiado involucrado con los demás lobos, volverá. Nos han atado con tiras de cuero, pero con un poco de tiempo…

Jazz se dio la vuelta para mirarla.

—Sí, de eso por lo menos tendremos en abundancia. He visto los castillos de los wamphyri en lo alto de las columnas. Están a kilómetros de distancia. Después está también la longitud del paso.

Zek negó con la cabeza.

—Jazz, incluso ahora es demasiado tarde.

Mientras hablaba, llegó Lobo a la carrera con la lengua colgando. Detrás de él la abertura sur del paso estaba iluminada con una bruma dorada que iba dispersándose rápidamente.

—¿Demasiado tarde? —le repitió Jazz—. ¿Lo dices porque el sol se ha puesto?

—No, no es eso lo que quería decir —respondió ella—. Y por otra parte, no se ha puesto. A un kilómetro y medio de aquí, en dirección sur, el paso se eleva un poco para formar una cresta no muy alta, después se hunde bruscamente y gira un poco hacia el este. Desde allí hay una cuesta bastante empinada que baja a la Tierra del Sol. El sol está ahora en nuestro horizonte, nada más. En la Tierra del Sol quedan muchas horas de luz todavía, pero… Shaithis ya no tardará en llegar.

—¿Dispone de algún transporte? —dijo Jazz un poco confundido, pero con una cierta arrogancia.

—Sí, dispone de él —respondió Zek—. Jazz, no puedo ponerme boca abajo, porque tengo clavada una roca. Pero, si tú puedes, le diré a Lobo que te rompa con la boca las ataduras.

—Me parece que atribuyes una gran inteligencia a ese viejo lobo —dijo Jazz, un tanto escéptico.

—Una imagen mental vale por mil palabras —repuso Zek.

—¡Ah! —dijo Jazz, al tiempo que se esforzaba en colocarse boca abajo, pero…

—Antes de que te vuelvas —le reconvino ella casi sin aliento—, ¿quieres darme un beso?

Movió el cuerpo para acercarse un poco más.

—¿Qué? —preguntó, dejando de hacer esfuerzos.

—Sólo si quieres, claro —repuso ella—. Pero… es posible que ya no vuelva a presentarse la ocasión.

Jazz estiró el cuello y la besó lo mejor que pudo. Imposibilitados de respirar, finalmente se separaron.

—¿Lees mis pensamientos? —le preguntó él.

—No.

—¡Bien! Pero ahora que ya sé a qué sabes, cuanto antes se ponga Lobo a trabajar en estas ataduras, mejor.

Se dio la vuelta y se quedó boca abajo. Estaba atado de una manera que parecía un pollo. Tenía las rodillas dobladas y los pies levantados. Las muñecas las tenía atadas a la espalda y después atadas nuevamente a los pies. Lobo se puso inmediatamente a tirar de las ataduras de cuero que sujetaban a Jazz.

—¡No! ¿Qué estás haciendo? —exclamó Jazz escupiendo polvo—. ¡No tires del cuero, muérdelo!

Lobo le obedeció al momento.

Jazz veía sus pertenencias, entre ellas la metralleta, y las cosas de Zek, dejadas a poca distancia. Las armas, en la oscuridad, relucían con un brillo metálico.

—Veo que Arlek se ha llevado el compo —dijo.

—¿Qué es el compo?

—Sí, el mejunje, la comida.

Zek se quedó en silencio.

—Quiero decir que él le ha dicho a Shaithis que lo dejaría todo, salvo el hacha.

Zek contestó tranquilamente:

—Pero es que él sabía que la comida no tenía ninguna utilidad para Shaithis.

Jazz trató de volver la cabeza hacia ella.

—Bueno, pero él come, ¿verdad?

Y se quedó callado. A través de la sombra que se proyectaba sobre el rostro de Zek, Jazz veía sus ojos sin pestañear.

—Sí, hablo de lord Shaithis, el de los wamphyri —refunfuñó Jazz—. ¿No es un vampiro?

—Jazz —dijo ella—. La esperanza es eterna, pero… quizá debo explicarte cómo funcionarían las cosas en caso de que nos cogieran.

—Sí, me parece que deberías decírmelo —repuso.

Una cosa pequeña, negra, movediza, se puso a revolotear sobre ellos, se acercó en un movimiento súbito y volvió a elevarse para desaparecer inmediatamente en línea recta. Al poco rato llegó otra de esas cosas y enseguida vinieron muchas más hasta que todo el aire se llenó de ellas. Jazz se había quedado como de piedra, dejó de respirar, pero Zek dijo:

—Son murciélagos, no son más que murciélagos, murciélagos de tipo corriente. No tienen nada que ver con los wamphyri. Los wamphyri se sirven de ellos. Me refiero a los grandes:
Desmodas
, el vampiro.

Jazz notó que una de las tiras de la espalda se había partido y que inmediatamente se rompía otra. Jazz flexionó las muñecas y sintió que las ataduras cedían un poco. Lobo seguía masticando.

—Ibas a hablarme del transporte que utiliza Shaithis —le recordó Jazz.

—No —dijo ella—, no iba a decirte nada.

Por el tono de voz Jazz comprendió que no debía seguir preguntando. En todo caso, a Jazz no le hacía falta saberlo. Cuando se partió la última tira de cuero y consiguió separar sus muñecas doloridas, inmediatamente estiró las piernas entumecidas, se volvió boca arriba y miró hacia lo alto. Su mirada se vio atraída por un revuelo que se movía en las alturas. Situada al mismo nivel que las paredes altas del desfiladero, se veía una gran mancha negra…, varias manchas negras… que tapaban las estrellas a medida que iban bajando.

—¿Qué diablos es eso? —dijo Jazz en un murmullo.

—Ya están aquí —contestó Zek, suspirando—. ¡Rápido, Jazz! ¡Por favor, muy rápido!

Lobo comenzó a saltar ansiosamente, moviéndose hacia adelante y hacia atrás, lanzando aullidos, mientras Jazz ponía en movimiento sus dedos agarrotados, porfiando por soltar las ataduras que sujetaban los pies de Zek. Por fin pudo liberárselos. Después dio la vuelta a Zek, la puso sin miramiento boca abajo sobre sus rodillas y comenzó a tratar frenéticamente de desatarle los nudos. A medida que los iba soltando, seguía vigilando las alturas en dirección al norte desde el lugar donde se encontraban.

Las manchas iban bajando lentamente, parecían piedras que fueran hundiéndose parsimoniosamente en aguas tranquilas, balanceándose de un lado a otro, posándose como hojas de otoño sobre la tierra en una mañana tranquila de principios de septiembre. Ya se distinguía perfectamente la silueta de tres de aquellas manchas: enormes, romboidales, con los vértices opuestos prolongados en forma de cabeza y cola. Se inclinaban tanto a un lado como a otro y se posaban silenciosamente en tierra, en dirección al lecho del desfiladero.

Zek ya casi tenía las manos libres; Jazz dejó de ocuparse de ellas para dirigir su atención a los pies. Se le ocurrió pensar que lo mejor era levantarla, cargársela sobre los hombros y echar a correr. Pero tuvo que afrontar la realidad, y la realidad era que tenía las piernas agarrotadas y que la oscuridad era casi absoluta. Seguro que habría tropezado y que Lobo únicamente le habría servido para desempeñar una vigilancia de retaguardia bien poco efectiva.

Tres golpes sordos en rápida sucesión anunciaron que los objetos voladores se había posado en tierra. Los dedos de Jazz recuperaron su agilidad y ahora se mostraban diestros y perfectamente capaces de liberar los pies de Zek. Ésta no paraba de jadear, evidenciando signos de evidente terror.

—No te asustes —le dijo él en un susurro—, falta sólo deshacer un nudo y podremos marcharnos.

Desfiladero abajo, quizás a unos cien metros de distancia, había tres figuras acurrucadas contra un horizonte de estrellas, con cabezas anchas y chatas balanceándose al extremo de largos cuellos. Desató el último nudo y, mientras Zek porfiaba por ponerse de pie, vacilante, Lobo se quedó con el rabo entre piernas. Soltó un aullido, a continuación un débil ladrido, y comenzó a retroceder en dirección sur.

Jazz rodeaba con el brazo la cintura de Zek, como si tratase de sostenerla.

—Mueve los brazos, golpea con fuerza los pies en el suelo y activa la circulación de la sangre —dijo.

No contestó y se limitó a mirar con ojos muy abiertos la imagen que se observaba detrás de él, en dirección a los seres voladores que se habían posado en el suelo. Jazz intuyó más que sintió el estremecimiento que recorría el cuerpo de su compañera, un movimiento que se iniciaba en la cabeza y atravesaba todo su cuerpo hasta los pies. Era una reacción involuntaria, casi como el perro que se sacude el agua de encima. Jazz sabía, sin embargo, que aquello era algo que no se sacudía tan fácilmente de encima como el agua. Se volvió para seguir la dirección de la mirada de Zek.

Había tres figuras situadas a menos de diez pasos de distancia.

Únicamente se veían las siluetas, si bien esta circunstancia no restaba nada al aura terrible de su presencia, puesto que ésta irradiaba de aquellos seres en forma de ondas casi tangibles. Era una fuerza que advertía de su invulnerabilidad. Contaba con todas las ventajas: podían ver en la oscuridad, eran más fuertes que cualquier hombre terrenal dotado de los más poderosos músculos y estaban armados. Y no sólo contaban con armas físicas, sino también con los poderes de los wamphyri. Jazz todavía no sabía nada de estos últimos, a diferencia de Zek, que sí sabía muchas cosas.

—Trata de evitar mirarlos a los ojos —le dijo ella con voz sibilante.

Los tres seres eran hombres o lo habían sido; esto era evidente, pero en todo caso eran hombres muy fornidos y, aunque sólo veía su silueta recortada sobre el fondo de estrellas y negrura, de extrañas bestias que se movían por el cielo, Jazz se daba cuenta de qué clase de hombres eran. En su mente aparecía una y otra vez la imagen recurrente de un hombre como éstos, agonizando en un infierno de calor y de llamas, que gritaba con toda su furia un desafío, incluso en aquellos momentos: «¡Wamphyri!»

El que estaba en medio debía de ser Shaithis; Jazz calculó que tendría casi dos metros de altura y les sacaba a los otros dos toda la cabeza. Estaba muy erguido, cubierto con una capa; el cabello le caía sobre los hombros. Las proporciones de su cabeza eran extrañas, ya que mientras echaba rápidas miradas curiosas a su alrededor, moviendo la cabeza de un lado a otro y poniéndose de perfil, Jazz pudo advertir la longitud de su cráneo y la magnitud de sus mandíbulas, su hocico arrollado en espiral, la movilidad de sus orejas en forma de caracola. El suyo era un rostro compuesto: hombre-murciélago-lobo.

Los dos hombres que estaban a su lado iban casi desnudos; sus cuerpos eran pálidos a la luz de las estrellas, musculosos, maleables como si estuvieran llenos de líquido. Llevaban en la cabeza una especie de moño que formaba un copete del que colgaba una cola y en la mano derecha… Eran siluetas que Jazz habría conocido en cualquier parte. Sí, en las manos llevaban los guantes mortíferos de los wamphyri. ¡Parecían tan seguros de sí mismos! Estaban de pie con los brazos en jarras totalmente despreocupados, con los ojos enrojecidos fijos en Jazz y en Zek, que los observaban como si contemplasen las evoluciones de unos insectos.

—¡No están atados! —exclamó Shaithis con su voz bronca inconfundible—. Esto quiere decir que Arlek es un embustero o que vosotros sois muy listos. Pero ya veo las correas rotas, lo que quiere decir que sois muy listos. Se trata de vuestra magia, naturalmente. Es decir, de mi magia ahora.

Jazz y Zek retrocedieron dos pasos en actitud vacilante. Pero los tres seres avanzaron hacia ellos, más rápidos pero sin prisa, alineándose gradualmente en círculo a su alrededor. Los acólitos de Shaithis se movían de la misma manera que los hombres, con pasos rápidos y seguros, si bien su amo parecía resbalar en el suelo, como movido únicamente por la fuerza de su voluntad. Tenía ojos de color carmesí, que parecían arder con una luz propia, interna y malévola. Era difícil evitar sus ojos, pensaba Jazz. Eran como las puertas del infierno, aunque sería difícil decirle a una polilla que no se acercara a la llama de una vela.

El codo de Zek se hundió con fuerza en sus costillas.

—¡No los mires a los ojos! —volvió a decirle—. ¡Huye, Jazz, si puedes! Yo tengo calambres por todas partes y lo único que conseguiré es retrasarte.

Other books

Twice Buried by Steven F. Havill
Intentions of the Earl by Rose Gordon
Hold Back the Night by Abra Taylor
The Power of Love by Serena Akeroyd
Australian Love Stories by Cate Kennedy
Memories of Gold by Ali Olson