Kasdan cogió el teléfono.
También él, con un móvil, podía encontrar lo que se propusiera.
Con unas pocas llamadas, consiguió las señas del Memorial de la
Shoalr.
17 rue Geoffroy-l’Asnier, en pleno barrio del Marais. Ese lugar albergaba el CDJC, el Centro de Documentación Judía Contemporánea, cuyo cometido consistía en elaborar la lista de los judíos víctimas de la
Shoah
en Francia a partir de los documentos originales depositados en sus archivos.
El timbre sonó. Varias veces. Era domingo; vigilia de Navidad. Pero los judíos no seguían el mismo calendario.
—¿Diga?
Kasdan dijo su nombre, su rango y preguntó si el Memorial estaba abierto al público. La respuesta fue «Sí». ¿También el CDJC estaba abierto? Sí. ¿Estaban en la casa los expertos responsables del Centro de Documentación?
—No todos —dijo la voz—. Funcionamos a medio gas.
—¿Hay al menos algún experto en la Segunda Guerra Mundial y el nazismo?
—Hoy tenemos a un joven investigador. David Bokobza. ¿Quiere que se lo pase?
—Solo dígale que voy para allá.
El Memorial de la
Shoah
no estaba situado, como creía Kasdan, en el corazón del Marais, sino en el límite del distrito 4, en una zona abierta, con jardines, frente a la île Saint-Louis. Era un edificio moderno que miraba el Sena con frialdad y sobresalía por encima de los otros inmuebles, la mayoría de ellos de los siglos XVII o XVIII.
Kasdan se presentó y pidió que llamaran a David Bokobza. El vestíbulo acogía una exposición de fotografías. Enormes imágenes en blanco y negro, de grano grueso, que parecían de hacía más de medio siglo.
El armenio se puso las gafas y se acercó. En una de las fotos, dos jóvenes, hombre y mujer, caminaban por una llanura. Sus bellos rostros desafiaban al viento. Podrían haber formado una magnífica pareja, pero la mujer estaba desnuda y el hombre llevaba un fusil. El título decía: «Estonia, 1942. Una mujer es conducida hacia una fosa común para ser ejecutada por un soldado de los Einsatzgruppen».
Kasdan se irguió, asqueado. Sesenta y tres años y seguía sin entenderlo. ¿De dónde venía el mal? ¿Esa pulsión destructiva? ¿Esa indiferencia hacia el bien más precioso: la Vida? Kasdan se acordó de una frase que un guardia de Auschwitz le había soltado al prisionero Primo Levi: «Aquí no existe el porqué».
Lo que también lo turbaba era la miseria, la cobardía de los verdugos. Si uno mataba, debía aceptar que podían matarlo. No valorar la propia existencia. Pero no. Los opresores siempre se aferraban a su pobre aliento. Himmler, de visita en el campo de Treblinka, se sintió mal. Los nazis prisioneros en los campos rusos eran patéticos: desastrados, aterrorizados, temerosos del hambre y los golpes. Los acusados de Nuremberg habían hecho lo imposible por limitar su responsabilidad, por salvar su miserable pellejo. Basuras sin dignidad cuya única fuerza radicaba en haber estado en el lado del ganador.
—¿Quería verme?
Kasdan se dio la vuelta y se quitó las gafas. Tenía delante a un hombre joven. Llevaba la kipá y una camisa Oxford de rayas finas con las mangas recogidas. Lo que impresionaba de su rostro, lleno de pecas, era la franqueza de la mirada. Una mirada límpida, risueña, que lo decía todo y esperaba igual respuesta.
El armenio le dio su nombre, su grado y dijo que trabajaba en una investigación criminal; no dio más detalles. David Bokobza sacudió la cabeza, divertido. No parecía sentir temor alguno, ni siquiera parecía impresionado por la colosal envergadura de Kasdan.
—Creía que en la policía francesa se jubilaban mucho antes… —dijo con una voz suave, acariciada por un ligero acento.
—Estoy jubilado. Soy asesor de la Policía Judicial.
El israelí fingió una admiración exagerada e hizo una pequeña reverencia.
—No tengo despacho. Vayamos a la sala donde trabajo.
Kasdan lo siguió. Subieron por una escalera con los peldaños suspendidos —arquitectura moderna—, luego atravesaron varias salas. Todas las paredes estaban cubiertas de ficheros: clasificadores metálicos, cajones de madera, expedientes colgados. Nombres, cifras, referencias… En el centro, largas mesas con ordenadores ofrecían un lugar para el trabajo.
Las habitaciones estaban prácticamente desiertas, pero Kasdan se sentía como en un bastión, en una fortaleza. Apasionado por las armas y la estrategia militar, admiraba al pueblo judío: lo consideraba una temible máquina de guerra. Una de las más eficaces del mundo contemporáneo.
—Ya está. Esta es mi casa.
La sala se parecía a las otras. Paredes tapizadas por pequeños cajones de madera rematados por etiquetas. Ventana sobre el Sena. Una mesa larga en la que descansaban expedientes, un ordenador, un proyector de diapositivas.
—¿Le apetece un café?
—No, gracias.
Bokobza le acercó una silla de colegio.
—Entonces, empecemos. De hecho, no tengo mucho tiempo.
Kasdan se sentó, temiendo, como de costumbre, que la silla cediera bajo su peso.
—Lo que vengo a pedirle es un poco especial.
—Aquí nada es especial. Nuestros archivos albergan relatos de lo más curiosos.
—No busco a un judío.
—Obvio. Usted no es judío.
—¿Cómo lo sabe?
Bokobza lució una gran sonrisa, franca como su mirada.
—Me pasa todos los días —dijo, frotando los pulgares contra los otros dedos—. Es casi… paranormal. Una vibración, un
feeling.
Y bien, ¿a quién busca?
—A un nazi.
La sonrisa de Bokobza desapareció.
—Los nazis están todos muertos.
—Busco… Es difícil de explicar. Busco una estela. Creo que mi hombre hizo escuela. Y que esa escuela está vinculada con los asesinatos que me preocupan.
—¿Qué sabe acerca de él?
—Se apellida Hartmann. Ni siquiera sé su nombre ni la ortografía exacta de su apellido. De una cosa estoy seguro: no huyó de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. En aquella época ni siquiera tuvo problemas. Era demasiado joven. Más tarde huyó a Chile. En los años sesenta.
—Es algo impreciso.
—Poseo dos elementos más. Hartmann fue un maestro de la tortura en Chile. Un especialista al servicio de Pinochet. Entonces tenía unos cincuenta años. También era músico. Poseía grandes conocimientos en ese campo.
Los ojos francos del investigador se habían velado. Kasdan no habría sabido decir qué expresaban, pero el brillo había quedado oculto bajo la sombra de las pestañas, como si el mundo, en ese momento, no mereciera la luz, la espontaneidad natural de su mirada.
—Hartmann es un nombre muy corriente en Alemania —comentó por fin—. Significa «hombre fuerte». En el campo musical, el Hartmann más célebre de esa época es Karl-Amadeus. Un gran músico nacido en 1905. No es conocido por el gran público, pero los especialistas lo consideran uno de los mayores sinfonistas del siglo XX.
—No creo que sea ese el que busco.
—Yo tampoco. Karl-Amadeus presenció consternado la instauración del régimen nazi; se encerró en un exilio interior y se retiró de la escena musical. Conozco otros Hartmann. Un piloto de aviación. Otro en la Waffen SS. Otros que huyeron: psicólogos, filósofos, pintores…
—No se corresponden con el perfil que busco.
La sonrisa de Bokobza volvió de repente, franca, helada como el agua de un río.
—Le he tomado el pelo. Conozco a ese Hartmann. Lo conozco incluso muy bien.
Siguió un silencio. A Kasdan no le hizo gracia: no le gustaba demasiado jugar al gato y al ratón. Y menos cuando le tocaba ser el ratón.
—¿Sabe? —prosiguió el israelí—, tiene gracia ver aparecer de pronto a gente como usted.
—¿Como yo?
—Principiantes, gente que ignora por completo en qué mundo se están metiendo. Caminan a tientas, como los ciegos. Usted, por ejemplo, cree que busca a un hombre en las sombras. Cree perseguir un secreto. Siento decirle esto, pero cualquier especialista que posea una mínima noción acerca de los nazis escondidos en América del Sur conoce a Hans-Werner Hartmann. Es un personaje. Casi un mito en ese campo.
—Deme más detalles.
Bokobza se levantó y empezó a consultar las etiquetas de los cajones.
—Hartmann era músico, es cierto, pero sobre todo era un especialista en tortura. Durante los años de Pinochet, poseía su propio centro de interrogación; centenares de prisioneros pasaron por sus manos.
Abrió un cajón. Buscó entre las fichas. Sacó una. La leyó con atención. Luego se volvió hacia un armario metálico y lo abrió con una de las llaves que llevaba colgadas del cinturón. Esta vez, sacó un portafolios de cartón que no parecía contener documentos sino diapositivas.
—Pero lo importante es que después de la guerra Hans-Werner Hartmann se convirtió en un gurú.
—¿Un gurú?
El investigador cogió el carro del proyector de diapositivas. Deslizó las fotografías en cada compartimiento con una agilidad pasmosa.
—Un líder religioso. Hartmann fundó una secta en el Berlín en ruinas y más tarde se exilió en Chile con sus discípulos. Allí su grupo adquirió mucho poder…
Bokobza se acercó a la ventana. Corrió una cortina gruesa forrada con lona negra. De golpe, la habitación se sumergió en las tinieblas. A continuación, bajó una pantalla blanca, de las antiguas, como las que se utilizaban cuando el joven soldado Kasdan asistía a la proyección de imágenes de África o de planes de batallas.
El israelí volvió al proyector. Encendió el aparato. Mientras comprobaba el mecanismo, murmuró:
—La historia de Hartmann es fascinante. Una de esas historias que solo son posibles a la sombra de las grandes guerras y de los imperios del Mal.
Primera imagen. En blanco y negro. Un hombre joven de porte severo, con un traje entallado y una pequeña corbata que surgía de un cuello redondeado.
—Hans-Werner Hartmann. 1936. Acaba de obtener el diploma del conservatorio de Berlín. Premio en piano, armonía, composición. Tiene veintiún años. Su madre es francesa; su padre, bávaro. Pequeñoburgueses de la industria textil.
El músico no tenía nada de rubio ario. Moreno, delgado, con cara de fanático, al estilo de los terroristas de las novelas rusas. Su pelo era curioso: muy negro, muy espeso, en punta, como si sus ideas apasionadas hubieran tomado cuerpo en esa materia eléctrica. Sus ojos, oscuros y hundidos, parecían emboscados tras unos pómulos prominentes en los que se podría haber afilado un cuchillo. Unos labios finos completaban esa expresión dura y de una intensidad tremenda. Una cabeza estilo Jack Palance.
—En esta época, cabe suponer que se halla dividido, desgarrado incluso, entre dos tendencias: su pasión por la música y su obsesión patriótica. Como músico, no puede ignorar que los grandes compositores alemanes o austríacos son Mahler, Schönberg, Weill… Ahora bien, todos esos artistas ya han sido desterrados por el régimen nazi. Es la época de la
Gleichschaltung
, la homogeneización. Se queman los libros de Freud y de Mann en las calles. Se descuelgan los cuadros de los museos. Se prohíben los conciertos de música judía. Hartmann participa como miembro activo de esta reforma. Pertenece a las Juventudes Hitlerianas. Como esteta, no puede apoyar semejante ceguera. Pero es hijo de su tiempo. Amargo. Rencoroso. Ha crecido en el resentimiento por la derrota de 1918.
Kasdan pensó en su hijo. La edad difícil. La edad en la que los hijos se convierten supuestamente en adultos. La edad en la que, de hecho, son más vulnerables y se embarcan en cualquier tipo de aventura.
—Sobre todo, creo que es un músico fracasado —prosiguió Bokobza—. Ha conseguido el diploma pero ya sabe que no posee ninguna originalidad como compositor ni la menor posibilidad de llegar a ser un gran concertista de piano. Esa conciencia del fracaso debe de acentuar su amargura. Está maduro para compartir el entusiasmo bárbaro de los nazis. Finalmente, será la expedición Schäfer la que lo salvará de la clásica carrera de oficial hitleriano.
El carro de las diapositivas giró. Una imagen antigua de Lhasa, capital del Tíbet, apareció en la pantalla. Las elevadas torres del Pótala dominaban la Ciudad Prohibida.
—¿Sabía que los nazis estaban obsesionados con el problema de los orígenes, la pureza de la raza y todos esos espejismos? En ese campo, tenían una obsesión específica: la montaña. Lo consideraban el lugar de los orígenes por excelencia. El lugar de la grandeza, de la pureza. El
Reichsführer
Heinrich Himmler, jefe de las SS, dirigía en aquel entonces a una pandilla de farsantes, supuestamente especialistas, que habían reescrito la historia del mundo mezclando ritos paganos y creencias fantasiosas sobre la existencia de civilizaciones perdidas. Incluso habían inventado una teoría según la cual los antepasados de los arios, congelados en el hielo, habían sido liberados por un rayo. En ese contexto, los tibetanos, que vivían en las alturas y la pureza absoluta, constituían posibles primos de estos Lohengrin que habían descendido de los hielos. Era necesario comprobarlo… Y eso fue la expedición Schäfer.
Un chasquido. Nueva diapositiva. Occidentales y tibetanos sentados en el suelo alrededor de una mesa baja. En medio, un plácido barbudo…
—El del centro es Ernst Schäfer, zoólogo, estudioso de las razas y supuestamente experto en la raza aria. A su lado, Bruno Berger, que se dedicará a medir cráneos y a comprobar la pureza de los tibetanos. Esas aventuras tendrían un lado cómico si no fuera por el hecho de que desembocaron en la Solución Final. Prefiero decírselo ya: toda mi familia desapareció en Auschwitz. A la izquierda, entre dos tibetanos, se reconoce a Hartmann. Se ha dejado barba.
Kasdan veía sobre todo las cruces gamadas y las siglas SS que decoraban la casa en el Himalaya. Alucinante. El horror nazi a cuatro mil metros de altura…
—¿Y qué hacía Hartmann en esa expedición? —preguntó.
—Se ocupaba de la música. Me refiero a la música de los tibetanos. Se había diplomado al mismo tiempo como músico y como hitleriano. El perfil ideal. En los archivos de la expedición se encontraron sus notas. Hartmann sufrió un auténtico shock en el Tíbet. Una revelación. No se sabe bien qué. A su regreso, ya no se consideraba a sí mismo músico, ni siquiera musicólogo, sino investigador. A partir de ese momento trabajará sobre los sonidos, las vibraciones, la voz humana…
—¿Cuándo regresaron?
—En 1940.