El orígen del mal (45 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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—Joder! ¿Va a operarlo o no?

—Dentro de unos minutos. Entretanto, querría conocer su versión de la historia. Redactaremos juntos el…

—Kasdan.

Volokine acababa de hablar; tenía los ojos fijos en el techo. El armenio se levantó.

—¿Puede dejarnos solos un minuto? —preguntó, ya más sereno, al interno.

El médico de urgencias suspiró e hizo una señal a las enfermeras.

—Un minuto. Después lo llevamos al quirófano.

Kasdan avanzó. El hombre lo retuvo por el brazo y dijo en voz baja:

—Dígame, su colega…

—¿Qué pasa?

—Está drogado hasta las cejas. ¿Lo sabía?

—Ya dejó la droga.

—Supongo que hace poco, porque las marcas de los pinchazos son… —Acabó la frase sacudiendo la mano, como queriendo decir: «son la hostia».

—Ya le he dicho que lo dejó, ¿está claro?

El médico dio un paso atrás y observó a Kasdan en todo su esplendor. Gris, empapado, un húmedo pañuelo beduino alrededor del cuello. El interno sonrió con aire consternado. Franqueó el umbral seguido por las enfermeras.

Kasdan se acercó a Volokine. Tenía calor, tenía miedo y se sentía cada vez más incómodo en esa sala. Como si el desorden se hubiera infiltrado en su sangre y hubiera alborotado sus células.

Puso cara de contento.

—Te van hacer una transfusión con mi sangre, chaval. —Le apretó el hombro—. Una buena pinta de sangre armenia. Eso te pondrá como nuevo.

Volokine sonrió. Una pálida sonrisa, casi transparente.

—Los críos… jugaban con nosotros, ¿comprende?

—Ya me lo has dicho. No te pongas nervioso.

—El que me hirió, dijo algo. Creo que era alemán…
Gefangen
o
gefenden.
Busque qué significa…

—Vale. Lo haré. Tranquilízate.

—Estoy muy tranquilo. Me han metido un sedante… ¿Vio las máscaras?

Kasdan no respondió. Los rostros de plata centelleante, terribles, trágicos. Trataba de olvidar esa imagen.

—Niños-dioses… —murmuró el joven policía—. Son niños-dioses…

Cerró los ojos. El armenio le cogió la mano. En el fondo de su corazón, rezó. Al dios de los armenios, el que los había olvidado tantas veces, para que aquella mañana pensara en ese joven
odar
, ese joven no armenio que tenía toda la vida por delante.

—Kasdan.

—¿Qué?

—Hábleme de su mujer.

Kasdan se puso pálido, pero del fondo de sí mismo sacó fuerzas para esbozar una sonrisa.

—¿Quieres ponerte melodramático?

—Es bueno para mi pierna…

—¿Qué quieres saber?

—Murió, ¿no?

Kasdan tomó aliento. Alzó la vista y contempló la sala: las otras mesas, que evocaban un depósito de cadáveres; el desorden de los aparatos; la luz aplastante. Todo parecía allí usado, corroído por la incesante batalla contra la enfermedad, contra la muerte.

—Kasdan…

—¿Qué?

—Su mujer, coño. Que enseguida me llevarán al quirófano.

El armenio apretó las mandíbulas. Estaba mareado. Era el último momento que habría elegido para hablar de Nariné. Pero presentía qué deseaba Volokine. Una confidencia. Una nana en voz baja. Algo que pudiera sosegarlo y atenuar la pesadilla que acababan de vivir.

—Mi mujer falleció en 2001 —dijo por fin—. Cáncer generalizado. Nada original.

—Usted las pasó canutas, ¿no?

—Claro. Pero desde que no está me siento más fuerte, más lúcido. A fuerza de vivir en medio de la violencia, había acabado por creerme invencible, ¿comprendes? Cuando Nariné nos dejó, lo que me golpeó no fue la intrusión violenta de la muerte en la vida. Al contrario. Comprendí hasta qué punto la vida pertenece a la muerte, hasta qué punto es solo un breve paréntesis. Una libertad condicional en el océano de la nada. Para mí, la muerte de Nariné fue eso. Una llamada al orden. Somos todos muertos en potencia…

Kasdan bajó los ojos. Volokine dormía. Se mordió los labios. ¿Por qué le había mentido? ¿Por qué seguía con sus fantasmadas, haciendo filosofía barata frente a ese chaval que le había pedido una muestra de sinceridad?

A sus sesenta y tres años, había algunas palabras que nunca conseguían salir de sus labios.

No había hablado de Nariné, sino de su muerte. Y ni siquiera eso: de la muerte en general. Si hubiera sido sincero, sus palabras habrían sido muy distintas. Habría dicho que todavía llamaba a su mujer de un cuarto al otro. Que a la menor distracción, aparecía en su conciencia. «Tengo que hablar con Nariné…» «Tengo que llamar a Nariné…»

Se sentía como el esprínter que acaba de franquear la línea de meta, moviéndose aún por la inercia del impulso. Corría y llevaba a cuestas ese pasado que no volvería, sus antiguos referentes, sus sentimientos familiares. Luego, de pronto, tropezaba con el presente: el vacío del presente. Era como si tiraran de él hacia atrás para que tuviera que atravesar la línea de meta una y otra vez. Para que le entrara bien en la cabeza: Nariné está muerta. Muerta y olvidada. La carrera ha terminado.

Eso era lo que debería haberle dicho al chaval.

Debería haberle dicho que cada día imaginaba una escena, recordaba un detalle. Cada objeto, cada elemento, tomaba un sitio en su mente; los sentimientos nacían, coloreaban el cuadro, y entonces, de repente, el motivo central se borraba. Nariné ya no estaba. La imagen se derrumbaba como un escenario mal montado y él se quedaba en un estado de estupor incrédulo.

Debería haberle dicho que a veces ocurría lo contrario. Un elemento del presente traía a Nariné a la vida, como la resaca del agua. La sentía cerca, viviendo en la trama misma de su propia existencia. La vida cotidiana. El rumor de las ideas. Las costumbres. Todo eso seguía perteneciendo a Nariné. Todas esas cosas debían haber muerto con ella, pero no, habían sobrevivido. Y, en cierto modo, ella había sobrevivido también gracias a esos elementos. Su vino preferido. Una telenovela. Los amigos que soportaba. El mundo de Nariné seguía vivo. Ella incluida.

Sobre todo debería haberle dicho que él sabía que moriría. ¿Qué puedes esperar de una persona de cincuenta y siete años en la que el cáncer ha estallado por todas partes a la vez? ¿De una mujer que se ha convertido en un campo de metástasis? Sin embargo, no había previsto el enorme agujero que dejaría la explosión final. Su profundidad. Su diámetro. Ese agujero que él percibía cada día, al contacto de la vida que perduraba. Hacía mucho tiempo que había dejado de amar a Nariné. Ni siquiera recordaba el momento en que el amor había terminado. Y mucho menos el momento en que había comenzado. Durante años, Nariné solo había sido para él una fuente de ansiedad, una carga negativa. Sus relaciones habían sido una sucesión de tormentas y treguas, un intercambio envenenado que acabaría fabricando sus propios anticuerpos.

Era esa enemiga íntima la que había muerto. Sin embargo, gracias a su ausencia, había descubierto otra verdad, otra dimensión más honda: Nariné existía dentro de su conciencia. Hacía tiempo que ya no habitaba en la superficie de su vida. Se desarrollaba en las profundidades de su vida. Allí adonde él no iba nunca. En las entretelas. Allí donde todo se decide, se prepara, madura. Un lugar natural, evidente, sobre el que uno ni siquiera se para a pensar…

Entonces, pudo considerar la magnitud de los daños. Cuando sus pasos resonaban en su teatro vacío, comprendía que había perdido la batalla. Definitivamente. No, no era el espíritu de Nariné el que no vivía. Era el espíritu de él, Kasdan, el que había muerto con su desaparición, al perder toda coherencia, toda razón de ser.

El sonido de un móvil lo sacó de sus reflexiones.

No era el suyo. Se dio cuenta de que estaba llorando desconsolado. Aguzó el oído. El sonido provenía del chaquetón de Volokine, que descansaba sobre otra camilla.

Cogió el aparato, examinó la pantalla: no reconocía el número, por supuesto. Sin responder, se llevó el teléfono fuera de la habitación.

¿Quién podía llamar al chaval a las seis de la mañana?

58

Salió caminando por el pasillo ante las miradas de reproche de las enfermeras. Está prohibido utilizar el móvil en los locales de los hospitales. Empujó la puerta batiente y se encontró al lado de los ascensores.

—¿Diga?

—Soy Dalhambro.

—Aquí Kasdan —dijo, secándose los ojos con la palma de la mano—. ¿Qué pasa?

—¿Volokine no está ahí?

—No está disponible. Dime.

Breve titubeo. El hombre no esperaba toparse con el coloso.

—Vale —dijo—. No he conseguido volver a dormir. He hecho una búsqueda sobre vuestro caso de la secta chilena.

Kasdan se dijo que, dentro de aquel caos, tenían suerte. Todavía existían hombres, como ese Dalhambro o como Arnaud, que se contagiaban del virus de una investigación en pocos segundos. Hombres que no estaban completamente anestesiados por las fiestas de Navidad.

—¿Has encontrado algo?

—Eso creo, sí. Pero no es una secta. Es un territorio autónomo.

—¿Cómo?

—Parece una locura, pero es estrictamente cierto. En 1986 el gobierno concedió un territorio a una fundación sin ánimo de lucro cuyo nombre es Asunción. El nombre completo es Sociedad Benefactora y Educacional Asunción. Al parecer hubo un acuerdo franco-chileno para trasladar el grupo. Cuidado. No me refiero a una simple propiedad privada. Es un auténtico país en el seno del Hexágono. Ni francés ni chileno.

—¿Y eso es posible?

—Todo es posible. Hay otros ejemplos. Es lo que suele llamarse un microestado. Aquí se trata de un territorio soberano donde la justicia francesa no tiene derecho alguno. No se conoce el número exacto de sus habitantes. Ni la topografía precisa de los sitios y de las construcciones. No se sabe cuántos aviones y helicópteros posee esta «nación». Tiene su propio espacio aéreo. Es imposible sobrevolar Asunción.

Los mecanismos de su mente se pusieron en marcha. Ese régimen especial podía explicar algunos misterios. Por ejemplo, la desaparición de los tres colegas de Wilhelm Goetz. Reinaldo Gutteriez, Thomas Van Eck, Alfonso Arias. Hombres que ya no estaban en Francia y que sin embargo nunca habían salido del territorio. Habían sido absorbidos por ese país dentro del país.

Entonces Kasdan recordó las palabras de Volokine a propósito de los verdugos chilenos: «Es como si el territorio francés se los hubiera tragado». Dos días atrás, Ricardo Méndez, el forense, había dicho algo similar a propósito de la prótesis que llevaba Wilhelm Goetz, de la que no conseguía encontrar rastro. Goetz se había operado la cadera en el mismo lugar donde los tres torturadores se habían escondido.

—¿Quién dirige esa comunidad?

—Ni idea. El gobierno francés ya no sabe qué ocurre allí. Me da incluso la sensación de que no quiere saber nada. Ese grupo empieza a resultar molesto, ¿lo pillas?

—¿No tienes el nombre de uno de los dirigentes? ¿De un ministro? ¿De un secretario general?

—Sí. Espera… Tienen una especie de Comité Central.

Kasdan oyó ruido de papeles. Dalhambro había tomado algunas notas.

—Aquí está. La máxima autoridad se llama Bruno Hartmann.

—Querrás decir Hans-Werner Hartmann…

—No, el nombre que tengo apuntado es Bruno Hartmann.

David Bokobza, el investigador israelí, había dicho: «Creo que incluso tiene un hijo, y seguramente tomó el relevo». Milosz lo había resumido en: «El rey ha muerto. ¡Viva el rey!».

—¿Dónde está la Colonia?

—Según mi investigación, hubo dos implantaciones. La primera, que fue un fracaso, en la Camarga. La tribu se había establecido en un sitio aislado, a cincuenta kilómetros de Saintes-Maries-de-la-Mer. No molestaban a nadie, pero la Camarga es una región turística. Hubo denuncias. El consejo general utilizó su influencia para que expulsaran a los chilenos. Decían que preferían a los gitanos antes que a esos creyentes extraños. Los estatutos nunca se firmaron. Al cabo de varios años, la comunidad agrícola tuvo que salir corriendo.

—¿Cuándo?

—En 1990.

—¿Adónde fueron?

—A la parte más desértica de Francia: el Causse Méjean. Al sur del Macizo Central. Allí puedo asegurarte que no molestan a nadie. Es una especie de estepa, al estilo de Mongolia, que se extiende a lo largo de cientos de kilómetros. Poseen varios millares de hectáreas. Sus únicos vecinos son los caballos salvajes, preservados en un parque natural. Creo que esta vez la región puede congratularse de su llegada. La Colonia hizo prosperar esa zona. Se abrieron pozos, se desarrolló la agricultura. Los colonos se convirtieron en pioneros. Hoy en día, en lo concerniente a alimentación y energía, viven en total autarquía. Es una explotación agrícola gigante, que posee sus propias turbinas de electricidad.

Kasdan estaba fascinado. Era el calco perfecto de la historia de la Colonia chilena reproducida en Francia. ¿Habría entrado Bruno Hartmann en Francia con una horda de niños rubios, como entró su padre en el territorio chileno en los años sesenta?

—Dices que están en el Causse Méjean. ¿Sabes dónde exactamente?

—La aldea más cercana se llama Arro. Debe de ser un pueblo en ruinas, donde un puñado de habitantes muere a fuego lento.

—¿Cómo has dicho que se llama?

—Arro. ARRO.

Kasdan recorría nuevamente el pasillo del hospital, camino del quirófano.

—Espera un segundo.

Entró en la habitación en desorden. Vacía. Volokine estaba en el quirófano. Registró el morral del chaval y encontró la libreta en la que este anotaba sus ideas, los nombres y los detalles importantes. Kasdan pasó las páginas rápidamente y encontró los acrósticos correspondientes a las obras vocales que Goetz dirigía en aquella Navidad de 2006. Réquiem, Oratorio, Ave María, Réquiem…

Volokine había escrito en la página cuadriculada:

ORAR

ROAR

ARRO

RARO

El pequeño genio había acertado una vez más. Uniendo las primeras letras de cada una de las obras corales de fin de año se podía descifrar el nombre del pueblo cercano al sitio donde se encontraba la secta. Ese era el secreto que Goetz había escondido en sus partituras. Eso era lo que quería hacer saber a todos. Los torturadores chilenos estaban en Francia y proseguían su obra. «Los crímenes continúan.»

—Es cuanto puedo deciros —concluyó Dalhambro frente al silencio de Kasdan—. Tendréis que seguir buscando por vuestra cuenta.

—¿Dónde?

—En la red. La comunidad posee una página que describe su credo religioso, sus actividades agrícolas, sus producciones artesanales. Los tíos se presentan como una orden cristiana, al estilo de los monasterios católicos. Salvo que gozan de gran prosperidad. Sus marcas están distribuidas en Francia. Miel, verduras, embutidos… Todo eso parece muy inofensivo. No sé qué buscáis pero…

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