El orígen del mal (54 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

BOOK: El orígen del mal
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Kasdan creía en la intuición. No podía decir que hubiera resuelto ninguna investigación gracias solo a su intuición, pero creía en ella. Así eran las cosas. Una voz le dijo que echara un vistazo a esas listas de niños: los coros de los años anteriores…

Dejó la bolsa en el suelo y entró en su despacho.

68

Victor Amiot

Paul Baboukchem

Thomas Bonnani

Florian Brey

Emmanuel Cantin

Julien Charvet

France Dubois

Raphaël Gaillon

Anthony Kuzma

Mathieu Leclerc

Maxime Moinet

Lucas Pelovski

Guillaume Pierrat

Bertrand Plance

Théo Rabol

Loïc Shricke

Jacques-Marie Tys

Cédric Volokine

Louis Werner

Dylan Zimbeaux

Le bastó un vistazo para localizar la señal.

La convergencia alucinante.

Esa lista correspondía a la primera presentación del coro de Asunción en Saint-Sauveur, en 1989. Kasdan negó con la cabeza. No era posible. Demasiado absurdo. Demasiado increíble. En una palabra: demasiado.

Kasdan conocía un nombre de esa lista.

El último que habría esperado:
Cédric Volokine.

Volo, a la edad de once años, ¡había pertenecido a la coral maléfica!

Conteniendo el aliento y las ideas, Kasdan leyó las otras listas, estrujando la larga cinta de papel entre sus dedos febriles.

1990.

Cédric Volokine.

1991.

Ni rastro de Cédric Volokine.

De modo que el crío había pertenecido a la secta durante dos años. Por lo menos. Luego había escapado. Kasdan soltó el aire que comprimía sus pulmones y se derrumbó en la silla de su escritorio. La mente humana solo puede asimilar cierta cantidad de verdades al mismo tiempo. Kasdan, con los ojos fijos en la lista, trató de entender los hechos que podían deducirse a partir de ese simple nombre en el papel térmico.

Ordenándolos.

Al principio del caso, Kasdan había hecho averiguaciones sobre el joven policía. Greschi, el jefe de la BPM, suponía que Volo había sufrido un trauma en su infancia. Un shock que lo había sensibilizado ante los casos que implicaban a menores. Durante las largas jornadas pasadas en su compañía, Kasdan nunca había abandonado esa convicción. Volo tenía una cuenta pendiente con los pederastas y, en general, con todos los que hacían daño a los niños.

El trauma por fin quedaba identificado.

Dos años pasados en la Colonia.

¿Qué le habían hecho al crío? ¿Qué torturas, qué sevicias había sufrido Cédric, a los diez años, en manos de esos fanáticos? No había respuesta. Kasdan pasó a la segunda pregunta: ¿cómo había aterrizado el chaval en Asunción? Hizo un resumen de los hechos. Al principio de la investigación había hablado con una de las responsables del centro de acogida en Epinay-sur-Seine. La mujer le informó que el abuelo de Cédric había recuperado la tutela de su nieto cuando este rondaba los diez años. Agregó que el hijo de puta del viejo había actuado movido por la posibilidad de cobrar algunos subsidios del Estado.

Era factible otra explicación.

Los hombres de la Colonia, a la búsqueda de pequeños cantores, habían descubierto a Cédric y su magnífica voz. Habían contactado con el abuelo y le habían propuesto un trato: el niño a cambio de dinero. Y el viejo ruso había vendido a su nieto a la secta. El chico había pasado dos años infernales. Había seguido las normas de la comunidad. Había cantado en el coro. Luego lo habían liberado. Tal vez después de la muda. O se había escapado. Como Milosz.

En ese enredo, algo no encajaba. Estaba claro que durante la investigación, Volokine ignoraba todo acerca de la secta. ¿Era el ruso tan hipócrita como para fingir hasta ese punto, o la fuerza del shock había provocado la pérdida de la memoria? Kasdan se inclinaba por lo segundo. El niño traumatizado no recordaba Asunción, pero guardaba una herida interna. Herida que lo había llevado, inconscientemente, a defender a los niños maltratados. Herida también que lo había convertido en heroinómano.

Kasdan estrujó la lista. Se prometió que no sólo sacaría a Volo de ese atolladero sino también de su neurosis. Al final de la investigación, el ruso se liberaría, tal como él se había liberado de sus obsesiones.

De pronto la idea lo aterrorizó.

Había comprendido la urgencia de la situación. Volokine no solo se había metido en la boca del lobo sino que el lobo lo reconocería. ¿El ruso había perdido completamente la memoria? ¿O había decidido meterse allí con conocimiento de causa, arriesgándose a que sus antiguos torturadores lo identificaran? ¿Había decidido vengarse por su cuenta de aquellos que lo habían martirizado?

En su mensaje, el chaval había escrito: «Estoy dentro». «Hay que hacer el trabajo.» La verdad era diferente. De algún modo, el chico había recuperado la memoria a lo largo de la investigación. Tal vez eso explicaba el misterioso chute de dos noches atrás. O, por el contrario, era esa inyección la que le había devuelto la memoria… En todo caso, Volokine quería ajustar cuentas.

El armenio se metió la bola de papel térmico en el bolsillo, luego volvió al vestíbulo y cogió la bolsa del suelo.

Abrió la puerta y se quedó paralizado.

Tres hombres estaban en el umbral.

Solo conocía a uno: Marchelier, en el centro.

Alias: «Trampolín».

Los otros dos estaban cada uno a un lado, enfundados en su chaqueta de piel.

Parecían un trío de basureros con intenciones asesinas. Tres mosqueteros cuyas armas sobresalían ostensiblemente de los faldones de su chaqueta. Eran aterradores, pero no lo suficiente para Kasdan. En un destello de lucidez glacial, comprendió la ironía del instante. Esos tres payasos estaban allí para pedirle cuentas a primera hora de la mañana y retrasarían su salida.

—Tienes mala cara, Duduk —dijo Marchelier—. Deberías dejar los porros.

—¿Qué queréis?

—¿No nos invitas a pasar?

—Ahora mismo no tengo mucho tiempo.

El de la Brigada Criminal bajó la mirada hacia la bolsa.

—¿Te vas de viaje?

—Las fiestas de Navidad. Sabes qué es, ¿no?

—No.

Marchelier, con las manos en los bolsillos, dio un paso hacia delante.

—¡He dicho que no tengo tiempo! —dijo Kasdan.

Marchelier movió la cabeza, sonriendo. Tenía un rostro estrecho. Sus rasgos parecían haberse concentrado para expresar un máximo de hostilidad en un mínimo de espacio.

—El tiempo es cosa de buena voluntad. Cuando uno quiere, puede.

Los tres hombres ocupaban todo el espacio del pasillo. Marchelier echó una mirada hacia la derecha.

—Rains. DST.

Luego a la izquierda.

—Simoni. DCRG.

Silencio. Marchelier prosiguió:

—Bueno, ¿nos invitas a ese café o qué?

Kasdan retrocedió; dejó entrar al bueno, al feo y al malo. Los despacharía y luego… carretera.

69

Los tres hombres se sentaron en el salón.

El primero, Rains, se instaló en un sillón. Tenía los auriculares de su iPod metidos en las orejas y el pequeño artilugio, luminiscente como el fósforo, entre las manos.

El segundo, Simoni, se apoyó contra el marco de la puerta de la cocina. Llevaba una gorra de béisbol que hacía girar sin cesar sobre su cráneo afeitado, cogiendo la visera con dos dedos.

Marchelier, delante de una ventana, contemplaba el tejado de la iglesia de Saint-Ambroise mientras hacía crujir los huesos de sus dedos con un ruido funesto.

Kasdan fue a la cocina a preparar café. En realidad, cogió el que había quedado en un cuenco y lo metió en el microondas. Un reloj electrónico avanzaba dentro de su cabeza con un tintineo ensordecedor. Cuando volvió al salón, cafetera y tazones en mano, los policías no se habían movido.

—¿Tienes azúcar?

Kasdan hizo otro viaje. Colocó el azúcar y las cucharillas en la mesa baja. Marchelier fue hasta allí, echó un azucarillo en su tazón y volvió a su puesto delante de la ventana.

Entonces, mientras revolvía lentamente el café con la cucharilla, dijo:

—Nos estás jodiendo, camarada.

—¿Qué significa eso?

—Wilhelm Goetz. Naseer no sé qué. Alain Manoury. Régis Mazoyer. Eso nos da cuatro cadáveres. En menos de una semana. Según el mismo modo operativo. Mutilaciones. Citas escritas con sangre, por lo menos en tres de los casos. Todas tomadas de la misma plegaria. Se inicia una matanza en París y ¿qué piensas tú? —Miró fijamente a Kasdan—. ¿Que mientras tanto nos dedicamos a comer el pavo de Navidad?

«Esto será más complicado que lo previsto.» Al mismo tiempo, Kasdan sintió alivio, pues no habían mencionado al general Py. Guardó silencio. Marchelier sacó la cucharilla, la escurrió sobre el café y la colocó sobre la mesa. Llevaba un gran anillo de sello en plata. Volvió a colocarse delante de la luz del día.

—Nos tomas por capullos, Duduk. Ese ha sido siempre tu defecto. La arrogancia.

—No lo entiendo.

—¿Qué te has creído? ¿Que no sabemos leer los informes de los forenses? ¿Que no sabemos relacionar los hechos? ¿Que hemos pasado la Navidad abriendo regalos?

Kasdan seguía mudo. No tenía nada que decir.

—Llevas una semana metiendo la nariz en nuestros asuntos.

—Admito que este caso me interesa.

—Y que lo digas. Actúas como si la Criminal te perteneciera.

—¿He entorpecido la investigación?

—Ya lo veremos. Ahora, ha llegado el momento de compartir información.

—No tengo gran cosa. Era Navidad y…

Marchelier soltó una carcajada.

Simoni hizo girar su gorra.

Rains sonrió bajo los auriculares.

—Te explicaré lo que has hecho. Primero investigaste sobre Wilhelm Goetz porque el tío murió en tu parroquia. Eso te puso sobre la pista del pequeño Naseer. No sé si lo conociste mientras vivía, pero tú fuiste el que descubrió el cadáver. A continuación, te enteraste de que, en realidad, Goetz no era un refugiado político sino un antiguo torturador. Incordiaste a la comunidad chilena de París, interrogaste a los viejos veteranos y llegaste al extraño mundo de Hans-Werner Hartmann…

—Sí, hice vuestro curro —espetó Kasdan.

—Ese curro ya lo habíamos hecho nosotros. Rains, aquí presente, vigilaba a Goetz. En cuanto a Simoni, tiene en el punto de mira a la Colonia desde hace mucho tiempo.

El armenio abrió las manos con un gesto irónico.

—Entonces lo sabéis todo.

La cara de garduña sonrió, luego bebió un sorbo de café.

—No. Pero sabemos cosas que tú no sabes.

—¿Como qué?

—Eso concierne, como suele decirse, a intereses superiores.

—¿Vas a salirme con el cuento de la razón de Estado?

—Más bien habría que hablar de golpe de Estado. Porque no podemos hacer nada contra Asunción.

Kasdan pensó en Volokine, con la cabeza rapada, jugando al obrero agrícola en el núcleo mismo de la secta. Tal vez había optado por la única solución posible: disparar a discreción.

—¿Protegéis a esos hijos de puta?

Marchelier miró a Rains. Sin quitarse los auriculares, el hombre tomó la palabra.

—Se les prometieron cosas —dijo con una voz anormalmente baja—. En determinadas épocas. En un determinado contexto. Durante un determinado gobierno. La cuestión ahora es saber si esa gente se ha pasado de la raya.

—Cuatro asesinatos en menos de siete días. ¿Cómo llamáis a eso?

—Nadie está seguro de nada. En un caso como este, las suposiciones no tienen ningún valor.

—¿Y los niños secuestrados? Durante todos estos años, ¿habéis cerrado los ojos ante esos secuestros y las atrocidades cometidas en Asunción?

Rains meneó la cabeza. Parecía agotado. Era como si los pliegues de su chaqueta lo mantuvieran erguido.

—Kasdan, la Colonia es otro país. Un Estado soberano. Eso lo has entendido, ¿no? No podemos realizar registros ni detenciones. No podemos hacer nada.

—¿Qué esperan para cargársela?

—Pruebas directas. Algo sólido.

—¿Tienes tú algo para darnos? —preguntó Marchelier.

—No.

Rains rió ahogadamente y los otros dos lo secundaron.

—Justo lo que creíamos…

Marchelier abandonó por fin la ventana y se plantó delante de Kasdan.

—Hemos venido por dos cosas. Primero, para conseguir tu expediente del caso. A continuación, para pararte los pies. Estás en nuestro camino y nos molestas.

—Para ser unos tíos metidos de lleno en el caso, os he visto poco el pelo.

—Porque te llevamos mucha ventaja. Danos el expediente, Kasdan, y disfruta de las fiestas de Navidad.

—¿Qué vais a hacer, concretamente?

—La Criminal está trabajando en el caso —dijo, mirando a sus camaradas—. La DST está trabajando en el caso. Las RG, la Brigada Financiera y el Observatorio de Movimientos Sectarios están trabajando en el caso. De modo que créeme: no necesitamos a un viejo armenio puñetero. ¡Déjanos trabajar, joder!

En cuarenta años de policía, Kasdan había aprendido una verdad: demasiadas fuerzas presentes reducen la eficacia. Esa acumulación de brigadas solo significaba una cosa: papeleos, lentitud e informaciones que se cruzaban sin coordinación alguna.

Eso por no hablar de lo más importante. La Colonia era un Estado de derecho. Admitiendo que los autores de los asesinatos fueran desenmascarados, sería necesario iniciar procedimientos de extradición, gestiones administrativas que llevarían semanas. Es decir, meses.

Él podía actuar ahora.

Él y su caballo de Troya: Volokine.

El armenio puso cara de vencido:

—Mi expediente está en la habitación de al lado. Es cuanto poseo.

Marchelier hizo una señal a Simoni, que desapareció y al poco volvió con los brazos cargados de notas, informes, fotos. Los tres policías se sentaron en el sofá y se lanzaron sobre los documentos, con aire muy concentrado.

Kasdan tenía la impresión de que hurgaban en sus calzoncillos, pero no era grave. Reunir pruebas concretas. Llevar a cabo un procedimiento normal. Eso ya no era lo suyo. Tenía que salir pitando hacia Arro. Conseguir la ayuda de Rochas. Atacar la Colonia.

—Vale —dijo por fin Marchelier al tiempo que se levantaba—. Nos lo llevamos todo.

—Ánimo. Cerrad la puerta al salir.

—No te enteras, guapetón. Tú vienes con nosotros.

—¿Cómo?

—Nos contarás la historia a tu manera. Lo pondremos todo por escrito.

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