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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

El pájaro pintado (19 page)

BOOK: El pájaro pintado
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Yo no podía comprender qué quería de mí ni por qué me castigaba. Procuraba no cruzarme en su camino. Hacía lo que me ordenaba, pero continuaba aporreándome. Por la noche, Garbos entraba furtivamente en la cocina, donde yo dormía, y me despertaba gritándome en el oído. Cuando me incorporaba con un alarido, se reía, mientras
Judas
tironeaba de la cadena, afuera, dispuesto a atacar. Otras veces, mientras yo dormía, Garbos entraba silenciosamente en la estancia con el perro, le ceñía el hocico con trapos, y después lo lanzaba sobre mí en la oscuridad. El perro rodaba por encima de mi cuerpo mientras yo, sobrecogido por el pánico, y sin saber dónde estaba ni lo que ocurría, me debatía con la descomunal bestia hirsuta que me arañaba con sus zarpas.

Un día el párroco vino en su cabriolé, para visitar a Garbos. El sacerdote nos bendijo a ambos, después vio los verdugones negros y azules que yo tenía sobre los hombros y el cuello, y me preguntó quién me había pegado y por qué razón. Garbos confesó que había tenido que castigarme por mi holgazanería. Entonces el párroco le reprendió afablemente y le dijo que me llevara a la iglesia al día siguiente.

Apenas el párroco se hubo ido, Garbos me llevó adentro, me desnudó, y me azotó con una vara de mimbre, perdonando sólo las partes visibles, como la cara, los brazos y las piernas. Como siempre, me prohibió llorar, pero cuando golpeó un punto más sensible no pude soportar el dolor y dejé escapar un gemido. Sobre su frente brotaron gotitas de sudor y en su cuello empezó a hincharse una vena. Me introdujo un grueso trapo en la boca y, deslizando la lengua sobre sus labios resecos, continuó flagelándome.

A primera hora de la mañana siguiente salí rumbo a la iglesia. La camisa y los pantalones se adherían a las costras sanguinolentas de mi espalda y mis nalgas. Pero Garbos me había advertido que si hacía la menor referencia a la paliza esa noche me arrojaría encima a
Judas
. Me mordí los labios, jurando callar y rogando que el párroco no advirtiera nada.

Bajo la luz creciente del alba, una multitud de ancianas esperaban frente a la iglesia. Tenían los pies y el cuerpo envueltos en tiras de tela y extraños embozos, y susurraban plegarias incesantes mientras sus dedos entumecidos por el frío hacían correr las cuentas del rosario. Al ver aproximarse al cura se pusieron torpemente en pie, balanceándose sobre sus bastones nudosos, y marcharon rápidamente a su encuentro, arrastrando los pies, y disputándose el honor de ser las primeras en besar su manga pringosa. Me mantuve a un lado tratando de pasar inadvertido. Pero las que tenían mejor vista me miraron con asco, me insultaron llamándome vampiro o expósito gitano, y escupieron tres veces en dirección a mí.

La iglesia siempre me abrumaba. Y sin embargo era una de las muchas casas de Dios dispersas por todo el mundo. Dios no vivía en ninguna de ellas, pero se suponía, por alguna razón, que estaba presente en todas al mismo tiempo. Debía ser algo así como el huésped inesperado para el que los granjeros ricos siempre reservaban un lugar en la mesa.

El cura me vio y me palmeó tiernamente la cabeza. Me sentí turbado y contesté a sus preguntas, asegurándole que ahora era obediente y que el granjero ya no tendría que pegarme. El cura me preguntó por mis padres, por nuestro hogar antes que estallara la guerra y por la iglesia a la que habíamos asistido, pero que yo no recordaba muy bien. Al comprobar que desconocía absolutamente todo lo vinculado con la religión y con las ceremonias eclesiásticas, me presentó al organista y le pidió que me explicara el significado de los objetos litúrgicos y que empezara a prepararme para ejercer la función de monaguillo en la misa matutina y en las vísperas.

Comencé a ir a la iglesia dos veces por semana. Esperaba en el fondo a que las viejas se arrastraran hasta sus bancos, y entonces me sentaba detrás, cerca de la pila del agua bendita, que me intrigaba tremendamente. Aquella agua no parecía diferente. No tenía color ni olor y era mucho menos impresionante, por ejemplo, que los huesos de caballo pulverizados. Sin embargo se suponía que su poder mágico superaba con creces el de cualquier hierba, ensalmo o mejunje que hubiera visto en mi vida.

No entendía el significado de la misa ni el papel que desempeñaba el sacerdote en el altar. Para mí todo eso era un sortilegio, mucho más refinado y complejo que las brujerías de Olga, pero no menos difícil de descifrar. Contemplaba pasmado la estructura de piedra del altar, las galas de los paños que lo cubrían, el majestuoso tabernáculo donde moraba el espíritu divino. Tocaba con veneración los objetos de formas caprichosas almacenados en la sacristía: el cáliz en cuyo interior refulgente y brillante el vino se trocaba en sangre; la patena dorada que el sacerdote utilizaba para administrar el Espíritu Santo; el saco cuadrangular y plano donde se guardaba el corporal. Este saco se abría por un extremo y se parecía a una armónica. Cuan pobre era, en comparación, la choza de Olga, llena de sapos malolientes, de pus putrefacto extraído de heridas humanas y de cucarachas.

Cuando el sacerdote no estaba en la iglesia y el organista se hallaba atareado con el coro, yo me introducía furtivamente en la sacristía misteriosa para admirar el velo humeral que el sacerdote acostumbraba a deslizar sobre su cabeza, a dejar caer sobre sus brazos y a ceñir en torno de su cuello, con un movimiento elegante. Yo deslizaba los dedos voluptuosamente a lo largo del alba depositada sobre el humeral, alisando los flecos de su faja, husmeando el siempre perfumado manípulo que el sacerdote llevaba suspendido del brazo izquierdo, admirando la longitud escrupulosamente medida de la estola, las formas infinitamente hermosas de las casullas, cuyos diversos colores simbolizaban, según me había explicado el sacerdote, la sangre, el fuego, la esperanza, la penitencia y el luto.

Mientras Olga mascullaba los ensalmos mágicos, su rostro siempre asumía expresiones cambiantes que inspiraban miedo o respeto. Ponía los ojos en blanco, sacudía la cabeza rítmicamente, y ejecutaba movimientos complicados con los brazos y las palmas. Por el contrario, el sacerdote, mientras decía la misa, se conservaba tal como era en la vida cotidiana. Sólo usaba una indumentaria diferente y hablaba otro idioma.

Su voz sonora, vibrante, parecía apuntalar la bóveda de la iglesia e incluso despertaba a las ancianas aletargadas que se sentaban en los altos bancos. Las viejas alzaban súbitamente sus brazos colgantes y levantaban con dificultad los párpados arrugados, que parecían vainas de guisantes, ajadas, pesadas y tardíamente cosechadas. Las pupilas tenebrosas de sus ojos nublados miraban temerosamente en torno, preguntándose dónde estaban, hasta que las devotas empezaban a rumiar nuevamente las palabras de una plegaria interrumpida, sólo para dormirse otra vez, meciéndose como brezos mustios columpiados por el viento.

La misa se acercaba a su fin y las viejas se agolpaban en las naves, atropellándose para tocar la manga del cura. El órgano enmudecía. En la puerta, el organista saludaba afectuosamente al cura y me hacía una seña con la mano. Era hora de que volviera al trabajo, a barrer las habitaciones, a apacentar los animales, a preparar la comida.

A mi regreso de la dehesa, del gallinero o del establo, Garbos me llevaba a la casa y ensayaba, al principio despreocupadamente y después con más entusiasmo, nuevos métodos para flagelarme con una vara de sauce o para lastimarme con los puños y los dedos. Mis cardenales y cortes no tenían tiempo de cicatrizar y se convertían en llagas permanentes que destilaban un pus amarillo. Por la noche le temía tanto a
Judas
que no podía conciliar el sueño. El ruido más tenue, cualquier crujido de las tablas del suelo, me sobresaltaba. Miraba las sombras impenetrables, apretando el cuerpo contra el ángulo de la estancia. Mis orejas parecían crecer hasta adquirir la dimensión de medias calabazas, esforzándose por captar el menor movimiento en la casa o el patio.

Incluso cuando por fin me adormecía, me atormentaban los sueños de perros que aullaban en el campo. Los veía levantando el hocico hacia la luna, husmeando la noche, e intuía la proximidad de mi muerte. Al oír sus ladridos,
Judas
se acercaría sigilosamente a mi cama, y cuando llegara a ella se abalanzaría sobre mí, obedeciendo a una orden de Garbos, y me destrozaría. El contacto de sus garras produciría heridas en mi cuerpo, y el curandero tendría que cauterizarlas con un atizador incandescente.

Me despertaba chillando y
Judas
empezaba a ladrar y a embestir las paredes de la casa. Garbos, semidespierto, corría a la cocina pensando que habían entrado ladrones en la granja. Cuando comprobaba que yo había gritado sin motivo, me pegaba y me pisoteaba hasta quedar sin resuello. Yo permanecía tendido sobre la estera, ensangrentado y lacerado, con miedo de volver a dormirme y exponerme a otra pesadilla.

Durante el día, me sentía aturdido y entonces me azotaba por descuidar el trabajo. A veces me dormía sobre el heno del granero mientras Garbos me buscaba por todas partes. Cuando me encontraba holgazaneando, todo empezaba de nuevo.

Llegué a la conclusión de que los accesos de ira de Garbos, sin explicación aparente, debían tener una causa misteriosa. Recordé los ensalmos mágicos de Marta y Olga. Su finalidad era influir sobre enfermedades y otras afecciones que no tenían un vínculo ostensible con la brujería. Por ello, resolví observar todas las circunstancias que acompañaban a los estallidos de furia de Garbos. Una o dos veces creí descubrir una clave. En dos oportunidades consecutivas me pegó inmediatamente después de que yo me rascara la cabeza. Quién sabe, quizás existía una relación entre los piojos de mi pelo, que sin duda veían interrumpida así su rutina normal y el comportamiento de Garbos. Renuncié a rascarme, a pesar de que la comezón era insoportable. Después de dejar los piojos en paz durante dos días, recibí otra paliza. Hube de llevar hacia otro lado mis especulaciones.

Más tarde conjeturé que el culpable era el portón de la cerca que rodeaba el campo de trébol. En tres ocasiones, después de haber pasado por ese portón, Garbos me llamó y me abofeteó cuando me acerqué a él. Llegué a la conclusión de que un espíritu hostil se cruzaba en mi camino a la altura del portón y azuzaba a Garbos contra mí. Trataría de eludir al duende maligno saltando la cerca. Esto no mejoró ni remotamente la situación. Garbos no entendió por qué yo perdía tiempo trepando a una cerca alta en lugar de seguir el camino más corto que pasaba por el portón. Imaginó que me burlaba premeditadamente de él y la paliza fue aún peor.

Siempre creía que yo obraba con malicia y me atormentaba incesantemente. Se divertía clavándome entre las costillas el mango de una azada. Me arrojaba sobre lechos de ortigas y arbustos espinosos y después se reía viendo cómo me rascaba. Decía que si continuaba siendo desobediente me colocaría una rata sobre el vientre, como lo hacían los maridos de las esposas infieles. Esta amenaza me aterrorizaba más que ninguna otra. Imaginaba a la rata bajo una copa de cristal, sobre mi vientre, y preveía el dolor indescriptible que experimentaría cuando el animal atrapado me royera el ombligo y se introdujera en mis vísceras.

Estudié varios sistemas para lanzar un maleficio sobre Garbos, pero ninguno me pareció viable. Un día, cuando me ató el pie a un taburete y me hizo cosquillas con una espiga de centeno, recordé una de las historias de la vieja Olga. Me había hablado de una polilla que tenía estampada en el cuerpo la figura de una calavera semejante a la que había visto en el uniforme del oficial alemán. Si uno atrapaba una de esas polillas y soplaba tres veces sobre ella, se producía a corto plazo la muerte del morador más viejo de la casa. Por eso las parejas de jóvenes desposados, que esperaban heredar de los abuelos vivos, pasaban muchas noches corriendo tras estas polillas.

A partir de entonces me paseaba de noche por la casa, mientras Garbos y
Judas
dormían, y abría las ventanas para que entraran las polillas. Llegaban en enjambres, e iniciaban una alucinada danza mortal alrededor de la llama titilante, chocando entre sí. Otras se zambullían en la llama y se quemaban vivas, o se pegaban a la cera derretida de la vela. Se decía que la Divina Providencia las había transformado en distintas criaturas y que en cada reencarnación debían padecer los sufrimientos más apropiados para su especie. Pero a mí me interesaba poco su penitencia. Buscaba una sola polilla, aunque tuviera que agitar la vela en la ventana y atraerlas a todas. Una noche, la luz de la vela y mis movimientos sobresaltaron a
Judas
y sus ladridos despertaron a Garbos. Este se acercó silenciosamente por detrás. Al verme, con la vela en la mano, brincando por el cuarto con un enjambre de moscas, polillas y otros insectos, se convenció de que estaba practicando un siniestro rito gitano. Al día siguiente recibí un castigo ejemplar.

Pero no desistí. Después de muchas semanas, poco antes del amanecer, capturé finalmente la codiciada polilla, con las marcas misteriosas. Soplé tres veces sobre ella, cuidadosamente, y después la solté. Revoloteó un rato alrededor de la estufa y por fin se fue. Comprendí que a Garbos sólo le quedaban unos pocos días de vida. Lo miré con lástima. No sospechaba que su verdugo se aproximaba desde un extraño limbo habitado por la enfermedad, el dolor y la muerte. Quizá ya estaba en la casa, esperando ansiosamente el momento de cortar el hilo de su vida al igual que una guadaña siega un frágil tallo. Permanecía indiferente a sus golpes mientras le miraba fijamente a la cara, buscando los signos de la muerte en sus ojos. Me habría gustado que supiera lo que le aguardaba.

Sin embargo, Garbos seguía conservando un aspecto muy sano y robusto. Al quinto día, cuando empezaba a temer que la muerte estuviera descuidando sus deberes, oí los gritos de Garbos en el granero. Corrí hacia allí, con la esperanza de encontrarle exhalando el último suspiro y llamando a un sacerdote, pero simplemente estaba inclinado sobre el cuerpo sin vida de una pequeña tortuga que había heredado de su abuelo. Era muy mansa y habitaba en su rincón particular del granero. Garbos estaba muy orgulloso de ella porque era la criatura de más edad de la aldea.

Finalmente, agoté todos los medios posibles para causar su muerte. Mientras tanto, Garbos inventó nuevos sistemas para perseguirme. A veces me colgaba por los brazos en la rama de un roble, mientras
Judas
merodeaba por debajo. Sólo la aparición del cura en su cabriolé le hizo desistir del juego.

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