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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (3 page)

BOOK: El palacio de los sueños
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Los ojos de Mark-Alem se fijaron involuntariamente en la hoja carbonizada que, una vez consumida, temblaba ahora como un espectro sobre las ascuas del brasero.

—Vas a trabajar en el departamento de Selección —prosiguió el funcionario en idéntico tono—. Habrías podido comenzar en algún otro departamento de menor importancia, tal como suelen hacer los recién llegados, pero tú empezarás directamente en Selección, porque tú eres uno de nuestros escogidos.

Uno de los ojos de Mark-Alem miró furtivamente el jugueteo de la hoja carbonizada, como si quisiera decirle: ¿todavía no te has esfumado?

—Debes saber que lo primero y principal que se reclama de ti —continuó el otro— es que te atengas al más riguroso secreto. Jamás olvides que el Tabir Saray es una institución completamente cerrada al mundo exterior.

Alzó una de las manos de la mesa y, separando un dedo de los demás, trazó un gesto amenazador en el aire.

—Son muchas las personas y las facciones que han pretendido infiltrarse aquí, mas el Tabir Saray no se ha dejado nunca sorprender. Aislado, se mantiene apartado del ajetreo humano, al margen de las tendencias y de las disputas por el poder, cerrado a todos y sin implicarse con nadie. Puedes hacer caso omiso de cuanto te he dicho antes, pero hay algo, hijo mío, que debes observar siempre, que debes tener siempre presente: la absoluta necesidad de guardar el secreto. Esto no es un consejo. Es el mandato supremo del Tabir Saray… Y ahora, al trabajo. En el corredor puedes preguntar dónde se encuentra Selección. Para cuando tú llegues, estarán advertidos. ¡Buena suerte!

Todavía estaba confuso cuando salió al pasillo. No se veía persona alguna a quien preguntar hacia dónde debía dirigirse para llegar a Selección, así que echó a andar al azar. Aún le zumbaban en los oídos fragmentos de la perorata del alto funcionario. ¿Qué me ocurre?, se dijo dos o tres veces, y sacudió la cabeza pretendiendo deshacerse de ellos. Pero en lugar de abandonarlo, el eco de las palabras continuó persiguiéndole con obstinación. Le parecía incluso que en aquel desierto de pasillos, al estrellarse contra los muros y las columnas, se multiplicaban y adquirían resonancias aun más sombrías. Vas a empezar directamente en Selección porque tú eres uno de nuestros escogidos.

Sin tener conciencia alguna de por qué lo hacía, apresuró el paso. Selección, se repetía una y otra vez aquella palabra y ahora, en la soledad, le sonaba más extraña todavía. Distinguió una silueta en las profundidades del pasillo, sin alcanzar a saber a ciencia cierta si se alejaba o se dirigía hacia él. Quiso decirle algo o al menos hacerle una seña, pero se encontraba demasiado lejos. Apresuró entonces el paso aun más y a punto estaba de echar a correr, de gritar, con tal de alcanzar a aquella persona, que se aparecía ante él en ese instante como la única tabla de salvación en el corredor sin esperanza. Mientras avanzaba de este modo, casi a la carrera, en algún lugar a su izquierda escuchó un murmullo insistente de pasos. Aminoró la marcha y prestó atención. Los pasos procedían de una galería lateral que desembocaba en el corredor principal. Su sonido era regular y amenazante. Volvió la cabeza y vio a un grupo de personas que caminaban en silencio, con grandes cartapacios en las manos. Las cubiertas de éstos eran del mismo color azul pálido que las cúpulas del edificio y los uniformes de los porteros.

—Por favor, ¿pueden decirme cómo llegar a Selección? —preguntó Mark-Alem con voz temblorosa cuando el grupo pasó junto a él.

—Vuelve por dónde has venido —le dijo una voz ronca—. Se ve que eres nuevo.

Mark-Alem tuvo que esperar a que el otro diera fin a un largo acceso de tos para escuchar que debía regresar al cuarto corredor de la derecha, hasta encontrar las escaleras que lo conducirían a la segunda planta, donde tendría que volver a preguntar.

—¡Gracias, señor!

—No hay por qué darlas —respondió el desconocido. Volvió a oír la tos a sus espaldas, seguida de las palabras—: Me parece que he pillado un buen resfriado…

Necesitó más de un cuarto de hora para encontrar el departamento de Selección. Lo esperaban.

—¿Es usted Mark-Alem? —le preguntó el primer funcionario que encontró allí, sin permitirle siquiera abrir la boca.

Mark-Alem asintió con un gesto de cabeza.

—Venga conmigo. El jefe lo espera.

Caminó dócilmente tras él. Atravesaron unas cuantas salas comunicadas entre sí donde, sentados ante largas mesas, decenas de funcionarios se encorvaban sobre los legajos desplegados. Nadie evidenció la más leve curiosidad por Mark-Alem y su acompañante, cuyos pasos resonaban haciendo crujir el entarimado.

Igual que los otros, el jefe se sentaba tras una larga mesa, frente a dos cartapacios. El hombre que conducía a Mark-Alem se acercó a su superior y le dijo algo al oído. Pero Mark-Alem tuvo la sensación de que no se enteraba de nada. Sus ojos continuaban sorbiendo la hoja escrita de uno de los legajos y Mark-Alem sintió la fugaz intuición de que en el filo de aquella mirada, como una ola moribunda, brotaba la última hilacha de un espanto, cuyo origen debía encontrarse lejos.

Esperaba que su acompañante se inclinara nuevamente sobre el oído del jefe y le repitiera el cuchicheo anterior, pero el otro no tenía intención de hacer nada parecido. Con toda tranquilidad esperaba a que su superior apartara la vista del expediente.

La espera duró largo rato. Mark-Alem tuvo la insistente sospecha de que el jefe no levantaría jamás los ojos de aquellos papeles y que ellos deberían permanecer allí, de pie, durante horas y horas, quizá hasta que terminara la jornada de trabajo, tal vez más. Continuaba reinando una profunda calma. Aparte del leve murmullo de las hojas al pasar, no se percibía sonido alguno. Notó entretanto que el jefe ya no leía, su mirada permanecía como congelada, desenfocada, flotando sobre el legajo.

Al parecer pensaba en lo que había leído. La meditación duró tanto como la propia lectura. Por fin se frotó los ojos, cual si pretendiera arrancar de ellos un último velo y los alzó hacia Mark-Alem. La moribunda ola de espanto había acabado por extinguirse en ellos.

—¿Tú eres el nuevo?

Mark-Alem asintió. Sin decir palabra, el jefe se levantó y caminó hacia el frente entre las largas mesas. Ellos dos lo siguieron. Atravesaron varias salas, algunas de las cuales a él le parecieron idénticas a las que habían recorrido antes.

Distinguió su lugar de trabajo desde lejos. Sobre una mesa, tras la cual no se sentaba nadie, había un cartapacio cerrado. El jefe se detuvo junto a él y señaló con el dedo un lugar entre la mesa y el asiento vacío.

—Aquí es donde vas a trabajar —dijo. Mark-Alem observó el cartapacio cerrado de cubiertas azuladas.

—Selección dispone de muchas salas como ésta —dijo el jefe dibujando un amplio movimiento con el brazo derecho—. El nuestro es uno de los departamentos más importantes del Tabir. Circula la idea de que la esencia del Tabir Saray es Interpretación, pero eso no es verdad. Los intérpretes presumen de ser la aristocracia de la institución. A nosotros, los seleccionadores, nos miran con cierto menosprecio, por no decir con desdén. Pero debes saber que su envanecimiento carece de fundamento. Cualquiera que tenga dos dedos de frente comprende que sin nosotros, sin Selección, Interpretación no sería más que un molino sin grano. Somos nosotros quienes les proporcionamos la materia prima para su trabajo. Su propio éxito depende de nosotros.

Hizo un nuevo gesto con la mano.

—En fin. Vas a trabajar aquí y podrás comprobarlo por ti mismo. Confío en que hayas recibido ya las instrucciones principales. No te voy a describir hoy toda la estructura de la tarea, no quiero abrumarte de antemano. No te diré más que lo necesario para comenzar. El resto lo aprenderás paulatinamente. Esta de aquí es la primera sala de Selección.

La mano del jefe volvió a trazar un movimiento semicircular.

—Entre nosotros la llamamos la Sala de las Lentejas —prosiguió—, porque aquí se lleva a cabo la primera criba de los sueños. En una palabra, aquí es donde comienza todo. Aquí…

Entornó los ojos como para recuperar el hilo roto de sus pensamientos.

—En fin —dijo poco después—. Para ser más exacto, debo decir que la primera purga la realizan los servicios de las secciones provinciales. Son alrededor de mil novecientas en todo el Imperio, cada una de las cuales posee sus propias subsecciones. Todas ellas, antes de remitir los sueños al Centro, los someten a una purga previa, que de cualquier modo resulta insuficiente. La verdadera selección comienza aquí. Tal como se separa el grano de la paja, así se separan aquí los sueños válidos de los que carecen de valor. Es precisamente esta operación de limpieza la que constituye la esencia de Selección. ¿Comprendes?

Su mirada se enardecía cada vez más. Las palabras, que al principio parecía encontrar con dificultad, afluían ahora a su boca en mayor cantidad de lo que precisaban sus ideas y él aceleraba sin cesar su parloteo, como si quisiera aprovecharlas todas.

—Ésta es precisamente la esencia de nuestro trabajo —prosiguió— purgar los expedientes de todos los sueños sin valor. Primero los sueños de inspiración privada, que no tienen vinculación alguna con el Estado. Segundo, los sueños inspirados por el hambre o el empacho, el frío o el calor, las enfermedades, etcétera; en una palabra, todos aquellos ligados a la carne del hombre. Tercero, los sueños simulados, es decir los sueños que no han sido tales en realidad sino inventados por gente con ánimo de hacer carrera, tramados por maníacos embusteros o provocadores. Las tres categorías deben ser eliminadas de nuestros expedientes. ¡Esto es fácil decirlo! Pero no resulta tan fácil distinguirlos. Un sueño puede parecerte de carácter íntimo, inspirado por causas banales como el apetito o el reumatismo, cuando en realidad puede poseer un vínculo directo con las cuestiones de Estado, más incluso que el discurso recién pronunciado por un miembro del gobierno. Así pues, para percibir esos matices son precisas experiencia y madurez. Un error en la evaluación y todo se va al garete, ¿me comprendes? En una palabra, al contrario de lo que pueda parecer a algunos, nuestro trabajo exige una calificación especial.

La burla ácida en su tono de voz dejó nuevamente lugar a un discurso más sosegado cuando comenzó a explicarle la actividad concreta que debería desempeñar. Sólo en sus ojos pervivía aún una brizna del espanto primero.

—Como has podido ver, existen otras salas además de ésta. Con el fin de que comprendas mejor la actividad que te incumbe, al principio pasarás un día o dos en cada una de ellas. Después del recorrido, cuando te hayas formado una idea de conjunto de lo que es Selección, volverás de nuevo aquí, a la Sala de las Lentejas, y entonces comprobarás que el trabajo te resultará más fácil. Pero eso no sucederá hasta la semana que viene. Por el momento comenzarás aquí.

Se desperezó sobre la mesa, aproximó con una mano el cartapacio y abrió sus cubiertas azuladas.

—Éste será tu primer expediente. Se trata de un contingente de sueños llegados el 29 de noviembre. Léelos uno por uno con cuidado y sobre todo no te apresures. Cuando juzgues que existe la más remota posibilidad de que el sueño no es inventado, déjalo en el montón, no tengas prisa en desecharlo. Después de ti lo examinará un segundo cribador, o controlador según la nueva denominación. Y tras él el siguiente, y así sucesivamente. En realidad, esta sala no se ocupa más que de eso. De modo que… ¡Buena suerte!

Observó un instante a Mark-Alem, le dio la espalda y se marchó. Él permaneció inmóvil durante un rato y después, lentamente, esforzándose por no hacer ruido, movió un poco la silla, se deslizó entre ella y la mesa y, con la misma cautela, se sentó.

Tenía ahora el cartapacio abierto ante él. Así pues, su deseo y el de su familia se había cumplido por fin. Había sido admitido en el Tabir Saray, estaba incluso sentado en una silla, ante su mesa de trabajo, era un verdadero funcionario del Palacio misterioso.

Se inclinó un poco más sobre el expediente, hasta que sus ojos distinguieron las letras, y comenzó a leer con lentitud. En la gruesa hoja de papel se indicaba el número de registro y la fecha. Más abajo, la siguiente nota: «Recibido por Surkurlah. Contiene 63 sueños».

Con los dedos agarrotados pasó la hoja. Al contrario que la primera, la segunda la llenaba un texto denso. Los tres primeros renglones estaban subrayados con tinta verde y aparecían algo separados del resto del texto. Mark-Alem leyó: «Sueño visto por el empleado Jusuf, de la oficina postal de Alaxhehisar, subprefectura de Kerk-kili, baja-lato de Qystendil, el 3 de septiembre del año en curso, hacia el amanecer».

Alzó los ojos del texto subrayado. El 3 de septiembre, pensó algo aturdido. ¿Sería posible que aquello estuviera sucediendo realmente, que él fuera funcionario del Tabir Saray, se encontrara sentado a su mesa, leyendo el sueño del súbdito Jusuf, de la oficina postal de Alaxhehisar, de la subprefectura de Kerk-kili, bajalato de Qystendil, para decidir su suerte, si su sueño había de ser arrojado al cesto de los papeles o introducido, para continuar siendo analizado, en el formidable mecanismo del Tabir?

La oleada de gozo le causó un estremecimiento en la columna vertebral. Bajó la cabeza de nuevo y comenzó a leer el texto: «Tres zorros blancos en el minarete de la mezquita de la sub-prefectura…»

De pronto lo sobresaltó el resonar de una campanilla. Alzó la cabeza como si lo hubieran golpeado. Miró a derecha e izquierda y quedó boquiabierto. Todas aquellas personas que hasta entonces parecían formar un solo cuerpo con sus asientos, hipnotizados por los expedientes que tenían ante sus ojos, se habían liberado repentinamente del embrujo y se habían puesto de pie, hacían ruido, hablaban, arrastraban las sillas con estrépito, mientras al tintineo de la campanilla continuaba recorriendo las salas de un extremo a otro.

—¿Qué es? —exclamó Mark-Alem—. ¿Qué sucede?

—El descanso de la mañana —le respondió su vecino. (¿Dónde había estado hasta entonces?)— El descanso de la mañana —repitió—. Ah, pero tú eres nuevo, aún no conoces los horarios. No importa, enseguida los aprenderás.

Por doquier los funcionarios se levantaban, se movían entre las largas mesas en dirección a la salida. Mark-Alem quiso continuar la lectura, pero era imposible. Lo empujaban por todos lados, le rozaban la silla. No obstante, con cierta obstinación, agachó otra vez la cabeza sobre el expediente, que ahora lo atraía como un imán. «Tres zorros blancos…» Pero justo entonces sintió una voz junto a su oído:

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