«Deja que mi hijo, con sus ojos y sus labios pintados, se arrastre a los pies del emperador y sonría cuando Su Majestad Imperial le dé un puntapié. Yo tengo a Achmed. Haré de él un honorable y sumiso soldado de Quar. En cuanto a mí, tendré a una persona que luchará a mi lado, que estará junto a mí cuando yo muera. Una persona que llorará mi muerte de verdad».
Pero las maneras de Quar no eran las maneras de Akhran. El propio Qannadi pecaba de ingenuidad al pensar que él podía arrancar de raíz la espinosa Rosa del desierto, introducirla en la sofocante atmósfera de la corte y esperar que prosperase. El cactus tendría que echar nuevas y fuertes raíces si quería simplemente sobrevivir.
El imán había contemplado la batalla desde el abrigo de un palanquín transportado durante todo el largo viaje de Kich a Meda por seis sudorosos y jadeantes sacerdotes de Quar. A una señal del amir, éstos levantaron la entoldada litera y la llevaron hasta la llanura que se extendía ante las murallas de la ciudad, que aparecían ribeteadas por una línea interminable de medanos esperando en desalentado silencio a que les dieran a conocer su destino.
Feisal echó a un lado con su delgada mano la dorada cortina decorada con la cabeza del carnero, y emergió del palanquín. El imán había experimentado un cambio desde su enfermedad. Nadie sabía lo que le había ocurrido, excepto que había estado muy cerca de la muerte y que, de acuerdo con su anonadado sirviente, la mano del dios lo había curado. El cuerpo de Feisal, siempre esbelto a causa del ayuno, aparecía ahora verdaderamente demacrado. Los hábitos le colgaban sobre su enjuta estructura como podrían haber colgado de un árbol de ramas desnudas. Cada hueso, cada vena, cada músculo y tendón era visible en sus brazos. Su rostro era como el de una calavera, con cadavéricos huecos en las mejillas; sus hundidos ojos se veían enormes.
Aquellos ojos siempre habían brillado con santo celo, pero ahora ardían con un fuego que parecía ser el único combustible que aquel hombre necesitaba para mantener en funcionamiento su cuerpo. El sol era abrasador en la llanura en la mitad del verano. Achmed sudaba dentro de los incómodos y ajustados pantalones y chaqueta que conformaban el uniforme de la caballería. Y, sin embargo, sintió un escalofrío cuando el imán comenzó a hablar y, al mirar a Qannadi, vio cómo el negro vello de sus bronceados brazos se erizaba y cómo su fuerte mandíbula, apenas visible bajo el yelmo, se ponía tensa. La presencia del imán siempre había inspirado desasosiego. Ahora inspiraba terror.
—¡Pueblo de Meda!
La voz de Feisal debía de haber sido amplificada por obra del dios. Apenas podía creerse que los pulmones que se alojaban en aquel hundido pecho pudieran inhalar el suficiente aire para respirar, por no hablar de gritar. Y, sin embargo, sus palabras podían ser claramente oídas por todos los habitantes de Meda. A Achmed le daba la sensación de que la podían escuchar todos los habitantes del mundo.
—No creáis que hoy habéis sido derrotados por el hombre —gritó el imán, y se detuvo para tomar una profunda bocanada de aire—. ¡Habéis sido derrotados por el mismísimo cielo!
Las palabras retumbaron como un trueno; un caballo respingó nervioso. El amir lanzó una severa mirada hacia atrás y el soldado se apresuró a controlar al animal.
—¡No os aflijáis por vuestra pérdida! ¡Más bien, regocijaos en ella, pues como la derrota viene la salvación! Somos niños en este mundo y debemos aprender las lecciones de la vida. Quar es el padre que sabe que, a veces, aprendemos más a través del dolor. Pero, una vez que ha sido infligido el dolor, él no continúa azotando al niño, sino que le tiende sus brazos —dijo el imán, acompañando con gestos sus palabras— en un amoroso abrazo.
Los pensamientos de Achmed volvieron al día en que había escuchado aquellas palabras, o similares, en el oscuro período de prisión. Apretando las manos sobre el cuerno de su silla para conservar la calma, deseó con desesperación que aquello terminara.
—¡Pueblo de Meda! ¡Renunciad a Uevin, el débil e imperfecto dios que os ha conducido por un desastroso sendero, un sendero que podía haberos costado vuestras vidas de no haber sido Quar el padre misericordioso que es! ¡Destruid los templos del falso dios Uevin! ¡Denunciad a sus sacerdotes! ¡Fundid sus sagradas reliquias, derribad sus estatuas y las de los inmortales que lo sirvieron! ¡Abrid vuestros corazones a Quar y él os recompensará por diez veces! ¡Con él prosperaréis! ¡Vuestras familias prosperarán! ¡Vuestra ciudad se convertirá en una de las esplendorosas joyas de la corona del emperador! ¡Y vuestras almas inmortales se asegurarán la paz y el descanso eternos!
Sintiéndose algo mareado por el calor, Achmed comenzó a imaginar que las palabras del imán saltaban desde su boca en lenguas de fuego que incendiaban la reseca hierba. Las llamas se extendían desde el sacerdote hasta los prisioneros que se alineaban contra la muralla y les prendían fuego. El incendio se propagaba más y más hasta que engullía la ciudad. Achmed parpadeó y recogió sediento con la lengua una gota de sudor que había rodado hasta sus labios. La llanura retumbó con el clamor de los vítores, iniciado por las fuerzas del amir a las que ansiosamente se añadieron los derrotados medanos.
Feisal no tenía más que decir, lo que era mejor, ya que en modo alguno se lo habría podido oír. Exhausto y agotado, dio media vuelta para encaminarse de nuevo hacia el palanquín; sus fieles sirvientes se apresuraron a ayudar al sacerdote en sus débiles pasos. En las murallas de la ciudad, entusiasmadas muchedumbres abrieron a presión las puertas de madera. Cantos de «Quar, Quar,
hazrat
Quar» se extendieron por la llanura.
Inesperadamente, los prisioneros medanos rompieron filas y se precipitaron en dirección al imán. Qannadi actuó con rapidez, ordenando avanzar a la caballería con un gesto de la mano. Cabalgando junto a los otros, Achmed movió su caballo en posición defensiva en torno al palanquín del imán. Con la espada en ristre, tenía órdenes de golpear con el plano de la espada primero, con el filo después.
El caballo de Achmed se vio de pronto engullido por una marea de seres humanos. Pero aquellos hombres no iban en busca de sangre. Arriesgando su vida y su integridad física entre los caballos, sólo querían tocar el palanquín, besar las cortinas.
—¡Danos tu bendición, imán! —gritaban.
Y, cuando Feisal separó las cortinas y extendió su huesudo brazo, los medanos se hincaron de rodillas; a muchos les caían lágrimas por sus empolvados rostros.
Los oscuros y ardientes ojos de Feisal miraron a Qannadi dándole una orden silenciosa. El amir, con los labios severamente apretados, ordenó a sus hombres que retrocedieran hasta una prudente distancia. Los medanos levantaron el palanquín del imán sobre sus hombros y lo entraron triunfalmente por las puertas de la ciudad. El clamor de la multitud debió de llegar a oídos del afligido Uevin, allá en el cielo.
«¡Todo ha terminado!», pensó Achmed aliviado y se volvió para compartir una sonrisa con su general.
El rostro de Qannadi estaba grave. Él sabía lo que venía ahora.
Achmed estaba agachado en la sombra de su tienda, comiendo su cena y viendo cómo los últimos rayos de sol tocaban la hierba de la pradera con mano de alquimista, convirtiendo el verde en dorado. El joven comía solo. Había hecho pocos contactos entre las tropas del amir, y ninguna amistad verdadera. Los hombres reconocían su talento para la monta y su destreza con los caballos, incluso los mágicos. Aprendían de él cómo sentarse en un caballo al galope presionando los muslos contra sus costados y dejando las manos libres para luchar en lugar de agarrar las riendas, cómo utilizar los cuerpos de los animales como parapeto, cómo saltar de la silla de un caballo en plena carrera y subirse de nuevo sobre él. Aprendían cómo mantener a los caballos tranquilos antes de la batalla, cómo hacer que guardaran silencio cuando se tendía una emboscada al enemigo, cómo hacerlos callar cuando el enemigo acechaba de cerca. Aceptaban las enseñanzas de Achmed pese a ser más joven que la mayoría de ellos. Pero nunca lo aceptaron a
él
.
Aunque acostumbrado a la estrecha camaradería de los amigos en la tribu de su padre, la mayoría de los cuales eran no solamente amigos sino parientes en un grado u otro, a Achmed no parecía molestarle la falta de amigos entre las tropas. El mes que había pasado en prisión lo había endurecido contra el aislamiento; el cruel trato que había recibido de manos de sus paisanos lo había hecho aficionarse a la soledad.
Muy pocos más se movían por el campamento. Los guardias que patrullaban por el perímetro parecían abatidos y molestos, pues podían oír los gritos y las risas que se propagaban por encima de las murallas y sabían que sus camaradas se estaban divirtiendo. El amir había dado a cada hombre un saco de monedas del emperador con instrucciones de gastarlo a su antojo: la primera señal de que Quar iba a hacer llover oro sobre Meda. Las tropas tenían órdenes de ser amistosas y comportarse tan bien como se pudiera esperar, amenazándose con duros castigos a quienes violaran, saquearan o dañaran a los medanos de un modo u otro. La guardia del amir patrullaba las calles para mantener el orden.
Achmed habría podido estar entre aquellos que se divertían en la ciudad, pero prefirió no ir. Los medanos, que habían entregado su ciudad al cielo sin ofrecer resistencia, le repugnaban y, a decir verdad, lo perturbaban más de cuanto podía admitir.
El oro del sol se estaba oscureciendo, y Achmed empezaba ya a pensar en enrollarse la manta y perderse en el sueño cuando uno de los sirvientes de Qannadi apareció en su tienda y le dijo que todos los oficiales tenían orden de presentarse ante el amir.
Avanzando con premura por las calles de la ciudad, Achmed vio que no había el menor signo de rebelión ni ningún otro tipo de amenaza, y se preguntó de qué se trataría. Tal vez el amir quería celebrar con ellos una cena de victoria. Achmed sintió un nudo en el corazón. No había modo de excusarse y, sin embargo, él no se sentía como para celebrar nada. El sirviente no lo condujo al palacio del gobernador, sino a un lugar inesperado, una gran estructura con forma de templo localizada en el centro de la plaza.
Una estatua rota de Uevin yacía sobre las losas del pavimento. En el lado norte de la plaza se elevaba un edificio con columnas que, por sus conversaciones previas con Qannadi, Achmed dedujo que era la sede del gobierno medano conocida como el Senado. Encima de los destruidos restos del dios Uevin se erguía una enorme cabeza de carnero dorado que había sido acarreada desde Kich con este preciso propósito. (Cuando, días más tarde, las tropas del amir se desplazaron hacia el sur, la cabeza dorada de carnero fue cargada de nuevo en la carreta y llevada para cumplir el mismo servicio en futuras ciudades conquistadas. )
En la plaza había una multitud de medanos conversando en voz baja. En su perímetro exterior, la guardia especial del amir vigilaba con rostros severos e implacables; las puntas de sus lanzas relucían con el último fulgor del sol. La multitud guardaba prudente distancia de los soldados, observó Achmed. Aprovechando aquel corredor que se había formado entre el pueblo y los guardias, el joven siguió al sirviente hasta la escalinata que conducía a un pórtico con columnas de mármol.
Un trono había sido transportado hasta allí por los sirvientes desde el palacio del gobernador y se erigía ante la entrada del Senado. En él estaba sentado Qannadi mirando hacia la multitud congregada delante de él. Había cambiado su armadura de combate por un blanco caftán cubierto con una capa púrpura ribeteada en oro. Sobre la cabeza no llevaba más que una corona de hojas de laurel, respondiendo a alguna estúpida y absurda costumbre de los medanos. Ya estaba oscuro dentro de los confines del porche del Senado. Había portadores de antorchas apostados a ambos lados de Qannadi, aunque, por alguna razón, aún no habían recibido la orden de prender fuego a sus tizones. Observando el rostro del amir mientras ascendía las escaleras, Achmed pudo ver la tensión de sus mandíbulas y las sombras dibujadas en la cara, que hacían aparecer a Qannadi grave e inflexible con la evanescente luz del crepúsculo.
De pie junto a Qannadi estaba Feisal, quien no necesitaba antorcha alguna. El fuego que había en los ojos del sacerdote parecía iluminar la plaza bastante después de que el sol se hubiera llevado su última claridad. Esperando poder perderse en la espesa oscuridad, Achmed ocupó su lugar al final de la fila de oficiales que se erguía apretada contra la pared del Senado tras el trono del amir. El joven se preguntó brevemente cómo habrían notado su ausencia cuando de repente sintió la ígnea mirada del imán abrasando su piel. ¡Feisal lo había estado esperando! El sacerdote levantó la mano e hizo señas a Achmed de que se acercara.
Sobresaltado y medroso, Achmed vaciló y miró a Qannadi. El amir lo miró a su vez por el rabillo del ojo e hizo un leve gesto de asentimiento. Tragando saliva, Achmed se abrió camino entre sus colegas oficiales, quienes mantenían sus miradas al frente sobre las cabezas de la multitud. «¿Por qué he de tener miedo?», se reprendió a sí mismo irritado ante el sudor de sus palmas y la culebreante sensación de sus tripas. Tal vez era el inusitado silencio de la gente, que se había ido callando a medida que la oscuridad los iba envolviendo poco a poco. Tal vez la pose particularmente rígida y los serios semblantes de oficiales y guardias. O quizás era la vista del severo rostro de Qannadi. A medida que se acercaba, Achmed vio que el amir mantenía aquella firmeza de mandíbula mediante un gran esfuerzo de voluntad; la despiadada faz que aparecía bajo aquella corona de hojas era la cara de un hombre al que Achmed no conocía.
Pese a haber mandado llamar al joven, Feisal ya no le prestó ninguna atención.
—Sitúate aquí —ordenó fríamente el amir.
Achmed hizo tal como se le ordenaba y ocupó su sitio a la derecha de Qannadi.
—Encended las antorchas —fue la siguiente orden de Qannadi, y todas las teas que sostenían tras él se convirtieron en llamas, al igual que otras antorchas que llevaban numerosas personas entre la multitud—. Traed a los prisioneros. Guardias, haced un espacio ahí —dijo, gesticulando hacia el pie de la escalinata.
Los guardias utilizaron los mangos de sus lanzas para empujar a los medanos hacia atrás y aclarar un área circular en la base de las escaleras del Senado. Dando la cara a los medanos, y con las lanzas sostenidas horizontalmente delante de sí, los guardias mantuvieron a raya a la muchedumbre.