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Authors: Antonio Salas

El Palestino (5 page)

BOOK: El Palestino
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Hoy confieso que el único objetivo de aquel primer viaje a la tierra de Jesús era completar el
atrezzo
de mi personaje, familiarizarme con algunos lugares que después utilizaría para dar credibilidad a mi biografía palestina y fotografiarme en ellos, así que no me preocupé mucho por conocer el conflicto árabeisraelí. Siempre había leído que los palestinos eran terroristas suicidas que obligaban a los sufridos colonos judíos a vivir armados hasta los dientes. Hoy no veo el problema con tanta simpleza y frivolidad como lo continúan haciendo muchos de mis colegas.

Me limité a escoger un pequeño pueblo cercano a Yinín, en el norte de Palestina, como el origen de mi familia y de mi linaje: Burqyn (
). Era un buen lugar para establecer mis raíces. Tranquilo y muy discreto, pero con una larga historia. Situado a unos tres o cuatro kilómetros al suroeste de Yinín, por la carretera 6155, tiene unos siete mil habitantes. La mayoría son musulmanes, aunque existen unas veinte familias cristianas (ortodoxas), que mantienen con orgullo la iglesia de San Jorge, el mayor tesoro de Burqyn, cuyo origen está entrelazado con el relato bíblico. Visité dicho pueblo, paseé por sus calles, memoricé su historia e intenté autoconvencerme de que aquel era el pueblo de mis padres y de mis abuelos. Tenía que conseguir la forma de implicarme emocionalmente con aquel lugar, para que en el futuro, cuando tuviese que hablar de mis raíces palestinas, mi discurso resultase coherente.

Volví a España para retomar las clases de árabe. Y también para empezar a dibujar el perfil de mi nueva identidad, aunque ese perfil tendría que ser retocado una y otra vez a medida que iba profundizando en mi conocimiento del mundo árabe, el Islam y el terrorismo, y me desprendía de todos los tópicos y prejuicios que tenía sobre ellos antes de iniciar esta aventura.

Muhammad Abdallah Abu Aiman... viudo y muyahid

Tenía claro que mi nuevo nombre sería Muhammad Abdallah. Escogí Muhammad por ser el nombre del Profeta del Islam, traducido despectivamente en Occidente como Mahoma.
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Al mismo tiempo es un nombre tan sencillo y corriente como llamarse Jesús en cualquier país cristiano. Y Abdallah porque casi todos los nombres árabes tienen un significado, y Abdallah significa «el siervo de Dios». Me parecía un nombre perfecto para alguien que pretendía convertirse en un terrorista yihadista y en un mártir del Islam.

También tenía claro que necesitaba un argumento de peso para justificar mi intención de llegar a inmolarme, como terrorista suicida. Así que se me ocurrió que un traumático drama familiar podía ser una razón verosímil. Por ejemplo: los judíos habían asesinado a mi familia, y de ahí mi odio hacia Israel y hacia sus aliados europeos y norteamericanos. Ahora solo necesitaba documentar esa tragedia. Y por eso, ya de vuelta a España, acudí a Fátima, una
escort
de lujo ceutí, de origen marroquí, que conocí gracias al año que trafiqué con mujeres. Fátima —que como es natural no se llama Fátima— es una joven muy bella, con ese atractivo exótico de la mujer árabe. Morena, de ojos negros y piel tostada, era una de las prostitutas más requeridas en la agencia de Barcelona donde ofrecía sus servicios de compañía. Y ella creía, erróneamente, estar en deuda conmigo.

Tras un año en una de las agencias más conocidas de la ciudad, su padre, un marroquí de férreas convicciones islámicas, amenazaba con viajar a Catalunya para visitar a su hija y conocer su forma de vida en la Península. Fátima le había dicho a su familia que trabajaba de secretaria, y ahora necesitaba encontrar urgentemente una tapadera para que su padre no descubriese la montaña de mentiras en las que había transformado su vida. Y por eso acudió a mí en aquella ocasión. Según ella, si su padre descubría que su querida y única hija ejercía la prostitución, algo tan reprobable para el Islam como para el cristianismo, las consecuencias serían fatales.

Hice algunas llamadas y un viejo amigo, director de una revista catalana, accedió a prestarse al engaño, ofreciéndome incluso, si era necesario, una mesa en su oficina para mi amiga. De esta forma pudimos cubrir las espaldas de Fátima para que su padre no la descubriese. Así que, cuando algún tiempo después le pedí que se hiciese pasar por mi primera esposa árabe, accedió. Y lo que es más generoso por su parte, no hizo preguntas.

En realidad solo necesitaba que Fátima se hiciese pasar por mi mujer un par de horas. Lo justo para preparar nuestro «álbum familiar». Alquilé un apartamento en la Barceloneta. Austero, sin ostentaciones. Nada que pudiese identificarlo como una vivienda europea. Decoré toda la casa con elementos del
atrezzo
que había traído de Oriente Medio. Retratos de Yasser Arafat, cuadros con imágenes de Palestina, grabados del Corán, una
shisha
o
narguila
(la tradicional pipa de agua árabe) y hasta ejemplares del
Al Quds
(uno de los principales diarios palestinos de Jerusalén) o revistas árabes, que desperdigué sobre los sofás o las estanterías de forma aparentemente casual. Todo lo que en mi corto conocimiento podía imaginar que daría credibilidad a la decoración de una casa palestina, si alguien examinase con lupa las fotos que nos íbamos a hacer. Incluso coloqué a Fátima en el cuello un pequeño colgante, una Kaaba de plata, que después yo utilizaría en mis viajes como si fuese una herencia emotiva de mi esposa muerta.

Me había traído también un par de
hiyabs
(el velo que cubre el cabello de la mujer, habitual en muchos países musulmanes) y ropa femenina y masculina de estilo árabe. Y Fátima accedió a hacerse varias fotos conmigo. Con diferentes vestuarios, en diferentes fondos, como si realmente aquellas imágenes pudiesen certificar una larga relación de pareja y una convivencia que se habría visto truncada por el asesinato de mi esposa a manos de los israelíes. Las fotos quedaron estupendas y siempre funcionaron como una coartada perfecta. En los años sucesivos, cuando las mostraba en cualquier mezquita europea, africana o americana, ya no necesitaba explicar el porqué de mi odio a los judíos y a sus aliados europeos o yanquis. Si una imagen vale más que mil palabras, las imágenes de aquel matrimonio palestino, truncado por los israelíes, valían por toda una enciclopedia. Coloqué las fotos de mi matrimonio en un pequeño álbum con fotos auténticas de mi infancia, fotos que me había tomado en viajes anteriores por algún país árabe, y las fotos de los nuevos viajes durante la actual infiltración. El objetivo es que, cuando me registrasen el equipaje en mis sucesivos viajes, aquel álbum pudiese probar mi vida como musulmán. Y ese álbum de fotos, que también puede colsultarse en
www. antoniosalas.org
, terminaría obrando milagros...

Ahora solo necesitaba encajar en mi coartada una historia real que pudiese superponer a las fotos de mi supuesta esposa asesinada, por si alguien intentaba contrastarla, así que acudí a la embajada de Palestina en Madrid, a las ONG propalestinas y a los archivos periodísticos, hasta encontrar entre las víctimas palestinas de la ocupación israelí una que se correspondiese con el perfil de mi amiga Fátima.

No fue demasiado difícil. Las listas de jóvenes palestinas asesinadas durante la ocupación israelí son generosas, y di con muchas historias, todas ellas dramáticas, que podían encajar con mi traumática viudez. Como la de Husam Jalal Salim Odeh, de veinticuatro años, tiroteada cerca del
checkpoint
de Huwara; Sha’ban Tahrir Hisham, de dieciséis años, que recibió un tiro en la cabeza durante la incursión de una patrulla en el campo de refugiados de Jabalya; o Najwa’Awad Rajab Kalif, de veinticuatro años, bombardeada desde un helicóptero en su escuelita de Gaza, en la que murió con cinco de sus alumnos... La ocupación israelí me ofrecía docenas de jóvenes palestinas, muertas de forma traumática y brutal, para poder utilizar en mi coartada. Pero finalmente me decidí por el caso de Dalal Majahad. Una joven de veinticinco años que el 9 de marzo de 2004 se encontraba en su propia casa, en Yinín, cuando una patrulla israelí entró en la ciudad y se inició un tiroteo. Una bala perdida atravesó la ventana y arrebató la vida de Dalal en un suspiro. Daño colateral lo llaman.

Escogí a Dalal por varias razones. Primero porque Dalal es también el nombre de la primera guerrillera palestina muerta en combate contra la ocupación israelí (Dalal Al Maghribi), y era fácil recordarlo. Segundo, porque Yinín era una de las ciudades más emblemáticas de la resistencia palestina, y que yo había visitado en mi primer viaje. Tenía suficientes fotografías mías en sus calles y avenidas como para componer una historia creíble. Además, Burqyn (el pueblo que había escogido como el origen de mi familia palestina) se halla a solo tres kilómetros de Yinín. Por otro lado, Dalal fue asesinada el 9 de marzo de 2004. Solo dos días antes del 11-M y veinticuatro horas después de la publicación de mi libro
El año que trafiqué con mujeres
. No me iba a resultar difícil recordar la fecha en la que me quedé viudo.

Memoricé la historia de Dalal, y me esforcé mucho en implicarme emocionalmente en aquella tragedia. Tenía que conseguir que se me quebrase la voz, que me asomasen las lágrimas al relatar el asesinato de la Dalal real, superponiendo sobre ella el rostro de mi amiga Fátima. No se me ocurre un argumento mejor para justificar mi supuesto odio a los judíos y a sus aliados occidentales. Y mi deseo de inmolarme llevándome por delante a todos los infieles posibles.

La historia encajaba perfectamente. Dalal tenía casi la misma edad que Fátima. Fue uno de los infinitos «daños colaterales» de la ocupación israelí. Y, para darle un mayor dramatismo, incluí en mi relato que Dalal estaba embarazada de mi primogénito, que se llamaría Aiman. Creo que hasta el terrorista más insensible podría comprender mi odio hacia Occidente por la muerte de mi esposa y mi hijo nonato. Y lo comprendieron. Incluso el legendario Ilich Ramírez Sánchez, alias
Carlos el Chacal
, me daría su más sincero y sentido pésame cuando, cuatro años después y mientras cumplía una misión para él en Estocolmo, le relaté mi tragedia familiar.

Ese año estudié mucho. De hecho llegué a pensar que no se podía estudiar más. Tenía que robar tiempo a mi trabajo oficial para acudir a las clases de árabe. Buscar excusas para asistir a los cursos de terrorismo sin que mi familia se percatase. Quitar tiempo a los amigos para leer todo lo que podía sobre terrorismo, Al Qaida, Ben Laden, Palestina... Al final racionaba las horas de sueño, pasé de siete a seis diarias. Mi vida social iba menguando. Ni mis amigos, ni mi familia, ni mis compañeros de trabajo o de clase tenían la menor idea de lo que estaba haciendo, aunque mi barba —que no me había vuelto a afeitar desde marzo— inspiraba ya algunas bromas entre mi gente. Por fortuna, mi familia y mis amigos están acostumbrados a mis cambios radicales de
look
.

Era evidente que todavía me encontraba en una fase puramente teórica y de formación. Me limitaba a asistir a conferencias, ver documentales, leer y estudiar. Todavía faltaba mucho para que aprendiese a montar y desmontar, y a disparar un AK-47, un M-4, un lanzagranadas o una Uzi, o me acostumbrase a dormir con un arma debajo de la almohada.

Infiltrados antiislamistas contra infiltrados anticristianos

Después del 11-S y más aún después del 11-M, la desconfianza, el desprecio e incluso el odio a los musulmanes se extendió por España, como antes lo había hecho en los Estados Unidos, y tras el 7-J por el resto de Europa. Aunque no llegué a participar en ninguna, ya que sería imprudente dada mi intención de infiltrarme en ellas, comprendía las numerosas manifestaciones que se convocaron en toda España contra la implantación de nuevas mezquitas o incluso contra las que ya existían. En Premià de Mar (Barcelona), en Felanitx (Mallorca), en Sales de Viladecans, en Madrid... Por todo el país, y como ocurriría en Reino Unido, Francia, Italia o Suiza, asociaciones de vecinos y ciudadanos anónimos, espontáneamente, se echaron a la calle para expresar su rechazo al Islam.

Eran hombres y mujeres sinceros. Ciudadanos honrados. Europeos educados en la tradición judeocristiana, y en su mayor parte católicos, sin ningún antecedente racista o xenófobo, pero que, como yo, identificaban musulmán con terrorista. Y en países de tradición cristiana, como Portugal, Francia, Bélgica o Gran Bretaña, ejercían su derecho a expresar su repulsa contra una religión y una cultura que les eran extrañas. Sin embargo, cuando los informativos emitían las imágenes de las manifestaciones populares en Argelia, Egipto, Irán o Turquía, donde otros ciudadanos honrados expresaban también su rechazo a una religión extraña: el cristianismo, a nosotros se nos antojaban fanáticos fundamentalistas...

En medio de aquellas manifestaciones contra las mezquitas y los centros islámicos, convocadas por honrados ciudadanos sinceramente preocupados (y desinformados), padres de familia, amas de casa y vecinos de todas las tendencias políticas, se infiltraron mis viejos camaradas de la extrema derecha, conscientes de que era un terreno fértil para sembrar su ideario racista y xenófobo.

En Sevilla, los vecinos del barrio de Bermejales llegaron a constituir una plataforma contra la construcción de una gran mezquita en la ciudad:
www. mezquitanogracias.com
, impulsada intensamente por el partido ultraderechista Democracia Nacional, sin que los vecinos de Bermejales fueran conscientes de que estaban siendo instrumentalizados por los nazis. En Badalona, las protestas contra las mezquitas de Sant Roc, Artigues, La Salut y Llefià fueron convocadas por la Plataforma per Catalunya, movimiento liderado por el ex dirigente de Fuerza Nueva Josep Anglada. En Reus (Tarragona), y en una fecha tan simbólica como el 11 de septiembre de ese año 2004, mis antiguos compañeros skinheads, bastante menos diplomáticos que sus camaradas de Fuerza Nueva, directamente atacaron la mezquita del polígono Dyna —donde yo terminaría rezando más de una vez—, rompieron sus cristales y dejaron pintadas contra el Islam y los musulmanes.
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