El papiro de Saqqara (68 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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Estuvo a punto de chocar con dos sirvientes que pasaban armados con escobas y estropajos. Ellos se apretaron contra la pared, y se inclinaron en señal de disculpa. La actividad de la casa empezaba. Pronto se iniciaría el desfile de los músicos y sirvientes dedicados a despertar y atender a la familia. Los mayordomos llamarían cortésmente a las puertas, para aproximarse a los divanes precedidos por suaves sonidos de arpa, y llevando en las bandejas de plata el refrigerio de la mañana. «Pero nadie irá a las habitaciones de mamá", pensó Sheritra, con tristeza. "Están tétricamente vacías. Aún no he tenido tiempo de echarla de menos, pero en su ausencia el corazón de esta casa ha empezado a pudrirse. Tbubui tratará de llenar su lugar pero con más estridencia, con más permisividad.»

Sheritra apartó su mente del futuro y aminoró el paso. Saludó al guardia soñoliento que custodiaba la puerta de su cuarto, y entró en la antecámara. La sorprendió ver a Bakmut en una silla, espabilada y alerta, sujetando un rollo en las manos. Se levantó para hacerle una reverencia.

—Buenos días, Bakmut —saludó ella—. Veo que tú tampoco has dormido mucho. La joven se acercó y le tendió el rollo, sobre el que se veía el sello imperial de Ramsés. Sheritra vio también que estaba dirigido a Hori.

—¿Cómo ha llegado esto a tus manos? —preguntó, ásperamente.

—Lo intercepté —respondió Bakmut, francamente—. Lo trajo ayer un heraldo real y, por fortuna, en su búsqueda llegó hasta tu puerta. Si se hubiera adentrado más en la casa o llegado hasta la vivienda de las concubinas, cualquiera habría podido cogerlo. Lo escondí y olvidé entregarlo anoche, cuando se presentó tu hermano.

—¿Qué dices? —inquirió Sheritra, frunciendo el entrecejo.

—Digo que ya nadie merece mi confianza en esta casa de locos —respondió directamente Bakmut.

Sheritra contempló el pergamino, pensativamente.

—Mi hermano está arrestado —dijo—. No sé si abrir esto o tratar de hacérselo llegar. Ha de ser la respuesta a su llamada de ayuda.

La sirvienta guardó silencio.

—Has hecho bien, Bakmut —resolvió Sheritra, devolviéndole el papiro—. Guárdalo en sitio seguro un rato más, ahora no tengo tiempo de abrirlo. Tengo que irme. Si alguien viene a mi puerta, di que he vuelto a acostarme y que no deseo ser molestada.

Bakmut asintió, muda y apretando los labios. Sheritra le dedicó una sonrisa antes de salir.

El guardia que los había detenido a la puerta del despacho seguía montando guardia en el mismo sitio, con los ojos rojos y entrecerrados por la falta de sueño. Sheritra no tuvo problemas para convencerle de que la dejara entrar. Al cerrar la puerta oyó que el relevo venía caminando por el pasillo y le saludaba alegremente. «Bien", se dijo. "Si la muerte no me abandona, éste no sabrá que estoy aquí.»

El despacho había perdido el aire de irrealidad y apremio que tenía durante la noche. Ré estaba ya por encima del horizonte y su luz, tamizada por el polvo que los sirvientes barrerían muy pronto, no despertaba fantasmas. Sheritra recuperó un poco de sosiego. Respiró hondo y entró en el cuarto interior, cuya puerta violada seguía abierta. También estaba abierto el arcón.

No vaciló. Se dejó caer junto a él, hundió la mano y sacó un rollo al azar. En el fondo sabía que era una tarea imposible. Aun si pudiera, por una fantástica casualidad, hallar el hechizo correcto, no lograría reunir los elementos necesarios para llevarlo a cabo. No obstante, si Hori moría sin que ella hubiera hecho todo lo posible por salvarle, jamás podría perdonarse a si misma. Llevaba poco rato allí, intentando descifrar el laberinto de arcanos jeroglíficos, cuando oyó unas voces en el pasillo: la del guardia y la de su padre, característicamente grave. El corazón le subió a la boca. Dejó caer apresuradamente el rollo en el arcón y buscó un escondrijo desesperadamente. Era obvio que Khaemuast no había esperado a que le bañaran y vistieran para ir a inspeccionar los daños que habían hecho ella, Antef y Hori. El cuarto era pequeño y estaba vacío de muebles, pero había varios arcones que dejaban un poco de espacio entre ellos y la pared. Sin pensarlo dos veces, se tendió detrás de ellos, con la cara hacia el cuarto. Por una estrecha ranura podía ver el arcón abierto y la parte inferior de la puerta. Esperó, intentando contener el aliento y casi desmayada de miedo.

Por fin entró su padre y se detuvo en la puerta. Sheritra oyó su exclamación de disgusto al observar el desorden y vio acercarse sus piernas desnudas. Apoyó una rodilla en el suelo y empezó a buscar a tientas entre los rollos, tal vez contándolos para asegurarse de que no faltaba ninguno.

Ahora Sheritra podía ver su rostro, tenso y severo. Pero apartó la vista de él, con la supersticiosa certeza de que, si él levantaba los ojos, sus miradas se cruzarían y la descubriría. Le vio arrojar un papiro más al arcón. Era el Pergamino de Thot. La mancha de sangre parecía óxido a la luz del día. Khaemuast bajó bruscamente la tapa, pero no movió el arcón de su lugar. Luego se puso de rodillas, al parecer para revisar los otros arcones.

Su expresión había cambiado, ya no había severidad en ella. Estaba más tenso y parecía criticar interiormente algo. Susurró para sus adentros una sarta de palabras a medio pronunciar que Sheritra no comprendió. Pero había visto la misma expresión en el rostro de Harmin, cuando perseguía una presa. Khaemuast abría y cerraba los puños, siempre de rodillas. Por fin pareció decidirse y abrió el arcón situado delante de Sheritra. Le oyó revolver en su interior y la conversación que mantenía consigo mismo se tomó más audible, aunque no más fácil de entender. La cubierta se cerró con un golpe seco y la muchacha se sobresaltó. Luego le vio salir, apretando una pequeña redoma de piedra en la mano derecha. No se detuvo a considerar nada, salió trabajosamente de su escondite y corrió tras él. Tuvo que esperar en el despacho exterior, mientras él hablaba un momento con el guardia. Aguardó a que su padre se alejara un poco por el pasillo para que de ese modo no oyera la voz del guardia si éste le decía algo al verla pasar. Entonces salió, saludó al sobresaltado guardia con la cabeza y caminó tras su padre, cuyas sandalias abofeteaban los mosaicos más adelante, fuera de su vista.

No habría podido analizar el impulso que la hacía seguirle. La redoma que llevaba en la mano le había producido una aprensión que todavía no identificaba claramente.

Al llegar a la siguiente esquina, espió con cautela, sabiendo que se encontraba cerca del cuarto de Hori. Su padre estaba allí, de pie en medio del corredor, inmóvil y alerta. Sheritra le observó con desconcierto. Había algo furtivo en la conducta de su padre, quehabía empezado a sudar profusamente. Seguía murmurando para sus adentros y de vez en cuando se levantaba la faldilla para limpiarse la cara. Sheritra aguardó.

Poco después se oyeron unos pasos aproximándose desde el lado opuesto. Su padre echó a andar por el corredor y Antef apareció ante él, llevando en las manos una bandeja con una humeante escudilla. Al ver a Khaemuast se detuvo, confuso, y éste se le acercó.

—¿Qué es eso? —preguntó, con voz seca.

—Es una papilla para el príncipe —dijo Antef, con cautela—. Le preparo esto desde que enfermó. No come desde ayer por la mañana, Alteza.

—Dámela —exigió Khaemuast.

Sheritra, que escuchaba sin dejarse ver, cerró los ojos y se apretó contra la pared. «Oh, no puede ser", pensó, con un supremo horror. "¡Papá no se rebajaría a hacer algo tan atroz!»

—Quiero hablar con él, Antef. Yo mismo le llevaré la comida —añadió Khaemuast—. Puedes irte.

El joven le entregó la bandeja y, de mala gana, se volvió en redondo. Cuando se hubo perdido de vista, Khaemuast dejó la bandeja en el suelo, miró a ambos lados del pasillo y quitó el tapón a la redoma. Sheritra le vio verter una cantidad de gránulos negros en las gachas. «Se está asegurando de que Hori no sobreviva", pensó, horrorizada. "No deja nada al azar. Y si alguien ordena abrir una investigación, el abuelo, por ejemplo, culpará a Antef, que trajo el plato desde las cocinas.»

Khaemuast estaba revolviendo la papilla con un dedo tembloroso, implacable y absorto. En ese momento Sheritra comprendió que su padre había perdido la razón. «¡Haz algo!", chilló su mente. "¡Impide esto!» Se apartó de la pared y se tambaleó, a punto de caer. Corrió por el pasillo hasta chocar con su padre. Fingió tratar de asirse a él y la bandeja se tambaleó, haciendo caer la escudilla y las gachas al suelo.

—¡Sheritra! —gritó su padre, frotándose la pantorrilla, quemada por la sopa caliente—. ¿Qué haces?

La fulminó con los ojos y la muchacha observó que en ellos había una fuera asesina.

—Lo lamento mucho, papá —susurró—. Quería ver a Hori y tengo prisa porque Bakmut me espera para bañarme. No me di cuenta…

—No importa —murmuró él—. Yo también iba a verle, pero esperaré. Haz que le traigan más gachas, por favor.

Sin esperar respuesta, echó a andar por el corredor como un borracho, con paso inseguro. Sheritra se encogió un momento, débil por el alivio que sentía. Hori estaba momentáneamente a salvo, aunque no dudaba de que su padre volvería a atentar contra la vida del enfermo. «Siempre que no muerta mientras tanto", pensó, con una burbuja de risa histérica en la garganta. "Pobre Hori! Si no te elimina Tbubui, lo hará papá.» Sintió unas lágrimas ardientes detrás de los párpados y, con un grito estrangulado, corrió tras Khaemuast, pasando delante de la puerta de Hori, ante la que holgazaneaba un guardia, hasta salir al pasillo principal, que atravesaba la casa en toda su longitud. Su padre había desaparecido, pero delante vio a Antef a punto de salir al jardín.

—¡Antefl —gritó.

El joven la esperó hasta que llegó a su lado, sin aliento.

—Antef —repitió Sheritra, con el pecho oprimido—, no quería volver a pedirte ayuda, pero es necesario. Tenemos que sacar a Hori de casa y, si es posible, enviarle al Delta. Lo siento mucho —se disculpó, al ver su expresión—, pero no tengo nadie más a quien recurrir.

—No veo cómo podríamos hacerlo —respondió el muchacho, vacilando—. Está bajo custodia rigurosa y, sinceramente, princesa, si desafío a tu padre me arriesgo a la muerte.

—Yo tampoco sé cómo hacerlo —admitió Sheritra—, pero tenemos que intentarlo. Ven a mis habitaciones dentro de una hora, cuando me haya bañado y vestido, y luego trazaremos algún plan.

Él le hizo una reverencia y se separaron. Sheritra volvió a su cuarto. Cuando entró Bakmut acudió presurosamente a atenderla, cayó en la cuenta de que tenía los nervios desatados. Al encontrarse en el familiar sosiego de sus habitaciones, entre el olor de su perfume y rodeada de sus cosas, perdió el dominio de sí y temblando tan violentamente que apenas podía moverse, se dejó llevar a una silla.

—Vino —murmuró, apretando los dientes.

Bakmut le acercó una jarra y una copa, escanció la bebida y cerró los dedos de la princesa alrededor del pie de la copa, sin hacer comentarios. Sheritra apuró el vino y alargó la copa para que volviera a llenársela. Mientras bebía, esta vez con pequeños sorbos, los temblores empezaron a ceder. «Si tengo que matar al guardia de Hori, lo haré", pensó, friamente. "Y también a Tbubui. Los mataré a todos, siempre que Hori sobreviva.»

—Lávame —ordenó a Bakmut—, y hazlo pronto. Hoy tengo un trabajo espantoso.

CAPITULO 21

El que descansa no puede oír tus quejas,

y el que está en la tumba no comprende tu llanto.

Los guardias se retiraron después de acostar a Hori en su diván. El muchacho cayó en un sueño saturado de droga, en el que veía a Tbubui vestida de un blanco níveo, sentada en el jardín, a la sombra moteada de un sicómoro y mostrando uno de sus redondos pechos. Un diminuto muñeco de cera, que tenía clavados alfileres de cobre en la cabeza y el abdomen, mamaba de su arrugado pezón. La boca malformada y sin labios del muñeco trabajaba a un grotesco ritmo.

—Ya no falta mucho, mi querido Hori —decía Tbubui, con dulzura—. Está casi lleno. Hori despertó con un grito mudo en la garganta. El palpitar de la cabeza y las entrañas, ya familiar, le produjo un momento de pánico y se retorció entre las sábanas hasta que logró dominarse. Luego permaneció inmóvil, tratando de aceptar el dolor, de absorberlo.

A su alrededor, la casa seguía su rutina fija. La gente pasaba y volvía a pasar, el guardia movía los pies y suspiraba junto a la puerta de la antecámara; en algún lugar del jardín sonaban fragmentos de música. Percibió un fuerte olor a gachas de trigo y volvió la cabeza con dificultad. Alguien le había traído comida mientras dormía. En la mesa lateral había un cuenco de sopa, ya fría, y un plato con tajadas de melón cubiertas de miel. Junto a la fruta había también un cuchillo puntiagudo, que titilaba a la luz del sol.

Hori lo miró estúpidamente. Los acontecimientos de la noche anterior giraban lentamente en su cabeza, envueltos en un aura de irrealidad y de sueño. Sin embargo, sabia que todo aquello había ocurrido de verdad. «Papá ha rechazado todo lo que intenté mostrarle", pensó, con debilidad. »Sheritra se mantiene a mi lado, es leal, pero se niega a aceptar la verdad. Está demasiado enamorada de Harmin para aceptar la posibilidad de que él sea… de que Tbubui sea… ¿Qué resta por hacer? No hay hechizo que pueda salvarme y no podemos hallar el muñeco. Creo que Sherita tiene razón, está en la casa de la orilla este. Si al menos pudiera llegar allí…

El cuchillo de mondar hacia centellear inocentemente su hoja, con la punta sepultada en la miel fresca. Mientras lo contemplaba, Hori cayó nuevamente en la somnolencia. No podría decir si había cerrado los ojos o no, pues al despertar seguía observando aquel inofensivo cuchillo de fruta. El dolor se había hecho más intenso, como una bestia feroz, que le mordiera las entrañas, pero estaba solo. «No hay nadie que me atienda", pensó, invadido por la autocompasión. "No hay un solo sirviente que me bañe y me tranquilice, ni médico que me suministre las benditas hierbas del olvido. Me han olvidado deliberadamente.»

Sintió unas lágrimas de desamparo y soledad por la cara y durante un rato sucumbió a ellas, con las rodillas recogidas bajo el mentón, mientras aquella bestia maldita le mordisqueaba con deleite los órganos vitales y le lanzaba zarpazos a su cerebro. Forcejeó para incorporarse y alargó la mano hacia la redoma con amapola que él mismo había puesto en la mesa, antes de caer como una piedra en el foso de la inconsciencia. La sacudió antes de beber un sorbo. No quedaba mucho. Lo curioso era que se sentía algo más fuerte, con la cabeza más despejada, y esa señal le produjo una sensación de pánico. Su padre era médico y él había aprendido que los pacientes moribundos presentan con frecuencia un brote de bienestar, lucidez y energía justo antes del final, como la vela que levanta la llama cuando va a desvanecerse en la nada. «Debo aprovechar esta mejoría", se dijo. "No va a durar mucho.»

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