Authors: Justin Cronin
Secuestraba a Mina. Parker y Van Helsing perseguían al vampiro hasta su guarida, un húmedo sótano. Peter comprendió adónde quería ir a parar el cuento: iban a llevar cabo la Misericordia. Iban a cazar a Mina y matarla, y era Harker, el marido de Mina, quien se encargaría de llevar a cabo aquella terrible tarea. Peter se preparó. Los soldados habían enmudecido por fin, atrapados sin querer en el triste desenlace de la historia.
No llegó a ver el final. Un solo soldado entró en la tienda como una exhalación.
—¡Encended las luces! ¡Extracción en la puerta!
La película quedó olvidada al instante. Todos los soldados saltaron de sus sillas. Sacaron armas, pistolas, rifles y cuchillos. Con las prisas por llegar a la puerta, alguien tropezó con el cable del proyector y dejó la sala en tinieblas. Todo el mundo estaba empujando, gritando y dando órdenes. Peter oyó disparos de rifle en el exterior. Mientras salía de la tienda, vio un par de bengalas que volaban sobre los muros en dirección al campo embarrado del otro lado de la puerta. Michael lo adelantó con Sancho. Peter lo agarró del brazo.
—¿Qué pasa?
Michael apenas aminoró su velocidad.
—¡Es el pelotón azul! —dijo—. ¡Vamos!
Del caos del comedor había surgido un orden repentino. Todo el mundo sabía lo que debía hacer. Los soldados habían formado diversos grupos. Algunos subían a toda prisa por las escaleras hasta la pasarela que corría en lo alto, y otros tomaban posiciones detrás de una barricada de sacos de arena que había ante la puerta. Otros hombres hacían girar los focos hacia el campo embarrado.
—¡Aquí vienen!
—¡Abrid la puerta! —ordenó Greer desde la base del muro—. ¡Abrid la puta puerta!
Se produjo una descarga ensordecedora de fuego de cobertura procedente de la pasarela, mientras media docena de soldados saltaba al patio y agarraba las cuerdas conectadas mediante un sistema de bloques y poleas con los goznes de la puerta. Peter se quedó un momento fascinado por la coordinación elegante de la maniobra, la belleza experta de aquellos movimientos sincronizados. Mientras los soldados bajaban, las puertas empezaron a abrirse y revelaron el terreno iluminado por los focos que había al otro lado de los muros, y también a un grupo de figuras que corrían hacia ellos. Alicia iba al frente. Seis llegaron a la puerta, se dejaron caer y rodaron en el polvo, al tiempo que los hombres apostados detrás de los sacos de arena abrían fuego y lanzaban un torrente de balas por encima de sus cabezas. Si había virales detrás, Peter no vio a ninguno. Todo fue demasiado rápido, demasiado ruidoso, y después, en un abrir y cerrar de ojos, todo terminó: las puertas se cerraron a su espalda.
Peter corrió hacia Alicia. Estaba a cuatro patas sobre el suelo, respirando con dificultad. La pintura se estaba desprendiendo de su cara, y su cabeza calva brillaba como metal pulido bajo el áspero destello de los faros.
Mientras se ponía de rodillas, sus ojos se encontraron un instante.
—Peter, lárgate de aquí.
Sonaron los últimos disparos lanzados desde los muros. Los virales se habían dispersado y huían de las luces.
—Hablo en serio —dijo con fiereza. Todo su cuerpo parecía tenso—. Vete.
Más gente se estaba congregando a su alrededor.
—¿Dónde está Raimey? —vociferó Vorhees, mientras se abría paso entre los hombres—. ¿Dónde coño está Raimey?
—Está muerto, señor.
Vorhees se volvió hacia Alicia, arrodillada en el barro. Cuando vio a Peter, sus ojos lanzaron destellos de ira.
—Jaxon, usted no debería estar aquí.
—Lo encontramos, señor —dijo Alicia—. Nos topamos con él. Un auténtico avispero. Hay cientos de ellos.
Vorhees hizo una señal a Hollis y los demás.
—Vuelvan a sus aposentos, ahora mismo. —Sin esperar la respuesta, se volvió hacia Alicia—. Informe, soldado Donadio.
—La mina, general —dijo Alicia—. Hemos encontrado la mina.
Los hombres de Vorhees la habían estado buscando durante todo aquel verano. Era el pozo de entrada a una antigua mina de cobre, escondida en las colinas. Creían que era uno de los escondrijos de los que Vorhees había hablado, un nido donde dormían los virales. Utilizando antiguos mapas topográficos, y siguiendo los movimientos de los seres con las redes, habían estrechado su búsqueda al cuadrante sudeste, una zona de unos veinte kilómetros cuadrados sobre el río. La misión del pelotón azul era el último intento de localizarlo antes de que se produjera la evacuación. Lo habían logrado por pura casualidad. Cuando Michael contó la historia a Peter, se enteró de que el pelotón azul se había metido en él por pura chiripa, justo antes de ponerse el sol, una suave depresión en la tierra en la cual había desaparecido el hombre que iba en cabeza con un alarido. El primer viral que salió liquidó a dos hombres más antes de que le dispararan. El resto del pelotón pudo formar una especie de línea de tiro, pero los virales no paraban de revolotear, desafiando a los últimos rayos del sol impelidos por su ansia de sangre, y en cuanto el sol se puso, la unidad no tardó en ser barrida y perdieron la pista del pozo de entrada. Las bengalas que llevaban les concedieron unos minutos, pero eso fue todo. Se dividieron en dos grupos. El primero intentaría huir, mientras que el segundo, al mando del teniente Raimey, los cubriría y repelería a los seres durante el máximo de tiempo posible, hasta que el sol se pusiera y las bengalas se hubieran terminado, y ése sería el final.
Una actividad frenética reinó en el campamento durante toda la noche. Peter notó el cambio. Los días de espera y de misiones de exploración en el bosque habían llegado a su fin. Los hombres de Vorhees se estaban preparando para la batalla. Michael se había ido para ayudar a preparar los vehículos que transportarían los explosivos, bidones de diésel y nitrato de amonio con un ignitor de granadas, conocido como «sonrojador». Lo bajarían al pozo mediante un torno. Sin duda, la explosión mataría a todos los virales que hubiera dentro. La pregunta era por dónde saldrían los supervivientes. La topografía había cambiado en los últimos cien años, y por lo que Vorhees y los demás sabían, un corrimiento de tierras o un terremoto habrían abierto un nuevo punto de acceso. Mientras un pelotón colocaba los explosivos, el resto de los hombres haría lo posible por localizar las otras entradas. Si tenían suerte, todo el mundo estaría en sus puestos cuando la bomba detonara.
Los focos dieron paso a un amanecer grisáceo. La temperatura había bajado por la noche, y todos los charcos del patio presentaban una delgada costra de hielo. Estaban cargando los vehículos. Los soldados de Vorhees se habían congregado ante la puerta, todos salvo un solo pelotón, que se quedaría para custodiar la guarnición. Alicia había pasado muchas de las horas anteriores en la tienda de Vorhees. Era ella quien había guiado a los supervivientes del grupo hasta la guarnición, utilizando la ruta paralela al río que habían seguido antes. Peter la vio parada delante del general, los dos con un mapa desplegado sobre el capó de un Humvee. Greer, montado a caballo, estaba supervisando el cargamento final de suministros. Peter sentía una creciente inquietud, pero también algo más: una poderosa fuerza de atracción, tan instintiva como el respirar. Durante días había derivado entre los polos de su incertidumbre, a sabiendas de que debía continuar adelante, pero incapaz de abandonar a Alicia. Ahora, mientras veía a los soldados terminar sus preparativos delante de la puerta, y a Alicia entre ellos, se manifestó en él un único deseo. Los hombres de Vorhees iban a la guerra. Él quería formar parte de aquello.
Mientras Greer avanzaba, Peter dio un paso adelante.
—Me gustaría hablar con usted, comandante.
El rostro y la voz de Greer traslucían prisa, distracción. Tenía la mirada perdida en el infinito.
—¿Qué pasa, Jaxon?
—Me gustaría ir, señor.
Greer lo contempló un momento.
—No podemos aceptar civiles.
—Déjeme en la retaguardia. Habrá algo que pueda hacer. No lo sé, puedo servir de corredor o algo por el estilo.
La mirada de Greer se desvió hacia uno de los camiones, donde un grupo de cuatro hombres, incluido Michael, estaban colocando los bidones de combustible con la ayuda del torno.
—Sargento —ladró Greer al sargento del pelotón, un hombre llamado Withers—, ¿puede venir aquí? Sancho, vigila esa cadena, se ha enredado.
—Sí, señor. Lo siento, señor.
—Son bombas, hijo. Ve con cuidado, por el amor de Dios. —Se volvió hacia Peter—. Venga conmigo.
El comandante desmontó y se llevó a un lado a Peter para que nadie los oyera.
—Sé que está preocupado por ella —dijo—. Lo entiendo. Si de mí dependiera, es probable que lo dejara venir.
—Quizá si habláramos con el general...
—Eso no va a ser posible. Lo siento. —Una curiosa expresión apareció en el rostro de Greer, una indecisión fugaz—. Escuche, acerca de lo que me dijo sobre esa chica, Amy... Debería saber algo. —Sacudió la cabeza y apartó la mirada—. No puedo creer que vaya a decirle esto. Tal vez llevo en los bosques demasiado tiempo. ¿Cómo se llama eso? Cuando crees que algo ya ha sucedido antes, como si lo hubieras soñado. Tiene un nombre.
—¿Señor?
Greer seguía sin mirarlo.
—
Déjà vu
. Eso es. Tengo esa sensación desde que los vi por primera vez. Un gran caso de
déjà vu
. Sé que ahora no lo parece, pero de niño era muy esmirriado, siempre estaba enfermo. Mis padres murieron cuando yo era pequeño, nunca llegué a conocerlos, así que debió de ser por culpa del orfanato en el que me crié, cincuenta críos apretujados, tantos mocos y manos sucias. Lo pillaba todo. Una docena de veces, las hermanas estuvieron a punto de darme por perdido. Y, como propina, tenía unos sueños producto de la fiebre. No se los podría describir, ni siquiera me acuerdo de ellos. Tan sólo conservo la sensación que me producían, como de llevar mil años perdido en la oscuridad. La cuestión era que no estaba solo. En el sueño. Hacía mucho tiempo que no pensaba en eso, hasta que aparecieron ustedes. Esa chica. Esos ojos. ¿Cree que no me he dado cuenta? Jesús, es como volver a tener seis años, cuando la fiebre me devoraba. Era ella, se lo aseguro. Sé que parece una locura. Ella estaba en el sueño conmigo.
Un silencio expectante quedó flotando sobre sus últimas palabras. Peter sintió un escalofrío.
—¿Se lo ha contado a Vorhees?
—¿Bromea? ¿Qué iba a decirle? Hijo, ni siquiera se lo he contado a usted.
Para demostrar a Peter que la conversación había terminado, Greer tomó a su caballo por las riendas y montó de nuevo.
—Eso es todo. Pero como me ha preguntado por qué no puede venir, ahí va mi respuesta. No volveremos, el pelotón rojo tiene órdenes de evacuarlos a Roswell. Eso es
oficial
. Extraoficialmente, le diré que no le pondré impedimentos si decide insistir.
Espoleó a su caballo para colocarse al frente de la línea. Un rugido de motores: las puertas se abrieron. Peter vio que los hombres, cinco pelotones más los caballos y los vehículos, las atravesaban poco a poco. Alicia tenía que estar entre ellos, pensó Peter, tal vez delante, con Vorhees. Pero no la vio por ninguna parte.
Hacía mucho rato que la línea había pasado, cuando Michael apareció a su lado.
—No te ha dejado ir, ¿eh?
Peter se limitó a negar con la cabeza.
—A mí tampoco —dijo Michael.
Esperaron todo el día y el siguiente. Con un solo pelotón para vigilar las murallas, el campamento parecía extraño, vacío y solitario. Amy y Sara podían moverse ahora con libertad por la guarnición, pero no tenían adonde ir, ni nada que hacer, salvo esperar. Amy se sumió en un silencio tan profundo que Peter empezó a preguntarse si había soñado su voz. Se quedó todo el día sentada en su camastro de la tienda, con una mirada de intensa concentración. Cuando Peter ya no pudo soportarlo más, le preguntó si sabía lo que estaba sucediendo extramuros.
Cuando contestó, lo hizo con voz vaga. Daba la impresión de que lo estaba mirando sin verlo.
—Se han perdido. Se han perdido en los bosques.
—¿Quién, Amy? ¿Quiénes se han perdido?
Dio la impresión de que reparaba en él en aquel momento.
—¿Nos iremos pronto, Peter? —preguntó de nuevo—. Porque me gustaría irme pronto. —Una sonrisa etérea—. Para hacer ángeles de nieve.
Aquello era más que desconcertante: era enloquecedor. Por primera vez, Peter se enfadó con ella. Nunca se había sentido tan impotente, atrapado en un lugar por culpa de sus vacilaciones y el retraso al que habían dado lugar. Tendrían que haberse marchado hacía días. Ahora estaban atrapados. Era incapaz de marcharse sin saber si Alicia estaba a salvo. Salió como una tromba de la tienda de las mujeres y reanudó sus atormentados paseos alrededor del recinto, con el fin de llenar las horas estériles. No hizo el menor esfuerzo por hablar con los demás, y mantuvo las distancias. El cielo estaba despejado, pero hacia el este brillaba el hielo en los picos montañosos. Había empezado a pensar que era imposible irse de aquella guarnición.
Después, la mañana del tercer día, oyó el ruido de los motores. Peter corrió a la escalera y subió a la pasarela, donde el jefe del pelotón, llamado Eustace, estaba escudriñando el sur con unos prismáticos. Sólo Eustace se dignaba hablar con ellos, aunque de forma breve y sucinta.
—Son ellos —anunció Eustace—. Algunos, al menos.
—¿Cuántos? —preguntó Peter.
—Parecen dos pelotones.
Los hombres que atravesaron la puerta estaban sucios, agotados. Su porte proclamaba la derrota. Alicia no se contaba entre ellos. A la retaguardia, todavía a caballo, iba el comandante Greer. Hollis y Michael llegaron disparados desde su tienda. Greer desmontó. Parecía aturdido. Tomó un largo sorbo de agua antes de hablar.
—¿Somos los primeros? —preguntó a Peter. No parecía saber muy bien dónde estaba.
—¿Dónde está Alicia? —preguntó Peter.
—Hostia, qué desastre. Toda la puta ladera se hundió. Nos atacaron desde todos lados. Rodeados por completo.
Peter fue incapaz de contenerse más y agarró a Greer por los hombros, obligándolo a mirarlo a los ojos.
—¡Dígame dónde está ella, maldita sea!
Greer no opuso resistencia.
—No lo sé, Peter. Lo siento. Todo el mundo se dispersó en la oscuridad. Ella iba con Vorhees. Esperamos un día en la posición de repliegue, pero no aparecieron.