Ella asintió y sacó de debajo de su capa un gran trapo blanco. Apestaba terriblemente cuando se lo apretó contra la nariz..., pero la hemorragia nasal disminuyó.
—¿Te duele? —preguntó compasiva.
—No.
Miró acechante a los otros dos vampiros. Olga seguía intentando hacer que Rüdiger bailara. El iba colgado de los brazos de ella como si fuera un gran muñeco y se dejaba llevar de un lado para otro.
—¡Ah, contigo una no puede divertirse nada! —exclamó ella entonces pegando un empujón a Rüdiger, que aterrizó en el sofá—. Y la música también es desatinada —protestó desconectando el tocadiscos.
—¿A qué huele aquí? —preguntó ella de repente.
Miró con suspicacia en dirección a Anna y Anton.
—Un olor tan dulce...
Ahora también prestó atención Rüdiger. Levantó la cabeza, olfateó. En su rostro apareció una sonrisa arrobada.
—¡Huele a sangre!
Anton apretó con más fuerza aún el pañuelo contra la nariz.
—¿Sangre? ¿Y por qué se os ocurre eso? —dijo.
—¿Qué te pasa en la nariz? —preguntó Olga incisiva.
—¿En la nariz?
Anton reflexionó febrilmente sobre qué podía contestarla.
—¡Tengo catarro..., catarro del heno!
En la frente de Olga se formó una arruga inclinada. Sin creérselo dijo:
—¿Así tan de repente?
—Sí —asintió Anton-—. Es por los granos de polen, que vienen con el aire cuando uno menos lo espera.
—¿Con la ventana cerrada?
—No. Se quedan pegados en la ropa. Y cuando uno se mueve mucho... —aquí Anton tuvo que reírse irónicamente al pensar en el frenético baile de Olga— se desprenden.
Olga y Rüdiger cambiaron una mirada.
Luego exclamó el pequeño vampiro:
—¿Quieres que te diga lo que yo creo? Tú no tienes catarro del heno, ¡tú lo que tienes es una hemorragia nasal!
En las últimas palabras su voz cobró un tono más ronco.
Anton intentó reírse.
—¡Qué imaginación tienes!
Aflojó la presión del pañuelo y esperó...
¡La hemorragia se había cortado!
Loco de alegría exclamó:
—¡Atended, ahora os voy a demostrar que realmente tengo catarro del heno!
Para demostrarlo estornudó fuertemente dos veces... y sintió lleno de pánico cómo su nariz empezaba nuevamente a sangrar.
¡Y esta vez lo habían visto los tres vampiros!
Miraban extasiados la sangre de color rojo oscuro que fluía de la nariz de Anton.
«¡Como fieras que quieren abalanzarse sobre su presa!», pensó Anton. Notó que se estaba mareando.
—¿No tendréis alguno otro pañuelo? —preguntó mirando a Anna en busca de ayuda.
Ella pareció despertar de su ensimismamiento al oír el sonido de su voz. Buscó turbada bajo su capa y sacó un segundo pañuelo más pequeño. Iba a dárselo a Anton, pero Rüdiger se lo arrebató de la mano.
—¿Es que te has vuelto loca? —gritó—. ¡La preciada sangre!...
—¡No se debe desperdiciar ni una gota! —completó Olga avanzando hacia Anton con una ávida sonrisa.
Entonces Anna se puso delante de Anton para defenderle.
—Yo creo que sois vosotros los que os habéis vuelto locos —gritó ella—. ¿Os habéis olvidado de que Anton es nuestro amigo?
—¿Amigo? —refunfuñó Olga—. Cuando hay sangre para mí no hay amistad que valga.
Cogió a Anna del brazo—. Lo que pasa es que a ti te da envidia de que yo vaya a tener un pequeño refrigerio...; lo quieres todo para ti, ¿no es cierto? —exclamó con odio—. Pero eso lo voy a impedir yo. Anton me pertenece a mí..., sólo a mí.
Dicho esto, empujó a Anna a un lado y se aproximó a Anton con la boca muy abierta.
Pero después, increíblemente, se quedó parada.
—¿Dónde está la sangre? —preguntó.
Anton se tocó la nariz y comprobó asombrado que ya no sangraba. Se acordó de algo que había leído en una ocasión: el mejor medio para que deje de sangrar la nariz es un susto fuerte. Al menos en su caso, este dicho había demostrado ser cierto, porque al ver los dientes de vampiro de Olga casi se le había parado el corazón. Y este shock había hecho que se cortara la hemorragia de la nariz.
—¿Qué sangre? —dijo alegremente—. Ya os había dicho yo que tenía catarro del heno.
Con estas palabras, se incorporó y fue al cuarto de baño, donde se lavó los delatores restos de sangre que tenía en la nariz.
Cuando regresó a la sala de estar se encontró todo terriblemente revuelto: todas las puert as del armario estaban abiertas y la alfombra estaba cubierta de confeti. Y en medio de todo ello Olga y Rüdiger estaban pegando saltos encima del sofá nuevo de sus padres, como si fuera un trampolín.
—¡A vosotros os falta un tornillo! —gritó Anton.
—¿Un tornillo? —se rió Olga para sus adentros—. ¡Vivan los tornillos!
Al decir esto le dio a Anton con una serpentina en la cara. El pequeño vampiro dejó escapar el aire de un globo rojo produciendo un fuerte chirrido.
—¡Mis padres no me van a volver a dejar celebrar nunca más una fiesta! —exclamó Anton.
—¿Y por qué no? —Olga se hizo la ignorante.
—¡Me habían prohibido hacer la fiesta en la sala de estar!
Olga abrió una nueva bolsa de confeti y esparció el contenido por encima del sofá.
—¿De veras? No lo entiendo. Nosotros en Transilvania siempre celebramos las fiestas en la sala más hermosa y más grande del castillo.
—¿Y si vienen mis padres ahora?
—Entonces pueden unirse a la fiesta.
—¡Exacto! —asintió el vampiro saltando hasta una altura considerable.
—¡Sois unos cerdos!
Anton estuvo a punto de echarse a llorar.
—Vosotros no pensáis nunca en mí.
—¿Tú crees? —sonrió Olga—. Yo sueño todas las noches contigo..., con tu esbelto y blanco cuello...
—¿No sueñas conmigo? —exclamó desarmado el vampiro.
—¿Contigo? —se rió para sus adentros—.Sí..., a veces.
Rüdiger se puso radiante.
—¿De verdad?
—Sí; cuando tengo una pesadilla.
El pequeño vampiro puso una cara tan ofendida, que Anton a punto estuvo de reírse de ambos a pesar de la indignación que tenía.
—¿Y quién va a recoger todo esto? —exclamó.
Olga se encogió de hombros.
—Tu madre —propuso.
—¿Mi madre? ¡No conoces tú a mi madre!
—Pues entonces tu padre y tu madre.
—Mis padres no moverán ni un dedo.
—No comprendo por qué te excitas tanto —dijo ella saltando del sofá—. Con estos papelillos tan divertidos la habitación tiene un aspecto mucho más agradable que antes. Yo la dejaría así de todas maneras.
—¡Tú sí! Pero mis padres no. Odian el desorden.
—Pues pregúntale a Anna si te ayuda a recoger.
—¿Anna?
Sólo ahora se dio cuenta de que ella no estaba.
—¿Dónde está?
Olga hizo un movimiento de desprecio con la cabeza.
—La hemos echado.
—¿Echado? —exclamó estupefacto Anton.
¡Anna había sido esa noche su única aliada!
—Porque es una aguafiestas.
—Cierto —asintió el vampiro—. No nos permitía ni la más mínima diversión.
E intentando imitar la voz de Anna, puso el grito en el cielo:
—¡Fuera del armario! ¡No abráis las puertas! ¡No miréis dentro! ¡No saquéis nada, eso no es vuestro! ¡No os subáis al sofá!
—Sí, y entonces la cogimos y la echamos a la calle.
—¿La habéis tirado por la ventana?
—No..., sólo la hemos echado de la habitación.
—¿Y dónde está ahora?
Olga se encogió de hombros con indiferencia.
—Probablemente esté en tu cama con el morro fruncido.
—¿En mi cama?
La idea no le gustaba demasiado.
Anton salió corriendo.
Cuando Anton entró en su habitación, Anna estaba sentada ante el escritorio.
Levantó de mal humor la cabeza y dijo:
—No me molestes. Estoy leyendo.
—Anna, tienes que volver allí como sea —rogó él.
—No tengo ninguna gana de participar en vuestra descabellada fiesta —repuso fríamente.
—¡No, tienes que ayudarme!
—Prefiero leer —contestó señalando el libro.
Era... ¡«Romeo y Julieta»!
—¿Lo conoces?
—¿Yo? —murmuró apocado Anton—. Ejem..., me ha parecido bastante aburrido
—Sí, el principio es realmente aburrido —concedió ella—. Pero luego lo he seguido hojeando y he descubierto el final. Y me parece hermosísimo.
Mientras decía las últimas palabras sus ojos brillaban.
—¿Has leído el final?
—No —dijo Anton.
¡Ya se podía imaginar por qué a ella le gustaba tanto!
—Es una historia de amor —aclaró ella—. Romeo y Julieta se aman, y nada puede separarles, ni siquiera la muerte.
—¿De veras?
—Sí. Y cuando ella está muerta él la sigue sin vacilar a su reino de tinieblas.
—Pero ella sólo estaba muerta aparentemente —objetó Anton.
El gesto de Anna se ensombreció.
—O sea, que entonces sí lo has leído.
—Mi padre me ha contado el final.
Ella hizo un ademán de impaciencia y enojo.
—Aparentemente muerta o no..., ellos mueren de todas formas. Y luego permanecen unidos para la eternidad..., como quizá nosotros también algún día.
A Anton le sacudió un escalofrío.
—A mí el final me parece triste —dijo con premura.
—¿Triste?
Ella le miró sin comprender.
—¡Es la historia de amor más bella y confortante que he leído nunca!
—Pero a Romeo y Julieta les hubiera gustado mucho más permanecer con vida. Tuvieron que morir solamente porque sus casas paternas estaban enemistadas entre sí.
—Bah... ¡Vida!
Anna prorrumpió en lágrimas.
—¿Qué es eso en comparación con un amor sin fin?
Se levantó sollozando y le dio la espalda a Anton. E1 estaba allí de pie sin saber qué hacer. Entonces oyó un ruido en el pasillo e inmediatamente después Olga asomó su cabeza por la puerta.
—¿Tenéis problemas? —preguntó riéndose irónicamente y con malicia—. Bueno, no importa. Ahora empieza la parte divertida de la noche: ¡el baile transilvano de los huevos y los tomates!
Enseñó orgullosa una fuente llena de huevos y tomates.
—¿Qué vais a hacer con eso? ¿Es que os habéis vuelto majaretas? —exclamó Anton.
Olga se rió satisfecha.
—Sí que lo estamos —contestó, y desapareció.
—¡Anna, tienes que ayudarme! —dijo Anton implorante.
Luego salió corriendo detrás de Olga.
En la sala de estar ella colocó la bandeja encima de la mesa, cogió un par de huevos y tomates y saltó al sofá.
—¡Que mire todo el mundo! —graznó ella—. Ahora Olga, señorita von Seifenschwein, les mostrará el único, inimitable, transilvano...
No pudo seguir adelante, pues en ese momento sonó el timbre de la puerta.
La vanidosa sonrisa de Olga se desvaneció.
—¿Quién será? —preguntó desconfiada.
Anton puso cara de perplejidad.
—Ni idea. Quizá algún vecino para quejarse.
Ahora oyeron cómo alguien golpeaba contra la puerta…, alguien que tenía que estar muy indignado. Los golpes retumbaron por toda la vivienda.
Olga empezó a temblar con todo el cuerpo como una hoja.
—¡Ahí! ¡Ahí están! —tartamudeó.
—¿Quién? —preguntó el pequeño vampiro.
—¡Los cazadores de vampiros! —contestó ella temblando.
Volvió a echar los huevos y los tomates en la bandeja y corrió hacia la ventana.
—¿Qué vas a hacer? —exclamó el vampiro.
—¡Huir!
Abrió la ventana de una forma tan violenta que dos tiestos se estamparon contra el suelo.
—Pero si no tenemos porqué abrir... —repuso Rüdiger.
—¡Entonces echarán la puerta abajo! —gritó Olga.
Estaba casi fuera de sí del miedo y tuvo que agarrarse al marco de la ventana.
—¡Olga! En ese estado no puedes volar de ninguna manera —le dijo implorante el pequeño vampiro.
Volvieron a resonar sordos golpes en la puerta.
Olga pegó un grito y salió volando.
—¡Espérame, Olga! —exclamó el pequeño vampiro echando a volar tras ella.
A Anton se le habría quitado un peso de encima..., si no hubiera sido porque ahí volvían a estar los golpes en la puerta.
¿Quién podía ser?
¿Vecinos? ¿La policía?
Lleno de miedo, se deslizó hacia la puerta y exclamó:
—¿Quién está ahí?
Oyó una risa contenida. Luego una voz dijo:
—Soy yo, Anna.
—¿Anna?
—¡Abre de una vez! —exclamó ella golpeando impaciente la puerta.
Anton abrió la puerta.
—¿Qué, ha dado resultado? —preguntó ella con una picara sonrisa, y entró.
—¿El qué?
—El truco con el que quería deshacerme de Olga.
Observó el interior de la sala de estar y asintió satisfecha,
—No sé en absoluto de qué estás hablando —dijo Anton.
—¿No has oído los fuertes golpes? ¡Era yo!
Se rió enseñándole a Anton sus pequeños puños.
—La verdad es que me he hecho muchísimo daño —dijo ella—, pero por ti lo he hecho con gusto.
—¿Por mí? —exclamó sorprendido Anton.
—¡Sí! Al fin y al cabo te tenía que ayudar, ¿no?
—Ayudar sí..., pero no aporrear la puerta.
—Ese era precisamente el truco —declaró llena de orgullo—. Olga nos había contado que nada le asusta tanto como el ruido que hacen los golpes fuertes contra una puerta.