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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (40 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Pintó uno en medio de un lienzo un príncipe, y a su
lado un ministro que decía:
sirvo a éste
sólo, y de éste me sirvo
. Después un soldado
que decía:
mientras yo robo, me roban
éstos
. A seguida un labrador diciendo:
yo
sustento, y me sustento de estos tres
. A su lado un oficial que
confesaba:
yo engaño, y me engañan estos
cuatro
. Luego un mercader que decía:
yo desnudo cuando
visto a estos cinco
. Después un letrado:
yo destruyo
cuando amparo a estos seis
. A poco trecho un
médico:
yo mato cuando curo a estos siete
. Luego un
confesor:
yo condeno cuando absuelvo a estos ocho
. Y a lo
último un demonio extendiendo la garra, y diciendo:
pues yo
me llevo a todos estos nueve
. Así unos por otros
encadenados los hombres van estudiando los fraudes contra el
séptimo precepto, y bajando encadenados al infierno». Hasta
aquí el cristiano, celoso y erudito padre Juan Martínez
de la Parra en su plática moral 45, folio 239 de la
edición 24.ª, hecha en Madrid el año de 1788.

Conque ya ves como aunque todos roban, según dices, todos
hacen mal, y a todos se los llevará el diablo, y yo no tengo
ganas de entrar en esa cuenta.

Estás muy mocho, me dijo Januario, y a la verdad ésa
no es virtud sino miedo. ¿Cómo no escrupulizas tanto para hacer
una droga, para arrastrar un muerto, ni armarte con una parada, que ya
lo haces mejor que yo? ¿Y cómo no escrupulizaste para entregar
los cien pesos del payo? Pues bien sabes que todos ésos son
hurtos con distintos nombres.

Es verdad, le respondí, pero si lo hice fue instigado de ti,
que yo por mí solo no tengo valor para tanto. Conozco que es
robo, y que hice mal; y también conozco que de estas estafas,
trampas y drogas se va para allá; esto es, para ladrones
declarados. Yo, amigo, no quiero que me tengas por
virtuoso. Supón que me recelo de puro miedo; mas cree
infaliblemente que no tengo ni tantitas apetencias de morir
ahorcado.

Así estuvimos departiendo un gran rato, hasta que nos
resolvimos a lo que sabréis, si leéis el capítulo
que viene detrás de éste.

Capítulo V

En el que nuestro autor refiere su
prisión, el buen encuentro de un amigo que tuvo en ella, y la
historia de éste

Después de muchos debates que
tuvimos sobre la materia antecedente, le dije a Januario:
Últimamente, hermano, yo te acompañaré a cuanto
tú quieras como no sea a robar; porque, a la verdad, no me
estira ese oficio; y antes quisiera quitarte de la cabeza tal
tontera.

Januario me agradeció mi cariño; pero me dijo que si
yo no quería acompañarlo, que me quedara; pero que le
guardara el secreto, porque él estaba resuelto a salir de
miserias aquella noche, topara en lo que topara; que si la cosa se
hacía sin escándalo, según tenían pensado
él y el Pípilo, a otro día me traería un
capote mejor que el que me había jugado, y no tendríamos
necesidades.

Yo le prometí guardarle el más riguroso silencio,
dándole las gracias por su oferta y repitiéndole mis
consejos con mis súplicas, pero nada bastó a
detenerlo. Al irse me abrazó, y me puso al cuello un rosario
diciéndome: por si tal vez por un accidente no nos
viéremos, ponte este rosarito para que te acuerdes de
mí. Con esto se marchó y yo me quedé llorando;
porque lo quería, a pesar de conocer que era un
pícaro. No sé qué tiene la comunicación
contraída y mantenida desde muchachos que engendra un
cariño de hermanos.

Fuese mi amigo, y yo pasé tristísimo lo restante de
la tarde sintiendo su abandono y temiendo una funesta desgracia. A las
nueve de la noche no cabía yo en mí, extrañando
al compañero; y al modo de los enamorados me salí a
rondarlo por aquella calle donde me dijo que vivía la
viuda.

Embutido en una puerta y oculto a la merced del poco alumbrado
de la calle, observé que como a las diez y media llegaron a la
casa destinada al robo dos bultos, que al momento conocí eran
Januario y el Pípilo; abrieron con mucho silencio, emparejaron
la puerta, y yo me fui con disimulo a encender un cigarro en la vela
del farol del sereno que estaba sentado en la esquina.

Luego que llegué lo saludé con mucha cortesía;
él me correspondió con la misma, le di cigarro,
encendí el mío, y apenas empezaba yo a enredar
conversación con él esperando el resultado de mi amigo,
cuando oímos abrir un balcón y dar unos aritos terribles
a una muchacha que sin duda fue la criada de la
viuda:
Señor sereno, señor guarda, ladrones; corra
usted, por Dios, que nos matan
.

Así gritaba la muchacha, pero muy seguido y muy recio. El
guarda luego luego se levantó, chifló lo mejor que pudo
y echó unas cuantas bendiciones con su farol en medio de las
bocacalles para llamar a sus compañeros, y me dijo: amigo, deme
usted auxilio, tome mi farol y vamos.

Cogí el farol, y él se terció su capotito y
enarboló su chuzo; pero mientras hizo estas diligencias se
escaparon los ladrones. El Pípilo, a quien conocí por su
sombrero blanco, pasó casi junto a mí, y por más
que corrió el sereno, y yo (que también hice que
corría), fue incapaz de darle alcance porque le nacieron alas
en los pies. No le valió al sereno gritar,
atájenlo,
atájenlo
, pues aquellas calles son poco acompañadas
de noche y no había muchos atajadores.

Ello es que el Pípilo se escapó, y con menos susto
Januario, que tomó por la otra bocacalle, por donde no hubo
sereno ni quien lo molestara para nada.

Entre tanto, llegaron otros dos guardas, y casi tras ellos una
patrulla. La muchacha todavía no cesaba de dar gritos en el
balcón, pidiendo
un padre
, asegurando que
habían matado a su ama. A sus voces acudimos todos y entramos
en la casa.

Lo primero que encontramos fue a la dicha muchacha llorando en el
corredor, diciéndonos: ¡ay, señores!, un padre y un
médico, que ya mataron a mi ama esos indignos.

El sargento de la patrulla con dos soldados, los serenos y yo, que
no dejaba el farol de la mano, entramos a la recámara donde
estaba la señora tirada en su cama, la cual estaba llena de
sangre y ella sin dar muestras de vida.

La vista horrorosa de aquel espectáculo sorprendió a
todos, y a mí me llenó de susto y de lástima; de
susto, por el riesgo que corría Januario si lo llegaban a
descubrir, y de lástima, considerando la injusticia con que
habían sacrificado aquella víctima inocente a su
codicia.

A poco rato llegaron casi juntos el médico y el confesor, a
quienes fue a llamar un soldado por orden del sargento luego que
éste desde la calle oyó los gritos de la muchacha.

En cuanto llegaron, se acercó el sacerdote a la cama, y
viendo que ni por moverla ni por hablarla se movía, la
absolvió bajo de condición, y se retiró a un
lado.

Entonces se acercó el médico, y como más
práctico advirtió que estaba privada y que aquella
sangre era un achaque mujeril. Salímonos a la sala ya
consolados de que no era la desgracia que se pensaba, mientras entre
el médico y la moza curaron caseramente a la enferma.

Concluida esta diligencia y vuelta en sí del desmayo,
llamó el sargento a la criada para que viera lo que faltaba en
la casa. Ella la registró toda, y dijo que no faltaba
más que el cubierto con que estaba cenando su ama, y el hilito
de perlas que tenía en el cuello; porque, luego que uno de los
ladrones cargó con ella para la cama, el otro se embolsó
el cubierto; y sin ser bastante o sin advertir a detener a la que daba
esta razón, salió al balcón y comenzó a
gritar al sereno, a cuyos gritos no hicieron los ladrones más
que salirse a la calle corriendo.

Yo estaba con el farol en la mano,
desembozado el sarape y con aquella serenidad, que infunde la
inocencia; pero la malvada moza, mientras estaba dando esta
razón, no me quitaba un instante la vista, repasándome
de arriba abajo. Yo lo advertí, pero no se me daba nada,
atribuyéndolo a que no le parecía muy malote.

Preguntole el sargento si ¿conocía a alguno de los
ladrones?, y ella respondió: sí señor, conozco a
uno que se llama señor Januario, y le dicen por mal nombre Juan
Largo, y no sale de este truquito de aquí a la vuelta, y este
señor lo ha de conocer mejor que yo. A ese tiempo me
señaló, y yo me quedé mortal, como suelen
decir. El sargento advirtió mi turbación y me dijo:
sí, amigo, la muchacha tiene razón sin duda. Usted se ha
inmutado demasiado, y la misma culpa lo está acusando. ¿Usted
será quizá el sereno de esta calle? No señor, lo
dije yo, antes, cuando la señora salió al balcón
a gritar, estaba yo chupando un cigarro con el sereno, y nosotros
fuimos los primeros que vinimos a dar el auxilio. Que lo diga el
señor.

Entonces el sereno confirmó mi verdad; pero el sargento, en
vez de convencerse, prosiguió: sí, sí, tan buena
maula será usted como el sereno. ¿Serenos?, ¡ah!, ahorcados los
vea yo a todos por alcahuetes de los ladrones; si éstos no
tuvieran las espaldas seguras con ustedes, si ustedes no se
emborracharan, o se durmieran, o se alejaran de sus puestos, era
imposible que hubiera tantos robos.

El sereno se apuraba y juraba atestiguando conmigo que no estaba
retirado ni durmiendo; pero el sargento no le hizo caso, sino que
preguntó a la muchacha: ¿y tú, hija, en
qué te fundas para asegurar que éste conoce al
ladrón! ¡Ay, señor!, dijo la muchacha, en mucho,
en mucho. Mire su
mercé
, ese
sarape
que tiene
el señor es el mismo del señor Juan Largo, que yo lo
conozco bien, como que cuando salía a la tienda o a la plaza no
más me andaba atajando, por señas que ese rosario que
tiene el señor es mío, que ayer me agarró ese
pícaro del descote de la camisa y del rosario, y me
quería meter en un zaguán, y yo estiré y me
zafé y hasta se rompió la camisa, mire su
mercé
, y mi rosario se le quedó en la mano y se
reventó; por señas que ha de estar
añidido
y le han de faltar cuentas, y es el
cordón nuevecito, es de cuatro y de seda rosada y verde, y en
esa bolsita que tiene ha de tener dos estampitas, una de mi amo
señor San Andrés Avelino, y otra de Santa
Rosalía.

Frío me quedé yo con tanta seña de la maldita
moza, considerando que nada podía ser mentira, como que el
rosario había venido por mano de Januario, y ya él me
había contado la afición que le tenía.

El sargento me lo hizo quitar, descosió la bolsita, y dicho
y hecho, al pie de la letra estaba todo conforme había
declarado la muchacha. No fue menester más
averiguación. Al instante me trincaron codo con codo con un
portafusil, sin valer mis juramentos ni alegatos, pues a todos ellos
contestó el sargento: bien, mañana se sabrá
cómo está eso.

Con esto me bajaron la escalera, y la moza bajó
también a cerrar la puerta, y, viendo que no podía meter
la llave, advirtió que el embarazo era la ganzúa que
habían dejado en la chapa. La quitó y se la
entregó al sargento. Cerró su puerta y a mí me
llevaron al vivac principal.

Luego que me entregaron a aquella guardia, preguntaron sus soldados
a mis conductores que ¿por qué me llevaban? Y ellos
respondieron que por
cuchara
, esto es, por ladrón. Los
preguntones me echaron mil tales, y como que se alegraron de que
hubiera yo caído, a modo que fueran ellos muy hombres de
bien. Escribieron no sé qué cosa, y se marcharon; pero
al despedirse dijo el sargento a su compañero: tenga usted
cuidado con ése, que es reo de consecuencia.

No bien oyó el sargento de la guardia tal
recomendación, cuando me mandó poner en el cepo de las
dos patas.

La patrulla se fue; los soldados se volvieron a encoger en su
tarima; el centinela se quedó dando el
quien vive
a
cuantos pasaban, y yo me quedé batallando con el dolor del
cepo, el molimiento del envigado, una multitud de chinches y pulgas
que me cercaron y, lo peor de todo, un confuso tropel de pensamientos
tristes que me acometieron de repente.

Ya se deja entender qué noche pasaría yo. No pude
pegar los ojos en toda ella, considerando el terrible y vergonzoso
estado a que me veía reducido sin comerla ni beberla,
sólo por haber conservado la amistad de un
pícaro
[114]
.

Amaneció por fin; se tocó la diana, se levantaron los
soldados echando votos, como acostumbran, y cuando llegó la
hora de dar el parte lo despacharon al Mayor de Plaza, y a mí
amarrado como un cohete entre los soldados para la cárcel de
corte.

Luego que entré del boquete al patio tocaron una campana
que, según me dijeron después, era diligencia que se
hacía con todos los presos, para que el alcaide y los
guardianes de arriba estuviesen sobre aviso de que había preso
nuevo.

En efecto, a poco rato oí que comenzó uno a
gritar:
ese nuevo, ese nuevo para arriba
.
Advirtiéronme los compañeros que a mí me
llamaban, y el presidente, que era un hombretón gordo con un
chirrión amarrado en la cintura, me llevó arriba y me
metió en una sala larga, donde en una mesita estaba el alcaide,
quien me preguntó ¿cómo me llamaba, de dónde era,
y quién me había traído preso? Yo por no manchar
mi generación dije que me llamaba
Sancho Pérez
,
que era natural de Ixtlahuaca, y que me habían traído
unos soldados del Principal.

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