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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (78 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Los molletes venían al asesor como yo los frangollaba;
éste dictaminaba según lo que leía autorizado por
el juez, y salían las sentencias endiabladas; no por ignorancia
del letrado, ni por injusticia de los jueces, sino por la sobrada
malicia del subdelegado y su director.

Lo peor era que, en teniendo los reos plata o faldas que los
protegieran, aunque hubiera parte agraviada que pidiera, salía
libre y sin más costas que las que tenía adelantadas, a
pesar de sus enemigos; pero si era pobre o tenía una mujer muy
honrada en su familia, ya se podía componer, porque le
cargábamos la ley hasta lo último, y cuando no era muy
delincuente tenía que sufrir ocho o diez meses de
prisión; y aunque nos amontonara escritos sobre escritos,
hacíamos tanto caso de ellos como de las coplas de la
Zarabanda.

Por otra parte el señor cura alternaba con nosotros para
mortificar a los pobres vecinos. Yo quisiera callar las malas
cualidades de este eclesiástico, pero es indispensable decir
algo de ellas por la conexión que tuvo en mi salida de aquel
pueblo.

Él era bastantemente instruido, doctor en cánones,
nada escandaloso y demasiado atento; mas estas prendas se
deslucían con su sórdido interés y declarada
codicia. Ya se deja entender que no tenía caridad, y se sabe
que donde falta este sólido cimiento no puede fabricarse el
hermoso edificio de las virtudes.

Así sucedía con nuestro cura. Era muy enérgico
en el púlpito, puntual en su ministerio, dulce en su
conversación, afable en su trato, obsequioso en su casa,
modesto en la calle, y hubiera sido un párroco excelente,
si no se hubiera conocido la moneda en el mundo; mas ésta era
la piedra de toque que descubría el falso oro de sus virtudes
morales y políticas. Tenía harta gracia para hacerse
amar y disimular su condición, mientras no se le llegaba a un
tomín; pero como le pareciera que se defraudaba a su bolsa el
más ratero interés, adiós amistades, buena
crianza, palabras dulces y genio amable; allí concluía
todo, y se le veía representar otro personaje muy diverso del
que solía, porque entonces era el hombre más cruel y
falto de urbanidad y caridad con sus feligreses. A todo lo que no era
darle dinero estaba inexorable; jamás le afectaron las miserias
de los infelices, y las lágrimas de la desgraciada viuda y del
huérfano triste no bastaban a enternecer su corazón.

Pero para que se vea que hay de todo en el mundo, os he de contar
un pasaje que presencié entre muchos.

Con ocasión de unas fiestas que había en Tixtla
convidó nuestro cura al de Chilapa, el Br. don Benigno Franco,
hombre de bello genio, virtuoso sin hipocresía y corriente en
toda sociedad, quien fue a las dichas fiestas; y una tarde que estaban
disponiendo en el curato divertirse con una malilla mientras era hora
de ir a la comedia, entró una pobre mujer llorando amargamente
con una criatura de pecho en los brazos y otra como de tres
años de la mano.

Sus lágrimas manifestaban su íntima aflicción,
y sus andrajos su legítima pobreza. ¿Qué quieres, hija?,
le dijo el cura de Tixtla; y la pobre, bebiéndose las
lágrimas, le respondió: señor cura, desde
antenoche murió mi marido, no me ha dejado más bienes
que estas criaturas, no tengo nada que vender ni con qué
amortajarlo, ni aun velas que poner al cuerpo; apenas he juntado de
limosna estos doce reales que traigo a su mercé, y a esta misma
hora no hemos comido ni yo ni esta muchachita; le ruego a su
mercé que por el siglo de su madre y por Dios me haga la
caridad de enterrarlo, que yo hilaré en el torno y le
abonaré dos reales cada semana.

Hija, dijo el cura, ¿qué calidad tenía tu marido?
Español, señor. ¿Español? Pues te faltan seis
pesos para completar los derechos, que ésos previene el
arancel; toma, léelo… Diciendo esto le puso el arancel en las
manos, y la infeliz viuda, regándolo con el agua del dolor, le
dijo: ¡ay, señor cura! ¿Para qué quiero este papel si no
sé leer? Lo que le ruego a su mercé es que por Dios
entierre a mi marido. Pues hija, decía el cura con gran
socarra, ya te entiendo, pero no puedo hacer estos favores; tengo que
mantenerme y que pagar al padre vicario. Anda, mira a don Blas, a don
Agustín o a otro de los señores que tienen dinero, y
ruégales que te suplan por tu trabajo el que te falta y
mandaré sepultar el cadáver.

Señor cura, decía la pobre mujer, ya he visto a todos
los señores y ninguno quiere. Pues alquílate,
métete a servir. ¿Dónde me han de querer, señor,
con estas criaturas? Pues anda, mira lo que haces y no me muelas,
decía el cura muy enfadado, que a mí no me han dado el
curato para fiar los emolumentos, ni me fía el tendero, ni el
carnicero, ni nadie. Señor, instaba la infeliz, ya el
cadáver se comienza a corromper y no se puede sufrir en la
vecindad. Pues cómetelo, porque si no traes cabales los siete
pesos y medio, no creas que lo entierre por más plagas que me
llores. ¡Quién no conoce a ustedes, sinvergüenzas,
embusteras! Tienen para fandangos y almuercitos en vida de sus
maridos, para estrenar todos los días zapatos, enaguas y otras
cosas; y no tienen para pagar los derechos al pobre cura. Anda
noramala, y no me incomodes más.

La desdichada mujer salió de allí confusa,
atormentada y llena de vergüenza por el áspero tratamiento
de su cura, cuya dureza y falta de caridad nos escandalizó a
todos los que presenciamos el lance; pero, a poco rato de haber salido
la expresada viuda, volvió a entrar presurosa y, poniendo sobre
la mesa los siete y medio pesos, le dijo al cura: ya está
aquí el dinero, señor, hágame, usted favor de que
vaya el padre vicario a enterrar a mi marido.

¿Qué le parece a usted de estas cosas, compañero?,
dijo nuestro cura al de Chilapa enredando con él la
conversación. ¿No son unos pícaros muchos de mis
feligreses? ¿Ve usted cómo esta bribona traía el dinero
prevenido y se hacía una desdichada por ver si yo la
creía y enterraba a su marido de coca? A otro cura de menos
experiencia que yo, ¿no se la hubiera pegado ésta con tantas
lágrimas fáciles?

El cura Franco, como si lo estuviera reprendiendo su prelado,
bajaba los ojos, enmudecía, mudaba de color cada rato, y de
cuando en cuando veía a la desgraciada viuda con tal
ahínco que parecía quererle decir alguna cosa.

Todos estábamos pendientes de esta escena sin poder
averiguar qué misterio tenía la turbación del
cura don Benigno; pero el de Tixtla, encarándose severamente a
la mujer y echándose el dinero en la bolsa le dijo: está
bien, sinvergüenza, se enterrará tu marido; pero
será mañana en castigo de tus picardías,
embustera.

No soy embustera, señor cura, dijo la triste mujer con la
mayor aflicción, soy una infeliz; el dinero me lo han dado de
limosna ahora mismo. ¿Ahora mismo? Ésa es otra mentira,
decía el cura, ¿y quién te lo ha dado? Entonces la
mujer, soltando la criatura que llevaba de la mano y tomando en un
brazo a la de pecho, se arroja a los pies del cura de Chilapa, lo
abraza por las rodillas, reclina sobre ellas la cabeza y se desata en
un mar de llanto sin poder articular una palabra. Su hijita la que
andaba lloraba también al ver llorar a su madre; nuestro cura
se quedó atónito, el de Chilapa se inclinó
rodándose las lágrimas y porfiaba por levantar a la
afligida, y todos nosotros estábamos absortos con semejante
espectáculo.

Por fin, la misma mujer, luego que calmó algún tanto
su dolor, rompió el silencio diciendo a su benefactor: padre,
permítame usted que le bese los pies y se los riegue con mis
lágrimas en señal de mi agradecimiento. Y
volviéndose a nosotros prosiguió: sí,
señores, este padre, que no será sólo un
señor sacerdote, sino un ángel bajado de los
cielos, luego que salí me llamó a solas en el corredor,
me dio doce pesos y me dijo casi llorando: anda, hijita, paga el
entierro y no digas quién te ha socorrido. Pero yo fuera la
mujer más ingrata del mundo si no gritara quién me ha
hecho tan grande caridad. Perdóneme que lo haya dicho, porque,
a más de que quería agradecerle públicamente este
favor, me dolió mucho mi corazón al verme maltratar
tanto de mi cura, que me trataba de embustera.

Los dos curas se quedaron mutuamente sonrojados y no osaban mirarse
uno al otro, ambos confundidos: el de Tixtla por ver su codicia
reprendida, y el de Chilapa por advertir su caridad preconizada. El
padre vicario, con la mayor prudencia, pretextando ir a hacer el
entierro a la misma hora, sacó de allí a la mujer, y el
subdelegado hizo sentar a los convidados y se comenzó la
diversión del juego, con la que se distrajeron todos.

Ya dije que fui testigo de este pasaje, así como de los
torpes arbitrios que se daba nuestro cura para habilitar su cofre de
dinero. Uno de ellos era pensionar a los indios para que en la Semana
Santa le pagasen un tanto por cada efigie de Jesucristo que sacaban en
la procesión que llaman
de los Cristos
; pero no por
vía de limosna ni para ayuda de las funciones de la iglesia,
pues éstas las pagaban a parte, sino con el nombre de derechos,
que cobraba a proporción del tamaño de las
imágenes, verbigracia, por un Cristo de dos varas, cobraba dos
pesos; por el de media vara, doce reales; por el de una tercia, un
peso; y así se graduaban los tamaños hasta de a medio
real. Yo me limpié las legañas para leer el arancel, y
no hallé prefijados en él tales derechos.

El Viernes Santo salía en la procesión que llaman del
Santo Entierro; había en la carrera de la dicha
procesión una porción de altares, que llaman posas, y en
cada uno de ellos pagaban los indios multitud de pesetas pidiendo en
cada vez
un responso por el alma del
Señor
, y el bendito cura se guardaba los tomines, cantaba
la oración de la Santa Cruz y dejaba a aquellos pobres
sumergidos en su ignorante y piadosa superstición. Pero
¿qué más? Le constaba que el día de finados
llevaban los indios sus ofrendas y las ponían en sus casas
creyendo que mientras más fruta, tamales, atole, mole y otras
viandas ofrecían, tanto más alivio tenían las
almas de sus deudos; y aun había indios tan idiotas que,
mientras estaban en la iglesia, estaban echando pedazos de fruta y
otras cosas por los agujeros de los sepulcros. Repito que el cura
sabía, y muy bien, el origen y espíritu de estos abusos;
pero jamás les predicó contra él, ni se lo
reprendió; y con este silencio apoyaba sus supersticiones, o
más bien las autorizaba, quedándose aquellos infelices
ciegos, porque no había quien los sacara de su error. Ya
sería de desear que sólo en Tixtla y en aquel tiempo
hubieran acontecido estos abusos, pero la lástima es que hasta
el día hay muchos Tixtlas. ¡Quiera Dios que todos los pueblos
del reino se purguen de éstas y otras semejantes
boberías, a merced del celo, caridad y eficacia de los
señores curas!

Fácil es concebir que, siendo el subdelegado tan tominero y
no siendo menos el cura, rara vez había paz entre los dos;
siempre andaban a mátame o te mataré, porque es cierto
que dos gatos no pueden estar bien en un costal. Ambos trataban de
hacer su negocio cuanto antes, y de exprimir al pueblo cada uno por su
lado. Con esto a cada paso se formaban competencias, de que
nacían quejas y disgustos. Por ejemplo: el cura, sin ser de su
instituto, perseguía a los incontinentes libres, por ver si los
casaba y percibía los derechos; el subdelegado hacía lo
mismo por percibir las multas; cogía el cura a algunos, los
reclamaba el juez secular, los negaba el eclesiástico, y he
aquí formada ya una competencia de jurisdicciones.

En éstas y las otras los pobres eran los lázaros, y
regularmente ellos pagaban el pato o con la prisión, o con el
desembolso que sufrían, siendo los miserables indios la
parte más flaca sobre que descargaba el interés de ambos
traficantes.

A excepción de cuatro riquillos consentidos que con su
dinero compraban la impunidad de sus delitos, nadie podía ver
al cura ni al subdelegado. Ya algunos habían representado en
México contra ellos por sus agravios particulares, mas sus
quejas se eludían fácilmente, como que siempre
había testigos que depusieran contra ellos y en favor de los
agraviantes, haciendo pasar a los que se quejaban por unos
calumniadores cavilosos.

Pero como el crimen no puede estar mucho tiempo sin castigo,
sucedió que los indios principales con su gobernador pasaron a
esta capital, hostigados ya de los malos tratamientos de sus jueces, y
sin meterse por entonces con el cura acusaron en forma al subdelegado,
presentando a la Real Audiencia un terrible escrito contra él
que contenía unos capítulos tan criminales como
éstos.

Que el subdelegado comerciaba y tenía repartimientos.

Que obligaba a los hijos del pueblo a comprarle al fiado, y les
exigía la paga en semillas y a menos precio del corriente.

Que los obligaba a trabajar en sus labores por el jornal que
quería, y, al que se resistía o no iba, lo azotaba y
encarcelaba.

Que permitía la pública incontinencia a todo el que
tenía para estarle pagando multas cada rato.

Que por quinientos pesos solapó y puso en libertad a un
asesino alevoso.

Que por tercera persona armaba juegos, y luego sacrificaba a
cuantos cogía en ellos.

Que ocupaba a los indios en el servicio de su casa sin pagarles
nada.

Que se hacía servir de las indias, llevando a su casa tres
cada semana con el nombre de semaneras sin darles nada, y no se
libraban de esta servidumbre ni las mismas hijas del
gobernador.

Que les exigía a los indios los mismos derechos en sus
demandas que los que cobraba de los españoles.

Que los días de
tianguis
él era el primer
regatón que abarcaba los efectos que andaban más
escasos, los hacía llevar a su tienda y después los
vendía a los pobres a subido precio.

Últimamente, que comerciaba con los reales tributos.

Tales eran los cargos que hacían en el escrito, que
concluía pidiendo se llamase al subdelegado a contestar en la
capital, que fuera a Tixtla un comisionado para que, acompañado
del justicia interino, procediese a la averiguación de la
verdad, y, resultando cierta la acusación, se depusiera del
empleo, obligándolo a resarcir los daños particulares
que había inferido a los hijos del pueblo.

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