El Periquillo Sarniento (99 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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No puedo ponderar la pesadumbre que tuve al ver todo mi equipaje
inservible. El amigo, luego que se informó de mi desgracia, me
dio un poco de sebo de vaca, y me aconsejó que les diese una
friega con él para que se suavizaran un poco.

En efecto, les apliqué el remedio, y quedaron más
flexibles, pero no mejores, porque en donde les penetró bien el
fuego no valieron diligencias; saltaron los pedazos achucharrados, y
descubrieron más agujeros de los que eran menester, lo que no
me gustó mucho pues no tenía calzones blancos. Ello es
que yo me los encajé y, como estaban ennegrecidos del
hollín y llenos de agujeros, resaltaba lo blanco de mi piel por
ellos mismos, y parecía yo tigre.

Advirtiendo esta ridiculez, y queriendo remediarla, tomé un
poco del mismo humo y, mezclándolo con otro poco de sebo, hice
una tinta y con ella me pinté el pellejo, quedando así
más pasadero.

Los dueños de la casa me compadecían, pero se
reían de mis arbitrios, y, sabedores de que mi intención
era salirme de México en aquel instante a buscar fortuna, me
dijeron que me fuera a Puebla, que allí tal vez hallaría
destino. Al mismo tiempo me dieron unos frijoles que almorzar, y la
mujer me puso un
itacate
de tortillas, un pedazo de carne
asada y dos o tres chiles. Todo esto me lo envolvió en un
trapito sucio, y yo me lo até a la cintura.

Así, después de haber almorzado y dádole las
gracias, busqué un palo para que me sirviera de bordón,
alcé un sombrero muy viejo de petate que estaba tirado en un
muladar, me lo planté, me despedí de mis
hospedadores y tomé el camino de la garita de San
Lázaro.

Llegué al pueblo de Ayotla, donde dormí aquella noche
sin más novedad que acabar, por vía de cena, con mi
repuesto.

Al día siguiente me levanté temprano y seguí
mi camino para Puebla, manteniéndome de limosna hasta llegar a
Río Frío, donde me sucedieron las aventuras que vais a
leer en el capítulo que sigue.

Capítulo IX

En el que Periquillo refiere el encuentro que
tuvo con unos ladrones, quiénes fueron éstos, el regalo
que le hicieron y las aventuras que le pasaron en su
compañía

Nada de fabuloso tiene la historia que
habéis oído, queridos hijos míos; todo es cierto,
todo es natural, todo pasó por mí, y mucho de este todo,
o acaso más, ha pasado, pasa y puede pasar a cuantos vivan
entregados como yo al libertinaje y quieran sostenerse y aparentar en
el mundo a costa ajena, sin tener oficio ni ejercicio, ni querer ser
útiles con su trabajo al resto de sus hermanos.

Si todos los hombres tuvieran valor y sinceridad para escribir los
trabajos que han padecido, moralizando y confesando ingenuamente su
conducta, veríais, sin duda, una porción de
Periquillos
descubiertos que ahora están solapados y
disimulados, o por vergüenza o por hipocresía, y
conoceríais más a fondo lo que os he dicho, esto es: que
el hombre vicioso, flojo y disipado padece más en la vida que
el hombre arreglado y de buen vivir. Entendidos que en esta triste
vida todos padecen, pero sin proporción padecen más en
todas las clases de la república los malvados, sea por un orden
natural de las cosas, o por un castigo de la Divina Providencia,
empeñada en ejecutar su justicia aun en esta vida
miserable.

Siendo yo uno de los perdidos, fuerza era
que también me llorara desgraciado, creciendo mis desventuras a
medida de mi maldad por una necesaria consecuencia, según los
principios que llevamos establecidos.

Dejé pendiente mi historia diciéndoos cómo
caminaba para Puebla, desnudo, hambriento, cansado, deshonrado entre
los que sabían mi mala conducta, despreciado de mis amigos y
abandonado de todo el mundo.

Así, y lleno de una profunda melancolía, y de los
remordimientos interiores que devoraban mi corazón
trayéndome a la memoria mis maldades, llegué un
día al anochecer a una venta cerca de Río Frío,
donde pedí por Dios que me dieran posada. Lo conseguí,
que al fin Dios castiga, pero no destruye a sus hijos por más
que estos le sean ingratos. Cené lo que me dieron y
dormí en un pajar, teniendo a mucha bonanza encontrar alguna
cosa blanda donde acostarme, pues las noches anteriores había
dormido en la dura tierra.

A otro día madrugué, y el ventero, sabedor de mi
ruta, me dijo que fuera con cuidado, porque había una cuadrilla
de ladrones por aquel camino. Yo le agradecí su advertencia,
pero no desistí de mi intento, seguro de que, no teniendo
qué me robaran, podía caminar tranquilamente delante de
los ladrones, como nos dejó escrito Juvenal.

Empapado en mil funestos pensamientos iba yo, con la cabeza cocida
con el pecho y mi palo en la mano, cuando cerca de mí oí
tropel de caballos; alcé la cara y vi cuatro hombres montados y
bien armados que, rodeándose de mí y teniéndome
por indio, me dijeron: ¿de dónde has salido hoy y de
dónde vienes? Señores, les dije, he salido de esta
última venta y vengo de México para servir a
ustedes. Entonces conocieron que no era indio, y uno de ellos, a quien
yo tenía especies de haber visto algún día,
fijándome la vista, se echó del caballo abajo y,
abrazándome con mucha ternura, me decía: ¿Tú
eres, Periquillo, hermano? ¿Tú eres, Periquillo? Sí, no
hay duda, las señas de tu cara son las mismas, a mí no
se me despintan mis amigos. ¿No te acuerdas de mí? ¿No conoces
a tu antiguo amigo el Aguilucho, a quien debiste tantos favores cuando
estuvimos juntos en la cárcel?

Entonces yo lo acabé de conocer perfectamente y, deseando
aprovechar aquella coyuntura favorable que me proporcionaba la
ocasión, lo apreté entre mis brazos con tal
cariño que el pobre Aguilucho me decía a media voz: ya
está, Perico, hermano, ya está, por Dios no me ahorques
antes de tiempo.

Ahora sí, decía yo lleno de consuelo y entusiasmo,
ahora sí que se acabaron mis trabajos, pues he tenido la dicha
de encontrar a mi mejor amigo, a quien debí tantísimos
favores, y de quien espero me socorra en la amarga situación en
que me hallo.

¿Pues qué ha sido de tu vida, hijo de mi alma?, me
preguntó, ¿qué suerte has corrido? ¿Qué malas
aventuras has pasado que te veo tan otro y tan desfigurado de ropa?
Qué ha de ser, le contesté, sino que soy el más
desgraciado que ha nacido de madre. Después que me
separé de mi amigo Juan Largo, que, sin agravio de lo presente,
era tan hombre de bien y tan buen amigo como tú, he tenido mil
aventuras favorables y adversas; aunque, si vale decir verdad,
más han sido las malas que las buenas.

Pues eso es cuento largo, me dijo el mulatillo
interrumpiéndome, sube a las ancas de mi caballo, nos
encaramaremos sobre aquella loma y allí podremos platicar
más despacio, porque en los caminos reales espantamos la
caza.

No entiendo eso de espantar la caza, le dije, pues yo jamás
he visto cazar en caminos reales, sino en los bosques y lugares no
transitados por los hombres.

Tanto así tienes de
guaje
[192]
, me dijo el Aguilucho,
pero cuando sepas que nosotros no andamos a caza de conejos ni de
tigres, sino de hombres, no te hará fuerza lo que te digo. Por
ahora sube a caballo, que es lo que te importa. Yo obedecí su
imperioso precepto, subí y guiamos todos a un cerrito que no
estaba lejos del camino.

Luego que llegamos, nos apeamos, escondieron los caballos tras de
su falda y nos sentamos entre un matorral, desde donde veíamos
muy bien, y sin poder ser vistos de cuantos pasaban en el camino
real.

Ya en esta disposición sacó el Aguilucho de un talego
de cotense un queso muy bueno, dos tortas de pan y una botella de
aguardiente.

Desenvainó un cuchillo de la bota campanera, partió
el pan y el queso y comenzamos todos a darle vuelta.

Acabada la comida nos dio por su mano un traguito de aguardiente a
cada uno, pero tan poquito que apenas me llegó al galillo. Los
ojos se me iban tras de la botella, y a los otros también; mas
él la guardó diciendo: no hay mayor locura en los
hombres que prostituirse a la bebida. Nadie debía
emborracharse, pero mucho menos los de nuestro oficio, pues vamos muy
arriesgados.

¿Pues cuál es tu oficio?, le pregunté muy admirado, y
él sonriéndose me dijo:
Cazador
, y ya ves que
un cazador borracho no puede hacer buena puntería.

Pero en tal caso, le repliqué, lo más que puede
suceder es hacer sin fruto la caravana o correría, mas hasta
aquí no hay riesgo, como dices. Sí hay, dijo él,
pueden cazarnos a nosotros, y tan bien que no nos quiten las esposas
hasta después de muertos.

No me hables con enigmas, le dije, por vida tuya, explícame
lo que hablas. Allí lo sabrás, dijo él,
pero cuéntanos tus aventuras.

Pues has de saber, le dije, que, cuando fui a dar a la
cárcel donde tuve el honor de conocerte, fue de resultas de una
manotadilla de amigos que iba a dar a la casa de una viuda mi querido
Juan Largo, en cuyo lance pudo haber sido presa de los soldados y
sereneros; pero tuvo la fortuna de escapar con tiempo en
compañía de otro amigo suyo muy hábil y valiente
que se llamaba Culás el Pípilo, muchacho bueno a las
derechas, y que según me decía Januario había
aprendido a robar con escritura… Buena sea la vida de usted, me dijo
riéndose un negrito alto, chato y de unos ojillos muy vivos y
pequeños. Yo soy, continuó, yo soy el tal Pípilo,
aunque no muy guajolote, y me acuerdo de usted y de la noche en que lo
vi con el sereno cuando pasé corriendo. ¿Conque en qué
paró usted por fin, y cómo fue eso de que fuera a dar a
la de pita por nosotros?

Entonces les conté todas mis aventuras, que celebraron
mucho, y me dijeron cómo Januario era capitán de
cazadores de gentes, y andaba por otros rumbos no muy lejos de por
allí; que ellos eran del arte con otros tres compañeros
que se habían extraviado algunos días antes, y los
esperaban por horas con algunos buenos despojos; que el jefe de ellos
era el señor Aguilucho; que aquel oficio era muy socorrido, que
solía tener sus contingencias, pero que al fin se pasaba la
vida y se tenían unos ratos famosos; y, por último,
amigo, me decía el Pípilo, si usted quiere alistarse en
nuestras banderas, experimentar esta vida y salir de trabajos, bien
podrá hacerlo, supuesta la amistad que lleva con nuestro
capitán, y su gentil disposición, que, pues ha sido
soldado, no le cogerán de nuevo las fatigas de la guerra, los
asaltos, los avances, las retiradas ni nada de esto que nunca falta
entre nosotros.

Amigo, le dije, yo le estimo su convite y el deseo que tiene
de hacerme beneficio, pero se ha engañado en su concepto
creyéndome útil para el caso, pues para eso de
campaña no es mi disposición gentil, sino hereje y
judía, porque nada vale. Siempre he tenido miedo a que me
aporreen, y he procurado evitar las ocasiones, y con todo esto no me
ha valido. Una vez una vieja me estampó una chinela en la boca;
otra, me puso al parto un payo a palos; otra, me molieron a trompones
los presos de la cárcel en compañía del
señor capitán Aguilucho, que no me dejará mentir;
otra, me dieron una puñalada que por poco no la cuento; otra,
me jorobaron a pedradas los indios de Tula; otra, me quebró
setenta ollas en la cabeza un indio
macuache
; otra, me
desmecharon unas coscolinas; y, por última, me aporreó
un difunto en un velorio. Conque vean ustedes si soy desgraciado y con
razón estoy acobardado.

Vamos, dijo el Aguilucho, ésas son delicadezas, los hombres
no deben ser cobardes, mucho menos por niñerías. En esas
pendencias que has tenido, Periquillo cobarde, ¿qué vara de
mondongo te han sacado? ¿Con cuántas jícaras te han
remendado el casco? ¿Qué costillas menos cuentas? ¿Ni
qué pie ni mano echas menos en tu cuerpo? Nada de esto te ha
pasado, tú estás entero y verdadero sin lacra ni
cicatriz notable. Conque ésa es una cobardía vergonzosa
o una grande conveniencia, porque me parece que tú eres
más
convenienciero
[193]
que cobarde, y quisieras pasarte buena vida sin arriesgarte a nada;
pero hijo, eso está verde, porque el que no se arriesga no pasa
la mar, y los trabajos se hicieron para los hombres.

Hermano, le dije, no sólo es conveniencia, sino que soy
miedoso de mío, y naturalmente no me hace buen estómago
que me aporreen. Es cierto que en las malas aventuras que he tenido no
me han sacado las tripas, ni me han quitado un brazo, ni una
pierna, como dices; pero también es cierto que, a
excepción de la pendencia del indio, yo he llevado mis buenos
porrazos sin buscarlos y sin provocar a nadie. Esto me ha hecho
más cobarde, porque, si sin meterme a valiente, y antes
excusando las ocasiones, he salido tan mal librado, ¿qué fuera
si yo hubiera sido valentón, espadachín y perdonavidas?
Seguramente ya me hubieran despachado a los infiernos, a buen
componer, haciéndome primero picadillo.

Conque así no, hermano, yo no valgo nada para cazador. Si
acaso quieren les serviré de escribiente para su
mayoría, de marmitón o ranchero, de mayordomo, de
guardarropa, de tesorero, de caballeriza, de médico y cirujano
que algo entiendo, de asesor, de barbero o cosa semejante; pero para
esto de salir a campaña y batirme con los caminantes, ni por
pienso. Si fuera cosa de hallarlos amarrados y durmiendo, tal vez
haría algo de mi parte, y eso acompañado con ustedes;
pero esto de salirles mano a mano, viniendo ellos con las suyas
sueltas y prevenidas con un sable, una pistola o una
escopeta… ¡Jesús me valga!, ni pensarlo, camaradas, ni
pensarlo. Ya digo que tengo miedo, y cuidado, que confesar un hombre
que tiene miedo es el mayor sacrificio que puede hacer a la verdad,
porque reflexionen ustedes y verán que apenas habrá uno
que haga alarde de buen mozo, de sabio, de rico y cosa así;
antes no tienen embarazo para tenerse en menos que otros en hermosura,
en talento, en riqueza o en habilidad; mas, en tocándoles en lo
valiente, ¡cuerpo de Cristo!, no hay un cobarde, siquiera con la boca,
todos se vuelven Escipiones y Aníbales, nadie tiene miedo a
otro, y cada uno se cree capaz de tenérsela con el mismo
Fierabrás.

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