—¡Muy gracioso! —murmuró Jacobo Osadías a media voz.
—¿Desgracias? —preguntó solícito Mauricio—. ¿A qué desgracias te refieres? Habla sin miedo. Mi buen maestro te ayudará.
—Yo hablo de mala suerte siempre que la tengo —respondió sombríamente Jacobo—. Ahora, por ejemplo, he tenido que encontrarme con un terrible devorapájaros; y un día se me cayeron las plumas cuando me vi envuelto en una nube contaminada. Esas nubes son más frecuentes cada día, y nadie sabe por qué —volvió a hacer otro guiño al gato y prosiguió—. Y a tu buen maestro puedes comunicarle de mi parte que no tiene necesidad de mirarme, si tanto le importan mis harapos. No tengo nada mejor.
Maurizio levantó los ojos para mirar a Sarcasmo.
—Ya lo ve, maestro. Es un caso de emergencia.
—Pregúntale a ese cuervo —dijo el mago— por qué te ha guiñado disimuladamente los ojos varias veces.
Jacobo Osadías se adelantó al gato:
—Lo he hecho sin darme cuenta, señor Consejero de Magia. Eso no significa absolutamente nada. Son los nervios.
—¡Ya! —respondió Sarcasmo arrastrando la palabra—. ¿Y por qué estamos tan nerviosos?
—Porque no me gustan nada los tipos engreídos que, como ese que hay ahí, hablan con palabras altisonantes, tienen las uñas afiladas y faros en el rostro.
Maurizio terminó por advertir que las injurias iban dirigidas contra él. Como es natural, no podía dejar impune la ofensa. Adoptó su aspecto más amenazador, erizó la piel, echó las orejas hacia atrás y bufó:
—Maestro, ¿me permite que le arranque su infame pico a ese desvergonzado?
El mago cogió al gato en brazos y lo acarició.
—Todavía no, mi pequeño héroe. Tranquilízate. Dice que viene de parte de mi muy apreciada tía. Veamos qué es lo que tiene que comunicarnos. Aunque me pregunto si podemos creerle algo. ¿Qué opinas tú?
—Modales, desde luego, no tiene —rezongó Maurizio.
El cuervo extendió las alas y graznó airado:
—¡Bien! ¡Picoteadme la rabadilla los dos!
—Es sorprendente —dijo Sarcasmo mientras seguía rascando cariñosamente al gato—, es realmente sorprendente que mi tía, antes tan aristocrática, se rodee últimamente de un personal tan ordinario.
—¡Qué…! —chilló el cuervo—. Me habéis hecho estallar y van a saltar chispas. ¿Quién es ordinario aquí? No es un placer volar de noche en mi estado y en medio de una tempestad para anunciar la visita de la jefa y llegar justo en el momento de la cena, pero a un lugar donde, en vez de darle a uno algo que llevarse al pico, figura él mismo en el menú. Ahora me gustaría preguntar con toda claridad quién es ordinario aquí.
—¿Qué acabas de decir, cuervo? —preguntó alarmado Sarcasmo—. ¿Piensa venir la tía Tirania? ¿Cuándo?
Jacobo Osadías seguía enojado y daba pequeños brincos en el suelo.
—¡Ahora! ¡Enseguida! ¡Inmediatamente! ¡En un instante! ¡En cualquier momento! ¡Ya casi está aquí!
Sarcasmo se recostó en la butaca y suspiró:
—¡Maldita verruga! ¡No faltaba más que esto!
El cuervo lo observó de soslayo y gangueó satisfecho:
—¡Vaya! Una mala noticia, por lo que se ve. ¡Cosa típicamente mía!
—No he visto personalmente a la tía Titi desde hace medio siglo —gimió el mago—. ¿Qué busca aquí con tanta urgencia? Su visita es hoy particularmente inoportuna para mí.
El cuervo se encogió de alas.
—Ella dice que, a toda costa, tiene que pasar la noche de San Silvestre de este año con su muy querido sobrino, dice ella, porque el sobrino, dice ella, tiene una receta especial para un ponche o algo así, dice ella, que necesita urgentemente, ha dicho ella.
Sarcasmo arrojó el gato al suelo y se levantó de un salto.
—Está enterada de todo —bramó—. ¡Por todos los tumores diabólicos, lo único que quiere es aprovecharse de mi situación! Bajo el pretexto de los sentimientos familiares, quiere introducirse en mi casa para cometer un robo intelectual. ¡La conozco bien, oh, la conozco muy bien!
Luego barbotó una interminable maldición babilónica o egipcia, tras la cual comenzaron a tintinear y resonar todos los aparatos de vidrio del recinto y chisporrotearon en zigzag por el suelo una docena de relámpagos esféricos.
Maurizio, que no conocía aún este aspecto de su maestro, se asustó tanto que, dando un salto gigantesco, buscó la salvación en la cabeza de un tiburón disecado que colgaba de una pared junto a otros trofeos también disecados.
Con gran sobresalto, el gato tuvo que comprobar allí que el cuervo había hecho lo mismo y que los dos, sin advertirlo, se habían abrazado mutuamente. Penosamente impresionados, se separaron inmediatamente.
El Consejero Secreto rebuscó con manos temblorosas entre las montañas de papeles que había en su escritorio, revolvió todo y bramó:
—¡Por la lluvia ácida, ésa no va a conocer ni una coma de mis valiosísimos cálculos! Esa pérfida hiena cree que ahora puede hacerse con los resultados de mis investigaciones
sin pagar un céntimo
. Pero está muy equivocada. ¡No va a heredar nada, absolutamente nada! Depositaré inmediatamente las actas con las fórmulas más importantes en mi sótano secreto, que está cerrado por procedimientos mágicos absolutamente seguros. Ella nunca entrará allí, ni ella ni ningún otro.
Iba a salir corriendo, pero se detuvo y escrutó el laboratorio con ojos furiosos.
—¿Dónde te has metido, Maurizio, por todos los pesticidas?
—Estoy aquí —contestó Maurizio desde la cabeza del tiburón.
—Escúchame bien —le gritó el mago—. Mientras yo esté fuera, vigila atentamente a ese impertinente carroñero. ¿Entendido? Y no te duermas otra vez. Cuida de que no meta el pico en cosas que no le importan. Lo mejor es que lo lleves a tu habitación y te sientes delante de la puerta. No te fíes de él, no entables conversación ni aceptes sus intentos de congraciarse contigo. No olvides que te pediré cuentas.
Salió con paso apresurado, y su bata verde cardenillo flotó en el aire.
L
OS dos animales estaban solos, sentados frente a frente. El cuervo observaba al gato, y el gato observaba al cuervo.
—¿Qué pasa? —preguntó Jacobo al cabo de un rato.
—¿Qué va a pasar? —bufó Maurizio.
El cuervo volvió a hacerle un guiño.
—¿No has cogido onda, colega?
Maurizio estaba desconcertado, pero no quería admitirlo. Por eso dijo:
—Cierra el pico. ¡Nada de chácharas! Así lo ha ordenado mi maestro.
—Pero ahora no está aquí —insistió Jacobo—. Ahora podemos hablar con franqueza.
—No intentes congraciarte conmigo —respondió Maurizio muy serio—. No te esfuerces. Eres un insolente y no tienes categoría. Me caes mal.
—Yo no caigo bien a nadie; a eso ya estoy acostumbrado —respondió Jacobo—. Pero ahora tenemos que ayudarnos mutuamente. ¡Ésa es nuestra misión!
—Cállate —refunfuñó el gato con voz ronca, y trató de adoptar un aspecto amenazador—. Ahora vamos a mi habitación. Salta, y no intentes escaparte. ¡Vamos!
Jacobo Osadías contempló a Maurizio con un expresivo movimiento de cabeza y preguntó:
—¿Eres tan imbécil, o sólo finges serlo?
Maurizio no sabía cómo actuar. Desde que estaba solo con Jacobo, el cuervo le parecía mucho más grande, y su pico, más puntiagudo y más peligroso.
Involuntariamente, arqueó el lomo y erizó el bigote. El pobre Jacobo, que tomó esto por una amenaza seria, sintió en las sienes los latidos del corazón. Voló sumisamente al suelo.
El pequeño gato, sorprendido por el efecto de su gesto, saltó tras el cuervo.
—Si no me haces nada, yo tampoco te hago nada —cloqueó Jacobo, y se acurrucó.
Maurizio adoptó una actitud arrogante.
—¡Adelante, forastero! —ordenó.
—¡Está bien! ¡Se acabó! —graznó Jacobo con resignación—. ¡Ojalá me hubiera quedado en el nido con mi Clara!
—¿Quién es Clara?
—¡Ah! —exclamó Jacobo—. Mi pobre esposa.
Y comenzó a caminar sobre sus frágiles patas. El gato lo siguió.
Cuando llegaron al largo y oscuro pasillo en que se hallaban los tarros, Maurizio, que había reflexionado entretanto, preguntó:
—¿Por qué me llamas colega?
—¡Maldita sea la soga del ahorcado! Porque somos colegas o, al menos, lo fuimos un día, creo yo.
—Un gato y un pájaro nunca son colegas —declaró Maurizio con altivez—. No sueñes, cuervo. Los gatos y los pájaros son enemigos naturales.
—Naturalmente —corroboró Jacobo—. Quiero decir que naturalmente eso sería propiamente natural. Pero, naturalmente, sólo cuando la situación es natural. En situaciones no naturales, los enemigos naturales son a veces colegas.
—¡Alto! —dijo Mauricio—. No entiendo una palabra. Explícate con más claridad.
Jacobo se detuvo y miró a su alrededor.
—También tú estás aquí como agente secreto para observar a tu maestro, ¿o tal vez no?
—¿Cómo? —preguntó Maurizio, ahora totalmente desconcertado—. ¿Lo eres tú también? Pero ¿por qué envía el Consejo Supremo otro agente a esta casa?
—No, a esta casa no —respondió Jacobo—. A mí no me han enviado aquí. ¡Ah! Tus malas entendederas me están sacando de mis casillas. En suma: yo soy espía en casa de mi
madam
bruja, igual que tú en casa de tu
mousiur
mago. ¿Lo has entendido ahora?
Maurizio se sentó, pasmado de asombro.
—¿Es eso cierto?
—Tan cierto como que yo soy un ave de mala suerte —suspiró Jacobo—. Y hablando de otra cosa: ¿tendrías algo que objetar si me rascara? Me pica desde hace un rato.
—¡Por favor! —respondió Maurizio moviendo una pata con gesto magnánimo—. No en vano somos colegas.
C
OLOCÓ elegantemente la cola alrededor de su cuerpo y contempló cómo Jacobo se rascaba plácidamente la cabeza con una de sus garras.
De repente sintió gran simpatía por aquel cuervo viejo.
—¿Por qué no te has dado a conocer en cuanto has llegado?
—Lo he hecho —graznó Jacobo—. He estado haciéndote guiños constantemente.
—¡Así que era eso! —exclamó Mauricio—. Podrías haberlo dicho en voz alta con toda tranquilidad.
Ahora era Jacobo el que no entendía nada.
—¿Decirlo en voz alta? —respondió con voz ronca—. Para que oyera todo tu jefe. No estás en tus cabales.
—Mi maestro está enterado de todo.
—¿Cómo? —jadeó el cuervo—. ¿Lo ha averiguado?
—No —respondió Mauricio—. Lo he puesto yo al corriente del asunto.
Al cuervo se le quedó el pico abierto.
—No puede ser verdad —balbució al cabo de un rato—. No me cabe en la cabeza. Repítelo.
—No tuve más remedio que hacerlo —declaró Maurizio con gesto grave—. Hubiera sido poco caballeroso seguir engañándole. Lo observé y examiné durante mucho tiempo y comprobé que es un hombre noble y un verdadero genio y que merece nuestra confianza. Aunque hoy se comporta de forma un tanto extraña, lo reconozco. Pero a mí me ha tratado siempre como a un príncipe. Y eso demuestra que es un hombre bondadoso y un benefactor de los animales.
Jacobo contempló a Maurizio, consternado.
—¡No es posible! Tanta imbecilidad no cabe en un solo gato. Quizá en dos o tres juntos, pero no en uno solo. Has estropeado todo, muchacho. Ya no hay nada que hacer. Ahora todo el plan de los animales terminará mal, en una catástrofe. Yo lo veía venir, ¡lo vi venir desde el principio!
—Tú no conoces a mi maestro —maulló ofendido el gato—. De ordinario es totalmente distinto que hoy.
—Contigo, quizá —gritó Jacobo—. Te ha envuelto por completo; en grasa, como cualquiera puede ver.
—¿Por quién te tienes? —bufó Mauricio—. ¿Por qué has de estar tú mejor enterado de todo que yo?
—¿No tienes ojos en la cara? —gritó Jacobo—. Basta que eches una mirada a tu alrededor. ¿Qué crees que es lo que hay ahí?
Y señaló con un ala las estanterías repletas de tarros.
—¿Eso? Es una enfermería —respondió Mauricio—. Me lo ha dicho mi maestro en persona. Trata de curar a los pobres gnomos y elfos. ¿Qué sabes tú de eso?
—¿Que qué sé yo? —Jacobo Osadías estaba cada vez más fuera de sí—. ¿Quieres que te diga qué es? ¡Eso es una prisión, una cámara de tortura! Tu buen maestro es en realidad uno de los seres más abyectos que hay en el mundo. ¡Eso es lo que es! ¡Así están las cosas, mentecato! ¡Oh, un genio, un benefactor! ¡Sí, tos ferina! ¿Sabes cuál es su especialidad? Contaminar el aire, envenenar el agua, hacer enfermar a los hombres y los animales, destruir los bosques y los campos. En eso es grande tu maestro; en lo demás, nada.