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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (32 page)

BOOK: El pozo de la muerte
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Si ahora pierdes los estribos, pensó, lo estropearás todo. Puede que el capitán tenga razón. Quizá me ha desmoralizado la muerte de Wopner. Es verdad que hemos llegado muy lejos. Y ahora estamos muy cerca.

En medio del tenso silencio se oyó el motor de una lancha que navegaba hacia la isla.

—Ésa debe de ser la lancha del juez —dijo Neidelman. El capitán miraba por la ventana y Hatch ya no le veía la cara—. Creo que dejaré que usted se las entienda con él —agregó, y se dirigió hacia la puerta.

—Capitán Neidelman.

El capitán se detuvo, la mano en el pomo de la puerta. Aunque la oscuridad impedía que Hatch le viera la cara, se daba cuenta de la extraordinaria fuerza de la mirada del capitán.

—¿Qué hizo usted después de la muerte de su hijo? Quiero decir, cuando estaban recuperando aquel submarino nazi lleno de oro.

—Continuamos con la operación, claro —respondió Neidelman—. Era lo que hubiera querido mi hijo.

Después se marchó, y no quedó más huella de su visita que el olor a tabaco de pipa que flotaba en la habitación.

31

Bud Powell nunca había frecuentado la iglesia. E iba aún menos desde que estaba Woody Clay; el pastor tenía un estilo severo y apocalíptico que era poco habitual en los ministros de la Iglesia Congregacional. Sus sermones exhortaban con frecuencia a sus fieles a llevar una vida mucho más espiritual de lo que Bud consideraba saludable. Pero en Stormhaven, el dueño de una tienda tenía que ser capaz de cotillear con fluidez. Y Roswell, como buen chismoso profesional que era, odiaba perderse los acontecimientos importantes. Y se había corrido la voz de que el reverendo Clay había preparado un sermón muy especial, que incluía una sorpresa muy interesante.

Rowell llegó diez minutos antes de que empezara el servicio y descubrió que la iglesia ya estaba llena. Consiguió llegar a las últimas filas y buscó un asiento detrás de un pilar, del cual podría marcharse sin que se lo vieran. Pero no había ninguno libre, y tuvo que aposentar su oronda figura en la punta de uno de los bancos; sus articulaciones protestaron ante la dureza del asiento de madera.

Paseó la mirada entre los asistentes, saludando a los clientes del supermercado que encontró. Vio al alcalde Jasper Fitzgerald, sentado en la primera fila. Bill Banns, el director del periódico, estaba unas filas más atrás, con su visera verde, que ya parecía formar parte de su cabeza. Y Claire Clay ocupaba su lugar habitual, el centro de la segunda fila. Se había convertido en una perfecta esposa de pastor, con sus ojos solitarios y su sonrisa triste. Vio también a un par de desconocidos, y se imaginó que eran empleados de Thalassa. Esto era raro, hasta ahora nunca había visto en la iglesia a ningún miembro de la expedición. Quizá los graves accidentes sufridos les habían vuelto un poco menos seguros de sí mismos. Y después su mirada se dirigió a un objeto inhabitual; estaba en una pequeña mesa cercana al pulpito, y cubierto con una sábana de lino. Esto era muy raro. En Stormhaven los pastores no solían utilizar objetos curiosos para amenizar sus sermones, del mismo modo que tampoco solían gritar, o sacudir los puños, o agitar la Biblia.

Toda la parroquia hizo silencio cuando la señora Fanning se sentó en el órgano y tocó los primeros acordes de
Nuestro Dios es una fortaleza invencible
. Después de las noticias semanales y los ruegos de la gente, Clay se adelantó; la negra sotana parecía muy holgada sobre su cuerpo huesudo. Se subió al pulpito y miró a sus fieles con una expresión seria y decidida.

—Hay gente que pienso que la tarea de un pastor consiste en hacer sentir bien a sus feligreses. Pero yo no estoy hoy aquí para hacer que nadie se sienta bien. No es mi misión, ni tampoco mi vocación, ofrecer palabras tranquilizadoras, y medias verdades. Yo soy un hombre sincero, y lo que voy a decir hará que algunos se sientan incómodos.

Miró de nuevo a sus feligreses, después agachó la cabeza y rezó una plegaria. Cuando terminó, y después de un instante de silencio, abrió la Biblia en el texto elegido para el sermón.

—El quinto ángel hizo sonar la trompeta —continuó con voz vigorosa y vibrante— y vi una estrella que caía del cielo sobre la tierra y le fue dada la llave del pozo del abismo; y abrió el pozo del abismo, y subió del pozo humo semejante al humo de un gran horno, y se oscureció el sol y el aire a causa del humo del pozo… Por rey tienen sobre sí un ángel del abismo, cuyo nombre es en hebreo Abaddón… La bestia que surgió del pozo del abismo peleó contra ellos, y los venció, y los mató. Y sus cadáveres yacieron en las calles. El resto de los hombres que no murió de estas plagas no se arrepintió de las obras de sus manos, dejando de adorar a los demonios, a los ídolos de oro y de plata…

Clay alzó la cabeza y cerró lentamente el libro.

—Apocalipsis, capítulo nueve —dijo, y dejó que un incómodo silencio descendiera sobre la congregación. Después comenzó a hablar en voz más baja—: Hace unas semanas, una importante compañía llegó a la ciudad para intentar una vez más encontrar el tesoro de la isla Ragged. Todos habéis oído las explosiones, los motores funcionando día y noche sin parar, las sirenas y los helicópteros. Y habéis visto la isla iluminada por las noches como una plataforma petrolífera. Algunos de vosotros estáis trabajando para esa compañía, o habéis alquilado habitaciones a sus empleados, o bien la búsqueda del tesoro os beneficia económicamente de alguna forma.

Los ojos del pastor se pasearon por la sala y se detuvieron un instante en Bud. El almacenero se movió en su asiento y miró hacia la puerta.

—Aquellos de vosotros preocupados por el entorno, os estáis preguntando cuál será el efecto que los bombeos de agua, las explosiones, y la actividad incesante tienen sobre la ecología de la bahía. Y los pescadores de langostas se estarán preguntando si todo esto tiene alguna relación con el descenso de un veinte por ciento en la pesca, y lo mismo le ha sucedido a los pescadores de caballa.

El pastor 'hizo una pausa. Bud sabía que las capturas habían ido disminuyendo gradualmente en los últimos veinte años, con búsquedas del tesoro o sin ellas. Pero esto no impidió que los numerosos pescadores presentes se movieran inquietos en sus asientos.

—Pero lo que hoy me preocupa no es el ruido, la contaminación, la disminución de la pesca, o el expolio de la bahía. De estos asuntos mundanos debería ocuparse el alcalde —dijo Clay, y miró intencionadamente al alcalde.

Bud observó que Fitzgerald sonreía forzadamente y se atusaba el bigote.

—Mi preocupación son las consecuencias espirituales de esta búsqueda del tesoro. —Clay bajó del pulpito—. La Biblia es muy clara al respecto. La codicia es el origen de todo mal. Y de los pobres será el reino de los cielos. No hay ninguna ambigüedad, ni discusión acerca de las posibles interpretaciones. Es muy duro escucharlo, pero es la verdad. Y cuando un rico quiso seguir a Jesús, El le dijo que antes tenía que repartir sus riquezas. Pero el hombre no pudo hacerlo. Jesús no podría haberlo dicho con más claridad: Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos.

Hizo una pausa para mirar a los presentes.

—Puede que para vosotros éste fuera siempre un problema ajeno. Después de todo, la mayoría de los habitantes de esta ciudad no son ricos, ni mucho menos. Pero la búsqueda del tesoro lo ha cambiado todo. ¿Os habéis detenido a pensar lo que sucederá con nuestra ciudad si tienen éxito? Os daré una idea: Stormhaven se transformará en la mayor atracción turística después de Disneyland. Hará que Bar Harbor y Freeport parezcan ciudades fantasma. Si os parece que ahora la pesca no es buena, esperad hasta que centenares de barcos de turistas invadan estas aguas; esperad a ver los hoteles y las casas de veraneo que brotarán como hongos junto a las playas. Y el tráfico. Pensad en los innumerables aventureros y buscadores de dinero fácil que acudirán a cavar aquí y allá, en la costa y en mar abierto, arrojando sus toneladas de basura, contaminándolo todo hasta que la tierra sea destruida y la pesca exterminada. Claro está que algunos de los aquí presentes ganarán dinero, pero ¿será vuestro destino diferente al del rico de la parábola de Lázaro? Y los más pobres de vosotros, aquellos que se ganan la vida en el mar, estarán mucho peor. Sólo habrá dos elecciones posibles: la asistencia pública y un solo billete de ida a Boston.

Ante la mención de las dos cosas más despreciadas en Stormhaven, los subsidios del Estado y Boston, se oyó un murmullo de protesta.

De repente Clay se echó hacia atrás, aferrado al pulpito.

—Ellos dejarán libre a la bestia cuyo nombre es Abaddón. Abaddón, rey del abismo. Abaddón, que en hebreo significa el Destructor.

»Permitidme que os muestre una cosa —dijo, y bajó del pulpito para coger el objeto que había en la mesita auxiliar.

Clay esperó un instante y luego quitó la sábana que lo cubría. Debajo había una piedra chata y negra, de unos treinta por cuarenta y cinco centímetros, y bordes astillados. En una de las caras había labrada una inscripción, que habían subrayado con tiza amarilla.

Clay volvió a subir al pulpito, y en voz alta y vibrante repitió la inscripción de la lápida.

—«
Primero mentirás
.
Llorarás después. Más tarde morirás…»
No es una coincidencia que encontraran esta piedra cuando se descubrió el Pozo de Agua, y que fuera ella quien provocara la primera muerte del pozo. Y desde entonces siempre se ha cumplido la profecía de esta piedra maligna. Aquellos de vosotros que adoráis ídolos de oro y plata —ya sea directamente, participando en las excavaciones, o indirectamente, comerciando con los miembros de la expedición—, deberíais recordar la progresión que describe.
Primero mentirás
: la codicia pervertirá vuestros instintos más nobles.

»Malin Hatch me dijo durante la fiesta de la langosta que el tesoro valía dos millones de dólares. No es una suma despreciable, incluso para un hombre de Boston. Pero posteriormente me he enterado que su valor real se aproxima a los dos mil millones. Dos mil millones. ¿Por qué me mentiría el doctor Hatch? Sólo puedo deciros una cosa: los ídolos de oro son muy seductores.
Primero mentirás
.

El pastor bajó la voz.

—Y luego viene la siguiente línea:
Llorarás después.
El oro trae consigo la maldición de la desdicha. Y si no lo creéis, hablad con el hombre que perdió las piernas. ¿Y cuál es la última línea de la maldición?
Luego morirás.

Sus ojos penetrantes estudiaron las caras de la audiencia.

—Hoy, muchos de ustedes quieren, hablando en sentido figurado, levantar la piedra para conseguir el idolatrado oro que hay debajo. Es lo mismo que quería Simón Rutter hace doscientos años. Bien, recordad lo que le sucedió a Rutter.

»E1 otro día, un hombre murió en el pozo. Yo hablé con ese hombre la semana pasada. No se excusó por codiciar el oro. De hecho, fue muy sincero. "Yo no soy la madre Teresa", me dijo. Y ahora ese hombre está muerto. Y murió de la peor manera posible, aplastado por una gran piedra.
Y luego, morirás.
Una vez más, la maldición se ha cumplido.

Clay hizo una pausa para recuperar el aliento. Bud miró a los asistentes. Los pescadores hablaban entre ellos. Claire, los ojos bajos, se miraba las manos.

—¿Y qué me decís de todos los otros que han muerto, o han quedado inválidos, o lo han perdido todo por este maldito tesoro? —comenzó nuevamente Clay—. Este tesoro es el demonio mismo. Y todos los que se aprovechan de él, directa o indirectamente, tendrán que reconocer su responsabilidad. Y en el juicio final, no importará si han encontrado el tesoro. La mera búsqueda es un horrible pecado, que repugna a Dios. Y cuanto más se interne Stormhaven en ese camino de pecado, mayor será nuestra penitencia. Y lo pagaremos con la pérdida de lo que nos procura nuestro sustento, con la desaparición de los peces, con la pérdida de vidas humanas.

El pastor se aclaró la garganta.

—Durante años se ha hablado de la maldición de la isla Ragged y del Pozo de Agua. Ahora, mucha gente no le da importancia a esas conversaciones. Dicen que son supersticiones en las que sólo creen los ignorantes. —Clay señaló la piedra—. Que se lo digan a Simón Rutter. O a Ezeklel Harris. O a John Hatch.

La voz de Clay bajó hasta convertirse en un susurro.

—En la isla han sucedido cosas muy extrañas. Cosas de las que nadie os informa. Los equipos funcionan mal sin ninguna causa que lo justifique. Hay accidentes inexplicables, y los trabajos se retrasan. Y hace unos días descubrieron una fosa común. Una tumba donde habían enterrado deprisa a muchos piratas. Ochenta, tal vez cien personas. Los cadáveres no presentaban señales de violencia. Nadie sabe cómo murieron. «La bestia que surgirá del abismo sin fondo luchará contra ellos. Y sus cadáveres yacerán en las calles.»

» ¿Cómo murieron esos hombres? —tronó de repente el pastor—. Fue la mano de Dios. ¿Sabéis qué otra cosa encontraron junto a los cadáveres?

En la nave de la iglesia se hizo un silencio tan profundo que Bud oía el ruido de una rama que rozaba una ventana próxima.

—Encontraron oro —susurró Clay con voz áspera.

32

Como médico oficial de la expedición de la isla Ragged, Hatch tuvo que encargarse de todos los trámites burocráticos concernientes a la muerte de Wopner. Trajo a una enfermera de Stormhaven para que se hiciera cargo de la consulta durante su ausencia, cerró la gran casa de Ocean Lañe y fue en su coche a Machiasport, donde se realizó una encuesta judicial. A la mañana siguiente se dirigió a Bangor. Cuando por fin terminó de llenar formularios y regresó a Stormhaven, habían pasado tres días.

Esa misma tarde fue a la isla, y lo que vio allí acabó de convencerle de que había hecho bien en no oponerse a la decisión de Neidelman de continuar con los trabajos. A pesar de que el capitán había exigido mucho de sus hombres en los últimos días, el esfuerzo —y también las severísimas medidas de seguridad que se habían tomado tras la muerte de Wopner—, parecían haber disipado el clima de desmoralización. Pero el ritmo febril de trabajo tenía su precio, y Hatch tuvo que atender al menos seis heridas menores en el curso de la tarde. Y además de los heridos, había tres enfermos que esperaban su atención. Una cifra muy alta, teniendo en cuenta que en la isla quedaba la mitad del contingente original. Uno de los hombres se quejaba de decaimiento y náuseas, y otro tenía una infección bacteriana muy rara, que Hatch conocía por los libros, pero no había visto nunca en la vida real. El tercero tenía una virosis bastante sencilla, pero que le producía una fiebre muy alta.

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