El pozo de la muerte (50 page)

Read El pozo de la muerte Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
13.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

En la empuñadura había también una deslumbrante serle de zafiros en un arco iris de colores —negros, anaranjados, azul marino, blancos, verdes, rosados y amarillos—, todos de una pureza perfecta. Neidelman no había visto jamás, ni en sus sueños más febriles, piedras preciosas de colores tan puros e intensos. Cada una era única, y de ser vendida, alcanzaría precios fabulosos. Pero era impensable que todas ellas estuvieran juntas en una pieza tan singular de orfebrería bizantina. Jamás se había visto en el mundo un objeto semejante, la espada era una pieza excepcional y única.

Neidelman vio con absoluta claridad que no se había equivocado con respecto al valor de la espada. En todo caso, había subestimado su poder. Aquél era un artefacto que podía cambiar el mundo.

Y ahora, por fin, había llegado el momento de la verdad. La empuñadura y la vaina eran extraordinarias: la hoja misma debía de ser algo increíble. Cogió la vaina con la mano izquierda y la empuñadura con la derecha, y comenzó a desenvainarla con exquisita lentitud.

El intenso placer que experimentaba Neidelman se convirtió primero en perplejidad, luego en un profundo desconcierto, y finalmente en asombro. De la vaina salió una pieza de metal corroída y deformada. Su superficie era rugosa e irregular, y tenía manchas de herrumbre, pero de un extraño color entre negro y púrpura, con adherencias de una extraña sustancia blancuzca. El capitán la desenvainó por completo y examinó la hoja deforme. En verdad, no podía decirse que aquello fuera la hoja de una espada. Neidelman estaba desconcertado. Se había imaginado este momento cientos de veces, y la espada siempre era diferente. Pero jamás se la había imaginado con este aspecto.

Acarició el áspero metal, y se preguntó por qué estaba tibio. Quizá la espada había sido dañada por el fuego y se había fundido, y luego le habían colocado una empuñadura nueva. Pero ¿qué clase de fuego habría podido dañar la hoja de una manera tan extraña? ¿Y de qué metal estaba hecha? No era hierro, porque la herrumbre habría sido de color naranja, ni plata, que se volvía negra al oxidarse. El platino y el oro no se oxidaban. Y pesaba demasiado para ser de estaño, o de algún otro metal barato.

¿ Qué metal adquiría este raro color púrpura al oxidarse ?

Blandió la espada en el aire, y recordó la leyenda cristiana acerca del arcángel san Miguel.

Y se le ocurrió una idea.

Muchas veces, tarde en la noche, había soñado despierto que la espada enterrada en el fondo del Pozo de Agua era realmente la espada de San Miguel, el vencedor de Satán. Y en sus ensoñaciones, cuando la miraba, sufría una fulminante conversión, como la de san Pablo en el camino de Damasco. Pero al llegar a este punto, su fantasía se agotaba. Nada de lo que podía imaginar era lo bastante extraordinario como para justificar la veneración y el pavor que transmitían los antiguos documentos que mencionaban a la espada.

Pero si san Miguel —el arcángel de la espada— había luchado contra Satán, su espada debía de haberse quemado y fundido en la refriega. Y sería única.

Como lo era la que empuñaba su mano.

La miró como si la viera por primera vez, y en su interior se mezclaban el asombro y el miedo. Si ésta era la espada que había vencido a Satán —¿y qué otra explicación podía haber?—, entonces era la evidencia, la prueba de la existencia de otro mundo. La resurrección de semejante espada sería un acontecimiento espectacular.

Sí, sí, se dijo. Con una espada así, podría limpiar el mundo, barrer la escoria moral, dar el golpe de gracia a las decadentes religiones y a sus no menos decadentes sacerdotes, y establecer un nuevo credo para el nuevo milenio. Aquella espada no era suya por casualidad; se la había ganado con sangre y sudor; había probado que era digno de ella. Era la prueba que había anhelado durante toda su vida, el único tesoro que realmente había deseado.

El brazo le temblaba, y apoyó la espada sobre la tapa del cofre. Y sintió otra vez asombro ante el contraste entre la belleza sobrenatural de la empuñadura y la retorcida fealdad de la hoja. Pero ahora esa fealdad tenía algo de pavoroso, inspiraba un terror reverencial.

Y ahora le pertenecía. Y tenía todo el tiempo del mundo para reflexionar, y llegar a comprender, su extraña y terrible belleza.

Neidelman volvió a envainar la espada, y echó un vistazo al cofre. Se lo llevaría; a su manera, era importante, estaba inseparablemente unido a la historia de la espada. Miró por encima del hombro y observó con satisfacción que Magnusen por fin había bajado el contenedor a la cámara del tesoro, y lo estaba cargando con sacos de monedas. La mujer se movía lentamente, como si fuera una autómata.

Neidelman examinó una vez más el cofre, y la banda de hierro aún visible, adherida por la herrumbre a uno de los lados. Aquél era un sistema muy raro de sujeción. Habría sido más fácil atornillar las bandas metálicas al suelo de la cámara del tesoro, en lugar de introducirlas por las ranuras. ¿A qué estarían atornilladas debajo del suelo?

Neidelman retrocedió y quebró de un puntapié la última banda metálica. La cinta desapareció velozmente por el agujero, como si algo muy pesado la arrastrara hacia abajo.

De repente todo comenzó a vibrar, y la cámara del tesoro sufrió una violenta sacudida. El suelo se inclinó hacia la derecha, como el de un avión que entrara en una zona de turbulencias. Los cajones, los sacos y las barricas que estaban apilados contra la pared de la izquierda cayeron, destrozándose contra el suelo, y dejaron caer una lluvia de piedras preciosas, polvo de oro y perlas. Las pilas de lingotes de oro se inclinaron y finalmente se derrumbaron estrepitosamente. Las violentas sacudidas arrojaron a Neidelman sobre el cofre, y su mano se dirigió hacia la empuñadura de la espada; en sus oídos resonaban los gritos estremecedores de Magnusen.

58

El motor electrónico del ascensor zumbaba suavemente mientras descendían al pozo. Streeter, de pie en un ángulo de la plataforma, apuntaba con su pistola a Rankin y a Bonterre, que estaban de pie frente a él.

—Lyle, tiene que escucharnos —rogó Bonterre—. Roger dice que debajo de nosotros hay un gran vacío. Él lo ha visto en la pantalla del sonar. El Pozo de Agua y la cámara del tesoro están construidos sobre un…

—Cuénteselo a su amigo Hatch, si es que todavía está vivo —le respondió Streeter.

—¿Dónde está Hatch? ¿Qué ha hecho con él?

Streeter levantó apenas la pistola.

—Sé muy bien lo que estaban planeando. —Mon dieu, usted está tan paranoico como…

—Cállese. Yo sabía que no se podía confiar en Hatch, lo sabía desde el primer día que lo vi. El capitán a veces es un poco ingenuo. Es un buen hombre, y confía en la gente. Por eso me necesita. Pero yo sabía que el tiempo me daría la razón. En cuanto a usted, zorra, se ha equivocado de bando. Lo mismo que usted —dijo, moviendo la pistola en dirección a Rankin.

El geólogo estaba en el borde de la plataforma, agarrado con la mano sana a la barandilla.

—Usted está loco —dijo.

Bonterre lo miró. El fornido Rankin, un hombre siempre amable y de buen humor, estaba ahora tan furioso que parecía que fuera a estallar en cualquier momento.

—¿No lo entiende? —insistió Rankin—. Ese tesoro ha estado empapándose de radiactividad durante siglos. Ahora es una amenaza.

—Siga hablando, y le cerraré la boca de un puntapié —amenazó Streeter.

—Me importa un bledo lo que haga —dijo Rankin—. De todas formas, esa espada nos matará a todos.

—Tonterías.

—No son tonterías. He visto las cifras. Los niveles de radiación de ese cofre son increíbles. Cuando Neidelman saque la espada, moriremos todos.

Pasaron junto a la plataforma situada a los quince metros de profundidad, los puntales de titanio bañados por el resplandor de las luces de emergencia.

—Usted cree que soy idiota —dijo Streeter—. O está tan desesperado que dice cualquier cosa para salvarse. Esa espada tiene por lo menos quinientos años. Y en la tierra no hay ninguna fuente de radiactividad natural que sea tan poderosa.

—Tiene razón, en la tierra no hay nada —Rankin se inclinó hacia adelante—, pero esa espada fue hecha con un maldito meteorito.

—¿Qué estás diciendo? —susurró Bonterre.

Streeter soltó una carcajada áspera como un ladrido.

—El radiómetro señala una emisión de radiaciones característica del iridio 80. Se trata de un isótopo pesado del iridio. Jodidamente radiactivo. —Rankin escupió por encima de la barandilla—. El iridio es escaso en la tierra, pero muy común en los meteoritos de níquel y hierro.

El geólogo se balanceó hacia adelante, e hizo una mueca de dolor cuando la mano herida rozó la plataforma.

—Streeter, déjenos hablar con el capitán —dijo Bonterre.

—De ninguna manera. El capitán ha trabajado durante años para conseguir este tesoro. Hasta habla en sueños de él. El tesoro le pertenece a él, y no a un geólogo peludo que se unió al equipo hace tres meses. O a una puta francesa. Es de Neidelman, y de nadie más.

—¡Estúpido hijo de perra! —Los ojos de Rankin llameaban de cólera.

Streeter apretó los labios pero no dijo nada.

—¿Sabe una cosa? —continuó Rankin—. Al capitán, usted no le importa nada. ¿Cree que en la actualidad él se molestaría en salvarle la vida? Ni lo sueñe. Sólo le preocupa su maldito tesoro. Para él, es como si usted ya no existiera.

Streeter apretó el cañón de la pistola contra la frente de Rankin.

—Adelante —dijo Rankin—. Dispare y terminemos con esto, o suelte la pistola y pelee como un hombre. Lo haré polvo con una sola mano.

Streeter dirigió el arma hacia la barandilla y disparó. La sangre salpicó los muros del pozo cuando Rankin retiró bruscamente la mano. El geólogo cayó de rodillas, llorando de dolor y rabia. El índice y el dedo corazón le colgaban de unas desgarradas tiras de piel. Streeter empezó a patearlo violentamente en la cara. Bonterre se lanzó gritando sobre el capataz.

De súbito, se oyó un bronco rugido en las profundidades, seguido un segundo después de una violenta sacudida que los arrojó a todos sobre la plataforma. Rankin, con las manos destrozadas, se tambaleó hacia atrás, sin poderse agarrar a la barandilla, y Bonterre lo cogió por el cuello de la camisa para evitar que cayera al vacío. Streeter fue el primero en recuperar el equilibrio, y cuando Bonterre por fin se puso de pie, el capataz ya estaba agarrado a la barandilla y les apuntaba con la pistola. Toda la estructura se sacudía con violencia, y los puntales de titanio crujían en protesta. Debajo de ellos se oía el rugido demoníaco del agua.

El ascensor se detuvo.

—¡No se muevan! —les ordenó Streeter.

Hubo otra sacudida, y las luces de emergencia comenzaron a parpadear. Un tornillo que caía rebotó en la plataforma del ascensor con un ruido metálico y continuó su caída al abismo.

—¡Ya ha comenzado! —gritó con voz ronca Rankin, que estaba hecho un ovillo en el suelo del ascensor, y se apretaba las manos sangrantes contra el pecho. «

—¿Qué es lo que ha comenzado?

—El Pozo de Agua se está desmoronando dentro de la falla. ¡Qué maldita coincidencia!

—Cierren la boca y salten —dijo Streeter, y señaló con la pistola la plataforma construida a treinta metros de profundidad, que estaba algo más abajo de donde se había detenido el ascensor.

Otro temblor sacudió al ascensor, que se inclinó hacia un lado. Una bocanada de aire helado sopló desde el abismo.

—¿Coincidencia? ¡Esto no es ninguna coincidencia! —gritó Bonterre—. Se trata de la trampa secreta de Macallan.

—Les he dicho que se callen.

Streeter la empujó fuera del ascensor y la joven cayó en el andamio de los treinta metros de profundidad. Miró hacia arriba, dolorida pero indemne, y vio al capataz que pateaba a Rankin en el abdomen. Tres patadas, y el geólogo cayó pesadamente junto a ella. Bonterre se movió para ayudarlo, pero Streeter ya bajaba al andamio con gatuna agilidad.

—No lo toque —ordenó, y la amenazó con la pistola—. Vamos a ir allí.

Bonterre miró en la dirección señalada. El puente que conectaba la escalera de titanio con el túnel de Wopner estaba vibrando. Y en ese mismo instante se produjo otra violenta sacudida. Las luces de emergencia se apagaron y la estructura metálica se sumergió en la oscuridad.

—Muévase —dijo Streeter muy cerca de su oreja.

Después, el capataz se detuvo. A pesar de la oscuridad, Bonterre se dio cuenta de que se había puesto tenso.

Y después, ella también vio la débil luz que, debajo de ellos, subía rápidamente por la escalera.

—¿Capitán Neidelman? —preguntó Streeter. No hubo respuesta.

—¿Es usted, capitán?: —preguntó otra vez, en voz más alta para que lo oyeran por encima del rugir del agua.

La luz continuaba acercándose. Bonterre observó que la linterna apuntaba hacia abajo y dejaba en sombras el rostro de la persona que subía la escalera.

—¡Eh, usted, el de abajo! —gritó Streeter—. ¡Déjeme ver su cara, o disparo!

Una voz apagada dijo unas palabras que no llegaron a entenderse.

—¿Capitán?

La luz se acercó aún más. Ahora estaba a unos tres metros más abajo. Y de pronto se apagó.

—Joder —dijo Streeter, y apoyado contra la barandilla, las piernas abiertas, apuntó hacia abajo.

—¡Quienquiera que sea —gritó— voy a…!

Algo se movió en la otra punta del andamio. Streeter, sorprendido, se dio la vuelta y disparó, y a la luz del fogonazo, Bonterre vio que Hatch le daba un puñetazo en el estómago a Streeter.

Al golpe en el abdomen le siguió un directo a la mandíbula. Streeter retrocedió tambaleándose, y Hatch fue tras él, lo cogió de la camisa y le golpeó muy fuerte en la cara, dos veces. Cuando le daba el segundo puñetazo se oyó un crujir de huesos, y la nariz de Streeter se rompió, salpicando sangre y mocos.

Streeter gimió y su cuerpo se aflojó. Hatch lo soltó. De repente, Streeter le dio un rodillazo. Hatch, gritando por la sorpresa y el dolor, cayó hacia atrás. Streeter cogió su pistola.

El capataz le apuntó y Hatch se arrastró hasta el otro lado del andamio. Se oyó un estallido y la bala dio en un puntal de titanio a su izquierda. Hatch se movió hacia el otro lado y una segunda bala pasó entre las vigas. Después oyó un jadeo y un gruñido: Bonterre había agarrado a Streeter por la espalda. Hatch arremetió contra el capataz justo cuando él se quitaba de encima a la muchacha con un golpe brutal que la lanzó hacia la boca del túnel. Streeter, rápido como un gato, volvió a apuntar a Hatch con la pistola. El joven se quedó inmóvil, el puño suspendido en el aire, la mirada fija en el cañón de la pistola. Streeter lo miró a los ojos y sonrió; la sangre que le salía de la nariz le manchaba los dientes de rojo.

Other books

Bucket Nut by Liza Cody
Sweet Jiminy by Kristin Gore
The Year of the Gadfly by Jennifer Miller
His Royal Pleasure by Leanne Banks
The 4 Phase Man by Richard Steinberg
Sadie by E. L. Todd
Ghoulish Song (9781442427310) by Alexander, William