Una vez más habían entrado en el valle de Myrloch y ahora Tristán apreció el panorama. Durante el resto del día, descendieron por una serie de cañones rocosos y de valles, que pronto fueron sustituidos por bosquecillos de cedros y, después, por espesos bosques de piceas y álamos temblones. La belleza de las montañas y la prístina pureza de las tierras salvajes hicieron que el día pasara deprisa para Tristán, quien descubrió que, por primera vez, disfrutaba con las tierras de su reino.
A última hora de la tarde, dejaron defínitivamente atrás el terreno más elevado. Su camino discurría ahora junto a un manso río a través de muchos prados llanos y floridos.
—Éste es el lugar que describió Aileen —exclamó Brigit, señalando una roca mellada que sobresalía de un pequeño claro—. Se reunirá aquí con nosotros al ponerse el sol.
Se detuvieron para acampar allí. Poco después del anochecer, la exploradora vestida de verde entró en el campamento.
—No hay señales de ellos delante de nosotros —informó—. Deben de estar más al norte. Es extraño, vi que se desencadenaba allá arriba una terrible tormenta que ha durado todo el día. Si los sorprendió allí, ¡mañana avanzarán muy despacio!
—¡Magnífico! —dijo Tristán—. Si mañana hace un buen día, llegaremos al camino de Corwell antes que los hombres del norte. Al menos podremos avisar a los fugitivos.
—Sí —convino Robyn—. Pero ¿cómo detendremos después a los hombres del norte?
El príncipe reconoció con tristeza que, al menos de momento, no tenía ningún plan. Y ninguno de sus compañeros podía ofrecer tampoco una solución.
Entonces guardaron silencio, taciturnos, dándose cuenta de la profundidad del problema. De pronto, un arbusto susurró cerca del campamento y vieron un débil movimiento.
—¡Debí suponer que os encontraría aquí!
La voz cascada, que salió de la oscuridad, hizo que el grupo se pusiese en pie. Canthus lanzó un gruñido y saltó para enfrentarse con la figura que se acercaba.
—¡Finellen! —exclamó Robyn, y los otros se quedaron boquiabiertos al ver a la enana que se aproximaba—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Aquellos idiotas os hicieron un gran favor cuando invadieron el valle de Myrloch —respondió Finellen, señalando en la dirección seguida por el ejército de los hombres del norte.
—¿Cómo ha sucedido eso? —preguntó, confuso, el principe.
—¡Hicieron que los enanos nos volviésemos locos! —respondió otra voz cascada, esta vez de varón, desde la oscuridad.
Tristán vio de pronto a numerosas figuras, todas ellas parecidas a Finellen en estatura y complexión, que salían del bosque para ir a reunirse con ellos en el claro. Tal vez cincuenta o sesenta personajes resueltos, todos ellos barbudos, con enmohecidas armaduras y hachas de guerra de mango corto, se plantaron alrededor del campamento. El príncipe observó que las Hermanas de Synnoria miraban con recelo a los recién llegados.
—Veo que no eres muy exigente en lo tocante a la compañía que eliges —gruñó Finellen a Tristán, señalando a Brigit con la cabeza.
—¡Escoria de enanos!
La fogosa Carina se puso de pie de un salto, desenvainó la fina espada y lanzó una estocada en dirección a la barba de Finellen.
Pero la hoja rebotó en la cabeza de un hacha que había aparecido de algún modo en las nudosas manos de Finellen. Durante unos instantes, permanecieron las dos como petrificadas, produciendo una gran tensión entre los reunidos. Entonces Tristán se puso en pie.
—¡Basta! —gritó, colocándose entre las dos mujeres—. Nuestra patria está en peligro. No pódemos permitirnos luchas entre nosotros; nuestro enemigo es más fuerte que nosotros. ¿Lo entendéis?
Carina miró echando chispas a la enana, y Finelle le hizo una sonrisa burlona a la amazona llewyrr. Poco a poco, las dos se tranquilizaron y se apartaron la una de la otra, pero siguieron mirándose con el entrecejo fruncido hasta que se hubieron sentado.
—Aceptamos de buen grado vuestra ayuda —dijo Tristán a Finellen y a los demás enanos—. ¿Por qué no montáis un campamento allí?
Indicó un terreno llano y herboso, muy separado del de las hermanas.
Finellen carraspeó y escupió ruidosamente al fuego.
—A propósito, los firbolg con quienes nos tropezamos se unieron a los humanos. Una fea pandilla, todos ellos.
Oída esta desagradable noticia, Tristán preguntó:
—¿Son tus amigos tan buenos como tú matando firbolg?
Los ojos de Finellen brillaron de satisfacción, pero se aaclaró la garganta y escupió de nuevo.
—Bueno, empieza a gustarnos como diversión.
La Manada observó al monstruo que bajaba del monte. Se estremecieron de miedo, pero algo mas poderoso les impidió huir. El gran macho, encanecido y curtido en innumerables batallas, se adelantó para hacer frente a la amenaza.
Había conducido la Manada durante muchos siglos, lo mismo que su padre antes de él. De una estirpe nacida de la propia diosa, el macho siempre había respondido a cualquier desafío. Ahora tuvo la impresión de que su reinado tocaba a su fin.
Impulsado a la lucha por su instinto, el lobo corrió al encuentro de su atacante. Saltó, pero sus mandíbulas se cerraron en el aire pues el gran animal lo esquivo con asombrosa rapidez. Antes de que pudiese apartarse, la horrible boca le mordió una pata delantera, y el macho sintió que el dolor se transmitía a su corazón. Sabiendo que era su última acción, el lobo se lanzó sobre el enemigo e hincó los fuertes dientes en el apestoso y peludo flanco.
Pero la carne del enemigo resistió la dentellada como si fuese de acero y, antes de que el macho pudiese hacerse a un lado, su cuello fue sujetado por las babeantes mandíbulas. Implacablemente, estas apretaron con mas fuerza. El gran macho pataleó sin fuerzas y enseguida se oyó un fuerte chasquido.
Erian lanzó el cuerpo muerto a un lado sin esforzarse demasiado. Sus ojos rojos no pestañearon al mirar uno a uno a los miles de animales que lo observaban a su vez. Los conminó a aceptar su autoridad y ellos lo hicieron sin chistar.
Erian, jefe de la Manada, podía ahora empezar a cumplir su misión.
Por fin consideró Kazgoroth que la flota estaba en condiciones de cumplir su destino en Corwell. Las velas habían sido cosidas; los cascos, reparados, y los espolones, desmontados. Se había perdido un tiempo precioso, pero la Bestia esperaba llegar a Corwell en poco menos de una semana. La demora no sería fatal para el gran plan.
Los hombres del norte dejaron tras ellos una docena de barcos, o parte de ellos, al zarpar. Aquellas carracas, demasiado dañadas para poderlas arreglar, habían suministrado materiales para la reparación de los otros barcos y luego habían sido abandonadas.
Con la marea de la mañana, la flota de largos barcos pasó desde la cala al mar abierto. Como no soplaba una ráfaga de viento, Thelgaar ordenó a los hombres que empuñasen los remos. Impulsados por los fuertes golpes de éstos, las embarcaciones reanudaron su viaje hacia Corwell.
Kazgoroth se preguntó qué sería del otro ejército, el que estaba bajo el mando de Grunnarch. El plan era bueno, si aquel viejo loco jactancioso podía llevarlo a la práctica. Kazgoroth recordó, con satisfacción, la corrupción que había sembrado entre los Jinetes Sanguinarios. Si la diabólica caballería podía encontrar la manera de aniquilar la masa de humanidad que debía estar huyendo de la invasión ¡el aumento de su poder sería incalculable!
—¡Mi príncipe! ¡Espera!
Era una voz musical la que llamaba al príncipe. Éste se volvió para mirar la columna. Daryth, Pawldo, Keren y Gavin cabalgaban juntos detrás de él. Después de de ellos en una doble fila, seguían las Hermanas de Synnoria a excepción de Aileen y otra de las amazonas, que estaban explorando valle arriba. Por último, también en parejas, marchaban sesenta enanos armados con hachas. Sus cortas piernas se movían con firmeza para seguir el paso del resto de la fuerza.
De pronto, en la retaguardia de la columna, apareció Aileen deslizándose al galope como un fantasma por la orilla del camino.
—¡Lo hemos conseguido! —gritó, y su voz argentina fue oída en toda la columna—. Ahora están apenas saliendo del valle.
Una aclamación espontánea brotó de las amazonas y de los enanos. El propio Tristán levantó la voz en un grito de triunfo.
—¡No puedo creerlo! —exclamó sonriendo Daryth.
—Seguro que llegaremos al camino de Corwell antes que ellos —dijo el príncipe—. Pero ¿cómo los detendremos? Todavía no veo la manera de impedir que bloqueen el camino y atrapen a los fugitivos.
—¿Qué habría hecho Arlen? —preguntó Robyn, que cabalgaba detrás de él.
El príncipe recordó de improviso los consejos de su maestro con una claridad que lo sorprendió.
—Siempre decía que había que estudiar el terreno, elegirlo con cuidado. Un buen terreno valía tanto como todo un ejército.
Pero ahora que él y su pequeña fuerza habían conseguido esta ventaja, ¿cómo podían utilizarla contra miles de hombres del norte?
Tristán consideró el terreno del ancho valle del río, que se abría a onduladas tierras de cultivo. Comprendió que, si llevaba su fuerza más lejos, los invasores podrían superarlos en los campos descubiertos.
Dando el alto a su columna, estudió su actual posición. Los hombres del norte tendrían que descender por este valle y, con un poco de suerte, su reducida fuerza podría embotellarlos en aquél el tiempo suficiente para que los refugiados pudiesen escapar hacia el oeste.
El príncipe estaba plantado en la cima de una baja colina. El río discurría bastante cerca, demasiado profundo para ser cruzado con facilidad. El otro lado del río y la tierra de más allá de esta colina estaban cubiertos de espesos matorrales. El único terreno bueno para un ejército como aquél, advirtió Tristán, era un campo llano, de unos doscientos pasos de anchura, que se extendía entre el río y la colina.
Miró de nuevo las manchas diminutas que avanzaban poco a poco por la carretera de Corwell y terminó de concebir su plan. Si los diversos elementos de su fuerza realizaban un trabajo conjunto, todavía podía haber una posibilidad.
Brigit desmontó a su lado y se quitó el yelmo. Sus cabellos de un rubio rojizo cayeron sobre sus hombros en espesa cascada, dejando al descubierto las puntas de sus pequeñas y afiladas orejas. También Finellen se unió a ellos, con aspecto animoso a pesar de la larga y rápida marcha de los enanos.
El príncipe señaló con la cabeza la lejana carretera y dijo:
—Debemos tratar de impedir que los invasores lleguen a la carretera. Cuanto más tiempo podamos detenerlos, más de nuestra gente tendrá posibilidad de no caer en la trampa.
Miró a cada uno de sus compañeros.
—He estado pensando en un plan. El mejor lugar para intentar detenerlos es éste; si nos acercamos más a la carretera, no podremos beneficiarnos del terreno. Cabalgaré hasta la carretera con Gavin y Daryth y trataré de reclutar a todos los hombres que pueda para que nos ayuden. Si puedo reunir un número suficiente, podremos tener una oportunidad de detener a los invasores en combate.
Todos reflexionaron un momento, en silencio, sobre esto. La perspectiva de enfrentarse a unos invasores veteranos con una turba de refugiados reclutada a toda prisa no les parecía un plan de combate muy prometedor, pero estaban dispuestos a escuchar a este nuevo y joven «general» que hablaba con tanta confianza.
—Finellen, ¿puedes desplegar tu compañía en la cresta de esta colina? —siguió diciendo Tristán.
La enana observó la baja cima de la colina y el terreno circundante. Pareció aprobar su elección y gruñó en señal de conformidad.
—Brigit, necesito que tú y las hermanas los hostiguéis cuando desciendan por este valle. Ved si podéis hacer que crean que están siendo atacados y obligarlos a desplegarse para el combate. Cuanto más tiempo podáis hacerles perder, menos tendremos que entretenerlos nosotros cuando lleguen aquí.
La capitana lo miró en silencio, sin emoción visible en sus grandes ojos castaños. Pensó un momento y asintió con la cabeza.
—Comprendo.
Entonces Tristán miró a Robyn.
—¿Recuerdas aquel truco que hiciste con el árbol?
—La joven asintió, intrigada—. Mientras las hermanas suban a caballo por el valle, quisiera que tú y algunos de los enanos hicieseis todo lo posible en los bosques, y en el campo, para dificultar el paso del ejército. Además —añadió— informa a Brigit de tus planes. Temo que las hermanas tendrán mucha prisa cuando bajen, y no quisiera que encontrasen obstáculos.
El príncipe señaló una zanja poco profunda que le había llamado la atención y que, al parecer, tenía por objeto conducir el agua de la lluvia desde la colina hasta el río. Dividía en dos partes el terreno donde él proyectaba montar su defensa.
—Si puedo reclutar algunos hombres, los situaré a lo largo de esta zanja. Los enanos los protegerán por la derecha y el río por la izquierda.
—¿Y si no puedes reclutar ningún voluntario? —preguntó Robyn, sumamente preocupada.
—Entonces tendremos que apañarnos solos —contestó Tristán, con más fervor que confianza.
—Toma —dijo Robyn, mirándolo muy seria mientras se quitaba el pañuelo con que envolvía su cuello.
El principe vio, estampado en él, el Lobo Solitario, escudo de armas de la familia de ella. Robyn sujetó el pañuelo en la punta de una lanza y le tendió el arma.
El pañuelo ondeó impulsado por una suave brisa.
—Si vas a tratar de reunir un ejército —explicó ella—, ¡será mejor que trates de parecer un príncipe!
Y él se llevó el recuerdo de su sonrisa de despedida mientras bajaba hacia la carretera.
Grunnarch estaba sentado perezosamente debajo de un dosel de lona montado a toda prisa. Observaba cómo fluía el agua alrededor de su refugio: arroyuelos que se deslizaban sobre el barro y pronto se confundían, y se unían de nuevo para formar torrentes e inundar los campos. El Rey Rojo añoraba la sensación de la cubierta oscilando bajo sus pies y el beso del aire salado del mar. En vez de esto, sólo tenía ante él muchos más días de agotadora campaña.
Por fin cesó de llover al ponerse el sol, pero el ejército de Grunnarch se vio obligado a pasar la noche donde se había detenido. Espesas y bajas nubes cerraban el paso a todo destello de luz de la luna o de las estrellas, y tratar de marchar en esa completa oscuridad habría sido una locura. De modo que sólo el día después de la tormenta pudo reanudar su marcha el ejército de Grunnarch.