El pozo de las tinieblas (43 page)

Read El pozo de las tinieblas Online

Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

BOOK: El pozo de las tinieblas
9.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

El lobo se encogió y, por fin, se derrumbó, pero el gran perro mantuvo levantado por el cuello aquel cuerpo todavía mas grande que el suyo.

Canthus miró a su alrededor, preguntándose qué ocurriría ahora.

19
Sitiados

Laric contempló la pequeña figura erguida sobre el borde de la lejana torre. Fuerte y arrogante, palpitaba con la vitalidad de la hermana amazona a la que había quitado la vida.

Pero ahora olvidó a aquella amazona, que era insignificante en comparación con la nueva fuerza que emanaba de la mujer del parapeto. Sus ardientes y líquidas cuencas fijaron la mirada en el manto negro y en los ondeantes y negros cabellos. Volvió a sentir hambre en su interior, un hambre que borró de su memoria su reciente ágape.

Abriendo los negros labios en una amplia sonrisa, se juró que aquella mujer sería suya. Sólo con su sangre podía saciar su sed. Laric sabía que, con ella, su fuerza podría igualar la de la propia Bestia.

También Kazgoroth contempló la pequeña figura en la torre lejana, y el cuerpo de Thelgaar Mano de Hierro se estremeció con insensato furor. Sólo con una gran concentración e igual gran esfuerzo, consiguió evitar la Bestia que se manifestase su verdadero cuerpo. El odio inflamaba su mente y fortaleció su afán de venganza.

Aquel ser humano tenía que morir bajo las garras del propio Kazgoroth.

Sin embargo, la cautela innata de la Bestia la disuadió de un ataque impremeditado. Aquella mujer podía ser una druida, pues tenía gran autoridad sobre las fuerzas de la diosa. Kazgoroth sabía que ni siquiera Genna Moonsinger, Gran Druida de la isla, podía rivalizar con aquella exhibición de magia.

Esta nueva druida requería precaución.

Thelgaar Mano de Hierro dejó el resto de la batalla en manos de sus subalternos y se metió en su tienda para hacer planes.

Desde la puerta del castillo, Tristán vio cómo saqueaban los invasores la villa de Corwell. El ejército se extendía como una plaga sobre el bucólico escenario que había conocido durante toda su vida.

La retaguardia casi había llegado a la distancia donde sería protegida por los arqueros. El alcalde estaba en pie en medio del combate, rodeado de los fieles miembros de su milicia. Por lo visto, su caballo había caído.

Al descargar los arqueros su primera lluvia de flechas, un hombre del norte alcanzó con su espada al alcalde, quien cayó sobre el camino. Tristán vio que el rollizo hombrecillo luchaba por incorporarse sobre las rodillas, pero entonces lo rodearon los invasores y su cuerpo desapareció. Más y más flechas, arrojadas desde las murallas del castillo, siguieron cayendo sobre los atacantes. Al volverse éstos y echar a correr, la milicia consiguió entrar indemne en el castillo.

Tristán, mareado, observó cómo entraba el último ffolk en el castillo y oyó cómo se cerraba la sólida puerta de roble. Asaltado de pronto por la necesidad de ver a Robyn, volvió la espalda al campo de batalla y se introdujo deprisa en el castillo.

Delante de la puerta de ella, vaciló; después golpeó con suavidad las gruesas tablas de roble. Durante un momento no oyó nada, pero luego una voz débil lo invitó a entrar.

Empujó la puerta y la abrió despacio. En un primer momento sólo alcanzó a ver un bulto sobre la cama, frente a la estrecha ventana.

La almohada y las gruesas mantas que envolvían a Robyn parecían sofocar la cama. La doncella que yacía entre ellas parecía pequeña, muy pequeña.

Sus cabellos negros, extendidos como una brillante capa negra sobre la gran almohada, acentuaban la extraordinaria palidez de su rostro. Sus verdes ojos parecían haberse hundido y estaban enmarcados en unos círculos oscuros.

Pero le sonrió y fue como si se iluminase la habitación. Tristán corrió hacia la cama, se arrodilló y rodeó a Robyn con sus brazos. Durante un largo instante, los dos amigos que tantas fatigas habían compartido se estrecharon con fuerza.

Entonces, el príncipe levantó la cabeza y aparcó un mechón de cabellos negros de la cara de Robyn. Se inclinó para besarla y ella lo atrajo ansiosamente para que lo hiciese. Después de un largo momento, se separaron.

Cada uno vio que el otro respiraba con dificultad, y ambos se echaron a reír.

Después, el semblante de Robyn se ensombreció.

—Pensé que nunca volvería a verte —murmuró.

—De no haber sido por tu magia, ni tú ni nadie habría vuelto a verme jamás.

Tristán vio la Vara del Pozo Blanco junto a la cama y dio en silencio gracias a la diosa. Luego tocó las ojeras de fatiga de la nueva druida.

—¿Te sientes mal?

—No; sólo muy cansada. No fue mi poder lo que provocó aquellos rayos. Fue la vara, a través de mí; pero, por lo visto, me agotó también. —Miró apenada la vara de fresno—. Temo que haya gastado su poder..., ¡pero ha prestado un buen servicio!

—Tú nos has dado la posibilidad de perseverar —exclamó Tristán, tratando de animarla—. Podemos aguantar en el castillo durante meses y, si no conseguimos expulsarlos de aquí, ¡lo hará el invierno!

Ella sonrió con tristeza, comprendiendo su bravata.

—Temo su ataque. Todavía son muy poderosos. —Durante un breve instante, perdió su aplomo y pareció una niña asustada—. ¡Abrázame, Tristán!

Él la tomó en brazos y la apretó contra su pecho. Durante un momento, ella tembló sin poder dominarse, pero después se fue calmando poco a poco. Acercó la cara al oído de él.

—Te amo —murmuró, estrechándolo.

Todas las preocupaciones de Tristán se desvanecieron, al escuchar gozoso sus palabras. La abrazó más fuerte e imaginó unos días tranquilos en el futuro, cuando podrían estar juntos para siempre. Pero esto cesó de pronto, al sonar unas llamadas insistentes a la puerta. Robyn suspiró, pero aflojó su abrazo y el príncipe se irguió.

Tfistán abrió la puerta a fray Nolan, que lo saludó cortésmente con la cabeza y después miró con curiosidad a Robyn. Los ojos abiertos del clérigo mostraban una honda preocupación, y las arrugas de cansancio hacían que pareciesen tallados en la cara. Sus manos estaban irritadas y agrietadas, pero un traje limpio disimulaba todas las demás señales de la batalla.

—Perdón por la intrusión —dijo al entrar—. Espero que no estés demasiado fatigada.

—¿Qué deseas? —preguntó Robyn.

—Contribuir a protegerte —dijo con sencillez el clérigo—. Supongo que te das cuenta de que te has convertido en un objetivo muy visible.

—No se me había ocurrido —replicó Robyn.

—Pero desde luego es cierto. Estoy seguro de que has visto que tu enemigo no es..., ¿cómo lo diría...?, completamente natural.

—Sí, es verdad.

—Y también estoy seguro de que la fuerza maligna que lo impulsa lo conducirá hacia ti. Quiero quedarme aquí y ayudarte a combatirla.

—Pero si Robyn permanece aquí, en su habitación... —empezó a decir el príncipe.

Nolan carraspeó y señaló con la cabeza la ventana. Tristán se acercó a ella y miró al exterior. Como ya sabía, estaba a quince varas de altura en la pared de la torre que daba al patio, dentro de las murallas de Caer Corwell.

—Temo por ti, hija mía —dijo el clérigo—. Ambos sabemos que hay algo oscuro y antinatural en este enemigo. No estoy seguro de que una alta ventana sea suficiente para guardarte. Si me permitís...

El robusto clérigo se acercó a la ventana. Murmuró algunas frases misteriosas mientras pasaba las manos por el marco.

—Me quedaré aquí contigo —declaró Nolan, apartándose de la ventana y sentándose en un blando sillón.

Robyn pareció dispuesta a protestar, pero miró la cara del clérigo y no dijo nada. En todo caso, pensó el príncipe, pareció ligeramente aliviada.

Tristán se levantó para marcharse y estrechó la mano de Robyn en secreta señal de despedida.

Al salir de la habitación, se dio cuenta de improviso del gran cansancio que se había apoderado de su cuerpo. Pero todavía tenía que realizar una última y desagradable tarea antes de retirarse. La había retrasado ya demasiado tiempo. Tenía que hablar con su padre, con el rey.

Se dirigió despacio al estudio de su padre, llamó a la puerta y entró. Una gran fogata ardía en la chimenea y su padre yacía aún en el largo diván. Levantó una mirada inexpresiva al entrar el príncipe.

—Me alegro de que por fin hayas encontrado tiempo para informarme —dijo el rey.

—Tenía que ver a Robyn —dijo el príncipe, resuelto a no dejarse intimidar por su padre.

—Lo comprendo. He oído decir que le debes la vida.

—¡Lo sé! ¡Todos los de la villa le debemos la vida!

—Si hubieses evacuado el lugar, tal como yo había ordenado...

—¡Maldita sea, padre, intenté hacerlo! Perdimos una compañía, todos los hombres de Gynnatt, ¡y sabe la diosa cuántos más de los nuestros fueron liquidados!

Su padre cerró los ojos, como esforzándose por recobrar su paciencia. Tristán estaba furioso, pero no dijo más.

—Bueno, ¿qué has hecho desde que has regresado al castillo?

—¡Nada! Vi que el final de la columna de la villa había llegado a lugar seguro; después fui a ver a Robyn. ¡Revisaré las defensas en cuanto amanezca!

—Escúchame, hijo mío. —Su padre hablaba ahora en un tono extrañamente apremiante—. Tu presencia en las murallas y en las torres es muy importante. Tienen que verte, ¡y tienes que llevar el mando!

—Lo haré —respondió Tristán, tratando en vano de dominar su irritación—. Ahora voy a dormir.

Salió del estudio y subió despacio a las habitaciones de la familia. Caminó en silencio por el pasillo hacia su dormitorio, se detuvo delante de la puerta de Robyn y apoyó una oreja en la madera.

No oyó nada y siguió andando. Al abrir su propia puerta, sintió un cansancio abrumador. Sólo pudo pensar en dejar la puerta ligeramente entreabierta y colocar la Espada de Cymrych Hugh sobre una silla junto a su cama.

Un minuto después, se quedó dormido.

La serpiente, pequeña y negra, se deslizó por el suelo, siempre amparándose en las sombras. A su alrededor, el ondulado páramo resplandecía con las hogueras del ejército de los hombres del norte, pero el pequeño reptil evitaba todo contacto con los invasores.

Pronto cruzó la línea de vigilancia, dejando atrás la zona iluminada. Aquí, donde nadie podía verlo, Kazgoróth creció y se puso en pie, dando a su carne una nueva forma, única adecuada para su propósito. Brotaron grandes alas correosas en los hombros de la Bestia, y estiró unos brazos largos y musculosos, rematados por numerosos dedos con uñas como garras.

Abrió la ancha boca, mostrando varias hileras de dientes curvos y una larga lengua bífida. Una nariz aplanada, como el morro de un cerdo, separaba dos ojos menudos, pero intensamente brillantes, de un vivo carmesí. La cabeza era redondeada y lisa, aunque todo el cuerpo, a excepción de las alas, estaba protegido por una capa de pequeñas escamas.

La Bestia voló hacia Caer Corwell. El castillo se destacaba en la oscuridad de la noche como una isla de luz. Cien o más antorchas guarnecían el parapeto sobre la empalizada que rodeaba la fortaleza e iluminaban el bloque de la torre del homenaje. Con el ejército de los hombres del norte a sus pies, el castillo era símbolo de la resistencia de los ffolk.

Kazgoroth planeó sin ruido en el aire, descendiendo en dirección al amplio patio. Su cuerpo negro se confundía a la perfección con la noche y ninguno de los centinelas sospechó su presencia.

La Bestia voló alrededor de la torre, manteniendo la altura. Su grotesca nariz experimentó un ligero temblor al percibir muy pronto lo que buscaba. Ahora la Bestia descendió en picado hacia la torre y, en particular, Tiacia una estrecha ventana en lo alto de la lisa pared de piedra.

Kazgoroth sintió que la druida dormía en la habitación a la que correspondía aquella ventana. Pronto, pensó malignamente la Bestia, dormiría de un modo mucho más profundo. Los ágiles dedos, con sus crueles garras, se abrieron y cerraron con ansiedad. Plegando las alas en el último momento, la Bestia encogió el cuerpo y entró por la ventana.

Al instante estalló un fuego en la noche, enviando chispas que produjeron un dolor terrible al monstruo. Kazgoroth saltó de la protegida ventana y se estrelló pesadamente en el patio. Sonaron gritos de alarma de los guardias del patio, pero ninguno vio la negra forma cerca de la torre del homenaje.

¡Una barrera! La rabia se apoderó de Kazgoroth, al comprender su propio destino. Sacudiendo la escamosa cabeza para despejar su mente, la criatura se puso en pie y agitó con energía las alas.

Kazgoroth voló de nuevo, elevándose deprisa hasta la altura de la habitación de la druida. Esta vez, se cernió un momento en el exterior y vio la barrera mágica que cubría débilmente la ventana. Burlándose de su limitada eficacia, se lanzó contra la pared de granito de la torre.

Una explosión de piedra y polvo retumbó en la habitación. Kazgoroth se sacudió, se puso en pie en el centro de la estancia y miró a su alrededor. La druida, bellísima a pesar de su terror, se incorporó en la cama.

Las mandíbulas dentadas se abrieron en una sonrisa de reptil y la cola venenosa se torció en dirección al pecho indefenso de la doncella. Ésta sacó de alguna parte una vara y se cubrió con ella, y la Bestia maldijo el poder sobrehumano de la madera.

En ese momento, una fuerza poderosa golpeó a la Bestia desde un lado y la envió contra la ventana. Contrayendo los musculosos brazos, Kazgoroth se agarró al marco de aquélla y se lanzó a través de la habitación contra el bulto achaparrado del hombre que acababa de ver. Los dos grandes cuerpos cayeron al suelo y la Bestia sintió que los huesos del hombre crujían y se rompían.

Pero éste respondió con una fuerza que era nueva para la Bestia, después de sus largos siglos de lucha con la diosa. La tosca magia de aquel hombre era poderosa, aunque no podía dominar el ardiente y fiero poder del Pozo de las Tinieblas.

Las garras de Kazgoroth arañaron la cara del clérigo, dejando en ella largos y ensangrentados surcos. Pero, de alguna manera, el hombre levantó un aro de plata y lo aplicó al babeante rostro de la Bestia. La fría magia del clérigo, proyectada a través del aro, obligó a Kazgoroth a echarse atrás. El hombre quedó tendido donde el monstruo lo había empujado, con una pierna doblada anormalmente a un lado. Arrugas de espanto y de dolor hacían de su cara una máscara extraña.

Kazgoroth se volvió para atacar a la druida. Robyn había saltado de la cama y permanecía en pie, de espaldas a la pared, con la vara protectora delante de ella. Se apercibió contra el monstruo. Estaba temblando, pero su semblante no daba la menor muestra de debilidad.

Other books

Darcy & Elizabeth by Linda Berdoll
Third Strike by Zoe Sharp
Living Bipolar by Landon Sessions
The Sirian Experiments by Doris Lessing
The Burning by Jane Casey
Secrets of a Spinster by Rebecca Connolly
The Coronation by Boris Akunin