El pozo de las tinieblas (9 page)

Read El pozo de las tinieblas Online

Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

BOOK: El pozo de las tinieblas
7.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las poderosas patas de atrás del jabalí se pusieron tensas y el robusto cuello se torció para apuntar con los colmillos al largo cuello de Canthus. Pero el podenco era demasiado astuto; girando a su vez, cerró las poderosas mandíbulas sobre el hocico del jabalí, por encima de los colmillos de éste. La bestia se sacudió y chilló frenéticamente, pero no pudo soltarse de la terrible presa de su atacante.

Daryth, cruzando al galope la pedregosa orilla del lago, llegó al lugar de la lucha y detuvo su montura, con una hosca sonrisa de complacencia.

—Mátalo, grandullón —dijo a media voz, observan— do el efecto aniquilador de la mordedura de Canthus.

Momentos después, el resto de la jauría se había unido a Canthus. La matanza del jabalí no fue un espectáculo agradable. Canthus mantuvo su presa sobre el morro de la bestia, mientras los otros perros le desgarraban los flancos, el cuello y la panza. Durante un buen rato la criatura consiguió seguir en pie, invisible bajo la salvaje jauría, hasta que, al fin, la pérdida de sangre hizo que doblase las patas y cayese al suelo.

Tristán saltó de su caballo y corrió hacia el cuerpo inerte de Angus. El viejo podenco lo miró una vez y sacudió débilmente el rabo al reconocerlo. Después, los ojos castaños, ya turbios, se cerraron para siempre.

Durante un momento, el príncipe recordó cien alegres excursiones, con Angus saltando impaciente a su lado y sintiendo él crecer su propio entusiasmo infantil.

Después corrió para sujetar a Robyn, suspendida aún de la rama. Pero ella se soltó antes de que la alcanzase y gritó al doblarse su pierna herida. Tristán la sostuvo cuando caía al suelo y la ayudó a sentarse sobre el blando cojín de agujas de pino.

—Estoy bien —dijo ella, desembarazando los hombros del brazo de él.

El príncipe sintió que el cuerpo de Robyn se estremecía y percibió un temblor en su voz, pero se levantó y la soltó. Ella lo miró, y había gratitud en sus ojos, y después dolor al contemplar a Angus.

Arlen se acercó a ellos, carraspeando.

—No os aflijáis por él —dijo—, pues ha tenido la muerte del guerrero. No la habría deseado de otra manera.

Después de enterrar a Angus junto al lago y colocar un pequeño montón de piedras sobre la fosa, Robyn dijo en voz baja una oración por el espíritu del perro.

—Ocupémonos ahora de la presa —gruñó Arlen.

—Muy bien —convino el príncipe. Volvió la espalda, con alivio, al montículo de piedras y miró a Daryth—. ¿Cómo están los otros perros?

—Corwyss tiene una fea herida en un costado, pero se pondrá bien. Los otros están ilesos.

El príncipe se inclinó sobre el cuerpo destrozado del jabalí, sacó su afilado cuchillo de caza y lo clavó en lo que quedaba del rasgado cuello del animal. Mientras deslizaba la hoja hacia abajo, rajando la flaca panza de la bestia, Arlen empezó a hacer un hoyo para enterrar las visceras.

El pequeño grupo se alejó del fúnebre escenario para volver al campamento. Canthus y el resto de la jauría corrieron a lo largo de la orilla más lejana del lago, mientras los jinetes seguían su camino por la orilla más próxima y más suave. Los perros casi se habían reunido con ellos al otro lado, cuando Canthus se detuvo y aulló. Ladrando furiosamente, se negó a seguir adelante. Toda su atención estaba centrada en algo que había en el suelo, cerca de la orilla del lago.

—Iré a echar un vistazo —dijo Daryth, conduciendo su caballo entre las grandes rocas de la orilla, hacia donde esperaba la inquieta jauría.

Llegó junto a Canthus y miró hacia abajo.

—¡Creo que será mejor que vengáis aquí! —gritó—. Nunca había visto nada semejante a esto.

Los otros encontraron a Daryth de pie sobre una roca baja y plana. A su alrededor se extendían las aguas poco profundas del lago en todas direcciones, salvo en la base de la roca. Allí el agua era lo bastante superficial como para dejar ver la huella de una pisada en el barro.

El pie que había producido aquella huella calzaba una pesada bota —a juzgar por la profundidad de la marca— con una suela lisa de cuero. Esta suela estaba claveteada a intervalos regulares y toda la bota daba señales de un uso prolongado. Nada de esto hacía que la huella fuese excepcional, pues la bota habría podido pertenecer a cualquier leñador o pastor..., si hubiesen sido aquéllas sus únicas características.

Pero la huella tenía casi tres palmos de largo.

Erian se despertó con un terrible dolor. Sentía unos latidos violentos en los hombros y en la cabeza, y su cuerpo estaba entumecido de cintura para abajo. Poco a poco, se dio cuenta de que estaba desnudo y yacía al aire libre.

Levantando la dolorida cabeza, miró confuso a su alrededor. Estaba tumbado sobre la fangosa orilla de un riachuelo poco profundo. En realidad, la mitad inferior de su cuerpo estaba sumergida en las heladas aguas y era este frío el que lo había entumecido.

Lentamente, con un tremendo esfuerzo, el hombrón salió del agua y permaneció tendido, temblando, sobre el barro de la orilla. Raíces de árboles y unos arbustos circundantes le dieron refugio. Intentó recordar cómo había llegado hasta allí, pero su mente no le dio ninguna explicación.

Vio que había amanecido ya, pero toda la noche se había borrado de su memoria, dejando un oscuro vacío. ¿Qué le había sucedido?

Con un fuerte gruñido, Erian consiguió sentarse y miró a su alrededor. Observó que el arroyo fluía desde su derecha hacia su izquierda. Oyó el chillido de una gaviota y olió el aire salino del mar, por lo que supo que estaba cerca de la costa. El arroyo estaba flanqueado por una espesura de matorrales y pequeños árboles, pero la tierra de más allá parecía despejada y ondulada.

Al mirar hacia abajo, Erian advirtió sin sorprenderse que estaba cubierto de sangre. El barro y el agua, al mezclarse con aquel fluido carmesí, formaban chillones dibujos sobre su cuerpo. No parecía estar herido, por lo que la sangre debía de proceder de algo o alguien diferentes de él.

Al ponerse en pie, Erian vio Caer Corwell y comprendió que el riachuelo era el Coriyth, que desembocaba en el mar justo al norte de la población. Lentamente, amparándose en los matorrales que rodeaban el arroyo, se dirigió tambaleante hacia Corwell.

Ahora su mente le ofreció una visión parcial de la pasada noche: la luna llena iluminando su casita y llamándolo con su frío y fijo resplandor. Después, ya no recordaba más. El sol acababa de iluminar los picos de la Tierra Alta y sus poderosos rayos proyectaban largas y definidas sombras en el aire cristalino de la mañana. Pocos moradores se habían levantado, por lo que Erian pudo pasar inadvertido por los callejones de la población hasta su propia vivienda. La puerta de ésta estaba abierta, empujada hacia afuera con fuerza suficiente para romper el pestillo.

Confuso y muy asustado, Erian entró en la casa y cerró la puerta.

—¿Que puede haber hecho una huella de pisada como ésta? —preguntó Daryth, contemplando la enorme marca.

—Un firbolg —murmuró Arlen.

Intentando no alarmar a Robyn, Tristán comentó con voz tranquila:

—Desde luego, se habría alejado mucho de su casa.

—¿Dónde suelen vivir? —preguntó el calishita.

—Por lo general están en el valle de Myrloch, al norte del reino —explicó el príncipe—. Me pregunto qué estaría haciendo uno de ellos tan al sur.

—¡Esto explica muchas cosas! —intervino Pawldo—. La desaparición de corderos, el nerviosismo de todo el mundo por algo desconocido...

—Sí, pero quedan muchas preguntas por contestar, ¿Qué podía buscar el firbolg en el bosque de Llyrath?

—A veces se trasladan de lugar —dijo Pawldo, con desacostumbrada solemnidad—. Al menos, así cuentan las antiguas leyendas.

Como halfling que era, las raíces de Pawldo —raíces que compartían con los llewyrr y los firbolg— estaban mucho más cerca de los primitivos y fantásticos moradores de las islas.

—Los firbolg son retenidos en Myrloch por la firme mano de la diosa y, cuando mengua el poder de ésta, los firbolg pueden salir del valle. Ésta —concluyó innecesariamente Pawldo— es muy mala señal.

—¡Tenemos que avisar al rey! —declaró Arlen—. Debemos volver de inmediato al castillo.

—Todavía no —arguyó el príncipe, para quien los firbolg parecían ser un remoto y atractivo desafío—. Deberíamos seguir estas huellas para descubrir si hay más de uno de ellos y lo que están haciendo aquí.

Arlen iba a contradecirlo, pero vio que Tristán tenía apretadas las mandíbulas y comprendió que el príncipe no cambiaría de idea.

—Está bien —gruñó—. Pero uno de nosotros debe volver al castillo con la doncella.

—¡Olvídalo! —saltó Robyn—. ¡Iré con vosotros!

Tristán no pudo reprimir una sonrisa al ver la contrariedad de Arlen. Como cuando eran pequeños, los dos sabían conseguir que el viejo guerrero hiciese lo que ellos querían.

—Entonces tenéis que hacer lo que yo os diga —dijo Arlen—. Avanzaremos despacio y sin ruido... pues, si nos ven, nuestras vidas no valdrán un comino.

Daryth se había apartado del grupo mientras ellos hablaban y ahora les gritó:

—¡Aquí! He encontrado otra huella, y aquí hay otra. Siguen esa dirección.

Señaló al sudeste, hacia un angosto sendero que atravesaba el ondulado terreno del bosque. La tierra subía en fuerte pendiente hacia el sur, en dirección a una cresta rocosa que se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista, a respetable altura sobre los bosques de pinos, robles y álamos temblones circundantes. Entre los riscos existían numerosos valles y depresiones que contenían cientos de lagos y muchas pequeñas y aisladas arboledas.

El grupo recogió aprisa sus cosas y borró toda señal del campamento. Tristán estaba emocionado, presintiendo la batalla. Acarició el puño de la larga espada que pendía de su costado y examinó su lanza. La fina asta de madera era lisa y perfecta, y la punta, de duro acero y afilada.

Al montar los jinetes, los perros se reunieron ansiosamente, como si también ellos pudiesen oler la batalla. Daryth indicó la pista y enseguida bajó con brusquedad el brazo al ver que los perros se disponían a ladrar; los canes cerraron las mandíbulas y guardaron silencio. Sin hacer ruido, según lo ordenado por el montero de traílla, los perros empezaron a seguir el rastro del firbolg.

—¿Qué antigüedad tiene esta huella? —preguntó Tristán a Robyn, cuya experiencia de los bosques incluía el seguir el rastro de los animales—. ¿Puedes decírmelo?

—Poco más de un día —calculó ella.

Reemprendieron la persecución de los monstruos y, durante media jornada, no tuvieron dificultad en seguir la pista. Grandes huellas, plantas aplastadas y, en ocasiones, residuos marcaban con toda claridad el camino seguido por los firbolg.

Luego la senda llegó a un paraje de rocas lisas y el fíno olfato de los perros fue su única guía. Hacía poco que los firbolg habían pasado y la pista era clara.

Durante dos días siguió el grupo el rastro de los gigantes, deteniéndose sólo para tomarse breves descansos. Incluso cabalgaban hasta bien entrada la noche, a la brillante luz de la luna llena.

Poco después las huellas llegaron a un arroyo y los perros perdieron el rastro. Fue Robyn quien advirtió, a un centenar de pasos corriente arriba, el tronco arañado de un pino, que indicaba el lugar al que habían trepado los monstruos al salir del arroyo. Más tarde, cuando una ligera tormenta borró parte del rastro, fue también Robyn quien vio unas débiles huellas en la hierba mojada, indicadoras del paso de cuerpos pesados. Era como si el suelo le hablase, revelándole el conocimiento oculto de los que habían pasado.

—Parece que son una docena o más —observó ella, y Tristán y los otros guardaron silencio unos momentos.

La pista casi invisible que seguía Robyn los condujo hasta lo más profundo de las Tierras Altas de Llyrath, la accidentada cresta del bosque donde los peñascos eran tan frecuentes como los pinos y los robles lo eran en el terreno más bajo.

Tristán cabalgaba alerta y presto para la acción. La vista de las huellas de los gigantes le producía fuerte excitación. Una y otra vez se imaginaba a una de aquellas feas criaturas delante de él, acobardándose ante la amenaza mortal de su lanza. Después se veía blandiendo la larga espada y lanzándose con terrible calma en lo más encarnizado de la batalla.

Cabalgando delante de su príncipe, Arlen vigilaba, conduciendo al grupo siempre que el rastro era visible. Detrás de él marchaban los perros, seguidos de Daryth y Pawldo.

Tristán cabalgaba al paso junto a Robyn, en la retaguardia. Ella le había pedido prestado el cuchillo y ahora acababa de tallar un grueso palo de roble. Sus fuertes manos lo sostenían con firmeza, mientras lo observaba por si tenía algún nudo.

—No creo que sirva de mucho contra los firbolg —confesó—. Pero hace que me sienta un poco más tranquila.

—Procuraremos que no tengas que utilizarlo —se jactó Tristán, gozando en su papel de caballero aventurero—. ¿Qué ventaja nos llevan? —preguntó—. ¿Puedes decírmelo?

—No lo sé —respondió Robyn, mirándolo de soslayo. Él creyó ver una emoción extraña en sus ojos. ¿Sería de miedo?—. ¿Qué puede significar esto, Tristán? Los firbolg, tan lejos de Myrloch. Y la profecía de los druidas, «un verano de peligro, un otoño de tragedia». No puedo quitarme eso de la cabeza.

El príncipe sonrió, esperando que su sonrisa fuese tranquilizadora.

—Estoy seguro de que no son más que unos pocos renegados realizando alguna clase de incursión. En cuanto los encontremos y volvamos a casa, mi padre enviará una compañía de hombres de armas, ¡y eso será todo!

Por un momento, el príncipe pensó en aquel grupo de guerreros. Quería desesperadamente formar parte de él, pero ¿se lo permitiría su padre?

—¿Recuerdas lo que dijo Pawldo hace unos días? —insistió Robyn, todavía preocupada, lanzando una mirada a los que iban delante—. ¿Puede ser verdad lo que dijo sobre la decadencia del poder de la diosa? ¿Qué pasaría si fuese cierto y las criaturas del mal se apoderasen de Gwynneth?

Tristán miró al suelo. Buscaba palabras que calmasen los temores de Robyn, pero sólo descubrió que su propia aprensión iba en aumento.

—Ahora apenas nos llevan medio dia de ventaja —observó Robyn, mientras subían entre una serie de montículos rocosos—. Estamos ganándoles terreno muy deprisa.

Hacia el atardecer del segundo día de persecución, el rastro subió la cresta de una larga y ondulada loma. Esa elevación rocosa era la espina dorsal del bosque de Llyrath, la cresta destacaba unas trescientas varas por encima de los árboles más próximos. La empinada senda estaba flanqueada casi a todo lo largo por precipicios cortados a pico. Y en algunos lugares las escarpadas vertientes descendían a ambos lados, dejando sólo una senda escabrosa de apenas un paso de anchura.

Other books

Overrun by Rusch, Michael
A Quick Sun Rises by Rath, Thomas
The Lesson by Suzanne Woods Fisher
The Way to Schenectady by Richard Scrimger
Weather Witch by Shannon Delany
Alice-Miranda At School by Jacqueline Harvey
Burnt Devotion by Ethington, Rebecca