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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (17 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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—Un revólver.

—¿Bromea? Mi marido sólo tiene un cuchillo pa cortarse el pan.

—En cuanto regrese, dígale que vaya a la comisaría.

—Mire que volverá tarde y cansado.

—Lo siento, lo esperaré.

Salió con un principio de dolor de cabeza; todo el diálogo se había desarrollado a voz en grito para contrarrestar el follón que estaba armando la guardería infantil.

Rosanna había limpiado muy bien la pocilga y alguien había dado una mano de enlucido por las paredes. A duras penas cabían un camastro, una mesita y dos sillas. Mirándola de otra manera, podría haber sido la celda de un convento franciscano. Para lavarse, Rosanna utilizaba una palangana colocada sobre la mesita y el agua la sacaba de un pozo cercano que Montalbano había entrevisto. Una cuerda tendida de pared a pared le servía de armario, y en ella había colgados dos vestidos y un abrigo vuelto del revés. La ropa interior estaba encima de una silla. Todo, de extrema pobreza pero impecablemente limpio. Ni una sola fotografía, ni un periódico, ni un libro. Trató en vano y durante un buen rato de encontrar una carta, una nota, algo escrito.

Regresó a la comisaría más perplejo que convencido.

—He hecho lo que usted me ha mandado —dijo Fazio en cuanto lo vio entrar, siguiéndolo a su despacho.

—¿Y qué?

—Bueno —respondió, sacándose del bolsillo un trozo de papel al cual echaba de vez en cuando un vistazo—, el padre Gerlando Monaco, hijo de Giacomo y de Elvira La Stella, nacido en Vigàta el...

—Perdona, Fazio —lo interrumpió Montalbano—, pero ¿por qué me cuentas todas esas cosas?

—¿Qué cosas? —preguntó, desconcertado.

—El padre, la madre... ¿a mí qué coño me importan? Yo te había pedido que averiguaras si el padre de Rosanna carece de antecedentes penales y qué se dice de él en el pueblo. Y punto.

—Carece de antecedentes penales —contestó pausadamente Fazio, guardándose de nuevo el trozo de papel en el bolsillo—, y en el pueblo los pocos que lo han conocido dicen que es una buena persona.

—¿Tiene otros hijos mayores?

Fazio hizo ademán de volver a sacar el trozo de papel, pero fue fulminado por una severa mirada del comisario.

—Dos. Giacomo, de veintiún años, y Filippo, de veinte. Trabajan con él en el campo. Ellos también están considerados unos buenos chicos.

—En resumen, la única que se ha desmandado parece que es Rosanna.

Y le contó que la madre la tenía por una desvergonzada y que la hacían dormir en una antigua pocilga.

—En cualquier caso, esta noche pasará su padre por aquí e intentaremos averiguar algo más. ¿Sabes si la chica ha comido?

—Galluzzo le ha comprado un bocadillo. No lo ha tocado. Y tampoco ha bebido ni una sola gota de agua.

—Más tarde o más temprano se vendrá abajo y decidirá comer y beber. Y después hablará.

—A propósito del revólver... —empezó Fazio.

—¿Has descubierto algo?


Dottore
, había muy poco que descubrir. Es una Cobra, un arma que no gasta bromas. Americana. Y no sólo eso, sino que el número de serie se ha borrado.

—En resumen, me estás diciendo que es un arma de delincuentes.

—Exactamente,
dottore
.

—Y, por consiguiente, alguien se la dio a Rosanna para que disparara contra alguien.

—Exactamente,
dottore
.

—Pero ¿quién es ese alguien?

—Quién sabe.

—¿Y contra quién tenía que disparar?

—Quién sabe.

—Fazio, deberías intentar averiguar todo lo que sea posible acerca de esta chica.

—No será fácil,
dottore
. Por lo que me ha parecido entender, se trata de una familia aislada del resto del pueblo. No tienen amistades, sólo conocidos.

—Tú inténtalo de todos modos. Ah, otra cosa. Manda a uno de los nuestros a decirle a la madre de la chica que le envíe una muda de ropa interior a su hija. Que se la dé a su marido cuando venga para acá.

Fue a mirar a través de la mirilla de la celda de seguridad. Rosanna permanecía de pie con la frente apoyada contra la pared. El bocadillo estaba intacto y el vaso de agua también. Menudo problema. Llamó a Galluzzo.

—Oye, ¿te ha pedido ir al cuarto de baño?

—No,
dottore
. He sido yo quien se lo ha preguntado a ella, pero ni siquiera me ha contestado.
Dottore
, en mi opinión...

—¿En tu opinión?

—En mi opinión, se está haciendo de rogar.

—¿De rogar?

—Sí, señor
dottore
. El cuerpo es el de una mujer, sobre el papel es mayor de edad, pero debe de tener la cabeza de una chiquilla.

—¿Una retrasada mental?

—No, señor
dottore
. Una chiquilla. Está enfadada porque usted le ha impedido hacer lo que se le había metido en la cabeza.

A Montalbano se le ocurrió una idea absolutamente de locos.

—Déjame entrar en la celda. Después abre la puerta del lavabo y déjala abierta.

Entró en la celda. La chica seguía con la frente apoyada contra la pared. Montalbano se situó a su lado y gritó con toda la fuerza de sus pulmones, como uno de esos sargentos de la marina de guerra que se ven en las películas americanas:

—¡Al lavabo! ¡Enseguida!

Rosanna se sobresaltó y se volvió, aterrorizada. El comisario le soltó un pescozón en el cogote. La chica se acercó una mano al lugar de la nuca donde la había golpeado, al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se cubrió el rostro con el antebrazo como si esperara más guantazos. Galluzzo lo había interpretado muy bien: una chiquilla. Pero el comisario no se dejó llevar por los sentimientos.

—¡Al lavabo!

Entretanto, media comisaría había corrido a ver qué estaba sucediendo.

—¿Qué pasa? ¿Quién es?

—¡Fuera! ¡Fuera todos! —rugió Montalbano, notándose las venas del cuello a punto de estallar—. ¡Y tú, espabila!

La chica se movió como una sonámbula y cruzó el umbral de la estancia.

—Por aquí —se apresuró a decirle Galluzzo.

Rosanna entró en el retrete y cerró la puerta. El comisario, que jamás había estado allí, miró con expresión interrogativa a Galluzzo.

—No hay peligro —dijo el agente—. No se puede bloquear desde el interior.

Poco después oyeron el ruido de la cadena del agua, y se abrió la puerta, Rosanna pasó por delante de ellos como si no estuvieran presentes, entró en la celda de seguridad y volvió a colocarse de cara a la pared. De cara a la pared. Un castigo. Rosanna se estaba autocastigando.

—Bueno, menos mal que lo ha conseguido —comentó Galluzzo.

—¡Gallù, no vayas a pensar que me pondré a armar todo este jaleo cada vez que ésa tenga que ir al lavabo! —replicó enfurecido Montalbano.

Había esparcido sobre la mesa todo lo que había en el interior del bolso de Rosanna y estaba examinándolo. Una cartera de piel de imitación que contenía, doblado varias veces, un billete de diez mil liras y después tres billetes de mil, cinco monedas de quinientas, cuatro de cien y una de cincuenta.

Pero dentro había una cosa que no tenía nada que ver con el dinero: un trocito de unos diez centímetros escasos de cinta elástica de color rosa. Quizá una muestra para enseñarla al mercero.

Rosanna conservaba los billetes de ida y vuelta del autocar Vigàta-Montelusa. Había seis, lo cual significaba que seis veces como mínimo había permanecido esperando a la entrada del tribunal.

El carnet de identidad. Un frasquito vacío de esmalte de uñas: unos restos de líquido condensado permanecían todavía pegados a la parte interior del tapón.

Y una cosa extraña: un sobre en el cual no figuraba nada escrito, con el esqueleto de una rosa cuyos pétalos habían caído en su totalidad. Sin embargo, pensándolo mejor, aquella rosa no tenía nada de extraño, estaba en el interior de un sobre, pero habría podido estar, reseca, entre las páginas de un libro, donde solían colocarla casi todas las personas. Sólo que Rosanna, al no tener libros, había guardado dentro de un sobre aquella rosa, sin duda recuerdo de un encuentro sentimental. Y la llevaba siempre consigo. En resumen, nada que estuviera fuera de lugar en el bolso de una mujer. Pero durante un instante y sólo un instante, a Montalbano le acudió a la mente un detalle, algo que hacía que aquellos objetos resultaran menos obvios. Sin embargo, no consiguió comprender qué era lo que lo había iluminado por espacio de un instante tan breve como un relámpago.

Todo lo cual le produjo una sensación de incomodidad y nerviosismo.

Estaba recogiendo las cosas de Rosanna para guardarlas en un cajón cuando apareció el encargado de la centralita.

—Perdone que lo moleste, pero hay un señor que dice ser su padre.

—Muy bien, pásamelo.

—Está aquí personalmente.

¿Su padre? De pronto, con una sensación de vergüenza, recordó que no le había escrito para comunicarle el ascenso y el cambio de destino.

—Hazlo pasar.

Se abrazaron en el centro de la estancia con un poco de emoción y un poco de turbación. Su padre iba, como de costumbre, muy elegantemente vestido, como elegante era también su manera de moverse. Todo lo contrario que él, a menudo un tanto desaliñado. No se veían desde hacía por lo menos cuatro meses.

—¿Cómo has hecho para encontrarme?

—Leí en un periódico un artículo en que te daban una especie de bienvenida a Vigàta. Y puesto que tenía que pasar por aquí, he decidido venir a saludarte. Me voy enseguida.

—¿Te apetece beber algo?

—No, nada, gracias.

—¿Cómo estás, papá?

—No me puedo quejar. Dentro de pocos años me jubilo.

—¿Qué piensas hacer después?

—Me asociaré con uno que tiene una pequeña empresa de producción de vino.

—¿Y qué haces por aquí?

—Esta mañana he ido a visitar a tu madre al cementerio y a mandar limpiar la tumba. Hoy es el aniversario, ¿lo habías olvidado? —Sí, lo había olvidado. De su madre sólo conservaba un recuerdo de color, como un haz de espigas de trigo maduro—. ¿Qué recuerdas de tu madre?

Montalbano vaciló un momento.

—El color del cabello.

—Era un color precioso. ¿Y nada más?

—Nada de nada.

—Menos mal.

Montalbano lo miró sorprendido.

—¿Qué quieres decir?

Esa vez el que titubeó fue su padre.

—Hubo entre ella y yo... incomprensiones, discusiones, peleas... Todo por mi culpa. Yo no me merecía a tu madre.

Montalbano se sentía incómodo. Con su padre jamás había habido confianza.

—Me gustaban mucho las mujeres.

El comisario no supo qué decir.

—¿Te estás encargando de algo importante? —preguntó el viejo con la visible intención de cambiar de tema. Él se lo agradeció.

—No, nada importante. Pero me está ocurriendo un hecho curioso...

Y le contó el caso de Rosanna, insistiendo sobre todo en el carácter indescifrable de la muchacha.

—¿Puedo verla?

—Es que verás, papá, no sé si eso está permitido... bueno, ven.

Lo precedió y observó en primer lugar por la mirilla. La chica permanecía de pie con la espalda apoyada contra la pared, mirando precisamente hacia la puerta. El comisario le cedió el sitio a su padre. Éste miró largo rato y después se volvió diciendo:

—Se me ha hecho tarde, ¿me acompañas al coche?

Montalbano lo acompañó. Se abrazaron impulsivamente ya sin la menor turbación.

—Vuelve pronto, papá.

—Sí. Ah, Salvù, una cosa: no te fíes.

—¿De quién?

—De esa chica. No te fíes.

Montalbano lo vio alejarse mientras lo pillaba a traición un profundo arrebato de melancolía.

Gerlando Monaco, el padre, se presentó en la comisaría cuando ya se había hecho de noche, con una bolsa de plástico que contenía una muda de ropa interior para Rosanna. A él tampoco se le podía adivinar la edad, estaba consumido por el trabajo, reseco y cocido como un ladrillo al horno, pero, a diferencia de su mujer, parecía nervioso y preocupado.

—¿Por qué la ha detenido, eh? —fue su primera pregunta.

—Llevaba un revólver.

Gerlando Monaco palideció, se tambaleó, se quedó sin respiración, buscó con una mano una silla, sobre la cual se desplomó pesadamente.

—¡Virgen bendita! ¡La ruina de mi casa es esta hija! ¡Un rivólver! ¿Y quién si lo dio?

—Es lo que quisiéramos saber. ¿Usted tiene alguna idea?

—¡¿Idea?! ¡¿Yo?!

No cabía duda de que su asombro era sincero.

—Oiga, ¿me explica por qué obligan a su hija a dormir en una pocilga?

Gerlando Monaco se puso en guardia, adoptó una expresión entre humillada y ofendida y bajó la mirada al suelo.

—Istas sun cosas di familia qui a usted no li interesan.

—Mírame —dijo con firmeza el comisario—. Si no me dices ahora mismo lo que quiero, esta noche le harás compañía a tu hija.

—Muy bien. Mi mujer ya no la quiere en casa.

—¿Por qué?

—Si dijó priñar.

—¿Se quedó embarazada? ¿Quién fue?

—No lo sé. Y mi mujer tampoco lo sabe. Mi mujer casi la mató a golpes, pero ella no quiso dicir quién había sido.

—¿Y vosotros no tuvisteis ninguna sospecha?


Dutturi miu
, yo mi livanto por la mañana cuando aún está oscuro y vuelvo cuando ya está oscuro, mi mujer está siempre ocupada con los hijos más piqueños, ella, Rosanna, a los diez años se puso a trabajar de criada...

—¿O sea que nunca fue a la escuela?

—Nunca. Nu sabe leer ni escribir.

—¿Cuál es el nombre de la familia donde presta servicio su hija?

—¡Pero qué nombre ni qué nombre! ¡Cien familias ha cambiado! Y hace tres años, cuando si dijó priñar, la familia donde trabajaba cumu criada eran dos viejos.

—¿De qué vive Rosanna?

—Sigue haciendo de criada cuando li sale algo. Sobre todo en verano cuando vienen los forasteros.

—¿Quién cuida del hijo de Rosanna?

Gerlando Monaco lo miró sorprendido.

—¿Qué hijo?

—¿No acabas de decirme que Rosanna se quedó embarazada?

—Ah, mi mujer la llevó a una que hacía de comadrona. Pero le vino esta cosa... la... ¿Cómo se llama cuando uno pierde sangre?

—Hemorragia.

—Sí, siñor. Parecía que se estuviera muriendo. Y quizá habría sido mejor que muriera.

—¿Por qué la hicisteis abortar?


Dutturi miu
, piense un poco. ¿Nu bastaba tener a una puta por hija que encima tiníamos que tener un nieto bastardo?

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