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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (11 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¿Qué pidió ella? —dijo Cayo Mario, sonriente.

—Oh, más o menos lo que esperábamos: confites y ropa.

—¿Y vos os desprendisteis de vuestro título de socio de la biblioteca?

—Yo opté por la mejor lámpara de aceite con las mejores mechas y llegué a un trato con Julia. Si ella me dejaba leer los libros que sacase de la biblioteca, yo le dejaría mis lámparas para leer.

Mario dio rienda suelta a su sonrisa, complacido por la personalidad del autor de aquella moraleja. ¡Qué vida tan sencilla y plácida llevaba! Rodeado de una esposa y unos hijos a quienes se esforzaba en complacer y por quienes se interesaba como individuos. No cabía duda de que no erraba en el análisis caracterológico de su retoño, y el joven Cayo no elegiría una esposa del arroyo del Subura.

—Cayo Julio —dijo con un carraspeo—, ha sido una velada deliciosa, pero creo que ha llegado el momento de que me digáis por qué he debido mantenerme sobrio.

—Si no os importa, despediré primero a los criados —replicó César—. Tenemos el vino al alcance de la mano y ahora que ha llegado el momento de la verdad no necesitamos ser abstemios.

Aquella escrupulosidad sorprendió a Mario, acostumbrado ya a la suma indiferencia que las altas clases romanas mostraban respecto a sus esclavos domésticos. No en cuanto al trato, porque solían ser considerados, sino que parecían convencidos de que los criados eran seres inanimados, inmunes a las conversaciones privadas; era una costumbre que Mario no había podido asumir. También su padre era firme partidario de despedir a la servidumbre.

—Cotillean descaradamente, ¿sabéis? —añadió César una vez a solas, con la gruesa puerta bien cerrada—, y al lado tenemos vecinos entrometidos. Roma es una ciudad grande, pero en lo que respecta al chismorreo en el Palatino, es como un pueblo. Marcia me ha contado que hay amigas suyas que hasta se rebajan a pagar a sus criados para que les cuenten chismes, y que dan recompensas cuando el chisme resulta cierto. Además, los criados también piensan y sienten, y es preferible no implicarlos.

—Cayo Julio, merecíais haber sido cónsul y habríais sido nuestro magistrado más eminente, digno de ser elegido censor —dijo Mario con asombrosa sinceridad.

—Estoy de acuerdo, Cayo Mario, ¡lo habría merecido! Pero no tengo el dinero necesario para aspirar a un alto cargo.

—Yo tengo ese dinero. ¿Es por lo que estoy aquí y por lo que e permanecido abstemio?

—Mi apreciado Cayo Mario —replicó César, perplejo—, claro que Ya estoy más cerca de los sesenta que de los cincuenta y mi carrera pública está estancada. No, son mis hijos y los hijos de mis hijos lo que me preocupa.

Mario se irguió y se volvió en la camilla hacia su anfitrión, hizo lo propio. Como tenía la copa vacía, Mario cogió el jarro ysirvió vino puro, dio un sorbo y se quedó estupefacto.

 

—¿Es esto lo que has estado aguando toda la cena hasta dejarlo insípido? —inquirió.

—¡Oh, no! —replicó César sonriendo—. No soy tan rico, os lo aseguro. El vino que hemos estado aguando era uno corriente. Este lo guardo para ocasiones especiales.

—Me halagáis —añadió Mario, mirándole cejijunto—. ¿Qué queréis de mi, Cayo Julio?

—Ayuda. A cambio, yo os ayudaré —contestó César sirviéndose una copa del vino selecto.

—¿Y cómo se llevará a cabo esa ayuda mutua?

—Muy sencillo. Haciéndoos miembro de mi familia.

—¿Cómo?

—Os ofrezco una de mis hijas. La que más os guste —respondió pausadamente César.

—¿Un matrimonio?

—¡Claro, un matrimonio!

—¡Ooooh! ¡Qué idea! —exclamó Mario, viendo inmediatamente las posibilidades. Y sin añadir palabra, dio un sorbo del fragante Falerno.

—Todos se fijarán en vos si sois esposo de Julia —dijo César—. Afortunadamente no tenéis hijos ni tampoco hijas. Por lo tanto, la esposa que toméis en esta fase de vuestra vida ha de ser joven y ser de ascendencia fértil. Es muy comprensible que busquéis nueva esposa y a nadie le extrañará. Pero si esa esposa es Julia, por ser ella de alto linaje patricio, vuestros hijos llevarán sangre de los Julios, y el matrimonio con Julia, indirectamente, os ennoblece, Cayo Mario. Todos se verán obligados a consideraros de forma muy distinta a como lo hacen ahora, porque vuestro nombre quedará potenciado con la gran dignitas, la valía pública y el rango de la familia más augusta de Roma. Dinero no tenemos, pero si dignitas. Los Julios César son descendientes directos de la diosa Venus a través de su nieto Julo, hijo de su hijo Eneas. Y con ello quedaréis impregnado de nuestro esplendor.

César dejó la copa y suspiró sonriente.

—Os lo aseguro, Cayo Mario, ¡es cierto! Lamentablemente no soy el primogénito de la familia de los Julios, pero conservamos las imágenes de cera y nuestro linaje se remonta a más de mil años. El segundo nombre de la madre de Rómulo y Remo, la llamada Rea Silvia, es Julia. Al yacer con Marte, concibió de él dos gemelos, dimos forma mortal a Rómulo y así hasta Roma —añadió sonriendo aún más, no con ironía, sino de profundo placer por sus ilustres antepasados—. Éramos reyes de Alba Longa, la más grande de las ciudades latinas, y fue nuestro antepasado Julo quien la fundó, y al ser saqueada por los romanos nos trajeron a Roma y fuimos elevados en su jerarquía para reforzar el derecho de Roma a ser la cuna de la raza latina. Y aunque nunca se reconstruyó Alba Longa, actualmente el sacerdote del monte Albano es un Julio.

No podía evitarlo: le invadía un temor reverencial que contuvo. Pero no dijo nada y se limitó a escuchar.

—A nivel más humilde —prosiguió César—, yo mismo tengo un aura no menos famosa, aunque nunca haya tenido dinero para aspirar a cargos más altos. Mi nombre es famoso entre los electores; los arribistas se disputan mi amistad, y las centurias que votan en las elecciones consulares están llenas de arribistas, como bien sabéis. Y soy muy respetado por mi nobleza. Mi dignitas personal es irreprochable, igual que la de mi padre —concluyó en tono grave.

Nuevas perspectivas se abrían ante Cayo Mario, que no podía apartar sus ojos del hermoso rostro de César. ¡Sí, claro que descendían de Venus! Y todos eran hermosísimos. El fisico cuenta, y a lo largo de la historia siempre ha sido mejor ser rubio. Los hijos que tenga con Julia pueden ser rubios y conservar la larga y desigual nariz romana. Tendrán un físico estupendo y nada corriente. Que es la diferencia entre los Julios César rubios de Alba Longa y los Pompeyos rubios de Picenum. Los Julios César tienen un físico inequívocamente romano, mientras que los Pompeyos parecen celtas.

—Todos saben que vos ansiáis ser cónsul —prosiguió César—. Vuestras actividades en Hispania cuando fuisteis pretor os habrán procurado una clientela, pero, lamentablemente, se rumorea que vos mismo sois un cliente, con lo que vuestros clientes son los clientes de vuestro patrón.

—¡Es un infundio! —protestó Mario, enojado, mostrando los dientes, que eran grandes, blancos y fuertes—. ¡Yo no soy cliente de nadie!

—Yo os creo, pero no es lo que opina la gente —replicó César—, y lo que cree la gente es mucho más importante que la verdad. Cualquiera con sentido común sabría descartar la idea de que sois el cliente de la familia Herenio, porque el clan de los Herenios es muchísimo menos latino que el clan de Mario de Arpinum. Pero los Cecilios Metelos afirman también que os tienen bajo su patrocinio. Y a los Cecilios Metelos se les cree. ¿Por qué? Por lo siguiente: porque la familia Fulcínía por parte de vuestra madre es etrusca y el clan Mario posee tierras en Etruria, y Etruria es el feudo inmemorial de los Cecilios Metelos.

—¡Ningún Mario, ni tampoco los Fulcinios, han sido jamás clientes de ningún Cecilio Metelo! —espetó Mario, aún más airado—. ¡No tendrán valor para afirmar que soy cliente suyo en ninguna situación en que los obliguen a demostrarlo!

—Por supuesto —replicó César—. Pero os tienen una gran aversión personal y eso concede mayor peso a sus afirmaciones. Es algo que no deja de comentarse y se dice que es una aversión demasiado personal para que la causa sea que les tocaseis las narices cuando erais tribuno de la plebe.

—¡Ya lo creo que es personal! —dijo Mario, soltando una artificiosa carcajada.

—Explicádmelo.

—En cierta ocasión, en Numancia, tiré a una pocilga al hermano pequeño de Dalmático, el que sin lugar a dudas va a ser cónsul el año que viene. En realidad éramos tres, y es cierto que desde entonces ninguno de los tres hemos llegado muy lejos con los romanos que manejan la verdadera influencia.

—¿Quiénes fueron los otros dos?

—Publio Rutilio Rufo y el rey Yugurta de Numidia.

—¡Ah! Misterio aclarado —dijo César juntando los dedos y llevándoselos a los labios fruncidos—. Sin embargo, la acusación de que sois un cliente deshonroso no es el único estigma en vuestro nombre, Cayo Mario. Hay otro más difícil de borrar.

—Entonces, antes de hablar de ese otro estigma, Cayo Julio, ¿cómo sugerís que ponga fin al rumor de que soy cliente? —inquirió Mario.

—Casándoos con una de mis hijas. Si os acepto por marido de una de mis hijas, daré a entender al mundo que no veo prueba de verdad en la acusación de clientelismo. ¡Y difundid la historia de la pocilga! Si es posible, haced que Publio Rutilio Rufo la confirme. Así todos tendrán una explicación más comprensible del origen de la aversión personal de Cecilio Metelo —dijo César sonriendo—. Debió ser divertido.., un Cecilio Metelo a la altura de unos cerdos... ¡y ni siquiera romanos!

—Fue divertido —asintió Mario escuetamente, instándole a continuar—. ¿Cuál es el otro estigma?

—No me cabe la menor duda de que lo sabéis, Cayo Mario.

—No se me ocurre nada, Cayo Julio.

—Se dice que hacéis negocio.

—Pero —replicó Mario con un grito sofocado de asombro— ¿en qué se diferencian mis negocios de los que realizan las tres cuartas partes de los senadores? ¡No tengo acciones en ninguna comPañía que me permitan votar ni influir en sus asuntos internos! ¡No soy más que un socio encubierto, un capitalista! ¿Se dice eso de mí, que tomo parte activa en negocios?

—Claro que no, mi apreciado Cayo Mario. ¡Nadie hace lucubraciones! Simplemente se os desprecia con un gesto y la simple frase de "hace negocios". Sus implicaciones son innumerables y no se dice nada concreto. Por lo que, a los que no tienen la prudencia de preguntar, se les hace creer que vuestra familia se ha dedicado a los negocios desde hace generaciones, que vos dirigís compañías, recogéis impuestos, os enriquecéis con el suministro de grano —dijo César.

—Entiendo —contestó Mario con los labios prietos.

—Más vale que lo entendáis —dijo César amablemente.

—¡Yo no hago ningún negocio que no haga también Cecilio Metelo! De hecho, puede que haga menos negocios que él.

—De acuerdo. Pero si yo hubiese sido vuestro consejero, Cayo Mario —añadió César—, habría tratado de persuadiros de que evitaseis toda clase de negocios que no fuesen tierras y propiedades. Vuestras minas no constituyen ningún reproche; son propiedades buenas y estables. Pero para un hombre nuevo los asuntos de compañías no convienen. Debíais haberos limitado a las únicas empresas totalmente irreprochables para un senador tierras y propiedades.

—¿Queréis decir que mis actividades comerciales constituyen otro impedimento para ser noble romano? —inquirió amargamente Mario.

—¡Exactamente!

Mario irguió el tronco. Alargarse en explicaciones de una evidente injusticia era perder tiempo y energías. Por eso optó por pensar en el atractivo proyecto de casarse con una muchacha de la familia de los Julios.

—¿De verdad creéis, Cayo Julio, que el matrimonio con una de vuestras hijas mejoraría tanto mi imagen pública?

—No cabe la menor duda.

—Una Julia... ¿Y por qué no aspirar a casarme con una Sulpicia, una Claudia, una Emilia o una Cornelia? Una muchacha de cualquiera de las viejas familias patricias me favorecería lo mismo, si no más. Tendría el apellido antiguo más una cobertura política mucho más actual —replicó Mario.

César, sonriente, meneó la cabeza.

—Me niego a aceptar la provocación, Cayo Mario, así que no volváis a molestaros. Si, podríais casaros con una Cornelia o una Emilia, pero todos comprenderían que simplemente la habríais comprado. La ventaja de casaros con una Julia estriba en el hecho de que los Julios César nunca venden sus hijas a nuevos ricos que ansían abrirse una carrera pública y obtener un apellido noble para su progenie. El simple hecho de que se os permita desposar a una Julia servirá para que la gente vea que sois merecedor de cualquier honor político y que esos estigmas son puro infundio. Los Julios César siempre han rehusado vender a sus hijas. Eso lo sabe todo el mundo. —César hizo una pausa para reflexionar—. Aunque, os digo una cosa, no dudaré en recomendar insistentemente a mis hijos que capitalicen nuestras peculiaridades y casen a sus hijas con nuevos ricos lo antes posible.

Mario se arrellanó con la copa nuevamente llena.

—Cayo Julio, ¿por qué me ofrecéis esta oportunidad? —inquirió.

—Hay dos razones —respondió César con el entrecejo fruncido—. La primera quizá no sea muy razonable, pero por ella llegué a la decisión de anular nuestra tradicional reticencia familiar a capitalizar el matrimonio de los hijos. Mirad, cuando ayer os vi en el Capitolio, tuve una premonición. No es que yo sea dado a las premoniciones, entendedme, pero juro por todos los dioses, Cayo Mario, que tuve la seguridad de que veía a un hombre al que, si le daba la oportunidad, libraría a Roma de una terrible amenaza. Y también supe que si no se os daba la oportunidad, Roma dejaría de existir —añadió encogiéndose de hombros con un temblor—. Bien, todo romano es profundamente supersticioso y es una característica muy acentuada en las familias de vieja alcurnia. Yo creo en lo que siento. Ha transcurrido un día y sigo creyendo. Y pensé, ¿no sería maravilloso que un humilde senador sin cargo importante diese a Roma el hombre que ésta va a necesitar tan desesperadamente?

—Yo también lo siento —dijo Mario bruscamente—. Lo he sentido desde que fui a Numancia.

—¡Pues ya está! Nosotros dos.

—¿Y la segunda razón, Cayo Julio?

—He llegado a una edad —dijo César con un suspiro— en la que debo afrontar el hecho de que no he sabido mirar como debe un padre por el futuro de mis hijos. Han tenido cariño. Comodidad material no les ha faltado, sin llegar a un exceso agobiante. Educación, también la han tenido. Pero todo lo que poseo es esta casa más quinientas yugadas en las colinas albanas. —Se incorporó, cruzó las piernas y volvió a inclinarse—. Tengo cuatro hijos, y son muchos, como bien sabéis. Dos hijos y dos hijas. Con lo que poseo no aseguraré la carrera pública de mis hijos, ni siquiera como modestos senadores como su padre. Si reparto mis propiedades entre los dos varones, ninguno de los dos podrá aspirar a la candidatura de senador. Si se lo dejo todo a Sexto, el mayor, lo más que podrá hacer es sobrevivir igual que yo, mientras que Cayo, el pequeño, quedaría en tal penuria que ni siquiera podría aspirar a la categoría de caballero. Efectivamente, le convertiría en un Lucio Cornelio Sila. ¿Conocéis a Lucio Cornelio Sila?

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