—¡Oh, Quinto Servilio, aquí no podéis quedaros! —exclamó Cota mientras detenían los caballos sobre un otero desde el que se dominaba el emplazamiento, donde ya los hombres se apresuraban a excavar trincheras y a apilar tierra para hacer taludes.
—¿Por qué no? —replicó Cepio, enarcando las cejas.
—Porque veinte millas río abajo ya hay un campamento lo bastante grande para alojar a vuestras legiones y a las diez que ya albergan... ¡Allí es donde tenéis que estar, Quinto Servilio! No aquí, demasiado lejos de Aurelio, que está mas al norte, y de Cneo Malio, que está al sur, y no podríais ayudar a ninguno de los dos. ¡Por favor, Quinto Servilio, os lo suplico! Plantad un campamento provisional para esta noche y dirigíos por la mañana hacia el sur para reuniros con Cneo Malio —dijo Cota, dando a su súplica el mayor tono perentorio posible.
—Dije que cruzaría el río —respondió Cepio—, pero no me comprometí a hacer nada más una vez cruzado. Tengo siete legiones entrenadas al máximo, con soldados experimentados. Y no sólo eso, sino que son propietarios, ¡auténticos soldados romanos! ¿Creéis seriamente que voy a consentir el compartir un campamento con la escoria de Roma y del agro latino, compartirlo con braceros y labriegos que no saben leer ni escribir? ¡Marco Cota, antes prefiero morir!
—Y puede que así sea —replicó secamente Cota.
—Ni yo ni mi ejército —prosiguió Cepio, obcecado—. Estoy veinte millas al norte de Cneo Malio y su repugnante chusma, lo que significa que encontraré primero a los germanos. ¡Y los venceré, Marco Cota! ¡Ni un millón de bárbaros son capaces de vencer a siete legiones de auténticos soldados romanos! ¿Pensáis que voy a consentir que ese mercader de Malio se lleve un ápice del mérito? ¡No! ¡Quinto Servilio Cepio tendrá su segundo triunfo en las calles de Roma como vencedor único! Y Malio, que contemple el desfile.
Cota se inclinó sobre la silla del caballo, alargó la mano y agarró a Cepio del brazo.
—Quinto Servilio —dijo con la mayor severidad y seriedad con que había hablado en su vida—, ¡os ruego que unáis vuestras fuerzas a las de Cneo Malio! ¿Qué cuenta más para vos, Roma victoriosa o el triunfo de la nobleza de Roma? ¿Importa quién venza con tal de que venza Roma? ¡Esto no es una escaramuza fronteriza contra unos escordiscos ni una campaña sin importancia contra los lusitanos! ¡Vamos a necesitar el ejército más grande y mejor que jamás hayamos puesto en pie y vuestra contribución es vital! Los hombres de Cneo Malio no han tenido para entrenarse el tiempo que han tenido los vuestros, y vuestra presencia entre ellos los animará, les dará ejemplo. ¡Porque yo os digo muy en serio que habrá batalla! Algo me lo dice. Indistintamente de cómo los germanos hayan actuado en el pasado, esta vez va a ser distinto. Han probado nuestra sangre y les ha gustado; han probado nuestro temple y nos han visto débiles. ¡Está en juego Roma, Quinto Servilio, no su nobleza! Pero si persistís en permanecer aislado del otro ejército, os lo digo sin ambages, el futuro de la nobleza de Roma peligrará. Tenéis en vuestras manos el futuro de Roma y el de vuestra clase. ¡Os ruego que hagáis lo que es debido por las dos! Id mañana al campamento de Cneo Malio y uníos a sus fuerzas.
Cepio accionó el caballo para apartarse, zafándose de Cota.
—No. Me quedo aquí —dijo.
Cota y sus cinco compañeros cabalgaron hacia el norte hasta el campamento de la caballería, mientras Cepio montaba un campamento más pequeño pero idéntico al de Malio Máximo a la orilla del río.
Los senadores llegaron justo a tiempo, porque los parlamentarios germanos se presentaron en el campamento de Aurelio a la mañana siguiente. Eran cincuenta, de edades entre cuarenta y sesenta años, pensó el aterrado Cota, que nunca había visto hombres tan grandes; no había ninguno que no midiese un metro ochenta y la mayoría tenía quince centímetros más. Traían enormes caballos, con arreos desaliñados y descuidados para los romanos, cascos cubiertos de largo pelo, las crines cayéndoles sobre los ojos y ninguno ensillado, sino con simples bridas.
—Tienen caballos como elefantes de guerra —dijo Cota.
—Sólo unos pocos —añadió Aurelio sin impresionarse—. La mayoría montan caballos galos corrientes; supongo que éstos serán los más vistosos.
—¡Mira a ese joven! —exclamó Cota, observando a uno no mayor de treinta años que, desmontando por detrás del caballo, adoptaba una postura despectiva y tranquila, mirándole como si no tuviese la menor importancia.
—Aquiles —añadió Aurelio, impávido.
—Yo creía que los germanos sólo llevaban una capa —dijo Cota, advirtiendo los calzones de cuero del jinete.
—Dicen que en Germania si, pero los que nosotros hemos visto llevan calzones como los galos.
Llevaban calzones, pero a ninguno se le veía camisa en aquel clima caluroso. Muchos portaban pectorales de oro cubriéndoles el pecho de un pezón a otro y todos portaban en bandolera la vaina vacía de la espada. Iban cubiertos de oro —pectorales, adornos del casco, vainas de la espada, cinturones, correajes, hebillas, pulseras y collares— pero ninguno exhibía la torca celta. A Cota, los cascos le parecieron fascinantes, sin borde y en forma de puchero; algunos llevaban adornos geométricos sobre las orejas con magníficos cuernos, alas o tubos huecos con ramos de plumas tiesas, mientras que otros simulaban serpientes, cabezas de dragón, aves horrendas o leopardos de abiertas fauces.
Todos iban afeitados y llevaban el pelo rubio muy largo, en trenzas o suelto. Su tez no era tan rosada como la de los galos, notó Cota, sino algo más dorada. No había ninguno pecoso ni con el pelo rojo; eran de ojos azul claro, sin verde ni gris. Incluso el más viejo estaba en magnífica forma, sin panza y con aspecto del guerrero que no ha cedido a la molicie; cierto que los romanos no sabían que los germanos mataban a los que se echaban a perder.
Los parlamentos se efectuaron por medio de los intérpretes de Aurelio, casi todos ellos eduos y ambarres, aunque había tres germanos capturados por Carbo antes de su derrota. Lo que querían, dijeron los barones germanos, era un pacífico derecho de paso por la Galia Transalpina, porque se dirigían a Hispania. Fue Aurelio quien condujo la primera fase de las conversaciones, ataviado con su uniforme de gala: coraza de plata en forma de torso, casco ático de plata con plumas rojas y la doble faldilla de tiras de cuero llamada pteryges sobre túnica carmesí. Con arreglo a su cargo consular, llevaba una capa morada atada a los hombros de la coraza y cinturón carmesí ceñido y anudado ritualmente sobre la misma, por encima de la cintura, con la insignia de general.
Cota observaba la escena hechizado, más aterrado de lo que jamás se habría imaginado, incluso en la más profunda desesperación, porque sabía que contemplaba el ocaso de Roma. En los meses venideros turbarían su sueño aquellos señores de la guerra germanos; de tal modo que, por el día, andaba a trompicones con los ojos enrojecidos y la cabeza cargada, y, aunque por el cansancio acabara en cierto modo con su desvelo, a veces se encontraba sentado en la cama, sobresaltado, boquiabierto, porque cabalgaban con sus caballos gigantescos en alguna pesadilla menos siniestra. Los servicios de espionaje informaron que su fuerza era superior a tres cuartos de millón, y que por lo menos había trescientos mil guerreros gigantescos. Como todos los de su categoría, Cota había visto no pocos guerreros bárbaros, escordicios, iapudas, salasios y carpetanos, pero nunca nada como aquellos germanos. Todo el mundo consideraba gigantes a los galos, pero comparados con los germanos eran hombres corrientes.
Y el peor terror de todos es que propiciaban la perdición de Roma, porque Roma no los tomaba en serio y no dirimía aquella rencilla de clases. ¿Cómo podía Roma abrigar esperanzas de vencerlos si dos generales romanos se negaban a colaborar y se insultaban mutuamente, condenando a sus respectivos soldados? Si Cepio y Malio Máximo actuaban conjuntamente, Roma pondría en el campo de batalla cerca de cien mil hombres, lo cual era una proporción aceptable si la moral era alta, el entrenamiento bueno y el mando competente.
¡Oh, pensó Cota, sufriendo un retortijón intestinal, he vislumbrado el destino de Roma! No podremos resistir a estas hordas rubias. No podremos sobrevivir.
Finalmente, Aurelio interrumpió la conversación y cada bando se apartó para conferenciar.
—Bien, algo hemos aprendido —dijo Aurelio a Cota y a los otros cinco senadores—. Ellos no se denominan germanos. De hecho, se consideran tres pueblos distintos, a los que llaman cimbros, teutones y un tercer grupo bastante heterogéneo formado por diversos pueblos más pequeños que se unieron a cimbros y teutones durante su marcha errante, que son los marcomanos, queruscos y ti gurinos, según mi intérprete germano, y cuyo origen es más celta que germano. —¿Marcha errante? —inquirió Cota—. ¿Cuánto tiempo han estado errando? —Ni ellos mismos lo saben, pero muchos años. Quizá el tiempo de una generación. Ese joven que parece un Aquiles bárbaro era un niño cuando su tribu, los cimbros, abandonó sus tierras de origen. —¿Tienen un rey? —inquirió Cota. —No, se rigen por un consejo de jefes de tribus; esos que veis son la mayoría. Sin embargo, ese que parece un Aquiles bárbaro va adquiriendo un rápido ascendiente en el consejo y sus partidarios le llaman rey. Se llama Boiorix y es, con gran diferencia, el más agresivo. A él le trae sin cuidado el solicitar el permiso para que les dejemos transitar por el sur; dice que la fuerza es derecho y se muestra partidario de interrumpir las conversaciones y seguir su camino a riesgo de lo que sea. —Peligrosamente joven para creerse rey. Estoy de acuerdo en que es un riesgo —dijo Cota—. ¿Y quién es aquél? Sin ningún prurito, señaló a un hombre de unos cuarenta años que llevaba un deslumbrante pectoral con unas cuantas libras más de oro. —Teutobodo de los teutones, jefe de sus notables. Parece que a él también le empieza a gustar el título de rey. Igual que Boiorix, piensa que la fuerza es derecho y que deben seguir hacia el sur esté o no de acuerdo Roma. Mis dos intérpretes germanos de la época de Carbo me han dicho que ahora su ánimo es muy distinto al de entonces, que han cobrado confianza en sí mismos y que nos desafían —dijo Aurelio mordiéndose el labio—. Es que han convivido con los eduos y los ambarres suficiente tiempo para aprender mucho sobre nosotros, y las cosas que han sabido de Roma han disipado sus temores. Y no sólo eso, sino que hasta ahora, si excluimos el primer combate con Lucio Casio, cosa fácil, por otra parte, teniendo en cuenta las secuelas, lo cierto es que nos han vencido siempre. Ahora Boiorix y Teutobodo les dicen que no hay ningún motivo para temernos porque estemos mejor armados y entrenados; que somos como el coco infantil: fantasía y humo. Boiorix y Teutobodo quieren la guerra y, después de acabar con Roma, proseguir su marcha y asentarse donde gusten. Se reanudaron las conversaciones, pero ahora Aurelio presentó a los seis senadores, ataviados con sus togas y escoltados por los doce lictores con túnica carmesí y gruesos cinturones de servicio en el extranjero repujados en oro, más los fasces y el hacha. Desde luego que los germanos los habían visto, pero al serles presentados, se quedaron mirando maravillados aquellas vestiduras blancas tan poco marciales. ¿Así eran los romanos? Sólo Cota vestía la toga praetexta bordada en púrpura de magistrado curul, y a él dirigían aquellas extrañas arengas ininteligibles.
Aguantó bien, dadas las circunstancias, orgulloso, altivo, tranquilo y con frases pausadas. A los germanos no les parecía deleznable enrojecer de rabia, salpicar de saliva al hablar enardecidos y golpearse con el puño la palma de la otra mano, pero resultaba evidente que los aturdía aún más y los inquietaba la inquebrantable tranquilidad de los romanos.
Desde el principio de su intervención en las conversaciones, la respuesta de Cota fue no. No, la migración no podía proseguir hacia el sur; no, el pueblo germano no tenía derecho a transitar por ningún territorio ni provincia romanos; no, Hispania no era un punto de destino aceptable, a menos que fuesen a asentarse en Lusitania o en Cantabria, porque el resto de la península era romano. Tenían que volver atrás. Dirigirse al norte, fue la réplica constante de Cota; que volvieran a su país, fuese el que fuese, o que se retirasen más allá del Rhenus a la propia Germania y se asentaran allí entre los de su pueblo.
Hasta que anocheció no volvieron a montar los germanos en sus caballos para alejarse. Los últimos en marchar fueron Boiorix y Teutobodo; el joven volvió la cabeza para contemplar a los romanos lo más posible sin que en su mirada se advirtiese complacencia ni admiración. Aurelio tiene razón, es el propio Aquiles, pensó Cota, para quien, al principio, la comparación le había parecido un misterio, pero que luego advirtió que en aquel bello rostro brillaba la obstinación y el implacable deseo de venganza del héroe tesalio. Aquél también era un hombre al que le gustaría exhibirse mientras sus soldados morían como moscas, tan sólo por el pundonor. A Cota le dio un vuelco el corazón, desalentado, porque ¿no era, en definitiva, lo mismo que le sucedía a Quinto Servilio Cepio?
A las dos horas de anochecer había luna llena; libres del estorbo de las togas, Cota y sus cinco enmudecidos compañeros cenaron con Aurelio y se dispusieron a cabalgar en dirección sur.
—Esperad hasta mañana —suplicó Aurelio—. No estamos en Italia, aquí no hay calzadas romanas seguras y no conocéis el terreno. Unas cuantas horas, qué pueden importar...
—No, quiero estar en el campamento de Quinto Servilio al amanecer —respondió Cota— para convencerle de que se una a Cneo Malio. Le pondré al corriente de lo que ha sucedido hoy aquí y, después, independientemente de lo que él haga, seguiré hasta el campamento de Cneo Malio; no pienso dormir hasta hablar con él.
Se dieron la mano, y, conforme los senadores con su escolta de lictores y criados se perdían entre las densas sombras proyectadas por la luna, la silueta de Aurelio permaneció claramente delineada con el brazo alzado, diciendo adiós.
Volveremos a vernos, se dijo Cota para sus adentros, pensando en él; un hombre valiente, un romano excepcional.
Cepio no quiso escuchar a Cota, y menos a la voz de la razón.
—Aquí estoy y aquí me quedo —fue lo único que dijo.
Por lo tanto, Cota siguió su ruta tras calmar la sed en el campamento medio acabado de Cepio, decidido a llegar al de Cneo Malio Máximo a mediodía como muy tarde.
Al amanecer, mientras Cota y Cepio no lograban ponerse de acuerdo, los germanos iniciaron el avance. Era el segundo día de octubre, el tiempo seguía siendo bueno y no hacía frío. Cuando las primeras filas de la masa germana llegaron a las vallas del campamento de Aurelio, las rebasaron como una marea. Aurelio no llegó a comprender lo que pasaba; él había imaginado, lógicamente, que tendría tiempo para ensillar los escuadrones de caballería y que la empalizada, extraordinariamente bien fortificada, resistiría la embestida de los bárbaros el tiempo suficiente para sacar sus tropas por la puerta trasera e intentar una maniobra de flanco. Pero no fue así. Era tal la masa envolvente de germanos que el campamento se vio rodeado por todas partes en cuestión de minutos y los bárbaros lo asaltaron a millares por los cuatro lados. No estando acostumbradas a luchar a pie, las tropas de Aurelio hicieron lo que pudieron, pero aquello fue una carnicería más que una batalla. A la media hora, apenas quedaba un romano vivo, y Marco Aurelio Escauro cayó prisionero antes de poder echarse sobre la espada.