El primer hombre de Roma (96 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—Hablas con verdadero sentimiento, Lucio Cornelio.

—¡Ya lo creo! —dijo Sila y, tras una breve sonrisa, contempló pensativo la superficie del vino para luego alzar sus ojos fulgurantes hacia Mario—. Ahora han elegido un rey común a todos —añadió de repente.

—¡Ah! —exclamó Mario en voz queda.

—Se llama Boiorix y es un cimbro. Los cimbros son el pueblo mas numeroso.

—Pero es un nombre celta —dijo Mario—. Boiorix... de los boyos. Una nación formidable; hay colonias de boyos por todas partes: en Dacia, Tracia, la Galia Cabelluda, la Galia itálica, Helvecia, ¡qué sé yo! Quizá hace mucho tiempo instalaron una colonia entre los cimbros. Al fin y al cabo, si ese Boiorix se dice cimbro es que debe serlo. No pueden ser tan primitivos que no tengan una tradición genealógica.

—En realidad tienen muy poca tradición genealógica —replicó Sila, apoyándose en un codo—. No porque sean realmente primitivos, sino porque su estructura social es diferente a la nuestra. Y distinta a la de todos los pueblos ribereños del Mediterráneo. No son un pueblo agrícola, y cuando la gente no posee tierras y granjas a lo largo de generaciones, no se desarrolla en ella esa idea de procedencia de un lugar; lo que significa que tampoco desarrollan un sentimiento de familia. Llevan una vida colectiva de tipo tribal, que para ellos es más importante. Prefieren regirse por un sistema alimentario común, que para ellos es más razonable. Si las casas son chozas para dormir, carentes de cocina, y la casa va sobre ruedas y tampoco tiene cocina, es más fácil matar reses enteras, asarlas enteras y alimentar a toda la tribu.

"Su tradición genealógica se basa en la tribu, o en el conjunto de tribus que constituyen un pueblo. Tienen héroes a los que cantan, pero sus hazañas están muy adornadas por encima de la realidad, y un jefe de dos generaciones atrás se transforma en un Perseo o un Hércules y pierde todo perfil humano. Su concepto de lugar es también muy difuso. Y la posición, jefe, cabecilla o chamán, se sobrepone a la identidad del que la ostenta. ¡El individuo es la posición que ocupa! Se aísla de su familia y ésta no asciende con él; y cuando muere, la posición pasa a otro elegido por la tribu sin consideraciones a lo que nosotros llamariamos títulos de familia. Sus ideas sobre la familia son muy distintas a las nuestras, Cayo Mario —dijo Sila izándose sobre el codo para servir más vino.

—¡Se nota que has vivido con ellos! —musitó Mario.

—¡Qué remedio! —dijo Sila dando un sorbo para poder echar agua en la copa—. Y no me he acostumbrado —añadió como sorprendido—. Es igual, no cabe duda de que mi mente volverá —dijo poniendo ceño—. Logré infiltrarme entre los cimbros cuando aún trataban de abrirse camino hacia los Pirineos. Sería noviembre del año pasado, cuando regresaba de verte.

—¿Cómo lo hiciste? —inquirió Mario.

—En aquel momento estaban comenzando a padecer la secuela de cualquier pueblo tras una larga guerra, igual que nosotros, sobre todo después de Arausio. Como todo el pueblo, menos los viejos y los tullidos, avanzan en bloque, todo guerrero caído suele dejar viuda y huérfanos, y esas mujeres son una carga, a menos que sus hijos varones tengan edad para convertirse en guerreros sin gran tardanza. Así que las viudas tienen que esforzarse por encontrar nuevos maridos entre los guerreros que aún son jóvenes o no han sabido procurarse esposa. Si una mujer consigue unirse con su hijo a otro guerrero, se le permite seguir igual que antes. Su carro es la dote; aunque no todas las viudas poseen carro ni todas encuentran pareja. Claro que poseer un carro ayuda mucho. Se les concede un tiempo de tres meses para encontrar pareja, es decir el plazo de una estación. Si no lo consiguen, se les da muerte junto con los hijos, y los miembros de la tribu que no tienen carro se los reparten a suertes. Matan a los que consideran demasiado viejos para contribuir productivamente al bienestar de la tribu, y si hay exceso de niñas, las matan también.

—¡Y yo que pensaba que nosotros éramos duros! —dijo Mario con una mueca.

—¿Qué dureza, Cayo Mario? —replicó Sila meneando la cabeza—. Los germanos y los galos son como cualquier otro pueblo y estructuran su sociedad para sobrevivir como tal; los que se convierten en una rémora que la comunidad no puede permitirse deben ser eliminados. ¿Y qué es mejor, dejarlas sueltas sin hombres que cuiden de ellas o eliminarlas? ¿Morir despacio de hambre y frío o rápido y sin dolor? Ellos lo ven así. No tienen más remedio que verlo así.

—Supongo que sí —dijo Mario, reticente—, pero a mi personalmente me encantan nuestros ancianos. Por escucharlos vale la pena darles comida y alojamiento.

—¡Pero eso es porque nosotros podemos permitirnos su conservación, Cayo Mario! Roma es muy rica; por consiguiente, Roma puede permitirse mantener a algunos por lo menos de los que no aportan nada productivo a la comunidad. Sin embargo, no condenamos la eliminación de los recién nacidos abandonados, ¿no?

—¡Claro que no!

—¿Y cuál es la diferencia? Cuando los germanos encuentren una patria, se volverán más parecidos a los galos. Y los galos en contacto con griegos y romanos acaban pareciéndose a griegos o romanos. Cuando tengan una patria podrán relajar sus reglas; adquirirán suficiente riqueza para alimentar a los viejos y a las viudas cargadas de hijos. Ellos no son urbanitas, sino campesinos. También las ciudades vuelven a tener reglas distintas, ¿no lo has advertido? Las ciudades engendran el mal de eliminar a los viejos y a los enfermos, y las ciudades reducen el sentimiento campesino del hogar y la familia. Cuanto más grande se hace Roma, más se parece a los germanos.

—Me pierdo, Lucio Cornelio —dijo Mario rascándose la cabeza—. ¡Vuelve al tema, por favor! ¿Qué te sucedió? ¿Encontraste una viuda y te integraste en una tribu como guerrero?

—Exactamente —respondió Sila asintiendo con la cabeza—. Sertorio hizo igual en otra tribu, y por eso no nos hemos visto mucho; sólo a veces para intercambiar observaciones. Los dos encontramos una mujer con carro y sin pareja. Eso fue después de integrarnos en las tribus como guerreros, claro, cosa que ya había sucedido mucho antes de venir a verte el año pasado, y encontramos mujer nada más regresar.

—¿Y no os rechazaron? —inquirió Mario—. Al fin y al cabo, os hacíais pasar por galos, no por germanos.

—Cierto. Pero luchábamos bien los dos. Y ningún jefe de tribu desprecia a un buen guerrero —dijo Sila con una sonrisa.

—¡Por lo menos no os habrán hecho matar romanos! Aunque lo habríais hecho en caso necesario.

—Por supuesto —respondió Sila—. ¿Tú no?

—Claro que sí. El amor es para todos y el sentimiento para unos pocos —respondió Mario—. Un hombre debe luchar para salvar a todos, no a unos pocos. Bueno, salvo si se le presenta la oportunidad de hacer las dos cosas —añadió con el rostro iluminado.

—Yo era un galo de los carnutos, sirviendo como guerrero cimbro —dijo Sila, pensando en que la filosofía de Mario era tan confusa como éste pensaba que era la suya—. A principios de primavera hubo un gran consejo de todos los jefes de las tribus. Por entonces, los cimbros habían impulsado al máximo su avance hacia el oeste, con la esperanza de entrar en Hispania por la zona en que son más bajos los Pirineos. El consejo se celebró en la orilla del río que los aquitanos llaman Aturis. Habían llegado noticias ciertas de que todas las tribus de cántabros, astures, vetones, lusitanos occidentales y vascones se habían aliado al otro lado de la cordillera para contener la invasión germana. Y en este consejo, de pronto, sin que nadie lo esperase, surgió Boiorix.

—Recuerdo el informe que hizo Marco Cota después de Arausio —dijo Mario—. Era uno de los dos jefes que riñeron, el otro fue Teutobodo de los teutones.

—Es muy joven —dijo Sila—; no tendrá más de treinta años. Es altísimo y de contextura hercúlea; tiene unos pies que parecen lubinas. Pero lo interesante es su mentalidad parecida a la nuestra. Tanto galos como germanos tienen unos esquemas mentales tan distintos a los de cualquier pueblo del Mediterráneo, que nosotros los vemos como bárbaros. Mientras que Boiorix ha demostrado estos últimos nueve meses ser un bárbaro muy distinto. Para empezar, ha aprendido a leer y escribir en latín, no en griego. Creo que ya te he mencionado que cuando un galo muestra tendencia a instruirse, aprende latín en vez de griego.

—¡Boiorix, Lucio Cornelio, Boiorix! —dijo Mario, impaciente.

—Volvamos a Boiorix —continuó Sila, sonriente—. Había tenido buen ascendiente en los consejos tal vez durante cuatro años, pero en primavera se impuso a la oposición y se hizo nombrar jefe supremo; nosotros le llamariamos rey, dado que tiene la prerrogativa de adoptar una decisión irrevocable en todas las circunstancias sin temor a caer en desacuerdo con el consejo.

—¿Y cómo consiguió hacerse nombrar? —inquirió Mario.

—Por el viejo sistema —respondió Sila—. Ni germanos ni galos efectúan elecciones, aunque a veces votan en el consejo; pero las decisiones del consejo suelen supeditarse a quien logra permanecer más tiempo sobrio o tiene la voz más fuerte. Pero en el caso de Boiorix se proclamó rey por derecho de combate, matando a todos sus adversarios. No fue un solo encuentro, sino toda una jornada de lucha en la que fueron cayendo todos sus oponentes: en total once cabecillas que mordieron el polvo al estilo homérico.

—Rey por muerte de los rivales —dijo Mario, pensativo—. ¿Qué satisfacción reporta eso? ¡Es algo auténticamente bárbaro! A un rival se le aplasta en el debate o ante los tribunales para que pueda seguir luchando; todos debemos tener rivales. Teniendo rivales vivos, quien se impone más brilla por ser mejor que ellos; mientras que muertos no brilla nada.

—Estoy de acuerdo —dijo Sila—, pero en el mundo bárbaro, es decir en occidente, el criterio que impera es matar a los rivales. Es más seguro.

—¿Y qué sucedió con Boiorix después de proclamarse rey?

—Dijo a los cimbros que no iban a dirigirse a Hispania, que había lugares mucho más fáciles. Como Italia. Pero primero señaló que los cimbros iban a unirse a los teutones, los tigurinos, los marcomanos y los queruscos; y que, entonces, él seria rey de germanos y cimbros.

Sila volvió a llenar su copa con vino bien aguado.

—Pasamos la primavera y el verano avanzando hacia el norte por la Galia Cabelluda; cruzamos el Garumna, el Liger y el Sequana y entramos en las tierras de los belgas.

—¡Los belgas! —exclamó Mario—. ¿Los has visto?

—Sí, claro —respondió Sila, sin darle mayor importancia.

—Y habría guerra a muerte.

—Ni mucho menos. El rey Boiorix optó por lo que denominariamos abrir negociaciones. Hasta el viaje de verano por la Galia Cabelluda, los germanos no habían mostrado interés por negociar, y cada vez que se tropezaban con uno de nuestros ejércitos impidiéndoles el paso, por ejemplo, enviaban una embajada pidiendo permiso de tránsito por territorio romano. Nosotros siempre se lo hemos negado, naturalmente. Y ellos se alejaban y no volvían a intentarlo. Nunca han titubeado, ni han solicitado sentarse a una mesa de negociaciones, ni han tratado de saber si había algo que nosotros estuviésemos decididos a pedirles para abrir negociaciones. Pero Boiorix negoció el paso de los cimbros por la Galia Cabelluda.

—¿Ah, sí? ¿En qué condiciones?

—A cambio de dar a galos y belgas carne, leche, mantequilla y trabajo en los campos. Hizo un trueque de su ganado por cerveza y trigo y les ofreció sus guerreros para ayudarlos a labrar más tierras para que hubiese bastantes para todos —respondió Sila.

—¡Un bárbaro muy listo! —comentó Mario con un enérgico movimiento de cejas.

—Ya lo creo, Cayo Mario. Y así, en absoluta paz y amistad, seguimos el curso del rio Isara al norte de Sequana y, finalmente, llegamos a las tierras de una tribu belga, los aduatucos; éstos son principalmente germanos que viven en las orillas del río Mosa, más abajo del Sabis, y que también están asentados en el lindero de un vastísimo bosque llamado la Arduenna y que se extiende desde el este del Mosa hasta el Mosella, y que resulta impenetrable para los no germanos. Los auténticos germanos de Germania viven en bosques y los utilizan como nosotros las fortificaciones.

Mario seguía reflexionando con sumo interés, porque sus cejas no dejaban de moverse como si actuaran con vida propia.

—Continúa, Lucio Cornelio; cada vez encuentro más interesante al enemigo germano.

—Me lo imaginaba —replicó Sila inclinando la cabeza—. Los queruscos proceden, en realidad, de una región de Germania no muy lejos de las tierras de los aduatucos, y son parientes. Y así convencieron a los teutones, los tigurinos y los marcomanos para que los siguieran a las tierras de los aduatucos, mientras los cimbros andaban por el sur camino de los Pirineos. Pero cuando los cimbros regresaron a finales del Sextilis, lo que vieron no fue nada halagüeño: los teutones se habían querellado con aduatucos y queruscos al extremo de que había habido muchas escaramuzas, bastantes muertes y existía un malestar que nosotros, los cimbros, notamos iba en aumento.

—Y el rey Boiorix lo arregló todo —dijo Mario.

—¡Él lo arregla todo! —respondió Sila con una sonrisa—. Apaciguó a los aduatucos y convocó un gran consejo de los emigrantes germanos, cimbros, teutones, tigurinos, queruscos y marcomanos. En este consejo anunció que no sólo era rey de los cimbros, sino rey de todos los germanos. Tuvo que enfrentarse a varios en duelo, pero no a sus únicos rivales serios, Teutobodo de los teutones y Getorix de los tigurinos. Estos también tienen una mentalidad más romana, y decidieron seguir viviendo y representar una amenaza para el rey Boiorix.

—¿Y todo esto cómo lo supiste? —inquirió Mario—. ¿Es que te habías convertido en cabecilla y estabas en el consejo?

—En realidad me había convertido en un cabecilla —contestó Sila, haciéndose el modesto con esfuerzo, ya que la humildad estaba considerada falta de carácter—. No un gran jefe, compréndelo, pero lo suficiente para que me invitasen a los consejos. Mi esposa Germana, que no es cimbra sino del pueblo querusco, dio a luz dos hijos cuando alcanzamos el Mosa y esto fue interpretado como tan buen augurio que mi categoría de jefecillo ascendió a la de cabecilla de grupo a tiempo para participar en el gran consejo de todos los germanos.

Mario soltó una carcajada.

—¿Quieres decir que algún día algún pobre romano puede tropezarse con un par de pequeños germanos que se te parecen? —inquirió.

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