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espués de haber discurrido detalladamente sobre la naturaleza de los principados de los cuales me había propuesto tratar, y de haber señalado en parte las causas de su prosperidad o ruina y los medios con que muchos quisieron adquirirlos y conservarlos, réstame ahora hablar de las formas de ataque y defensa que pueden ser necesarias en cada uno de los Estados a que me he referido.
Ya he explicado antes cómo es preciso que un príncipe eche los cimientos de su poder, porque, de lo contrario, fracasaría inevitablemente. Y los cimientos indispensables a todos los Estados, nuevos, antiguos o mixtos, son las buenas leyes y las buenas tropas; y como aquéllas nada puede donde faltan éstas, y como allí donde hay buenas tropas por fuerza ha de haber buenas leyes, pasaré por alto las leyes y hablaré de las tropas.
Digo, pues, que las tropas con que un príncipe defiende sus Estados son propias, mercenarias, auxiliares o mixtas. Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas; y el príncipe cuyo gobierno descanse en soldados mercenarios no estará nunca seguro ni tranquilo, porque están desunidos, porque son ambiciosos, desleales, valientes entre los amigos, pero cobardes cuando se encuentran frente a los enemigos; porque no tienen disciplina, como tienen temor de Dios ni buena fe con los hombres; de modo que no se difiere la ruina sino mientras se difiere la ruptura; y ya durante la paz despojan a su príncipe tanto como los enemigos durante la guerra, pues no tienen otro amor ni otro motivo que los lleve a la batalla que la paga del príncipe, la cual, por otra parte, no es suficiente para que deseen morir por él. Quieren ser sus soldados mientras el príncipe no hace la guerra; pero en cuanto la guerra sobreviene, o huyen o piden la baja. Poco me costaría probar esto, pues la ruina actual de Italia no ha sido causada sino por la confianza depositada durante muchos años en las tropas mercenarias, que hicieron al principio, y gracias a ciertos jefes, algunos progresos que les dieron fama de bravas; pero que demostraron lo que valían en cuanto aparecieron a la vista ejércitos extranjeros. De tal suerte que Carlos, rey de Francia, se apoderó de Italia con un trozo de tiza. Y los que afirman que la culpa la tenían nuestros pecados, decían la verdad, aunque no se trataba de los pecados que imaginaban, sino de los que he expuesto. Y como estos pecados los cometieron los príncipes, sobre ellos recayó el castigo.
Quiero dejar mejor demostrada la ineficacia de estos ejércitos. Los capitanes mercenarios o son hombres de mérito o no lo son; no se puede confiar en ellos si lo son porque aspirarán siempre a forjar su propia grandeza, ya tratando de someter al príncipe su señor, ya tratando de oprimir a otros al margen de los designios del príncipe; y mucho menos si no lo son, pues con toda seguridad llevarán al príncipe a la ruina y a quien objetara que esto podría hacerlo cualquiera, mercenario o no, replicaría con lo siguiente: que un principado o una república deben tener sus milicias propias; que, en un principado, el príncipe debe dirigir las milicias en persona y hacer el oficio de capitán; y en las repúblicas, un ciudadano; y si el ciudadano nombrado no es apto, se lo debe cambiar; y si es capaz para el puesto, sujetarlo por medio de leyes. La experiencia enseña que sólo los príncipes y repúblicas armadas pueden hacer grandes progresos, y que las armas mercenarias sólo acarrean daños. Y es más difícil que un ciudadano someta a una república que está armada con armas propias que una armada con armas extranjeras.
Roma y Esparta se conservaron libres durante muchos siglos porque estaban armadas. Los suizos son muy libres porque disponen de armas propias. De las armas mercenarias de la antigüedad son un ejemplo los cartagineses, los cuales estuvieron a punto de ser sometidos por sus tropas mercenarias, después de la primera guerra con los romanos, a pesar de que los cartagineses tenían por jefes a sus mismos conciudadanos. Filipo de Macedonia, nombrado capitán de los tebanos a la muerte de Epaminondas, les quitó la libertad después de la victoria. Los milaneses, muerto el duque Felipe, tomaron a sueldo a Francisco Sforza para combatir a los venecianos; y Sforza venció al enemigo en Caravaggio y se alió después con él para sojuzgar a los milaneses, sus amos. El padre de Francisco Sforza, estando al servicio de la reina Juana de Nápoles, la abandonó inesperadamente; y ella, al quedar sin tropas que la defendiesen, se vio obligada, para no perder el reino, a entregarse en manos del rey de Aragón. Y si los florentinos y venecianos extendieron sus dominios gracias a esas milicias, y si sus capitanes los defendieron en vez de someterlos, se debe exclusivamente a la suerte; porque de aquellos capitanes a los que podían temer, unos no vencieron nunca, otros encontraron oposición y los últimos orientaron sus ambiciones hacia otra parte. En el número de los primeros se contó Juan Aucut, cuya fidelidad mal podía conocerse cuando nunca obtuvo una victoria, pero nadie dejará de reconocer que, si hubiese triunfado, quedaban los florentinos librados a su discreción. Francisco Sforza tuvo siempre por adversario a los Bracceschi, y se vigilaron mutuamente; al fin, Francisco volvió sus miras hacia la Lombardía, y Braccio hacia la Iglesia y el reino de Nápoles.
Pero atendamos a lo que ha sucedido hace poco tiempo. Los florentinos nombraron capitán de sus milicias a Pablo Vitelli, varón muy prudente que, de condición modesta, había llegado a adquirir gran fama. A haber tomado a Pisa, los florentinos se hubiesen visto obligados a sostenerlo, porque estaban perdidos si se pasaba a los enemigos, y si hubieran querido que se quedara, habrían debido obedecerle. Si se consideran los procedimientos de los venecianos, se verá que obraron con seguridad y gloria mientras hicieron la guerra con sus propios soldados, lo que sucedió antes que tentaran la suerte en tierra firme, cuando contaban con nobles y plebeyos que defendían lo suyo; pero bastó que empezaran a combatir en tierra firme para que dejaran aquella virtud y adoptaran las costumbres del resto de Italia. AI principio de sus empresas por tierra firme, nada tenían que temer de sus capitanes, así por lo reducido del Estado como por la gran reputación de que gozaban; pero cuando bajo Carmagnola el territorio se fue ensanchando, notaron el error en que habían caído. Porque viendo que aquel hombre, cuya capacidad conocían después de haber derrotado al duque de Milán, hacia la guerra con tanta tibieza, comprendieron que ya nada podía esperarse de él, puesto que no lo quería; y dado que no podían licenciarlo, pues perdían lo que habían conquistado, no les quedaba otro recurso, para vivir seguros, que matarlo. Tuvieron luego por capitanes a Bartolomé de Bérgamo, a Roberto de San Severino, al conde de Pitigliano y a otros de quienes no tenían que temer las victorias, sino las derrotas, como les sucedió luego en Vaili, donde en un día perdieron lo que con tanto esfuerzo habían conquistado en ochocientos años. Porque estas milicias, o traen lentas, tardías y mezquinas adquisiciones, o súbitas y fabulosas pérdidas.
Y ya que estos ejemplos me han conducido a referirme a Italia, estudiemos la historia de las tropas mercenarias que durante tantos años la gobernaron, y remontémonos a los tiempos más antiguos, para que, vistos su origen y sus progresos, puedan corregirse mejor los errores.
Es de saber que, en épocas no recientes, cuando el emperador empezó a ser arrojado de Italia y el poder temporal del papa acrecentarse, Italia se dividió en gran número de Estados; porque muchas de las grandes ciudades tomaron las armas contra sus señores, que, favorecidos antes por el emperador, las tenían avasalladas; y el papa, para beneficiarse, ayudó en cuanto pudo a esas rebeliones. De donde Italia pasó casi por entero a las manos de la Iglesia y de varias repúblicas —pues algunas de las ciudades habían nombrado príncipes a sus ciudadanos—; y como estos sacerdotes y estos ciudadanos no conocían el arte de la guerra, empezaron a tomar extranjeros a sueldo. El primero que dio reputación a estas milicias fue Alberico de Conio, de la Romaña, a cuya escuela pertenecen, entre otros, Braccio y Sforza, que en sus tiempos fueron árbitros de Italia. Tras ellos vinieron todos los que hasta nuestros tiempos han dirigido esas tropas. Y el resultado de su virtud lo hallamos en esto: que Italia fue recorrida libremente por Carlos, saqueada por Luis, violada por Fernando e insultada por los suizos. El método que estos capitanes siguieron para adquirir reputación fue primero el de quitarle importancia a la infantería. Y lo hicieron porque, no poseyendo tierras y teniendo que vivir de su industria, con pocos infantes no podían imponerse y les era imposible alimentar a muchos, mientras que, con un número reducido de jinetes, se veían honrados sin que fuese un problema el proveer a su sustentación. Las cosas habían llegado a tal extremo, que en un ejército de veinte mil hombres no había dos mil infantes. Por otra parte, se habían ingeniado para ahorrarse y ahorrar a sus soldados la fatiga y el miedo con la consigna de no matar en las refriegas, sino tomar prisioneros, sin degollarlos. No asaltaban de noche las ciudades, ni los campesinos atacaban las tiendas; no levantaban empalizadas ni abrían fosos alrededor del campamento, ni vivían en él durante el invierno. Todas estas cosas, permitidas por sus códigos militares, las inventaron ellos, como he dicho, para evitarse fatigas y peligros. Y con ellas condujeron a Italia a la esclavitud y a la deshonra.
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as tropas auxiliares, otras de las tropas inútiles de que he hablado, son aquellas que se piden a un príncipe poderoso para que nos socorra y defienda, tal como hizo en estos últimos tiempos el papa Julio, cuando, a raíz del pobre papel que le tocó representar con sus tropas mercenarias en la empresa de Ferrara, tuvo que acudir a las auxiliares y convenir con Fernando, rey de España, que éste iría en su ayuda con sus ejércitos. Estas tropas pueden ser útiles y buenas para sus amos, pero para quien las llama son casi siempre funestas; pues si pierden, queda derrotado, y si gana, se convierte en su prisionero. Y aunque las historias antiguas están llenas de estos ejemplos, quiero, sin embargo, detenerme en el caso reciente de Julio II, que no pudo haber cometido imprudencia mayor para conquistar a Ferrera que el entregarse por completo en manos de un extranjero. Pero su buena estrella hizo surgir una tercera causa, que, de lo contrario, hubiera pagado las consecuencias de su mala elección. Porque derrotados sus auxiliares en Ravena, aparecieron los suizos, que, contra la opinión de todo el mundo, incluso la suya, pusieron en fuga a los vencedores, de modo que no quedó prisionero de los enemigos, que habían huido, ni de los auxiliares, ya que había triunfado con otras tropas. Los florentinos, que carecían de ejércitos propios, trajeron diez mil franceses para conquistar a Pisa; y esta resolución les hizo correr más peligros de los que corrieran nunca en ninguna época. El emperador de Constantinopla, para ayudar a sus vecinos, puso en Grecia diez mil turcos, los cuales, una vez concluida la guerra, se negaron a volver a su patria; de donde empezó la servidumbre de Grecia bajo el yugo de los infieles.
Se concluye de esto que todo el que no quiera vencer no tiene más que servirse de esas tropas, muchísimo más peligrosas que las mercenarias, porque están perfectamente unidas y obedecen ciegamente a sus jefes, con lo cual la ruina es inmediata; mientras que las mercenarias, para someter al príncipe, una vez que han triunfado, necesitan esperar tiempo y ocasión, pues no constituyen un cuerpo unido y, por añadidura, están a sueldo del príncipe. En ellas, un tercero a quien el príncipe haya hecho jefe no puede cobrar en seguida tanta autoridad como para perjudicarlo. En suma, en las tropas mercenarias hay que temer sobre todo las derrotas; en las auxiliares, los triunfos.
Por ello, todo príncipe prudente ha desechado estas tropas y se ha refugiado en las propias, y ha preferido perder con las suyas a vencer con las otras, considerando que no es victoria verdadera la que se obtiene con armas ajenas. No me cansaré nunca de elogiar a César Borgia y su conducta. Empezó el duque por invadir la Romaña con tropas auxiliares, todos soldados franceses, y con ellas tomó a Imola y Forli. Pero no pareciéndoles seguras, se volvió a las mercenarias, según él menos peligrosas; y tomó a sueldo a los Orsini y los Vitelli. Por último, al notar que también éstas eran inseguras, infieles y peligrosas, las disolvió y recurrió a las propias. Y de la diferencia que hay entre esas distintas milicias se puede formar una idea considerando la autoridad que tenía el duque cuando sólo contaba con los franceses y cuando se apoyaba en los Orsini y Vitelli, y la que tuvo cuando se quedó con sus soldados y descansó en sí mismo: que era, sin duda alguna, mucho mayor, porque nunca fue tan respetado como cuando se vio que era el único amo de sus tropas.
Me había propuesto no salir de los ejemplos italianos y recientes; pero no quiero olvidarme de Hierón de Siracusa, ya que en otra parte lo he citado. Convertido, como expliqué, en jefe de los ejércitos de Siracusa, advirtió en seguida de la inutilidad de las milicias mercenarias, cuyos jefes tenían los mismos defectos que nuestros italianos; y como no creía conveniente conservarlas ni licenciarlas, eliminó a sus jefes. E hizo la guerra con sus tropas y no con las ajenas. Quiero también recordar un episodio del Viejo Testamento que viene muy al caso. Ofreciéndose David a Saúl para combatir a Goliat, provocador filisteo, Saúl, para darle valor, lo armó con sus armas; pero una vez que se vio cargado con éstas, David las rechazó, diciendo que con ellas no podría sacar partido de sí mismo y que prefería ir al encuentro del enemigo con su honda y su cuchillo.
En fin, sucede siempre que las armas ajenas o se caen de los hombros del príncipe, o le pesan, o le oprimen. Carlos VII, padre del rey Luis XI, una vez que con su fortuna y valor liberó a Francia de los ingleses, conoció esta necesidad de armarse con sus propias armas y ordenó en su reino la creación de milicias de caballería e infantería. Después, el rey Luis, su hijo, disolvió las de infantería y empezó a tomar a sueldo a suizos, error que, renovado por otros, es, como ahora se ve, el motivo de los males de aquel reino. Porque al acreditar a los suizos, desacreditó todas sus armas, ya que hizo desaparecer la infantería y depender la caballería de las tropas ajenas. Acostumbrada ésta a ir a la guerra en compañía de los suizos, no cree poder vencer sin ellos. Lo cual explica que los franceses no puedan contra los suizos, y que sin los suizos no se atrevan a enfrentar a otros. Los ejércitos de Francia son, pues, mixtos, dado que se componen de tropas mercenarias y propias; y, en su conjunto, son mucho mejores que las milicias exclusivamente mercenarias o exclusivamente auxiliares, pero muy inferiores a las propias. Bastará el ejemplo citado para hacer comprender que el reino de Francia sería hoy invencible si se hubiese respetado la disposición de Carlos; pero la escasa perspicacia de los hombres hace que comiencen algo que parece bueno por el hecho de que no manifiesta el veneno que esconde debajo, como he dicho que sucede con la tisis.