»—Un joven inteligente. Eso me gusta, Víctor. Sin embargo, te queda mucho por aprender. Cuando estés preparado, ven por aquí. Ya sabes cómo encontrarme. Espero verte pronto.
»—Lo dudo —respondió Víctor mientras se incorporaba y caminaba de vuelta hacia la salida.
»La mujer, como una marioneta rota a la que súbitamente le hubiesen estirado un cordel, empezó a caminar de nuevo, en un amago de acompañarle. A unos pasos de la salida, la voz de Caín sonó de nuevo a sus espaldas.
»—Una cosa más, Víctor. Respecto a lo de los deseos. Piénsalo. La oferta está en pie. Tal vez si a ti no te interesa, algún miembro de tu flamante familia feliz tenga algún sueño inconfesable escondido. Ésos son mi especialidad…
»Víctor no se detuvo a contestar y salió de nuevo al aire fresco de la noche. Respiró profundamente y se dirigió a paso rápido a buscar a su familia. Mientras se alejaba, la risa del Dr. Caín se perdió a sus espaldas como el canto de una hiena, enmascarada en la música del carrusel».
Max había escuchado hechizado el relato del anciano hasta aquel punto sin atreverse a formular una sola de las miles de preguntas que bullían en su mente. Víctor Kray pareció leer su pensamiento y le señaló con un dedo acusador.
—Paciencia, jovencito. Todas las piezas irán encajando a su tiempo. Prohibido interrumpir. ¿De acuerdo?
Aunque la advertencia iba dirigida a Max, los tres amigos asintieron al unísono.
—Bien, bien… —murmuró para sí el farero.
«Aquella misma noche decidí apartarme para siempre de aquel individuo y tratar de borrar de mi mente cualquier pensamiento referido a él. Y no era fácil. Fuese quien fuese, el Dr. Caín tenía la rara habilidad de clavársele a uno como una de esas astillas que, cuanto más tratas de sacar, más hondo se introducen en la piel. No podía hablar de aquello con nadie, a menos que quisiera que me tomasen por un lunático, y no podía acudir a la policía, porque no hubiera sabido ni por dónde empezar. Como es prudente hacer en estos casos, dejé pasar el tiempo.
»Nos iba bien en nuestro nuevo hogar y tuve la ocasión de conocer a un individuo que me ayudó mucho. Se trataba de un reverendo que impartía clases de Matemáticas y Física en la escuela. A primera vista parecía andar siempre por las nubes, pero era un hombre de una inteligencia que sólo podía compararse con la bondad que se esforzaba en ocultar tras una muy convincente personificación del científico loco del pueblo. Él me animó a estudiar a fondo y a descubrir las matemáticas. No es extraño que, tras unos años a su cargo, mi vocación por las ciencias se hiciese cada vez más clara. En principio quise seguir sus pasos y dedicarme a la enseñanza, pero el reverendo me clavó una reprimenda inmensa y me dijo que lo que tenía que hacer era ir a la universidad, estudiar Física y convertirme en el mejor ingeniero que hubiese pisado el país. O eso, o me retiraba la palabra en el acto.
»Fue él quien me consiguió la beca para la universidad y quien realmente encaminó mi vida hacia lo que hubiera podido ser. Murió una semana antes de mi graduación. Ya no me avergüenza decir que sentí tanto o más su desaparición que la de mi propio padre. En la universidad tuve ocasión de intimar con quien habría de llevarme de nuevo a encontrarme con el Dr. Caín: un joven estudiante de medicina perteneciente a una familia escandalosamente rica (o eso me parecía a mí) llamado Richard Fleischmann. Efectivamente, el futuro Doctor Fleischmann que, años más tarde, haría construir la casa de la playa.
»Richard Fleischmann era un joven vehemente y muy dado a las exageraciones. Estaba acostumbrado a que durante toda su vida las cosas hubiesen resultado tal y como él las deseaba y cuando, por cualquier motivo, algo contradecía sus expectativas, montaba en cólera con el mundo. Una ironía del destino fue la que quiso hacernos amigos: nos enamoramos de la misma mujer, Eva Gray, la hija del más insoportable y tirano catedrático de Química del campus.
»Al principio, salíamos los tres juntos y hacíamos excursiones los domingos, cuando el ogro de Theodore Gray no lo impedía. Pero este arreglo no duró mucho. Lo más curioso del caso es que Fleischmann y yo, lejos de convertirnos en rivales, nos hicimos compañeros inseparables. Cada noche que devolvíamos a Eva a la cueva del ogro, hacíamos el camino de vuelta juntos, sabiendo que, tarde o temprano, uno de los dos se quedaría fuera del juego.
»Hasta que ese día llegó, pasamos los dos mejores años que recuerdo de mi vida. Pero todo tiene un fin. El de nuestro trío inseparable llegó la noche de la graduación. Aunque había conseguido todos los laureles imaginables, mi alma se arrastraba por los suelos a causa de la pérdida de mi viejo tutor y Eva y Richard decidieron que, aunque yo no bebía, aquella noche debían emborracharme y ahuyentar la melancolía de mi espíritu por todos los medios. Ni que decir tiene que el ogro Theodore, que pese a estar sordo como una tapia parecía escuchar a través de las paredes, descubrió el plan y la velada acabó con Fleischmann y yo solos, borrachos como una cuba, en una apestosa taberna en la que nos entregamos a elogiar al objeto de nuestro amor imposible, Eva Gray.
»Aquella misma noche, dando tumbos de vuelta al campus, una feria ambulante pareció emerger de la niebla junto a la estación del tren. Fleischmann y yo, convencidos de que una vuelta en el carrusel sería la cura infalible para nuestro estado, nos adentramos en la feria y acabamos en la puerta de la barraca del Dr. Caín, adivino, mago y vidente, como seguía rezando el siniestro cartel. Fleischmann tuvo una idea genial. Entraríamos y le pediríamos al adivino que nos desvelase el enigma: ¿a quién de los dos escogería Eva? Pese a mi aturdimiento, me quedaba el suficiente sentido en el cuerpo como para no entrar, pero no la fortaleza para detener a mi amigo, que se sumergió decidido en la barraca.
»Supongo que perdí el sentido porque no recuerdo muy bien las horas siguientes. Cuando recobré el conocimiento, en la agonía de un atroz dolor de cabeza, Fleischmann y yo estábamos tendidos sobre un viejo banco de madera. Estaba amaneciendo y los carromatos de la feria habían desaparecido, como si todo aquel universo de luces, ruido y gentío de la noche anterior hubiera sido una simple ilusión de nuestras mentes ebrias por el alcohol. Nos incorporamos y contemplamos el solar desierto a nuestro alrededor. Pregunté a mi amigo si recordaba algo de la madrugada anterior. Haciendo un esfuerzo, Fleischmann me dijo que había soñado que entraba en la barraca de un adivino y, a la pregunta de cuál era su mayor deseo, había respondido que deseaba obtener el amor de Eva Gray. Luego se rió, bromeando sobre la resaca monumental que nos castigaba, convencido de que nada de todo aquello había sucedido.
»Dos meses después, Eva Gray y Richard Fleischmann contraían matrimonio. Ni siquiera me invitaron a la boda. No volvería a verlos en 25 largos años.
»Un día lluvioso de invierno, un hombre envuelto en una gabardina me siguió desde el despacho hasta mi casa. Desde la ventana del comedor, pude ver que el extraño seguía abajo, vigilándome. Dudé unos segundos y bajé a la calle, dispuesto a desenmascarar al misterioso espía. Era Richard Fleischmann, tiritando de frío y con el rostro ajado por los años. Sus ojos eran los de un hombre que hubiera vivido perseguido toda su vida. Me pregunté cuántos meses hacía que mi antiguo amigo no dormía. Hice que subiese a casa y le ofrecí un café caliente. Sin atreverse a mirarme a la cara, me preguntó por aquella noche enterrada años atrás en la barraca del Dr. Caín.
»Sin ánimos para cortesías, le pregunté qué era lo que Caín le había pedido a cambio de hacer realidad su deseo. Fleischmann, con el rostro embargado de miedo y vergüenza, se arrodilló frente a mí, suplicando mi ayuda entre lágrimas. No hice caso de sus lamentos y le exigí que me contestase. ¿Qué había prometido al Dr. Caín en pago a sus servicios?
»Mi primer hijo, me contestó. Le prometí mi primer hijo…
»Fleischmann me confesó que durante años había estado administrando a su esposa, sin ésta saberlo, una droga que le impedía concebir hijo alguno. Sin embargo, al cabo de los años, Eva Fleischmann se había sumido en una profunda depresión y la ausencia de la tan deseada descendencia había convertido el matrimonio de los Fleischmann en un infierno. Fleischmann temía que, si Eva no concebía un hijo, pronto enloquecería o se sumiría en una tristeza tan profunda que su vida se apagaría lentamente como una vela sin aire. Me dijo que no tenía a quién recurrir y me suplicó mi perdón y mi ayuda. Finalmente, le dije que le ayudaría, pero no por él, sino por el vínculo que todavía me unía a Eva Gray y en recuerdo a nuestra vieja amistad.
»Aquella misma noche expulsé a Fleischmann de mi casa, pero con una intención muy diferente a la que aquel hombre que un día yo había considerado mi amigo intuía. Le seguí bajo la lluvia y crucé la ciudad tras sus pasos. Me pregunté a mí mismo por qué estaba haciendo aquello. La sola idea de que Eva Gray, que me había rechazado cuando ambos éramos jóvenes, tuviese que entregar su hijo a aquel miserable brujo me revolvía las entrañas y me bastaba para enfrentarme de nuevo al Dr. Caín, aunque mi juventud ya se había evaporado y cada vez era más consciente de que tal vez saliese mal parado del juego.
»Las andanzas de Fleischmann me llevaron hasta la nueva guarida de mi viejo conocido, el Príncipe de la Niebla. Un circo ambulante era ahora su hogar y, para mi sorpresa, el Dr. Caín había renunciado a su grado de adivino y vidente para asumir ahora una nueva personalidad, más modesta, pero más acorde con su sentido del humor. Ahora era un payaso que actuaba con el rostro pintado de blanco y rojo, aunque sus ojos de color cambiante delatarían su identidad incluso tras docenas de capas de maquillaje. El circo de Caín mantenía la estrella de seis puntas en lo alto de un asta y el mago se había rodeado ahora de una siniestra cohorte de compinches que, bajo la apariencia de feriantes itinerantes, parecían esconder algo más oscuro. Espié durante dos semanas el circo de Caín y pronto descubrí que la carpa raída y amarillenta enmascaraba a una peligrosa banda de embaucadores, criminales y ladrones que practicaban la rapiña allí por donde pasaban. Averigüé también que la poca elegancia del Dr. Caín a la hora de elegir a sus esclavos le había llevado a dejar tras de sí una estridente pista de crímenes, desapariciones y robos que no escapaba a la policía local, que olfateaba de cerca el hedor a corrupción que se desprendía de aquel fantasmagórico circo.
»Por supuesto, Caín era consciente de la situación y por ello había decidido que él y sus amigos debían desaparecer del país sin perder tiempo, pero de un modo discreto y, preferiblemente, al margen de molestos trámites policiales. De este modo, aprovechando una deuda de juego que oportunamente le servía en bandeja la torpeza del capitán holandés, el Dr. Caín consiguió embarcar en el Orpheus aquella noche. Y yo, con él.
»Lo que sucedió la noche de la tormenta es algo que ni yo mismo puedo explicar. Un terrible temporal arrastró al Orpheus de vuelta hacia la costa y lo lanzó contra las rocas, abriendo una vía de agua en el casco que hundió el buque en cuestión de segundos. Yo estaba oculto en uno de los botes salvavidas, que salió despedido al embarrancar el buque en la roca y fue lanzado por el oleaje hasta la playa. Sólo así pude salvarme. Caín y sus secuaces viajaban en la sentina, ocultos bajo cajas por temor a un posible control militar en el canal a media travesía. Probablemente, cuando el agua helada inundó las entrañas del casco, ni siquiera entendieron lo que estaba sucediendo»…
—Aún así —interrumpió finalmente Max—, no se encontraron los cuerpos.
Víctor Kray negó.
—A menudo, en temporales de esta naturaleza el mar se lleva consigo los cuerpos —apuntó el farero.
—Pero los devuelve, aunque sea días después —replico Max—. Lo he leído.
—No creas todo lo que lees —dijo el anciano—, aunque en este caso sea cierto.
—¿Qué pudo suceder entonces? —inquirió Alicia.
—Durante años he tenido una teoría que ni yo mismo creía. Ahora todo parece confirmarla…
«Fui el único superviviente del naufragio del Orpheus. Sin embargo, al recuperar el conocimiento en el hospital, comprendí que algo extraño había sucedido. Decidí construir este faro y quedarme a vivir en este lugar, pero esa parte de la historia ya la conocéis. Sabía que aquella noche no significaba la desaparición del Dr. Caín, sino un paréntesis. Por eso he permanecido aquí todos estos años. Con el tiempo, cuando los padres de Roland murieron, yo me hice cargo de él y él, a cambio, ha sido mi única compañía en mi exilio.
»Pero eso no es todo. Con los años cometí otro error fatal. Me puse en contacto con Eva Gray. Supongo que quería saber si todo por lo que había pasado tenía algún sentido. Fleischmann se adelantó a mí y, al conocer mi paradero, vino a visitarme. Le expliqué lo sucedido y aquello pareció liberarle de todos los fantasmas que le habían atormentado durante años. Decidió construir la casa de la playa y poco después nació el pequeño Jacob. Fueron los mejores años en la vida de Eva. Hasta la muerte del niño.
»El día que Jacob Fleischmann se ahogó, supe que el Príncipe de la Niebla no se había marchado jamás. Había permanecido en la sombra, esperando, sin prisa, a que alguna fuerza le trajese de nuevo al mundo de los vivos. Y nada tiene tanta fuerza como una promesa»…
Cuando el viejo farero hubo finalizado su relato, el reloj de Max indicaba que apenas faltaban unos minutos para las cinco de la tarde. Afuera, una débil llovizna había empezado a caer sobre la bahía y el viento que venía del mar golpeaba con insistencia los postigos de las ventanas de la casa del faro.
—Se acerca una tormenta —dijo Roland, oteando el horizonte plomizo sobre el océano.
—Max, tendríamos que volver a casa. Papá llamará pronto —murmuró Alicia.
Max asintió sin demasiada convicción. Necesitaba considerar cuidadosamente todo lo que el anciano había explicado y tratar de encajar las piezas del rompecabezas. El anciano, al que el esfuerzo por recordar su historia parecía haber sumido en un silencio apático, miraba al vacío desde su butaca, ausente.
—Max… —insistió Alicia.
Max se incorporó y dirigió un saludo silencioso al anciano, que le correspondió con un mínimo asentimiento. Roland observó al viejo farero durante unos segundos y luego acompañó a sus amigos al exterior.
—¿Y ahora qué? —preguntó Max.
—Yo no sé qué pensar —afirmó Alicia, encogiéndose de hombros.