Authors: John Katzenbach
Mantuvo una tensión constante sobre la cadena, tratando de imaginarse a sí misma como si fuera un perro atado, pero sin querer lanzarse sobre el límite, como haría un perro. Jennifer llegó a dieciocho en su cuenta cuando el dedo de su pie izquierdo tocó algo en el suelo. Fue algo repentino, inesperado y casi se cae.
Parecía algo suave, como peludo y con vida, lo que la hizo trastabillar hacia atrás. Su mente se llenó de imágenes. ¡Una rata!
Quiso correr, pero no pudo. Quería saltar hacia atrás, hacia la cama, creyendo que eso la pondría a salvo. La dominó el pánico. Dio un paso y cayó en un absoluto estado de confusión. Ya no podía asegurar dónde estaba la pared ni la cama. Movió los brazos extendidos, dando puñetazos a la nada, y se dio cuenta de que había gritado una vez, tal vez dos, y en ese momento, dentro de la capucha, tenía la boca muy abierta. Todas las cuentas que había hecho desaparecieron. La oscuridad dentro de la capucha parecía más negra, más limitadora, y gritó con toda la fuerza que puedo:
—¡Vete!
El sonido de su voz pareció resonar en la habitación, hasta que fue reemplazado por la adrenalina que bombeaba en sus oídos como el rugido de un río desbordado. El corazón palpitaba dentro su pecho, y podía sentir que su cuerpo entero se estremecía. Tocó la cadena... Pensó que debía usarla como lo haría si le lanzara una cuerda a alguien que se está ahogando: regresaría a la cama recogiéndola con la mano poco a poco hasta llegar y entonces podría levantar los pies y evitar que eso, fuera lo que fuera, pudiera alcanzarla.
Empezó a hacerlo, pero pronto se detuvo. Escuchó con atención. No había ruido de pequeñas patas escapando. Jennifer respiró hondo nuevamente. Una vez, una familia de ratones se metió en las paredes de su casa, y su madre y Scott habían diligentemente puesto trampas y veneno por todos lados para eliminarlos. Pero lo que Jennifer recordó en ese momento fue el inconfundible ruido que hacían por la noche corriendo por los huecos detrás de las maderas de las paredes. Sin embargo, ahora no oía ningún ruido.
Su segundo pensamiento fue: Está muerto. Sea lo que sea, está muerto.
Se quedó paralizada en la posición en la que estaba, aguzando los oídos para percibir cualquier ruido. Pero sólo podía oír su pesada respiración. ¿Qué era? Dejó de pensar en una rata, aun cuando estaba encerrada en un sótano.
Volvió a imaginar la sensación fugaz en el dedo del pie; se esforzó por formar una imagen en su mente, pero le resultó imposible. Jennifer volvió a respirar hondo. Si te vuelves a la cama, se dijo a sí misma, te quedarás allí sentada, aterrorizada porque no sabes qué es.
Sintió que era una decisión terrible. La incertidumbre, por un lado, o volver y tocar eso, para tratar de determinar qué podría ser. Se estremeció. Sus manos temblaban. Podía sentir los temblores que subían y bajaban por la espina dorsal. Sentía calor y frío a la vez, estaba sudando y al mismo tiempo helada. Regresa. Descubre de qué se trata. Tenía la boca y los labios más secos todavía, si eso era posible. La cabeza le daba vueltas con la decisión que debía tomar.
No soy valiente, pensó. Soy casi una niña. Pero pensó también que ya no había más lugar dentro de la capucha para ser una niña.
—Vamos, Jennifer —susurró hablándose a sí misma. Sabía que todo era una pesadilla. Si no volvía y descubría qué era lo que había tocado con el dedo del pie, la pesadilla se volvería cada vez peor.
Dio un paso. Luego un segundo paso. No sabía hasta dónde había retrocedido. Pero esta vez, en lugar de medir, estiró la pierna izquierda y la apuntó hacia fuera, moviéndola de un lado a otro como una bailarina de ballet, o como un nadador probando la temperatura del agua. Tenía miedo de lo que podía encontrar, pero también tenía miedo de que hubiera desaparecido. Algo muerto, algo inanimado era, por supuesto, preferible a algo vivo.
No sabía cuánto tiempo le había llevado localizar el objeto con el pie la vez anterior. Podrían haber sido segundos. Podría haber sido una hora. No sabía a qué velocidad estaba avanzando. Cuando el dedo del pie tocó el objeto, luchó contra el impulso de darle una patada. Reunió coraje y se obligó a arrodillarse. Sintió el cemento áspero contra sus rodillas. Extendió la mano hacia el objeto. Era pelo. Era sólido. No tenía vida.
Retiró las manos. No era una amenaza inmediata. Sintió el impulso de simplemente dejar eso donde estaba. Pero entonces, algo diferente, algo sorprendente, resonó en su interior, y extendió la mano otra vez. Esta vez dejó que sus dedos permanecieran sobre la superficie del objeto.
Envolvió con sus manos aquella forma y se la acercó. Pasó sus dedos por encima del objeto, como si estuviera leyendo Braille. Un ligero desgarro. Un borde deshilachado.
Apretó el objeto con fuerza contra el pecho y gimió en silencio al reconocerlo: Señor Pielmarrón.
Jennifer sollozó de manera incontrolada y acarició la superficie gastada del único objeto de su infancia que amaba tanto como para llevarlo consigo en su fuga del hogar.
Texto. Terri Collins pensó que debía atenerse a los hechos sin hacer especulaciones y mantener el tono profesional. Pero no tenía nada más que dudas. De regreso a su oficina, empezó por el vehículo que Adrián había descrito. Desafiaba la lógica habitual de un pueblo pequeño y parecía demasiado conveniente para Scott, que era del tipo de los que ven gigantescas conspiraciones gubernamentales o planes demoniacos en cualquier clase de acontecimientos rutinarios.
Le sorprendió la respuesta electrónica de la Policía del Estado de Massachusetts: un juego de matrículas que empezaba con las letras QE había sido robado de un sedán que se encontraba en el aparcamiento del Aeropuerto Internacional Logan casi tres semanas antes. Se inclinó hacia delante, sobre la pantalla, como si el hecho de acercarse sirviera para determinar el valor de esa información.
Había habido un retraso en la notificación del robo porque el ladrón se había preocupado de colocarle al sedán un juego diferente de matrículas. Ese segundo juego había sido robado un mes antes, en un centro comercial a cientos de kilómetros al oeste de Massachusetts. El hombre de negocios dueño del sedán probablemente no se habría dado cuenta de que su matrícula estaba cambiada —¿con qué frecuencia uno mira la matrícula de su propio coche?— si no hubiera sido detenido por conducir borracho. Lo embrollado de la situación —un robo denunciado en una parte del Estado, luego encontrado en un vehículo diferente conducido por un borracho prepotente y arrogante que, además de una serie de insultos lanzados contra el policía de tráfico que lo había detenido, no había podido dar ninguna explicación comprensible de dónde podrían estar sus matrículas— produjo un nudo de trámites burocráticos en el Departamento de Vehículos Motorizados.
Alguien estaba tomando precauciones.
—Bien —dijo—, eso ya es algo. —Adrián había confundido el número y la tercera letra de la matrícula. El dato parecía correcto en esencia, pero Terri también pensaba que para un catedrático universitario de su categoría era fácil sacar conclusiones de un hecho y argumentarlas con lógica.
Amplió sus averiguaciones en las bases de datos de Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island y Vermont, buscando alguna furgoneta robada recientemente. Si alguien estaba involucrado en este secuestro al azar y se había tomado el trabajo de robar dos juegos diferentes de matrículas, dudaba que usara algo que no fuera un vehículo robado.
Encontró tres: una flamante furgoneta sustraída en el aparcamiento de un vendedor de automóviles en Boston, un cacharro de doce años robado de un camping para remolques en New Hampshire y una furgoneta de tres años que se ajustaba a la descripción de Adrián, robada una semana antes en una agencia de alquiler de coches en Providence, en el centro de la ciudad.
Este último robo era interesante. Una gran flota. Veinte, tal vez treinta vehículos, todos con la misma configuración y apariencia básica, y todos estacionados en hileras en la parte de atrás de alguna deteriorada área urbana. Si la persona que se llevó la furgoneta no dejó señales obvias de su intrusión —una reja de tela metálica rota o un candado cortado con una cizalla—, la agencia de alquiler de coches podría haber tardado veinticuatro horas en hacer un inventario y darse cuenta de que faltaba algún vehículo. Y si los tipos que trabajaban en el lugar fueran menos eficientes, podría llevar más tiempo, pensó Terri.
Ninguno de los tres vehículos perdidos había sido recuperado, lo cual no era sorprendente. Había varios delitos que requerían sólo un uso de la camioneta robada: un rápido robo en una tienda de equipos electrónicos, un cargamento de marihuana trasladado a Boston... Era probable que nada más terminar el trabajo el vehículo fuera descartado, y ella lo sabía.
Amplió su búsqueda. Una anotación atrajo de inmediato su atención. El Departamento de Bomberos en Devens, Massachusetts, había informado de que fue llamado a una fábrica abandonada donde un vehículo de la misma marca y modelo que la furgoneta robada en Providence había sido incendiado. Se esperaba una confirmación. El vehículo sospechoso había quedado totalmente destruido por el fuego. No era el tipo de caso al que la policía le otorgara una prioridad alta, de modo que el investigador de seguros iba a dejar pasar algún tiempo antes de acercarse al depósito de vehículos accidentados cerca de Devens, revisar toda la sucia chatarra carbonizada hasta encontrar, en algún resto que hubiera sobrevivido al fuego, el número de serie grabado y luego comparar eso con el vehículo perdido. Sería entonces cuando sus jefes extenderían un cheque a la agencia de alquiler de coches.
Todo eso podría ir mucho más rápido —por supuesto— si Terri se ponía en contacto con la policía del Estado y les decía que la camioneta había sido usada en el secuestro de una menor. Si es que de verdad se había cometido ese delito.
Todavía no estaba convencida del todo, pero sí mucho más cerca de imaginar que algo fuera de lo normal ocurría. Se levantó de su escritorio para acercarse a un mapa colgado en la pared. Recorrió con el dedo las distancias de un sitio a otro.
Providence hasta la calle donde Jennifer desapareció, y de ahí a una parte vacía y olvidada de Devens. Un triángulo que abarca muchos kilómetros y también muchos caminos que atravesaban las zonas rurales del Estado. Si alguien hubiera querido viajar anónimamente, difícilmente podría haber escogido rutas más aisladas.
Volvió a su ordenador y presionó algunas teclas. Quería comprobar otro detalle, la fecha de la llamada al Departamento de Bomberos.
Observó la pantalla de su ordenador. Tuvo una sensación de vacío en el estómago, como si no hubiera comido ni hubiera dormido y acabara de correr una gran distancia. El Departamento de Bomberos había respondido a una llamada anónima al 911, el teléfono de emergencias, poco después de la medianoche, lo cual conducía al día después de que Jennifer desapareciera. Pero cuando llegaron, encontraron un vehículo ya quemado del que sólo quedaba una estructura carbonizada. Quienquiera que lo hubiera incendiado lo había hecho muchas veces antes.
Trató de hacer algunos cálculos en su cabeza. La llamada al servicio telefónico de emergencias. El agente encargado da una alarma que suena en los dormitorios de los voluntarios de la brigada de incendios. Se dirigen al cuartel de bomberos, se ponen la vestimenta adecuada y parten rumbo al lugar del incendio. ¿Cuánto tiempo llevaría todo esto?
Terri se planteó las preguntas una tras otra. Así era como ella trabajaba: intentaba ver cada posible prueba desde dos perspectivas: la suya y la del delincuente. Cuando lograba meterse en la cabeza del malhechor, las respuestas venían a ella.
¿Alguien estaba al tanto de ese retraso? ¿Esa es la razón por la que escogieron ese sitio en particular para incendiar el vehículo? Tal vez. Si yo quisiera deshacerme de un vehículo después de utilizarlo sólo una vez, no escogería un lugar al que los bomberos pudieran llegar antes de que las llamas hubieran hecho su trabajo.
En el informe del incidente, el teniente de bomberos había llamado la atención sobre ciertos aceleradores del proceso. Pensó que no quedaría ningún pelo, ninguna huella digital, ninguna fibra ni nada de ADN en esa camioneta. Atravesó la hacinada oficina hacia la muy usada y manchada máquina de café, que era una necesidad en cualquier oficina de detectives de la policía. Se sirvió una taza de café solo y luego hizo una mueca ante su sabor amargo. Normalmente le gustaba con dos cucharadas de azúcar y más de una de crema, pero aquel día no parecía adecuado para poner un sabor dulce en su boca.
Regresó a su mesa un momento después. Su bolso estaba colgado en el respaldo de su silla. Metió la mano, sacó una caja de cuero pequeña y la abrió. Dentro, protegidas por fundas de plástico, había media docena de fotografías de sus dos hijos. Miró detenidamente cada instantánea, tomándose su tiempo para reconstruir en su mente las circunstancias de cada fotografía. Esta fue una fiesta de cumpleaños. Esta fue en las vacaciones que fuimos de campamento a Acadia. Esta fue la primera nieve que cayó hace dos inviernos. A veces la ayudaba recordarse a sí misma por qué era una mujer policía.
Cogió la octavilla que había confeccionado para difundir la desaparición de Jennifer. Sabía que era un error unir el trabajo y sus emociones. Una de las primeras lecciones que uno aprendía mientras iba ascendiendo por el escalafón de la policía era que el hogar era el hogar y el trabajo era el trabajo, y cuando ambos mundos se mezclaban nada bueno podía esperarse, porque no se podían tomar las decisiones con la frialdad y la calma necesarias.
Miró la fotografía de Jennifer. Recordaba haber hablado con la adolescente después del segundo intento de fuga. Había sido infructuoso. A pesar de lo preocupada que estaba la joven, se veía que era inteligente y resuelta y, sobre todo, dura. Aunque había crecido en un pueblo lleno de pretenciosos y excéntricos, Jennifer había sido implacable.
Y no era una falsa y superficial dureza. No se trataba de actitudes adolescentes del tipo Quiero un tatuaje o Qué genial que soy: le he dicho a mi maestra de inglés en la cara que era una puta, o Fumo cigarrillos a espaldas de mis padres. Terri creía que Jennifer se parecía mucho a como era ella a esa misma edad. Lo que ocurría era que Jennifer había reaccionado partiendo de las mismas emociones con las que Terri había salvado su vida cuando había huido de un hombre maltratador.