Yunus encargó a Zacarías que le preparara su maletín de médico. No le quedaba alternativa. La mención del monarca convertía el ruego de al–Balia en una orden que tenía que obedecer.
El mensajero lo acompañó hasta Taryana, al otro lado del río. Allí, a la puerta de un funduq, lo esperaban un lancero del príncipe con un caballo y un hidalgo español acompañado por un mozo. El español le habló en un árabe entrecortado, instándolo a darse prisa. Era un hombre alto y delgado que rondaba los cincuenta años y tenía una cicatriz que confería a su rostro un aspecto curiosamente desolado. Un agudo cuchillo debía de haberle alcanzado la mejilla derecha alguna vez. La delgada cicatriz que había dejado le cruzaba el rostro de arriba a abajo.
El monasterio al que llevaron a Yunus quedaba muy cerca de la pequeña ciudad de Alcalá. Yunus nunca había estado allí, pero conocía el nombre. Era un buen lugar para ir de paseo, célebre por el excelente vino que servían los monjes.
Apenas había cruzado la puerta, salió a su encuentro al–Balia. Yunus no lo reconoció hasta que lo tuvo frente a él. El joven rabino vestía con inusual humildad. Llevaba puesta una sencilla túnica de lana marrón; de no ser por la faja de la cabeza casi se lo hubiera podido confundir con uno de los monjes. Al–Balia llevó a Yunus aparte, al huerto del monasterio, que, al encontrarse rodeado por un seto, les permitía estar a solas.
—Te agradezco que hayas venido tan pronto, Yunus ibn A'war —dijo el rabino. Parecía cansado, y su voz sonaba tensa—. Tengo que explicarte algunas cosas antes de que veas al enfermo.
—¿Quién es, que el príncipe se preocupa tanto por su salud? —preguntó Yunus.
—Un obispo. El obispo de León —respondió al–Balia y, mientras caminaban lentamente hacia la iglesia, empezó a resumirle la historia en pocas palabras.
El monarca había mandado acondicionar para la embajada una casa de campo al oeste de la ciudad. Sin embargo, debido a su mala salud, el obispo había insistido en alojarse en una iglesia, por lo cual finalmente se había decidido que él y su séquito se instalaran en el monasterio.
—Muy a pesar del abad, por otra parte. El vicario del obispo ha dispuesto que se cierre la iglesia y, sobre todo, que se deje de expender vino, pues aduce que esta práctica podría hacer que la ira de Dios cayera sobre su señor, el obispo.
Ya la noche misma de la llegada del enfermo, al–Balia había mandado llamar a Ibn Sa'id, el único médico cristiano de la corte del monarca. Ibn Sa'id había examinado al obispo y había recomendado que se trasladara urgentemente al paciente fuera de la fría y húmeda iglesia, y que se lo tratara con baños, friegas y una rigurosa dieta. El obispo se opuso a todas estas medidas, por lo que Ibn Sa'id declinó toda responsabilidad y regresó a Sevilla.
—Como ves, el caso no es nada sencillo.
—¿Por qué se opuso al tratamiento? —preguntó Yunus.
—Pues me parece —empezó a decir al–Balia, titubeante— que el obispo pasa por ser un hombre extremadamente piadoso, por decirlo con cierto recato. Ibn Sa'id lo llamó viejo asceta y mojigato, a pesar de que es su hermano de fe. — Al–Balia cogió a Yunus del brazo y siguió hablando, con mayor énfasis—: En cualquier caso, tenemos que actuar con mucho cuidado. Según parece, el obispo está convencido de que la proximidad del altar curará su enfermedad. Por eso no permite que se lo traslade a otra habitación. Guarda ayuno, de modo que sólo se le puede recetar una dieta que no contravenga los preceptos de su ayuno. Además, ha hecho la promesa de no tomar ningún baño ni cambiarse de ropa interior hasta la consagración de su nueva catedral en León.
—¡Dios mío! —dijo Yunus espantado—. ¿Desde cuándo mantiene esa promesa?
Al–Balia le echó una mirada burlona por el rabillo del ojo.
—Desde que comenzó la renovación de su catedral. Hace doce años.
—¡Desde hace doce años! —repitió Yunus con incrédula perplejidad.
Llegaron a la iglesia y al–Balia saludó a los dos hombres del obispo que guardaban vigilancia ante el portal. Los centinelas los dejaron pasar sin más.
—Sólo quería ponerte al corriente, para que sepas lo que te espera —susurró al–Balia.
El lecho del obispo estaba a la derecha del altar. Una cortina lo separaba de la nave de la iglesia. Estaba acostado de manera tal que tenía exactamente frente a sus ojos el altar y la cruz de oro colocada encima de éste. A la cabecera y a los pies de su lecho había relicarios adornados con piedras preciosas y candelabros de plata. Con él estaba un capellán, haciéndole aire con un flabelo. Un segundo capellán rezaba arrodillado frente al altar.
Yunus y al–Balia se detuvieron al llegar a la cortina y esperaron hasta que se les acercó el capellán del flabelo. Al–Balia habló con él en un español cerrado que Yunus entendió sólo a medias. Luego el capellán volvió a los pies del lecho del obispo.
—¿Cómo lo tengo que llamar? —preguntó Yunus en voz muy baja.
—Vuestra Santidad —dijo al–Balia y, con una sonrisa divertida en los labios, añadió—: Si se te da mejor el latín, también puedes llamarlo Vestra Sanctitas.
El capellán les hizo una señal para que se acercaran. Hicieron una profunda reverencia y al–Balia pronunció una bendición en latín, a la que el obispo respondió. Por los comentarios previos de al–Balia, Yunus había esperado toparse con un hombre enjuto, pero el obispo pertenecía más bien al tipo flemático. Era bajo y corpulento, de cuello corto y cabeza redonda. Estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada sobre varios cojines. Yunus vio con espanto que respiraba con mucha dificultad.
Al–Balia presentó a Yunus, y el obispo le obsequió con una moderada sonrisa.
—¿Eres médico, hijo mío? —preguntó, sin mucho interés.
—Intento ayudar a los enfermos, con la ayuda de Dios —contestó Yunus, cauteloso, añadiendo no sin cierta vacilación—: Vestra Sanctitas.
El obispo lo interrumpió con un gesto de rechazo.
—No, hijo mío —dijo—, yo sólo soy un insignificante siervo de Cristo y un gran pecador ante los ojos del Señor. Llámame don Alvito y estará bien. —Le costaba mucho trabajo hablar; jadeaba en busca de aire como si tuviera un lazo corredizo alrededor del cuello.
—Permitid que os ofrezca mis servicios médicos —dijo Yunus, haciendo otra reverencia. El capellán, que movía el flabelo de arriba a abajo junto a la cabeza del obispo, lanzó a Yunus una mirada hostil.
El obispo torció el gesto en una dolorosa sonrisa.
—Estoy en manos de Dios —dijo—. Dios me ha enviado esta enfermedad como castigo por mis pecados. Dios me curará cuando los haya expiado. Dios es mi médico.
Yunus dejó a un lado su maletín de médico. El paciente no lo había rechazado desde un primer momento, y ya no se sentía tan inhibido, aunque la penumbra de la iglesia, la trémula luz de las velas, el penetrante olor a incienso y tizne, la fría desconfianza que irradiaba el capellán y la tétrica solemnidad del lugar aún le inspiraban cierta inseguridad. Le costó trabajo dar un tono suave a sus palabras.
—Sé que mi medicina no es nada comparada con una plegaria al Señor —dijo contra su convicción—, pero, con la ayuda de Dios, a veces hasta mi pequeño saber puede servir para contrarrestar una enfermedad.
—¿Crees que puedes contrarrestar una enfermedad que Dios ha enviado para castigarme?
—Eso no —respondió Yunus rápidamente—. Sólo afirmo que puedo contrarrestar algunas enfermedades si Dios lo permite —se acercó un poco más al enfermo, deteniéndose a los pies de la cama—. Tomad, por ejemplo, el caso de un hombre que recibe una herida en una arteria, en la muñeca, donde late el pulso. ¿Debe acudir únicamente a la oración? ¿No debería también llamar a un médico para que le vendara el brazo y le cosiera la herida? Dios nos ha dado los conocimientos para tratar una herida de esa naturaleza. ¿No deberíamos utilizar esos conocimientos para salvar una vida, quizá incluso una vida consagrada a servir al Señor?
El obispo se quedó mirándolo un largo rato, como si le resultara difícil encontrar una respuesta.
—Mi enfermedad es de otro tipo —dijo finalmente. Ya no parecía tan seguro de si mismo.
—Sé que vuestra enfermedad no se puede reconocer a simple vista, como una herida —contestó Yunus, cargado de paciencia—. Pero un médico, un hombre que ha estudiado la ciencia de la medicina, también puede reconocer a simple vista algunas enfermedades que parecen ocultas. ¿No deberíamos utilizar también estos conocimientos de la medicina? ¿Acaso los médicos no han sido creados también por Dios? ¿No es Dios quien les ha otorgado sus conocimientos? —Esperó una réplica del obispo y, al no producirse ninguna, continuó en el mismo tono sereno—: También se cuenta que, una vez, Moisés, estando enfermo, rechazó las medicinas que le ofrecía el médico porque quería ser curado por Dios. Entonces se le apareció Dios y le ordenó tomar las medicinas, diciéndole: «¿No confías en mí, que he proporcionado su eficacia a los medicamentos? ¿Acaso desprecias mi sabiduría?».
—Eso no está en las Escrituras —dijo el obispo en tono de protesta.
—No está en las Escrituras —respondió Yunus—, pero nos ha sido transmitido por nuestros padres.
El obispo se inclinó hacia delante.
—Nuestro apóstol Santiago dice en el capítulo quinto de su carta: «Si uno está enfermo, que llame a los más ancianos y les pida que recen por él y lo unjan en el nombre del Señor. Y la oración de la fe lo ayudará, y el Señor lo sanará». —Levantó el dedo y repitió enérgicamente—: ¡El Señor lo sanará!
Yunus respondió serenamente a su mirada y dijo:
—Pero también se dice: «El Todopoderoso hace brotar de la tierra hierbas medicinales, que el juicioso no rechazará». Y también: «Honra al médico cuando lo necesites, pues también él ha sido creado por Dios». Y Jerónimo el Eremita, a quien vuestra Iglesia cuenta entre sus santos, dijo: «Quien no acude al médico cuando lo necesita ha de ser llamado tonto y necio». —Había hablado con gran decisión y en voz alta, y ahora, al terminar sus palabras, la iglesia se sumió de pronto en un completo silencio. Hasta el capellán había dejado de abanicar. Tan sólo se escuchaba la jadeante respiración del obispo.
El capellán volvió a agitar el flabelo con reforzado celo, pero el obispo le ordenó con un movimiento espontáneo de la mano que dejara de hacerlo y se marchara, mientras con la otra mano hacía una señal a Yunus para que se acercara. Cuando Yunus estuvo a su lado, el obispo le sonrió débilmente y, en voz tan baja que ninguno de los dos capellanes pudieron oírlo, dijo:
—Entonces debo ser llamado tonto y necio. ¿Es eso lo que quieres decir?
Yunus quiso responder algo, pero el obispo le hizo una seña para que lo dejara estar. La sonrisa desapareció de su rostro y, tirando de la túnica de Yunus, el obispo lo hizo agacharse a su lado y le dijo con voz jadeante:
—Escúchame, hijo mío. Sé que Dios no tardará en llamarme a su lado. Lo sé. Estoy enfermo de muerte. He trabajado durante doce años embelleciendo mi iglesia de León para honrar al Señor. He venido a vuestra ciudad a recoger un tesoro que será la joya más bella de toda mi iglesia, ¿me escuchas? —Clavó sus dedos en el brazo de Yunus; su voz tenía ahora un tono casi suplicante—. Mi iglesia será consagrada tres días antes de la fiesta de la Natividad de Nuestro Señor. Quiero llevar ese tesoro a León. Ruego a Dios que me dé tiempo para terminar mi labor. Le ruego que me permita ver una vez más mi iglesia. ¿Crees que Dios me concederá ese tiempo? —Su rostro estaba ahora tan cercano a Yunus que éste podía verlo sólo vagamente. Las manos le temblaban por el esfuerzo. Esperaba una respuesta.
Yunus no sabía qué contestar. ¿Podía darle esperanzas? ¿No era contrario a toda razón esperar que ese hombre sobreviviera a un viaje de al menos veinte días, estando a las puertas del invierno y con todos los síntomas de encontrarse gravemente enfermo tan manifiestos aun a simple vista? ¿Debía darle esperanzas?
—Rezad a Dios —dijo Yunus— y permitid que yo intente ayudaros con los medios que Él ha puesto en nuestras manos.
El obispo lo estaba mirando fijamente. Las manos ya no le temblaban, pero seguían agarrando con firmeza a Yunus. De pronto, el obispo se dejó caer sobre los cojines, cerró los ojos, se llevó convulsivamente las manos al pecho e intentó respirar dando grandes y ansiosas bocanadas con la boca muy abierta. Yunus intentó procurarle algún alivio cogiéndolo de las axilas y sentándolo derecho. Los dos capellanes se acercaron rápidamente agitando las manos y murmurando oraciones, todavía llenos de desconfianza hacia Yunus, aunque indecisos por el hecho de que el obispo hubiera hablado tan íntimamente con él. Se quedaron junto al lecho, impotentes y preocupados, hasta que por fin pasó el ataque y el obispo pudo respirar con algo más de facilidad.
—Si he de ayudaros, tengo que examinaros —dijo Yunus—. ¿Me permitís que lo haga? ¿Me permitís que os haga unas pocas preguntas?
El obispo no parecía escucharlo. Yunus le cogió la muñeca. Tenía el pulso muy débil y terriblemente irregular.
—Cuando estáis acostado no podéis respirar, ¿verdad? Sólo podéis hacerlo estando sentado.
El obispo asintió débilmente.
—Y tenéis dolores en el pecho, una dolorosa presión. ¿Es así?
El obispo volvió a asentir.
—¿Y dolores en las piernas? ¿Desde hace mucho tiempo? —El obispo quiso responder, pero Yunus se le anticipó—: No hace falta que digáis nada. Me basta con que me hagáis una seña. No debéis hablar; es demasiado esfuerzo para vos.
Yunus palpó con la mano debajo de la manta y confirmó lo que había temido desde el principio. Agua en las piernas, y el bajo vientre también bastante hinchado. Hydrops anasarca, y ya bastante avanzada. Por suerte aún no había agua en las partes superiores del cuerpo, y tampoco tenía fiebre. Pero el diagnóstico era bastante seguro, y lo confirmaba también la lengua cubierta de blanco: sobreabundancia de flema, de mucosidad. La mezcla de los humores corporales se había desplazado hacia lo frío y húmedo, y este desplazamiento estaba reforzado por la constitución ya por naturaleza flemática del enfermo y agudizado aún más por su avanzada edad, la estación fría y húmeda en que se encontraban y la mala alimentación, que había producido trastornos digestivos. Sobreabundancia de bilis negra, producida probablemente por un exceso de ayuno, unido a una mala alimentación. Es cierto que esto producía una disminución del componente húmedo, pero también una peligrosa intensificación del componente frío. La consecuencia de ello era un enfriamiento del corazón, que pasaba al pericardio y los pulmones. Esto ocasionaba una insuficiente combustión del aire respirado y, con ello, un suministro insuficiente de las neumas vitales que surgen de la combustión del aire. A esto se sumaba una insuficiente distribución de estas fuerzas vitales a través de la sangre de las arterias por todo el cuerpo, debida al debilitamiento del corazón. Es decir, que tanto el estómago como el corazón y los pulmones estaban suministrando una cantidad cada vez más insuficiente de lo caliente, que es el principio de la vida, y una sobreabundancia cada vez mayor de lo frío, que es el principio de la muerte. Una enfermedad mortal. Y el cuerpo del obispo estaba ya tan debilitado que quedaba completamente descartada la posibilidad de suministrarle algún medicamento medianamente fuerte. Yunus abrió su maletín. Llevaba muy pocos medicamentos. Tenía que averiguar si los monjes disponían de lo necesario para prepararlos. Tenía que hablar de la dieta con el cocinero del obispo. Tenía que convencer a los capellanes de que pusieran una camilla junto al lecho del enfermo para que, en caso de producirse una aguda falta de aire, pudieran al menos llevar al obispo hasta una ventana por la que entrara aire fresco. Tenía que hacer preparar urgentemente un determinado medicamento cardioestimulante para las crisis momentáneas del paciente. Se volvió hacia el obispo, que lo miraba con los ojos entornados.