El quinto día (8 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
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—Entiendo —asintió Sverdrup—. El gusano no tiene motivos para meterse más adentro. Pero ¿hay otros gusanos que lo hacen?

—Hay gusanos de especies muy diversas. Algunos se alimentan de sedimentos o de las materias que hay en los sedimentos, o procesan detrito.

—¿Detrito?

—Todo lo que baja desde la superficie hasta las profundidades del mar: cuerpos de animales muertos, partículas, restos de todo tipo. Hay también una serie de gusanos que no viven en simbiosis con bacterias, y tienen mandíbulas fuertes que les permiten atrapar la presa o excavar hoyos en algún lugar.

—Sea como sea, el gusano de hielo no necesita mandíbulas.

—Tal vez sí, para triturar cantidades ínfimas de hidrato y filtrar bacterias. Como he dicho, tiene mandíbulas, pero no los colmillos que tienen los ejemplares de Tina.

Sverdrup parecía cada vez más divertido con el asunto.

—Entonces, si los gusanos que Tina ha descubierto viven en simbiosis con bacterias que se alimentan de metano...

—Tenemos que preguntarnos para qué sirve ese arsenal de mandíbulas y dientes —asintió Johanson—. Ahora viene lo más interesante: los taxónomos encontraron un segundo gusano con el que podría concordar la estructura del aparato maxilar. Se llama
Nereis
y es un depredador que vive en todo tipo de profundidades. El benjamín de Tina tiene, por tanto, la mandíbula y los dientes del
Nereis
, pero éstos son tan pronunciados que más bien nos inclinamos a pensar en un antepasado prehistórico del Nereis. Algo así como un
Tyrannereis rex
.

—Suena inquietante.

—Suena a híbrido. Hay que esperar los resultados del análisis microscópico y el genético.

—En el talud continental hay un sinfín de hidratos de metano —dijo Lund. Se mordía pensativa el labio inferior—. O sea, que podría ser.

—Hay que esperar. —Johanson carraspeó y observó a Sverdrup—. ¿A qué te dedicas tú, Kare? ¿También estás en el negocio del petróleo?

Sverdrup sacudió la cabeza.

—No —dijo alegremente—, sólo me interesa todo lo que se pueda comer: soy cocinero.

—¡Eso es fantástico...! No te imaginas lo que es tener que tratar todos los días con académicos.

—Cocina de fábula —dijo Lund.

«Seguro que no es lo único que hace bien», pensó Johanson. Lamentable. De todos modos iba a compartir con Lund las delicias que había traído. En el fondo se sentía aliviado. Tina Lund lo seducía bastante a menudo, pero en cuanto se iba, Johanson volvía a darle las gracias al destino. Le resultaba demasiado estresante.

—¿Y cómo os conocisteis? —preguntó, sin que le interesara especialmente.

—El año pasado me hice cargo del Fiskehuset —dijo Sverdrup—. Tina venía a veces, pero sólo nos saludábamos. —La abrazó, y ella se apretó contra él—... Hasta la semana pasada.

—Fue algo así como si cayera un rayo —dijo Lund.

—Sí —opinó Johanson mirando al cielo, mientras se oían truenos que se acercaban—. Se nota.

Media hora después estaban en el helicóptero, junto con una docena de trabajadores petroleros. Johanson miraba hacia afuera en silencio. Abajo se deslizaba, monótona, la superficie gris y agitada del mar. Durante el vuelo pudieron ver buques petroleros y de almacenamiento de gas, cargueros y ferries. Luego empezaron a divisarse las plataformas. Desde que una tormentosa noche de invierno de 1969 una compañía norteamericana descubrió petróleo en el mar del Norte, el mar se transformó en un extraño paisaje industrial, plagado de postes, que se extienden desde Holanda hasta el área de Haltenbank frente a las costas de Trondheim. En los días despejados pueden llegar a verse desde un bote decenas de esas enormes plataformas. Desde la perspectiva del helicóptero parecían los juguetes de un gigante.

Las ráfagas sacudían el aparato enérgicamente. Subían y bajaban. Johanson enderezó su auricular. Todos llevaban auriculares y trajes protectores. Había tan poco espacio que sus rodillas se tocaban y debían coordinar todos los movimientos. Además, era imposible conversar con aquel ruido. Lund había cerrado los ojos. Volaba con demasiada frecuencia como para que el traqueteo la afectara.

El helicóptero viró y siguió veloz rumbo al suroeste. Su destino, Gullfaks, era un conjunto de plataformas propiedad de la compañía petrolera estatal Statoil. La planta de extracción Gullfaks C era una de las plataformas más grandes del extremo superior del mar del Norte. Con doscientas ochenta personas, era como un pequeño pueblo. En realidad, Johanson no tenía permiso para descender allí. Hacía muchos años había aprobado el curso obligatorio para tener acceso a una plataforma; pero las normas habían cambiado y la seguridad era mucho más estricta. Sin embargo, Lund había hecho valer sus contactos. De cualquier modo, sólo harían escala allí antes de abordar el Thorváldson, que estaba anclado hacía más de una hora frente a Gullfaks.

Una intensa turbulencia hizo que el helicóptero perdiera altura. Johanson se aferró a los reposabrazos del asiento. Nadie más reaccionó. Los pasajeros, en su mayoría hombres, estaban acostumbrados a todo tipo de tormentas. Lund volvió la cabeza, abrió un momento los ojos y le hizo un guiño.

Kare Sverdrup era, de alguna manera, un hombre afortunado.

Ya se vería si el hombre afortunado podía seguir el ritmo de vida de Lund.

Después de un rato, el helicóptero comenzó a descender y volvió a virar. Johanson sintió que el mar se le echaba encima. Pudieron ver un edificio blanco de varias plantas que parecía flotar sobre el agua. Iniciaron el vuelo de aproximación. Por un momento, pudo verse toda la plataforma Gullfaks C desde la ventanilla lateral: un coloso sobre cuatro columnas de hormigón armado que pesaba un millón y medio de toneladas, con una altura total de casi cuatrocientos metros. Más de la mitad estaba bajo el agua, donde las columnas nacían de un bosque de tanques. El edificio blanco, el sector de viviendas, no era más que una pequeña parte del gigante. Para el no iniciado, la parte principal era como una maraña de cubiertas dispuestas en capas una sobre otra, atiborradas de tecnología y máquinas misteriosas, conectadas por haces de tuberías de varios metros de grosor, franqueadas por grúas de abastecimiento y coronadas por la catedral de los trabajadores petroleros: la torre de extracción. De la punta de un inmenso brazo de acero que sobresalía del mar, salía una llama inextinguible: el gas que se separaba del petróleo y se quemaba.

El helicóptero descendió hacia la plataforma de aterrizaje, que estaba situada sobre el sector de viviendas. El piloto aterrizó con una sorprendente suavidad. Lund bostezó, se desperezó cuanto pudo y esperó hasta que los rotores se detuvieron.

—Ha sido un viaje agradable —dijo.

Alguien rió. Se abrió la puerta y salieron todos los pasajeros. Johanson se acercó al borde de la pista de aterrizaje y miró hacia abajo: a unos ciento cincuenta metros se encrespaban las olas. Un viento cortante le infló el chubasquero.

—¿Habrá algo que pueda derribar esta cosa?

—No hay nada que no se pueda derribar. Ven, no te quedes parado ahí. —Lund lo cogió del brazo y lo llevó tras los demás pasajeros del helicóptero, que iban desapareciendo al otro lado de la pista. Un hombre bajo y robusto con unos inmensos bigotes blancos estaba al pie de la escalera de acero y les hacía señas.

—¡Tina! —gritó—. ¿Echas de menos el petróleo?

—Ése es Lars Jórensen —dijo Lund—. Es el encargado de controlar el tráfico de helicópteros y barcos en Gullfaks C. Te gustará, es un excelente jugador de ajedrez.

Jórensen fue a su encuentro. Llevaba una camiseta de Statoil, y a Johanson le pareció más bien un empleado de una estación de servicio.

—Te echaba de menos a ti —se rió Lund.

Jórensen sonrió. La apretó contra su pecho, de modo que la mata de pelo blanco desapareció bajo el mentón de Lund. Luego le tendió la mano a Johanson.

—Han escogido un día poco agradable —dijo—. Cuando hace buen tiempo se puede ver el orgullo de la industria petrolera noruega al completo, plataforma por plataforma.

—¿Hay mucho movimiento ahora? —preguntó Johanson, mientras bajaban por la sinuosa escalera.

Jórensen negó con la cabeza.

—No más que de costumbre. ¿Habías estado antes en una plataforma?

Como la mayoría de los escandinavos, Jórensen pasó en seguida al tuteo.

—Hace algún tiempo. ¿Cuánto extraen?

—Cada vez menos, me temo. Hace algún tiempo que la cantidad de crudo que extrae Gullfaks es estable: alrededor de doscientos mil barriles de veintiún pozos. En realidad, podríamos estar satisfechos, pero no es así. Puede verse el final. —Señaló el mar. A unos cientos de metros de distancia Johanson vio un buque cisterna acoplado a una boya—. Lo estamos llenando; nos queda otro más y eso es todo por hoy. Llegará un día en que serán cada vez menos. La cosa se va terminando poco a poco, y no puede hacerse nada por evitarlo.

Los puntos de extracción no estaban directamente debajo de la plataforma, sino en un amplio radio alrededor de la misma. Cuando el petróleo subía, lo limpiaban de sal y de agua, lo separaban del gas y lo depositaban en los tanques que rodeaban los cimientos de la plataforma. Desde allí lo bombeaban a las boyas por los oleoductos. Alrededor de la plataforma había una zona de seguridad de quinientos metros que no podía traspasar ningún tipo de transporte, excepto los barcos taller que pertenecían a la plataforma.

Johanson miró por encima de la baranda de hierro.

—¿El
Thorvaldson
no debería estar por aquí? —preguntó.

—Está en otra boya. Desde aquí no podéis verlo.

—¿No puede acercarse ni siquiera un barco de investigación?

—No, no pertenece a Gullfaks. Además, es muy grande para nuestro gusto y punto. Ya es suficiente con tener que explicarles continuamente a los pescadores que tienen que poner su maldito culo en otra parte.

—¿Tienen muchos problemas con los pescadores?

—Más o menos. La semana pasada pillamos a unos que habían seguido un banco de peces hasta debajo de la plataforma. Sucede de vez en cuando. En Gullfaks A se complicó el asunto hace poco. Un pequeño buque cisterna que tenía una avería en las máquinas... La corriente lo llevaba hacia la plataforma. Les mandamos a varios trabajadores para que lo apartaran, pero al final lograron retomar el control ellos mismos.

Lo que Jórensen les estaba contando tan impasiblemente describía en realidad la catástrofe potencial que todos temían: que un buque cisterna repleto se soltara y la corriente lo llevara contra la plataforma. La colisión podía sacudir las plataformas de menor tamaño, pero el peligro de explosión era mucho mayor. Aunque toda la plataforma estaba equipada con un sistema aspersor que liberaba toneladas de agua al menor indicio de fuego, la explosión de un buque cisterna significaba el fin. Por otra parte, esos desastres sucedían rara vez, y más bien en Sudamérica, donde la aplicación de las normas de seguridad era más laxa; en el mar del Norte, en cambio, se respetaban las disposiciones. Cuando el viento soplaba muy fuerte, ni siquiera se cargaban los buques cisterna.

—¡Has adelgazado! —dijo Lund mientras Jórensen le sostenía una puerta abierta para que pasara. Entraron en el sector de viviendas y atravesaron un pasillo que tenía a ambos lados puertas idénticas que llevaban a las habitaciones—. ¿No os dan buena comida?

—Demasiado buena... —se rió Jórensen—. El cocinero es realmente fantástico. Tendrías que ver nuestro comedor —continuó, dirigiéndose a Johanson—. En comparación, el Ritz es un chiringuito de playa. No, lo que sucede es que el jefe de plataforma tiene algo contra las tripas del mar del Norte; dio orden de bajar todos los kilos de más, o, en caso contrario, habría despidos.

—¿En serio?

—Directiva de Statoil. No sé si realmente llegarían tan lejos. Pero la amenaza ha surtido efecto. Ninguno de nuestros trabajadores quiere perder su empleo.

Llegaron a una escalera estrecha y descendieron por ella. Se cruzaron con unos obreros. Jórensen los saludó, mientras se acercaban a la plataforma. Sus pasos resonaban en el pozo de acero.

—Bueno, fin de trayecto. Podéis elegir: a la izquierda, para charlar media horita más y tomar un café; a la derecha, para ir al bote.

—A mí me gustaría tomar algo... —comenzó Johanson.

—Gracias —lo interrumpió Lund—. Tenemos poco tiempo.

—El
Thorvaldson
no se irá sin vosotros —protestó Jórensen—. Podrías...

—No quiero subir en el último momento. La próxima vez me quedaré más rato, te lo prometo. Y traeré otra vez a Sigur. Ya va siendo hora de que alguien te quite el título.

Jórensen se rió y salió encogiéndose de hombros; Lund y Johanson lo siguieron. El viento les azotó la cara. Se encontraban en el borde inferior lateral del bloque de viviendas. El suelo del pasillo por el que siguieron caminando estaba hecho de gruesas rejillas de acero soldadas, a través de las cuales podían ver el mar agitado. Aquí había un poco más de ruido que en la pista de aterrizaje del helicóptero. Un silbido y un retumbar permanentes llenaban el aire. Jórensen los condujo hasta un corredor corto. Allí, cerrado, un bote naranja de plástico colgaba de una grúa.

—Y ¿qué vais a hacer en el
Thorvaldson
'? —preguntó Jórensen como de pasada—. He oído que Statoil quiere construir más lejos.

—Es posible —contestó Lund.

—¿Una plataforma?

—No se sabe. Tal vez un SWOP.

SWOP era el acrónimo de
Single Well Offshore Production System
. A partir de una profundidad de perforación de 350 metros se utilizaban los SWOP, barcos similares a buques cisterna gigantes con sistema de extracción propio. Estaban conectados con la cabeza del pozo mediante una tubería de perforación flexible. De ese modo, bombeaban el crudo desde el fondo del mar y, al mismo tiempo, servían de depósito intermedio.

Jorensen le dio unas palmaditas en la mejilla a Lund.

—Bueno, no te marees, niña.

Subieron al bote. Era grande y amplio, con paredes consistentes duras e hileras de asientos. Aparte de ellos, sólo estaba el piloto a bordo. El casco se sacudió levemente cuando la grúa se puso en movimiento y bajó el bote. Por las ventanillas laterales pasó la superficie gris agrietada de cemento. Y en seguida se encontraron balanceándose sobre las olas. Los ganchos de la grúa se desacoplaron, y el bote salió por debajo de la plataforma.

Johanson se colocó detrás del piloto. Le resultaba difícil mantenerse de pie. Ahora sí podía ver el
Thorvaldson
. La popa del barco de investigación se caracterizaba por el habitual saledizo con el que soltaban al mar los batiscafos y los aparatos científicos. El piloto aminoró la marcha. Atracaron y subieron por una escalerilla de acero completamente protegida. Mientras se torturaba con su equipaje, Johanson pensó que quizá no había sido una buena idea traerse la mitad de su armario. Lund, que subía delante de él, se volvió.

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