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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (92 page)

BOOK: El quinto día
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—Sí. —Le devolvió la sonrisa—. Es imposible ignorarlo. —Su sonrisa era triste, desamparada. Durante unos momentos la miró. Luego bajó del taburete—. Creo que debería intentar dormir. Mañana volaré para ir al entierro. —Vaciló—. Bien, buenas noches y... gracias.

—¿Por qué?

Se quedó sentada ante su Baileys a medio beber pensando en sus padres y en el día en que los de la dirección del hotel fueron a buscarla; la gerente le dijo que ahora tenía que ser muy valiente. Pequeña niña valiente. Pequeña, fuerte Karen.

Movió la copa y el licor se balanceó de un lado a otro.

No le había contado a Anawak lo duro que había sido. No le había contado que su abuela se la había llevado consigo, una niña perturbada, atemorizada, que transformaba su dolor en furia, y la anciana que no podía dominarla. Ni que en la escuela su rendimiento empeoró rápidamente, y también su comportamiento. No le había hablado de las fugas y de los vagabundeos permanentes, de los primeros porros y otras cosas más duras, de la época punk en la calle y de lo que era estar siempre borracha o fumada y acostarse con todo el que no dijera que no. Y que en realidad ninguno había dicho no. Después pequeños robos, expulsión de la escuela, un aborto sin los cuidados debidos, drogas más duras, andar abriendo coches... y el departamento de juventud. Medio año en un albergue para jóvenes con problemas. El cuerpo lleno de piercings. Cabeza rapada y cicatrices. Un campo de batalla psíquico y físico.

Pero el accidente no había menguado ni una pizca su amor por el mar. Al contrario, ejercía, más que nunca, una oscura fascinación sobre ella, parecía llamarla desde el fondo, donde la esperaban sus padres. El mar la atraía tanto que una noche había hecho autoestop hasta Brighton y había nadado mar adentro, y cuando el agua negra y aceitosa, iluminada por la luna, casi se tragaba las luces del balneario, se había hundido lentamente y había intentado ahogarse.

Pero no era tan fácil ahogarse.

Había quedado suspendida en el oscuro canal, conteniendo la respiración y contando los latidos hasta que le retumbaron en los oídos. En vez de acoger su fuerza vital, el mar se la había mostrado: ¡ese corazón tan fuerte! Latía tan tercamente en contra de que se entregara al abrazo frío, que de pronto el acto reflejo de respirar se había impuesto, obligándola a absorber agua que entró en sus pulmones. Había oído contar a su padre muchas veces lo que ahora sucedería: se formaría espuma en los pulmones, la red de alvéolos en forma de filigrana se colapsaría y una falta aguda de oxígeno causaría la muerte. Dos minutos hasta el momento del espasmo del diafragma, ya sin posibilidad de respirar. Cinco minutos hasta la muerte cardíaca.

Había subido de golpe, emergiendo justo al lado de un pesquero de la pesadilla que se inició con su décimo año de vida y concluyó a los dieciséis. La llevaron a un hospital con hipotermia grave, y allí tuvo tiempo suficiente para vincular su valor y su determinación a un plan. Cuando le dieron el alta, contempló su cuerpo en el espejo durante una hora y decidió que no quería volver a verlo así. Se quitó los piercings, dejó de raparse el cráneo, intentó hacer diez flexiones y se desplomó.

Una semana después pudo hacer veinte.

Trató de recuperar lo que había perdido con toda su energía. Fue readmitida en la escuela con la condición de someterse a una terapia, y ella aceptó. Demostró que quería aprender y que era disciplinada. Era atenta y amable con todos. Leía todo lo que caía en sus manos, preferiblemente sobre el ecosistema de la Tierra y los océanos. Se entrenaba a diario. Desde que fue liberada por el canal corrió, nadó, boxeó y escaló para borrar las últimas huellas del tiempo perdido, hasta que ya nada recordaba a la chica flaca y de ojos hundidos que había sido. Cuando a los diecinueve, con un año de retraso, obtuvo un brillante diploma en el college y se inscribió en la universidad para estudiar biología y deporte, su cuerpo se parecía a las representaciones de los atletas griegos.

Karen Weaver se había convertido en una nueva persona.

Con una vieja nostalgia.

Para entender cómo funcionaba el mundo estudió además informática. La representación informática de conexiones complejas la entusiasmaba, y no descansó hasta estar en condiciones de elaborar por sí misma la representación virtual de procesos oceánicos y atmosféricos. Su primer trabajo fue una representación completa de las corrientes marinas, y si bien no aportaba nada nuevo a los conocimientos generales, era de un virtuosismo y una precisión notables: un homenaje a dos personas que había amado y perdido demasiado pronto. Al meter la cabeza bajo el agua e investigar estaba devolviendo algo que había recibido en abundancia: amor y conocimientos. Fundó DeepBlueSea, su oficina de relaciones públicas, escribió para
Science y National Geographic
, tuvo columnas propias en publicaciones de divulgación científica y atrajo la atención de los centros de investigación, que la invitaban a expediciones porque necesitaban una voz que diera forma a sus ideas. Viajó con el
MIR
hasta el
Titanic
, el Alvin la llevó hasta las chimeneas hidrotermales de la dorsal atlántica, y el
Polarstern
a invernar en la Antártida. Participaba en todo y todo lo hacía bien, porque desde la noche del canal ya no conocía el miedo. Nada ni nadie la atemorizaba.

Salvo, ocasionalmente, estar sola.

Se vio de pie en el espejo del bar, mojada, envuelta en el albornoz, un tanto desorientada.

Apuró el Baileys y se fue a la cama.

14 de mayo. Anawak

Poco a poco pero de modo constante el ruido de los motores lo empezó a adormecer.

Tras la gran lucha interna que supuso tomar la decisión de viajar, su premisa había sido que iba a tener dificultades. Pensó que quizá Li no lo dejaría irse, pero ella le había urgido a tomar el próximo vuelo.

—Cuando muere uno de los padres, o un hijo, hay que estar con la familia. Si se quedara aquí, no se lo perdonaría nunca. La familia es lo más importante en la vida. Lo único en que se puede confiar es la familia. Sólo le pido que nos mantengamos en contacto.

Ahora, sentado en el avión, Anawak se preguntaba si Li tendría familia.

¿Y él? ¿Tenía él familia?

Era absurdo. Alguien que posiblemente no tenía ninguna relación con su propia familia le cantaba a otra persona, que tampoco la tenía, las glorias de los lazos familiares.

Su vecino de asiento, un climatólogo de Massachusetts, empezó a roncar débilmente. Anawak reclinó un poco el asiento y miró por la ventanilla. Hacía horas que estaba a solas consigo mismo y con sus pensamientos, y todavía no estaba seguro de si aquello le hacía bien. Primero un Boeing de la Canadian Airlines International lo había llevado de Vancouver al Toronto Pearsons Airport, donde los aviones esperaban en tierra en largas filas. Se había desatado sobre Toronto un temporal de inusual intensidad que había paralizado temporalmente el tráfico aéreo. A Anawak le había parecido un mal augurio. Lleno de intranquilidad, esperó sentado en el vestíbulo central del aeropuerto, mientras fuera un avión tras otro permanecían pegados a las mangas de acceso con su extremo en forma de acordeón. Finalmente pudo seguir viaje a Montreal con dos horas de retraso.

A partir de allí todo había salido perfecto. Había reservado habitación en un Holiday Inn de las cercanías del Dorval Airport, y por la mañana temprano ya estaba de nuevo sentado en la sala de espera. Aparecieron los primeros indicios de que entraba en otro mundo. Junto a la gran ventana panorámica había un grupo de hombres en pie con humeantes tazas de café. Tenían emblemas de empresas petroleras en el mono y sólo parecían llevar consigo el equipaje de mano. El rostro de dos de ellos era como el de Anawak, ancho y oscuro, los ojos con el pliegue de los mongólicos. En el exterior, los enormes palés, repletos y amarrados con redes de embalar, desaparecían uno tras otro en la panza del Boeing 737 de la Canadian North Airlines. Aún estaban empujando las plataformas elevadoras cuando se llamó a los pasajeros. Cruzaron a pie la zona de las pistas y entraron al avión por la escalerilla de la cola. Sólo había asientos en el primer tercio del avión, el resto cumplía funciones de bodega.

Ya llevaba más de dos horas de viaje. De vez en cuando había una sacudida leve. Habían hecho la mayor parte del trayecto sobre compactos campos de nubes. Ahora, poco antes de llegar al estrecho de Hudson, las masas apiladas se dispersaron y dejaron ver abajo el paisaje marrón oscuro de la tundra, montañoso y accidentado, salpicado de nieve y constantemente surcado por lagos donde flotaban grandes témpanos. Luego se divisó la costa. El estrecho de Hudson pasó por debajo de ellos y Anawak sintió que cruzaba la última frontera. Una feroz confusión de sentimientos se apoderó de él y lo arrancó de su letargo. Sabía que se hallaba en un punto sin retorno. En rigor, este punto había sido Montreal, pero simbólicamente era el estrecho de Hudson. Al otro lado de esa vía marítima comenzaba un mundo al que jamás había querido volver.

Anawak se dirigía a su tierra natal, a orillas del círculo polar, a Nunavut.

Siguió mirando al exterior e intentó desconectar cualquier pensamiento. Media hora después volvieron a ver tierra, y luego una superficie resplandeciente, cubierta de hielo: la bahía de Frobishet, al sureste de la isla de Baffin. El avión viró a la derecha y descendió rápidamente. Se divisó un edificio de color amarillo intenso con una torre de control regordeta. Agazapado en el paisaje oscuro y cubierto de colinas, parecía un enclave humano en un planeta extraño; pero no era más que el aeropuerto de Iqaluit, el «Colegio de los Peces», capital de Nunavut.

El Boeing aterrizó y fue frenando lentamente.

Anawak no tuvo que esperar mucho su equipaje. Le entregaron su mochila repleta y caminó lentamente por el vestíbulo del aeropuerto. Había una exposición sobre arte del pueblo inuit con tapices y esculturas de esteatita. En medio del vestíbulo vio una figura de tamaño gigantesco, compacta, ataviada con botas y vestimentas tradicionales, enarbolando un tambor plano en la diestra por encima de la cabeza, y en la otra mano el mazo. La figura de piedra tenía la boca bien abierta. Irradiaba energía y seguridad. Anawak se detuvo un momento delante de la escultura y leyó la inscripción: «Siempre que la gente del Ártico se reúne por un motivo especial hay danzas de tambores y cantos guturales.» Luego se acercó a la ventanilla de First Air y despachó su mochila a Cabo Dorset. La mujer que recibió el equipaje le explicó que el avión llevaba una hora de retraso.

—Tal vez tenga algo que hacer en la ciudad —le dijo amablemente.

Anawak vaciló.

—En realidad, no. Casi no conozco la ciudad.

La mujer lo miró un tanto sorprendida. Pareció asombrarse de que alguien que por su aspecto era un inuk no conociera la capital. Luego volvió a sonreír.

—Iqaluit tiene algunas cosas interesantes. Debería dedicar algún tiempo a verlas. Vaya al museo Nunatta Sunaqutangit, tiene tiempo suficiente. Allí hay una exposición de arte tradicional y contemporáneo muy bonita.

—Oh sí... claro.

—O al centro de visitantes Unikkaarvik, Y haga una escapada a la iglesia anglicana. Parece un iglú. ¡Es la única iglesia del mundo que parece un iglú!

Anawak contempló a la mujer. Era una nativa pequeña, con flequillo negro y cola de caballo. Los ojos le brillaban y sonreía ampliamente.

—Hubiera jurado que era usted de Iqaluit —dijo ella.

—No. —Por un momento le tentó decir que procedía de Cabo Dorset, luego dijo—: Vancouver. Soy de Vancouver.

—Oh, me gusta Vancouver.

Anawak miró a su alrededor. Temía entorpecer el paso, pero al parecer era el único que seguía viaje ese día.

—¿Conoce Vancouver?

—No, nunca he estado tan lejos. Pero en Internet hay fotos y muchísima información. Una bonita ciudad. —Se rió—. Un poco más grande que Iqaluit, ¿verdad?

Anawak le devolvió la sonrisa.

—Sí, creo que sí.

—Oh, no somos tan pequeños. Iqaluit ya tiene seis mil habitantes. Y estamos en ello. En pocos años seremos tan grandes como Vancouver. ¡Ja, ja! Bueno, casi tan grandes...Disculpe.

Detrás de él había aparecido un matrimonio. Así que no iba a seguir viaje solo. Se despidió rápidamente y salió antes de que la mujer le ofreciera mostrarle la ciudad.

Iqaluit.

Su último recuerdo era de hacía mucho tiempo. Algunas cosas le parecieron familiares, pero la mayoría no. Las nubes se habían quedado en Quebec, aquí brillaba el sol en un cielo azul grisáceo y proporcionaba una temperatura agradable. Anawak calculó que no haría menos de diez grados. La chaqueta de plumón encima del grueso jersey resultó ser mucho abrigo. Se la quitó, se la ató en la cintura y caminó por la polvorienta calle hasta el centro de la ciudad. Había un tráfico asombroso. No recordaba que antes circularan tantos todoterrenos y ATV, pequeños vehículos de varios ejes y asiento de moto. A ambos lados de la calle podían verse las típicas casas de madera del Ártico, construidas sobre pilares bajos encima del permafrost. Todos los edificios del Ártico se construían sobre esos pilares. Si se asentaran directamente sobre el suelo, éste se derretiría y se hundiría por el calor que irradia el edificio.

Cuanto más avanzaba, más se le imponía la imagen de la mano de Dios sacudiendo un montón de edificios y esparciéndolos sin plan. Entre barracas tradicionales, pintadas de verde oliva o rojo oxidado, se alzaban colosos de un blanco intenso, sin ventanas y de aspecto cubista. La escuela parecía un ovni posado en tierra. Algunas viviendas de color petróleo y aguamarina intenso relucían. Un poco más adelante se topó con la Commissioner's House, una mezcla de cómoda casona con jardín y habitáculo de astronauta. Muy cerca se levantaba un elegante edificio de tres pisos con grandes ventanas y una entrada imponente, que podía estar en cualquier gran urbe, si se obviaban los típicos pilares y las escaleras de acceso. Anawak trataba de impedir que las impresiones lo afectaran demasiado, pero desde que lo habían sacado medio muerto de un avión que naufragaba había perdido la capacidad de utilizar la indiferencia como anestésico. La salvaje mezcla arquitectónica transmitía una impresión despreocupada, casi alegre, que le provocaba una profunda desconfianza y no lo dejaba impasible.

Se preguntó qué había sucedido aquí. No era el deprimente Iqaluit de los años setenta. La gente lo saludaba en inuktitut con notable amabilidad. Él respondía con un saludo breve y cerrado. Sin detenerse, caminó una hora por la ciudad; sólo una vez entró en el centro de visitantes Unikkaarvik, donde se encontró con una copia del tambor todavía más grande.

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