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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (26 page)

BOOK: El Rabino
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El hombre dejó de cavar.

—¿Necesita algo?

—Vengo a ayudar. No soy carpintero, pero puedo cavar.

—No, señor. No es necesario.

Pero cuando Michael le cogió el pico de las manos, no opuso resistencia.

Había quitado ya la nieve y la helada capa de la superficie. Debajo, la tierra era blanda, pero estaba llena de piedras. Michael soltó un gruñido al levantar una de considerable tamaño.

—Suelo pedregoso —dijo en voz baja Hendrickson—. Muchas rocas. La única cosecha que da es de piedras.

Había dejado de nevar, pero no aparecía la luna. La linterna parpadeó, pero continuó brillando.

A los pocos minutos, Michael estaba jadeando. Le dolía la espalda y tenía los bíceps agarrotados.

—Olvidé preguntárselo —dijo—. ¿Cuál era la religión de su madre?

Hendrickson bajó al agujero y le hizo seña a Michael de que saliese.

—Era metodista. Temerosa de Dios, pero no tenía nada de beata. Mi padre recibió una educación baptista, pero, que yo recuerde, nunca fue un gran practicante. —Señaló con la pala en dirección a una tumba situada a poca distancia del agujero que estaban cavando—. Está enterrado ahí. Murió hace siete años. —Cavó en silencio unos momentos. Graznó un cuervo, y él movió la cabeza con aire de decepción—. Es un cuervo de lluvia. Significa que tendremos humedad por la mañana. No me gusta que llueva durante un funeral.

—A mí tampoco.

—Yo fui su penúltimo hijo. El último se llamaba Joseph. Mu rió cuando yo tenía tres años. Se cayó de un árbol al que estábamos trepando los dos. —Miró a la tumba de su padre—. Él ni siquiera estuvo en el funeral. Una mañana, se levantó y desapareció sin decir nada. Estuvo fuera catorce meses.

—Ella cuidó de nosotros exactamente igual que si estuviera aquí nuestro padre. Cazaba conejos y ardillas, así que siempre teníamos carne. Y cuidaba del jardín. Luego, un día, él regresó, con tanta naturalidad como si nunca se hubiera marchado. Hasta el día en que murió no averiguamos dónde había estado aquellos catorce meses.

Cambiaron nuevamente de puesto. Estaban ya a más profundidad, y Michael se dio cuenta de que había menos piedras.

—Señor, ¿Es usted de esos predicadores que se muestran enemigos mortales de la bebida?

—No. En absoluto.

La botella había sido colocada en la sombra, un poco más allá de la luz proyectada por la linterna. Hendrickson le ofreció cortésmente el primer trago. Estaba sudando a consecuencia del esfuerzo desarrollado, pero había comenzado a soplar una fresca brisa, y se agradecía el licor.

Comenzaba a clarear cuando Michael ayudó a Hendrickson a salir de la tumba ya terminada. Se oyó a lo lejos el ladrido de un perro. Hendrickson suspiró.

—Tengo que hacerme con un buen perro —dijo.

La mujer había calentado agua, y se lavaron y se cambiaron de ropa. Tal vez había sido acertado el cuervo de lluvia, pero prematuro. Aunque nubarrones grises se deslizaban sobre las cumbres de las montañas, no llovía. Mientras acarreaban la caja de madera de pino desde el cobertizo, Michael seleccionó los textos, marcando las páginas de la Biblia con pequeños trozos de papel de periódico. Cuando hubo terminado, se puso una yarmulka sobre la cabeza y se echó el abrigo alrededor de los hombros.

El cuervo graznó de nuevo mientras llevaban el ataúd a la fosa. Los dos hijos bajaron el féretro. Luego, los cinco quedaron allí inmóviles, mirándole.

—El Señor es mi pastor —dijo—. Nada me falta.

—Él me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma y me guía por las rectas sendas por amor de su nombre.

La niña movió con el pie una pila de tierra removida, que resbaló y cayó en la fosa. Dio un salto hacia atrás, intensamente pálida.

—Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo. Tu clava y tu cayado son mi consuelo. Tú pones ante mí una mesa, enfrente de mis enemigos. Has derramado el óleo sobre mi cabeza, y mi cáliz rebosa.

—Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida, y estaré en la casa del Señor por muy largos años.

La niña se había cogido de la mano de su madre.

—La mujer virtuosa, ¿Quién la hallará? —preguntó Michael—. Vale mucho más que las perlas.

—En ella confía el corazón de su marido, y no tiene nunca falta de nada. Le da siempre gusto, nunca disgustos, todo el tiempo de su vida. Ella se procura lana y lino y hace las labores con sus manos. Es como nave de mercader, que desde lejos trae su pan. Todavía de noche se levanta y prepara a su familia la comida y la tarea de sus criadas.

Clive Hendrickson miraba a la tumba de su madre. Había pasado el brazo alrededor de su hijo. Tom Hendrickson tenía los ojos cerrados. Se había cogido un pellizco de carne del antebrazo entre las yemas de los dedos y la uña del pulgar.

—Ve un campo y lo compra, y con el fruto de sus manos planta una viña. Se ciñe de fortaleza y esfuerza sus brazos. Ve alegre que su tráfico va bien y ni de noche apaga su lámpara. Coge la rueca en sus manos y hace bailar el huso. Tiende su mano al miserable y alarga la mano al menesteroso.

—Se reviste de fortaleza y de gracia; y sonríe ante el porvenir.

La sabiduría abre su boca, y en su lengua está la ley de la bondad.

Vigila a toda su familia y no come su pan de balde.

La primera gota de lluvia rozó como un helado beso la mejilla de Michael.

—Álzanse sus hijos y la aclaman bienaventurada, y su marido la ensalza: «Muchas hijas han hecho proezas, pero tú a todas sobrepasas». Engañosa es la gracia, fugaz la belleza; la mujer que teme a Dios, ésa es de alabar. Dadle los frutos del trabajo de sus manos, y alábenla sus hechos en las puertas.

Comenzaba ya a llover con fuerza. Las gotas producían sonoros chasquidos en la húmeda tierra.

—Recemos cada uno a nuestra propia manera por el alma de la difunta, Mary Bates Hendrickson —dijo Michael.

Los dos hermanos y la mujer se postraron de hinojos sobre el fango. Tras intercambiar una asustada mirada, los dos niños hicieron lo mismo. La mujer lloraba con la cabeza inclinada. Michael, de pie, recitó en voz alta y clara las viejas palabras arameas de la oración hebrea por los muertos. Poco antes de terminar, las persistentes gotas de lluvia tenían ya el tamaño de monedas de medio dólar.

Mientras la mujer y los niños echaban a correr con débiles gritos, Michael se guardó la Biblia en el bolsillo de la chaqueta.

Seguidamente, Michael ayudó a los dos hermanos a echar de nuevo en la fosa las piedras y la húmeda tierra, protegiendo la tumba contra la acción del tiempo.

Después del desayuno, Clive empezó a tocar alegres melodías con su violín, y los niños rieron. Al despedir a Michael, parecían sentirse aliviados.

—Ha sido un funeral magnífico —dijo Tom Hendrickson. Le tendió un dólar y medio—. Esto es lo que solíamos pagarle a nuestro predicador. ¿Es suficiente?

Algo en los ojos del hombre le impidió a Michael rechazar el dinero.

—Demasiado. Muchas gracias.

Hendrickson le acompañó hasta el coche. Mientras se calentaba el motor, se inclinó sobre la entreabierta ventanilla.

—Un tipo con el que estuve trabajando una vez en una granja de Missouri me dijo que los judíos tenían el pelo negro y dos pequeños cuernos en la cabeza —dijo—. Siempre supe que era un maldito mentiroso.

Se estrecharon con fuerza las manos.

Michael puso en marcha el coche y se alejó lentamente. La lluvia había fundido la nieve. Al cabo de unos cuarenta minutos, llegó a un poblado, donde se detuvo ante el único surtidor gasolina, delante del Almacén de Provisiones de Cole (semillas, piensos, especias, comestibles), para llenar el depósito, porque sabía que el siguiente surtidor estaba casi a tres horas de distancia. A la salida del poblado había un caudaloso río. El barquero cogió el cuarto de dólar cuando hubo llevado su coche a la balsa, y movió la cabeza cuando Michael le preguntó por las condiciones en que se encontraba la carretera a partir de allí.

—No lo sé —dijo—. Hoy no ha venido todavía nadie de esa dirección.

Dio un latigazo en la grupa a la mula delantera, y los dos animales se pusieron en movimiento, haciendo girar un cabrestante que por medio de un cable arrastraba a la balsa.

Llevaba veinte minutos conduciendo por el terreno situado al otro lado del río, cuando se detuvo e hizo girar en redondo al coche.

Al llegar de nuevo al río, el hombre salió de su pequeña casamata y se detuvo bajo la lluvia.

—¿Está cortada allá la carretera?

—No —dijo Michael—. He olvidado algo.

—No puedo devolverle el dinero.

—No importa.

Le pagó otro cuarto de dólar y cuando llegó al Almacén de Provisiones de Cole detuvo el coche y entró.

—¿Tienen teléfono público?

Estaba colocado dentro de una bodega que olía a patatas mohosas. Llamó a la Central y dio el número con el que quería hablar.

Tenía muchas monedas, pero no eran suficientes, y tuvo que cambiar el billete de dólar que le había dado Hendrickson. Luego, echó por la ranura todas las monedas.

Afuera, empezó a llover; podía oír el tamborileo del aguacero sobre el tejado.

—¿Oiga? Soy Michael. No, no pasa nada. Sólo quería hablar contigo. ¿Cómo estás, mamá?

21

Como las montañas de Arkansas no podían ser visitadas desde Massachusetts durante los fines de semana, y Hartford estaba sólo a dos horas de distancia de la Universidad de Wellesley, Deborah Marcus había ido a Connecticut con Leslie Rawlins media docena de veces durante los tres años que duraba su amistad. En una fiesta de Año Nuevo, durante el último curso de su carrera, mientras besaba al hombre que amaba y, simultáneamente en otro plano de conciencia, mientras pensaba en si les gustaría a sus padres Deborah había concebido la idea de que Leslie podía acompañarla a Mineral Springs durante sus vacaciones de primavera con el fin de tener su apoyo moral mientras contaba a sus padres lo de Mort.

Cinco semanas después, un sábado por la noche que no había salido, mientras se secaba con la toalla sus largos y cobrizos cabellos en la ducha del desierto dormitorio, Leslie observó que alguien había vuelto a atascar el retrete haciendo que desbordara. Esta circunstancia, aunque nada infrecuente, la enfureció lo bastante como para considerar sumamente atractiva cualquier variación en la rutina diaria. Así, a la mañana siguiente, mientras intercambiaban con aire soñoliento las páginas del Boston Sunday Herald, dijo a su compañera de habitación, tendida en la cama de al lado, que iría con ella a los Ozarks.

—¡Oh, Leslie!

Deborah se estiró, bostezó y, luego, sonrió radiantemente. Era una muchacha alta y delgada, de cabeza ligeramente grande, de cabellos castaños y facciones que parecían feas hasta que sonreía.

—¿Tendremos Pascua judía? —preguntó Leslie.

—Con todos los detalles. Este año, mi madre recibirá incluso a un rabino. Cuando terminen las vacaciones, estarás convertida en una auténtica judía.

«¡Oh!», pensó Leslie.

—Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos —dijo, cogiendo la sección humorística del periódico.

Mineral Springs resultó ser simplemente lo que su nombre indicaba: tres manantiales que brotaban de la tierra en lo alto de una colina, sobre la que Nathan Marcus, padre de Deborah, había construido una casa de baños contigua a su pequeña posada. Una limitada pero regular clientela, compuesta en su mayoría de señoras judías artríticas procedentes de las ciudades populosas del Medio Oeste, acudía todos los años a la posada para tomar las aguas, que olían a huevos podridos y a azufre y sabían sólo un poco mejor de lo que olían. Pero Nathan, un hombrecillo canoso y bonachón, aseguraba a las gentes de ciudad que las aguas contenían azufre, cal, hierro y otras cosas que lo curaban todo, desde la ciática hasta los males de amor, y las señoras estaban siempre seguras de que sus dolores habían disminuido después de una inmersión de diez minutos. Una cosa que olía tan mal, solía decirles jocosamente, no podía por menos de ser buena.

—Está subiendo la temperatura de los manantiales —dijo Nathan al joven rabino, mientras se hallaban sentados sobre el césped en sillas forradas de lana, con Deborah y Sarah, esposa de Nathan. Leslie, vestida con una blusa y unos ajustados pantalones, estaba echada a sus pies sobre una manta, contemplando los prados y los bosques que se extendían bajo ellos.

—¿Cuánto tiempo lleva subiendo la temperatura? —preguntó el rabino.

Se parecía un poco a Henry Fonda, decidió Leslie, pero no era tan ancho de hombros, y un poco más delgado. Necesitaba imprescindiblemente un corte de pelo. El día anterior, al verle por primera vez saliendo de aquella sucia furgoneta, con botas altas y arrugadas ropas que parecían no haber sido lavadas jamás, había pensado que era algún habitante de las montañas, un campesino o un trampero. Pero ahora llevaba un traje deportivo y parecía más aceptable e igual de interesante. El único reparo era que tenía el pelo demasiado largo.

—Ha estado subiendo desde hace seis años, alrededor de medio grado cada año. Llega ya a los setenta grados.

—¿Qué es lo que calienta el agua? —preguntó ella perezosamente, levantando la mirada.

Podría ser italiano. O español, pensó, o incluso irlandés.

—Hay varias teorías. Tal vez el agua encuentra bajo tierra roca fundida o gases calientes. O quizá se produce allá abajo alguna reacción química que calienta el agua. O radiactividad.

—Sería estupendo que el agua se volviera caliente de verdad —dijo esperanzadamente Sarah Marcus.

—¿Por qué? —preguntó Leslie.

—Nos haría ricos como reyes. No hay nada parecido desde aquí hasta Hot Springs. Y estos terrenos son propiedad del Gobierno. Con agua mineral caliente en nuestras tierras, esto se convertiría en un balneario de categoría. La verdad es que hay que calentar el agua antes de que esas malditas mujeres se metan en ella. No sé por qué. Hace más de doscientos años, los indios utilizaban estos manantiales para curar todas sus enfermedades. Eran de la tribu Quapaw. Según tengo oído, solían acampar aquí un par de semanas todos los veranos.

—¿Qué fue de ellos por fin? —preguntó su hija con aire inocente.

—Murieron casi todos —repuso, mirándola con el ceño fruncido—. Tengo que ir a tomar la temperatura —concluyó y, levantándose, se alejó.

Sarah se agitaba a impulsos de la risa.

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