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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (39 page)

BOOK: El Rabino
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Pero no encontraba respuestas en los servicios. Quizá si tuviesen un dirigente religioso, pensó, un rabino que pudiera ayudarle a descubrir algunas de las respuestas… Por lo menos, un rabino podría decirle qué podía él, como judío, esperar de la muerte.

Pero, cuando el rabino llegó a Cypress, Dick vio que Michael Kind era joven y no parecía muy seguro de sí mismo. Aunque asistía puntualmente a todos los servicios celebrados en el templo, sabía que no podía esperar de un hombre tan común la clase de milagro que necesitaba.

Un domingo, sentado ante el aparato de televisión mientras esperaba a que comenzase el programa deportivo, Dick vio los diez últimos minutos de la función de Billie Joe Raye, transmitida en diferido. Vio a continuación a unos pescadores del lago Michigan cogiendo salmones a través del hielo y, luego, a bronceados hombres y doradas muchachas practicando el surf en Catalina, y se obligó a sí mismo a no pensar en el programa religioso anterior. Pero, el domingo siguiente, sin pensar reflexivamente en ello, se afeitó y se vistió cuidadosamente y, en vez de quedarse viendo la televisión, se introdujo con su coche en la hilera de vehículos que se dirigía hacia la carpa del curandero.

Permaneció sentado e inmóvil cuando Billie Joe preguntó por los que se habían hecho adeptos de Jesús, pero aceptó firmar una tarjeta solicitando una entrevista personal con el curandero. Mientras, de pie en la cola, avanzaba lentamente hacia el escenario, observó a la gente que bajaba de la plataforma. Un hombre y, luego, una mujer arrojaron sus muletas en medio de una cacofonía de gritos triunfales, la mujer bailando realmente a lo largo del pasillo. Otros subían los escalones, lisiados, consumidos o delirantes, y no se advertía en ellos ningún cambio cuando bajaban los siete peldaños de madera situados al otro extremo de la plataforma. Una mujer dio dos vacilantes pasos y, luego, con los ojos brillantes, arrojó sus muletas, lanzando un grito. Dos minutos después, con el rostro contorsionado por el dolor, se arrastraba hacia el lugar en que habían caído las muletas. Pero no era ella, ni ninguno de los demás fracasos, lo que retenía la mente de Dick. Había visto el milagro de las manos de Billie Joe, y allí había nuevas pruebas.

Justamente delante de Dick, estaba una niña de diez años. Era sorda, y, después de haber rezado sobre ella, Billie Joe la volvió de cara a la multitud de modo que no pudiese ver los labios del curandero.

—Di «Te amo, Señor» —dijo a su espalda.

—Te amo, Señor —dijo la niña.

Billie Joe le cogió la cabeza con las dos manos.

—Ved lo que ha hecho Dios —dijo solemnemente a la multitud que aplaudía.

Ahora le tocaba el turno a Dick.

—¿Qué te pasa, hijo? —preguntó el curandero.

Dick sintió el objetivo de la cámara fijo sobre su rostro como un ojo acusador, y vio la pequeña manivela que giraba sin cesar con ligero zumbido.

—Cáncer.

—Arrodíllate, hijo.

Vio los zapatos del hombre, de piel de cerdo color oscuro, los calcetines de seda, estirados como sólo las ligas pueden conseguirlo, y los dobladillos del pantalón, que parecía hecho a medida. Luego, la enorme mano del hombre le cubrió la cara y los ojos. Las puntas de los dedos se hincaron en sus pómulos y en su cuero cabelludo, y la palma de la mano, que olía al sudor de otras caras de tal modo que Dick sintió una ligera náusea, le oprimió la nariz y la boca, haciéndole echar hacia atrás la cabeza.

—Señor —exclamó Billie Joe, apretando los ojos—, este hombre está siendo devorado por los demonios de la corrupción. Célula a célula, le están devorando.

—Señor, muestra a este hombre que le amas. Salva su vida para que pueda ayudarme a realizar tu obra. Detén dentro de su cuerpo el progreso de la impura corrupción. Elimina la enfermedad con una oleada de tu amor e impide nuevos daños causados por el cáncer, el tumor u otra diabólica podredumbre.

—Señor…

Los dedos grandes, como salchichas y llenos de fuerza, se convirtieron en una dolorosa garra sobre el rostro de Dick.

—¡Cúrale! —ordenó Billie Joe.

Extrañamente, aquella noche, ni durante el día siguiente, no sintió ningún dolor. Esto solía ocurrir a veces, y no se atrevió a albergar esperanzas hasta que pasó otro día y otra noche, y, luego, dos días más, unas vacaciones del sufrimiento.

Aquella semana, fue a Atlanta dos veces y se dirigió al hospital, donde dejó que un médico le insertara una cánula en las venas y esperó, mientras el gas mostaza goteaba en su corriente sanguínea. El domingo siguiente, volvió a la carpa y vio de nuevo a Billie Joe. Aquel martes no fue al hospital, ni tampoco el jueves. No recibió gas mostaza, pero el dolor continuaba ausente, y de nuevo empezó a sentirse fuerte. Rezaba mucho. Echado delante del fuego, rascándole a Redhead entre las orejas, prometió a Dios que, si le salvaba, se haría discípulo de Billie Joe Raye; y pasaba largas horas imaginándose a sí mismo dirigiendo reuniones de oración con la ayuda del Trompetero de Dios y de una muchacha. La cara de la muchacha cambiaba de un sueño a otro, y también el color de sus cabellos. Pero siempre era bien formada y hermosa, una muchacha a la que Billie Joe había salvado también y con la que Dick experimentaría la alegría de vivir para Dios.

Aquel domingo, después de la función, Dick se dirigió a uno de los ujieres.

—Quiero hacer algo para ayudar —dijo—. Efectuar una aportación, quizá.

El hombre le condujo a un pequeño despacho situado detrás del tabique divisorio. Era el tercero de la cola, y, cuando le llegó su turno, un hombrecillo rollizo, de rostro amable, le indicó dónde debía firmar para convertirse en «Amigo de la Salud por la Fe» y comprometerse a pagar seiscientos dólares durante los doce meses siguientes.

El martes siguiente, el médico telefoneó varias veces, comunicando a su tío Myron que Dick había interrumpido su tratamiento. Myron fue a la casa y hubo una escena entre los dos. Dick no quedó afectado por el incidente, diciéndose a sí mismo que, después de todo, era él quien estaba siendo salvado.

El sábado por la tarde, se desmayó. Al recuperar el conocimiento, apareció otra vez el dolor, más intenso que antes.

El domingo, había aumentado. Dentro de su pecho había algo que parecía empujar hacia el exterior, contra sus pulmones tal vez, haciéndole difícil la respiración. Se sentía débil.

Acudió a la reunión de la carpa, se sentó en la dura silla plegable de madera y rezó.

Al levantarse para aguardar su turno con el fin de entrevistarse con Billie Joe, se dio cuenta de que en la fila de atrás estaba sentado el rabino.

Al diablo con él, pensó. Pero, aun antes de acabar de pensarlo, estaba corriendo fuera de la carpa a través de la amplia zona de aparcamiento, con los codos torpemente levantados por el dolor que sentía bajo las costillas y notando una gran pesadez en las piernas, que apenas podía levantar. Se daba cuenta de que no había realmente ningún sitio al que correr.

Cuando Michael llegó a la casa del muchacho, no había nadie en ella. Era una buena casa, anticuada, pero sólidamente construida. No estaba descuidada, pero parecía incompleta; era la clase de casa que debía haber sido ocupada por una gran familia.

Se sentó en los escalones que había en la puerta. Al poco rato, un setter irlandés que andaba como un león huraño dio la vuelta a la esquina y se acercó a unos pasos de él.

—Hola —dijo Michael.

El perro le miró sin moverse. Luego, aparentemente satisfecho, se aproximó más y se echó en uno de los escalones, apoyando su hocico pardo rojizo sobre la rodilla de Michael. Estaban así, rascando el rabino las orejas del perro, cuando llego el coche azul.

Durante unos momentos, Dick Kramer permaneció dentro del automóvil, mirándoles. Luego, salió y, cruzando el césped, se dirigió al porche.

—Esto le encantaba al chucho —dijo.

Saco del bolsillo un manojo de llaves y abrió la puerta. Sin esperar la invitación a hacerlo, el rabino y el perro le siguieron al interior.

El cuarto de estar era amplio y confortablemente amueblado más parecido a un cuarto de portero que a una salita de estar, con astas de ciervo sobre la gran chimenea de piedra y una vitrina de cristal en la que se veían varias escopetas.

—¿Una copa? —preguntó Dick.

—Si bebes tú también —dijo Michael.

—Oh, beberé. Dicen que un trago de vez en cuando es bueno para mis nervios. Tengo whisky. ¿Un poco de agua?

—Excelente.

Bebieron el licor y permanecieron sentados con los vasos vacíos en las manos. Luego Dick volvió a llenarlos.

—¿Quieres hablar de ello? —preguntó Michael.

—Si quisiera hablar de ello, habría ido a verle, maldita sea. ¿No se le había ocurrido?

—Se me pasó por la imaginación —repuso, levantándose—. En ese caso, me voy. Gracias por la copa.

La voz del muchacho le detuvo en la puerta.

—Lo siento, rabbi. No se marche.

Volvió y se sentó. El perro se acurrucó a los pies de su amo y gimió suavemente. Michael cogió su vaso y bebió un largo trago. Al poco rato, Dick empezó a hablar.

Cuando terminó, hubo otro breve silencio.

—¿Por qué no acudiste a mí? —preguntó Michael, con humildad.

—Usted no tenía nada que ofrecerme —repuso Dick—. No lo que yo estaba buscando. Billie Joe, sí. Durante algún tiempo pareció como si lo hubiera conseguido. De haber sido cierto, no hay nada que yo no hubiese hecho por él.

—Creo que deberías volver a tu médico —dijo Michael—. Eso es lo primero.

—¿Pero no cree que deba volver a Billie Joe Raye?

—Eso es algo que sólo tú puedes decidir —respondió Michael.

Dick Kramer sonrió.

—Creo que si realmente hubiera podido creer, tal vez lo hubiera hecho. Pero mi escepticismo judío me mantenía apartado de él.

—No censures tu judaísmo. La medicina religiosa es un viejo concepto judío. Cristo fue miembro de los esenios, un grupo de santos hombres judíos que se consagraron a la tarea de curar. Y hace solamente unos años, los judíos enfermos de Europa y Asia recorrían largas distancias y soportaban grandes penalidades para ser tocados por las manos de rabinos que se suponía tenían grandes poderes curativos.

Kramer cogió la mano derecha de Michael, que sostenía el vaso. La levantó y miró los dedos encorvados en torno al cristal.

—Tóqueme —dijo.

Pero Michael movió la cabeza.

—Lo siento —dijo—. Yo no puedo ayudarte de esa manera.

No tengo línea directa con Dios.

El muchacho sonrió y apartó de un empujón la mano del rabino. El licor se derramó por el borde del vaso.

—¿De qué manera puede ayudarme? —preguntó.

—Trata de no tener miedo —dijo Michael.

—Es algo más que tener miedo. Tengo miedo, lo reconozco.

Pero es saber todas las cosas que nunca haré. Nunca he poseído a una mujer. Nunca he ido a lugares lejanos. Nunca he hecho nada que deje en el mundo una huella de mi paso, nada que lo convierta en un lugar mejor de lo que era antes de llegar yo aquí.

Michael hizo un esfuerzo por pensar, lamentando haber bebido aquel licor.

—¿Has sentido alguna vez amor hacia alguien?

—Desde luego —murmuró Dick.

—Entonces, has incrementado el valor del mundo. Inconmensurablemente. En cuanto a la aventura, si lo que temes es verdad, pronto tendrás la mayor aventura que le es posible al hombre.

Dick cerró los ojos.

Michael pensó en su aniversario y en Leslie, que le estaba esperando, pero algo le retuvo en su silla. Se dio cuenta de que estaba contemplando los rifles de la vitrina y una escopeta apoyada contra una esquina de la chimenea, de cuyo cañón emergía un trapo manchado de grasa. Estaba recordando una noche en Miami Beach, y al hombre que empuñaba una pistola alemana. Cuando levantó la mirada, Dick tenía los ojos abiertos y estaba sonriendo.

—No lo haré —dijo.

—Estoy seguro de ello —replicó Michael.

—Déjeme que le cuente una cosa —dijo Dick—. Hace dos años, yo tenía que salir a las marismas con un grupo de compañeros, que tenían allí un campamento de caza, para la apertura de la temporada del ciervo. Cuando llegó el momento, cogí un resfriado y les dije que no se preocuparan de mí. Pero, el día de la apertura, me entró el prurito de la caza y me levanté temprano, cogí el rifle y me adentré en los bosques, a no más de medio kilómetro de donde estamos sentados. Y, no me había separado de la carretera más de tres pasos, cuando vi un gamo y le descerrajé un tiro que le derribó. Cuando llegué a su lado, aún estaba vivo, así que saqué mi cuchillo de monte y le abrí la garganta. Pero continuaba con vida. Me miraba con sus grandes ojos oscuros, con la boca abierta y emit1endo sonidos que recordaban el balido de una oveja. Finalmente, apoyé el cañón del rifle en su cabeza y disparé. Pero, aun no estaba muerto, y yo no sabía qué otra cosa hacer. Le había herido muy cerca del corazón, le había disparado en la cabeza y le había cortado la garganta. No podía abrirle el vientre y despellejarle mientras todavía estuviera vivo. Y, mientras estaba allí tratando de decidirme a hacer algo, se incorporó y desapareció entre los árboles. Empezó a llover, y tardé dos horas en encontrarle en el lugar en que finalmente había caído muerto. Estuve a punto de coger una pulmonía.

—He pensado mucho en aquel viejo gamo —dijo.

Michael esperó hasta que llegó la mujer negra para preparar la cena del muchacho. Luego, se marchó, dejándole solo con el perro delante de la fría chimenea, bebiendo whisky.

Fuera, el aire era cortante y estaba lleno de un aroma dulzón. Se dirigió lentamente a casa, rezando y, al mismo tiempo, observando las sombras, las formas geométricas y las variaciones de color y tonalidad. En la casa, Leslie estaba de pie ante el fogón. Él se acercó y la rodeó con sus brazos, cogiéndole un pecho con cada mano y hundiendo el rostro en sus cabellos. Ella no opuso resistencia; luego, se volvió para besarle. Michael apagó el quemador del puchero y la empujó en dirección al dormitorio.

—¡Qué tonto eres! —rió ella—. La cena.

Pero él continuó empujándola hacia la cama.

—Por lo menos, déjame… —dijo ella, mirando hacia la mesa en donde guardaba el diafragma.

—Esta noche, no.

El pensamiento la excitó y dejó de forcejear.

—Vamos a tener un hijo —dijo, con los ojos relucientes a la débil luz que llegaba desde la cocina.

—Un rey de los judíos —dijo él, acariciándola—. Un Salomón.

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