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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (51 page)

BOOK: El Rabino
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Malhumorado, se acercó a la repisa de la cocina y examinó el correo que había llegado. Facturas. Y el primer esfuerzo de Felix Sommers para recaudar fondos. Se sirvió un vaso de leche y volvió a sentarse a la mesa para beberlo.

Querido miembro de la congregación:

Existen casi setecientas razones por las que el templo Emeth necesita un nuevo hogar. Y usted y su familia son algunas de ellas. Estas razones están aumentando constantemente en número, y pueden continuar incrementándose.

En poco más de tres años, el número de nuestros miembros se ha duplicado. En doce comunidades vecinas que carecen de templos, los constructores están levantando cientos de viviendas nuevas. Habiéndose abierto sólo ligeramente la espita de familias no ingresadas, no hay duda de que se experimentará un aumento correlativo en los años inmediatamente venideros…

En el cuarto de baño, cesó el rumor de la ducha. Oyó el áspero sonido de las arandelas de que pendían las cortinas de la ducha al deslizarse por la varilla de metal y, luego, el ruido que hizo Leslie al salir de la bañera.

Sin embargo, es un hecho que no nos encontramos actualmente en situación de hacer frente a las necesidades ni siquiera de nuestros presentes miembros.

Nuestra escuela hebrea carece de las comodidades que tan necesarias son a una institución educativa. Nuestro templo es, simplemente, una sala grande, sin bancos, que es utilizada como sala de banquetes, sala de diversiones y sala escolar. Durante las festividades sagradas, ha sido preciso celebrar servicios dobles, separando a los parientes en la más santa de las ocasiones. Demasiadas fiestas, simjás familiares, tales como bodas y
Bar misvás
son celebradas fuera del templo. Las razones son sencillas. Existen pocas comodidades para celebrar comidas. La cocina es pequeña y está inadecuadamente equipada. Los proveedores encuentran dificultades para trabajar aquí.

Evidentemente, necesitamos un nuevo hogar. Ha sido contratado un arquitecto para que nos lo diseñe. Mas, para que nuestro sueño se convierta en realidad, debemos sacrificarnos todos y cada uno de nosotros. ¿Empezará usted a considerar cuál será su aportación? Un miembro del comité de fondos para la construcción le visitará en un futuro próximo.

Al hacer nuestro donativo, debemos comprender que no estamos dando a extraños, sino a nosotros mismos y a nuestros hijos.

(Firmado) FELIX SOMMERS

Presidente,

Comité de edificación

Unido a la carta, había un limbo graduado de cartulina, con una ventanilla deslizante en la que se leía «Sus ingresos anuales». Movió la ventanilla hasta ponerla sobre la cifra 11.000, y vio que la aportación correspondiente era de 3.500 dólares. Con un gemido, dejó caer la carta sobre la mesa.

Oyó a Leslie entrar en el dormitorio y el crujido de la cama al acostarse.

—Michael —llamó ella con suavidad.

¿Cómo se le podía pedir a un hombre la tercera parte de sus ingresos anuales? ¿Cuántos miembros del templo podrían hacer frente a semejante petición? Seguramente, el comité estaba pidiendo mucho más de lo que esperaba obtener, en la confianza de que, de ese modo, las aportaciones «De compromiso» serían más elevadas de lo que hubieran sido en otro caso.

Le desagradó; no era un modo adecuado de empezar, se dijo.

—Michael —volvió a llamar Leslie.

—Voy —respondió él.

—Así es como funciona —le dijo Sommers el día siguiente, cuando le expuso sus objeciones a la carta para conseguir fondos—. Otras congregaciones han descubierto que hay que hacerlo así.

—No —replicó Michael—. No es honrado, Felix. Usted lo sabe, y lo sé yo.

—De todas formas —dijo Sommers—, hemos contratado a un recaudador profesional. Su profesión consiste en conseguir fondos. Pongámonos en sus manos.

Michael, con una sensación de alivió, asintió.

Dos días después, llegó el hombre al templo Emeth. Su tarjeta decía que era Archibald S. Kahners, de «Hogan, Kahners y Cantwell». Recaudador de fondos para iglesias sinagogas y hospitales. $1.611 Industrial Bankers Building. Filadelfia, Pensilvania, 10.133. Requirió los servicios del celador, y descargó tres grandes cajas de la trasera de una furgoneta negra marca Buick, nueva. Hicieron tres viajes. Las cajas eran pesadas, y al término del segundo viaje estaban ya sudando. Cuando todas las cajas se encontraron sobre el suelo del despacho de Michael, Kahners se dejó caer en un sillón y cerró los ojos, echándose hacia atrás. Parecía un disipado Lewis Stone, pensó Michael, con el pelo gris, tez colorada y exceso de peso, de tal modo que la carne de su cuello desbordaba de manera un tanto desagradable del cuello de su bien cortada camisa. Tanto los zapatos como el traje tenían un aspecto muy inglés.

—No queremos una campaña desorbitada, señor Kahners —dijo Michael—. No queremos ofender a nuestros miembros.

—Rabbi… —dijo Kahners, y Michael comprendió que había olvidado su nombre.

—Kind.

—Sí, rabbi Kind. «Hogan, Kahners y Cantwell» han recaudado fondos para 273 iglesias católicas y protestantes. Para 77 hospitales. Para 193 sinagogas y templos. Nuestra misión es recaudar grandes sumas de dinero. Hemos desarrollado técnicas experimentales que sirven para conseguirlo. Rabbi, usted quédese a un lado y déjeme manejar el asunto.

—¿Qué puedo hacer para ayudarle, señor Kahners?

—Confeccione una lista de media docena de nombres. Necesito reunirme con seis personas que puedan hablarme de todos los demás miembros de la congregación. Cuánto gana aproximadamente cada uno, a qué se dedica, edad, clase de casa que tiene, cuántos coches posee, si sus hijos van a escuelas públicas o privadas y adónde va cuando está de vacaciones. Y proporcióneme una lista de donantes locales a la Unión Judía.

Michael volvió a mirar la tarjeta.

—¿Trabajarán con usted en la campaña el señor Hogan y Cantwell?

—John Hogan murió. Hace dos años. Tenemos ahora un empleado que se encarga de los católicos. —Al bajar la mirada, Kahners reparó en que tenía un pequeño tiznón sobre su traje gris y un trocito de papel, procedente de la caja de cartón, sobre la corbata. Dio un papirotazo al papel y se frotó el tiznón con el pañuelo, extendiéndolo—. No necesito a mi socio protestante para una recaudación judía de cuatrocientos mil dólares solamente.

La máquina multicopista y las dos mecanógrafas llegaron a primera hora de la mañana siguiente, y a media tarde ambas secretarias estaban sentadas delante de sendas mesas plegables, haciendo listas. El tableteo de las máquinas hizo que Michael saliera del despacho para efectuar visitas pastorales; cuando volvió, a las cinco de la tarde, el templo se hallaba desierto y sumido en el silencio. Los papeles cubrían el suelo, los ceniceros estaban llenos, y vio que dos círculos de café habían aparecido sobre la brillante superficie de su mesa de caoba.

Aquella noche, asistió, con Kahners, a la primera reunión del comité de recaudación de fondos. Fue más una sesión de adoctrinamiento que una reunión, corriendo a cargo exclusivamente de Kahners la labor docente. Utilizó como libros de texto las listas de donantes a la Unión Judía durante los últimos cinco años.

—Examinen éstas —dijo, echando sobre la mesa los pequeños folletos verdes de la Unión Judía—. Vean quién ha sido el mayor contribuyente cada año.

Ninguno de los que estaban sentados en torno a la larga mesa necesitaba mirar.

—Harold Elkins, de Géneros de Punto Elkhide —dijo Michael—. Da quince mil dólares todos los años.

—¿Y el siguiente? —preguntó Kahners.

Michael cerró los ojos, pero no tuvo que consultar los libros.

—Phil Cohen y Ralph Plotkin. Dan siete mil quinientos cada uno?

—Exactamente la mitad de lo que da Elkins —dijo Kahners—. ¿Y quiénes siguen a éstos?

Michael no estaba seguro.

—Yo se lo diré. Un hombre llamado Joseph Schwartz. Cinco mil dólares. La tercera parte de lo que da Elkins. Ahora bien…

—Hizo una pausa y les miró, como mister Chips dando su última clase—. Hay aquí una importante lección a extraer. Echen un vistazo a esto. —Depositó sobre la mesa otro folleto de la Unión Judía—. Ésta es la lista de hace seis años. En ella se ve que, ese año, Harold Elkins dio diez mil dólares, en vez de quince mil.

—Phil Cohen y Ralph Plotkin dieron cinco mil, en vez de siete mil quinientos.

—Joseph Schwartz dio tres mil quinientos, en vez de cinco mil.

Les miró escrutadoramente:

—¿Captan la idea?

—¿Quiere decir que siempre hay una escala descendente, proporcional a lo que da el contribuyente más alto? —preguntó Michael.

—No siempre, desde luego —repuso pacientemente Kahners—. Siempre hay excepciones. Y la escala no abarca toda la línea; es muy difícil predecir la cuantía de las donaciones pequeñas. Pero, por regla general, así es como funciona respecto a los principales donantes, los realmente importantes para el éxito de la campaña. En todas las comunidades con las que hemos entrado en contacto durante muchos años hemos visto que sucede así.

—Miren —prosiguió—, Sam X da menos de lo acostumbrado para obras de caridad. Entonces, Fred Y se dice: «Si Sam, que tieneel doble de dinero que yo, puede dar menos este año, ¿Quién soy yo para negar cómo han ido los negocios? Generalmente, doy los dos tercios de lo que da Sam; este año daré la mitad».

—¿Y si Sam aumenta su donativo? —preguntó Sommers, evidentemente fascinado.

Kahners sonrió.

—¡Ah! Se aplica el mismo principio. Pero con más fortuna.

Fred se dice: «¿Qué diablos se cree Sam que es? Yo no puedo competir con él, él puede comprarme o venderme; pero puedo permanecer en la misma asociación que ese fisgón. Siempre doy los dos tercios de lo que da él, y eso es lo que daré ahora».

—Entonces, ¿Usted cree que el donativo de Harold Elkins es la clave de toda nuestra campaña? —preguntó Michael.

Kahners asintió.

—¿Cuánto cree usted que debemos pedirle?

—Cien mil dólares.

Alguien soltó un silbido al otro extremo de la mesa.

—Ni siquiera suele frecuentar la shul —dijo Sommers.

—¿Es miembro del templo? —preguntó Kahners.

—Sí.

Kahners movió la cabeza, satisfecho.

—¿Cómo se puede interesar a un hombre de ese modo? —preguntó Michael—. Quiero decir, hasta el punto de inducirle a dar una suma tan grande.

—Hágale presidente general —repuso Kahners.

40

Michael y Kahners fueron juntos a visitar a Harold Elkins. La puerta de la remozada casita de campo en que vivía el fabricante de tejidos les fue abierta por la señora Elkins, una mujer rubia vestida con una bata de seda rosa.

—El rabbi —dijo, estrechándole la mano. Su apretón fue firme y frío.

Michael presentó a Kahners.

—Hal le está esperando. Está en la parte de atrás, dando de comer a los patos. ¿Por qué no van a verle allí mismo?

Les condujo alrededor de la casa. Andaba con paso desenvuelto, exento por completo de artificiosidad, pensó Michael. Bajo el oscilante borde de su bata, vio ahora que estaba descalza. Sus pies eran esbeltos y alargados, con una palidez que destacaba blanquecina en la penumbra del crepúsculo y pintadas uñas que semejaban pequeñas conchas rojas.

Les llevó hasta donde estaba su marido, y, luego, regresó a la casa.

Elkins era un anciano de cabello gris y redondas espaldas, sobre las que se había echado un grueso jersey, pese al calor del atardecer. Estaba echando maíz a unos cincuenta bulliciosos patos a la orilla de un pequeño estanque.

Continuó echando maíz mientras ellos se presentaban. Los patos eran soberbios, grandes, con iridiscentes plumas y patas y picos rojos.

—¿Qué son? —preguntó Michael.

—Patos de bosque —repuso Elkins, sin dejar de arrojar maíz.

—Son magníficos —dijo Kahners.

—Hum.

Uno de ellos se alzó con un ruidoso batir de alas, pero se separó muy poco del agua.

—¿Son salvajes? —preguntó Michael.

—Tanto como pueda imaginar.

—¿Por qué no huyen?

Los ojos de Elkins brillaron.

—Tienen las alas atadas y recortadas.

—¿No les hace daño eso? —preguntó Michael, aun contra su voluntad.

Elkins resopló despreciativamente.

—¿Qué notó usted la primera vez que le recortaron las alas? —sonrió—. Ellos también se sobreponen.

Se colocó un grano de maíz entre sus incoloros labios y se agachó. Un gran pato, con brillos de arco iris en sus plumas, se acercó anadeando, estiró majestuosamente el cuello y cogió el maíz de la boca del anciano.

—Los quiero mucho —dijo—. Me encantan. Me encantan en salsa de naranja. —Les arrojó los últimos granos de maíz y, luego, hizo una pelota con la bolsa y la tiró. Se frotó las palmas de las manos en el jersey—. Ustedes no han venido aquí para admirar mis patos.

Le explicaron su misión.

—¿Por qué quieren hacerme presidente? —preguntó, mirándoles desde debajo de sus alborotadas cejas.

—Queremos su dinero —dijo claramente Kahners—. Y su influencia.

Elkins sonrió.

—Entren en la casa —dijo.

La señora Elkins estaba tendida en el sofá, leyendo una novela que mostraba un cuerpo desnudo en la portada. Levantó la mirada y les dirigió una sonrisa. Sus ojos encontraron los de Michael y sostuvieron su mirada. A pesar de la presencia de Kahners a su derecha y de la del señor Elkins a su izquierda, perversamente, no apartó la vista. Después de lo que pareció mucho tiempo pero no fue sino unos breves instantes, ella volvió a sonreír y rompió el contacto reanudando su lectura. Tenía un buen tipo bajo la bata rosa, pero había pequeñas arrugas en las comisuras de sus párpados, y, a la amarillenta luz de la lámpara de la salita, sus pálidos cabellos parecían de paja.

Elkins se sentó a una mesa Luis XIV y abrió un gran talonario de cheques.

—¿Cuánto quieren? —preguntó.

—Cien mil —repuso Kahners.

Sonrió. Levantó el talonario de cheques y sacó una lista de los miembros del templo Emeth.

—He echado un vistazo a esto antes de que vinieran ustedes.

Trescientos sesenta y tres miembros. Entre ellos, algunos hombres que conozco. Hombres como Ralph Plotkin, Joe Schwartz, Phil Cohen y Hyman Pollock. Hombres que pueden dar un poco de dinero para apoyar una buena causa. —Extendió un cheque y lo arrancó—. Es por cincuenta mil dólares —dijo, entregándoselo a Michael—. Si estuvieran intentando recaudar un millón, lo habría extendido por cien mil. Pero, para cuatrocientos mil, que todos contribuyan con su parte.

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