—¡Por Marte! —las manos de Griswold palmearon contra sus muslos y un grito unánime se elevó del círculo de hombres que se hallaban presentes.
—¡Pelea limpia! ¡Pelea limpia!
El código del desierto marciano era duro, pero rechazaba las ventajas consideradas sucias. Eso era obligatoriamente así. Sólo mediante tales precauciones mutuas un individuo podía sentirse a salvo de un eventual cuchillo de fuerza en la espalda o de una bala explosiva en el vientre.
Griswold examinó las caras duras que los rodeaban, luego dijo:
—Lo ventilaremos al regreso a la cúpula. A vuestro trabajo, todos.
David respondió:
—Nos veremos en la cúpula, si así lo quieres. Entretanto mantente a distancia.
Caminó sin prisa y Griswold se le acercó por la espalda.
—Tú, aprendiz estúpido. No podemos pelear a puño limpio con las mascarillas. ¿No tienes más que huesos en el cráneo?
—Quítate la mascarilla, pues —dijo David—, y yo me quitaré la mía. Trata de detenerme a puño limpio.
—¡Pelea limpia! —fue el grito aprobatorio de los demás hombres.
Bigman gritó:
—Griswold, acepta o vete —y saltó hacia adelante para arrebatar el lanzarrayos del bolsillo del muslo del indeseable.
David aplicó la mano sobre su mascarilla.
—¿Preparado?
Bigman indicó:
—Contaré hasta tres.
Los hombres gritaron, en confusa algarabía. Aguardaban ahora, en aguda tensión. Griswold arrojó una mirada salvaje a la rueda.
Bigman ya había comenzado la cuenta. —Uno...
Cuando oyó el «tres», David se quitó la mascarilla y la arrojó a un lado, junto con los cilindros. Desprotegido, se erguía conteniendo la respiración frente a la atmósfera irrespirable de Marte.
Griswold no se movió y su mascarilla permaneció en el mismo lugar, sobre su nariz. Un gruñido amenazador comenzó a crecer entre los espectadores.
David se movió tan de prisa como le pareció prudente hacerlo, adecuando sus pasos a la situación de baja gravedad. Arremetió con torpeza (se sentía suspendido en una masa de agua) y cogió a Griswold por el hombro; brincó hacia un lado, para evitar la rodilla de su oponente. Con una mano sostuvo el mentón de Griswold y con la otra le arrancó la mascarilla y le arrojó lejos.
Griswold intentó recuperarla y emitió el inicio de un grito que logró interrumpir manteniendo su boca cerrada para no perder aire. Luego se alejó, con un leve tambaleo. Lento, sin prisa, rodeó a David.
Ya había transcurrido un minuto casi, desde que David arrojara su mascarilla de oxígeno; sus pulmones sentían el esfuerzo. Griswold, con los ojos inyectados y agazapándose, se acercó de lado a David; sus piernas eran ágiles y sus movimientos flexibles. El joven comprendió que aquel individuo estaba habituado a la baja gravedad y sabía moverse en ella; a la vez comprendió que él no estaba en esas condiciones.
Un movimiento brusco, no pensado, y terminaría tendido en el suelo.
Cada segundo aportaba más tensión. David se mantenía fuera del alcance del adversario y observaba el rostro contraído de Griswold, que se endurecía en la tortura de la falta de oxígeno. Debía posponer el enfrentamiento final, ya que tenía pulmones de atleta. Su contrincante, en cambio, comía demasiado y bebía en exceso: no podía hallarse en buen estado físico. La fisura cayó bajo su mirada. Ahora se encontraban a poco más de un metro de ella, un borde liso cortado perpendicularmente. Griswold intentaba llevarlo hacia allí.
Cesó en su retroceso. En diez segundos Griswold tendría que atacar. Tendría qué hacerlo.
Y lo hizo.
David se echó a un lado y empujó a su oponente con el hombro. Giró con el impacto y dejó que la fuerza del movimiento se uniera a la de su puño lanzado hacia la mandíbula de Griswold, que recibió el golpe de lleno.
El horticultor veterano se tambaleó, a ciegas, y ya no pudo contener la respiración: en un jadeo desesperado colmó sus pulmones con una mezcla de argón, neón y bióxido de carbono; lenta, mortalmente, se aovilló. Con un último esfuerzo intentó erguirse, lo logró a medias, volvió a caer, se tambaleó hacia atrás, en un forcejeo por mantener el equilibrio...
En los oídos de David resonó un confuso alarido. Con las piernas temblorosas, sordo y ciego a todo lo que no fuera su mascarilla tirada en tierra, caminó hacia el auto. Forzó a su cuerpo torturado y anheloso de oxígeno a moverse con lentitud y dignidad; se echó a la espalda los cilindros de oxígeno y con cuidado ajustó la mascarilla. Entonces, por fin, penosamente estremecido, aspiró oxígeno que se volcó en sus pulmones como una corriente de agua fría en un estómago reseco.
Durante un minuto completo fue incapaz de hacer algo más que respirar; su amplio pecho se elevaba y descendía en profundas y veloces inspiraciones. Abrió los ojos.
—¿Dónde está Griswold?
Todos estaban allí, a su lado, rodeándolo; Bigman era el más cercano.
—¿No has visto? —preguntó el hombrecillo, sorprendido.
—Le he hecho caer de un puñetazo. —David miró a todos, inquisitivo. Griswold no estaba allí.
Bigman hizo un gesto que indicaba una caída.
—En la fisura.
—¿Qué? —David se estremeció por debajo de la mascarilla—. Ese es un mal chiste.
«No, no.» «Por el borde, como un zambullidor.» «Por el Espacio, él fue el responsable.» «Sin duda, un caso de autodefensa el tuyo, terrestrito.»
Todos hablaban al mismo tiempo.
David preguntó:
—Aguarda. ¿Qué ha ocurrido? ¿Lo arrojé yo al abismo?
—No, terrestrito —vociferó Bigman—. No lo has hecho tú. Le has dado y el tipo se ha caído solo. Luego ha tratado de alzarse, caminó hacia atrás; cuando intentó mantener el equilibrio, retrocedió aún más y ha estado demasiado ciego para ver lo que había por delante. Hemos querido cogerle, pero no hubo tiempo y allá se ha ido. Si no hubiese estado tan preocupado por llevarte hasta el filo de la fisura para arrojarte, no habría sucedido lo que ha sucedido.
David miró a los hombres.
Por fin uno de los horticultores le tendió una mano callosa.
—Buena pelea, muchacho.
Las palabras fueron tranquilas, implicaban aceptación y así quedaba roto aquel clima.
Bigman no pudo menos que emitir un alarido de triunfo, saltó dos metros hacia arriba y fue descendiendo con lentitud, mientras sus piernas ejecutaban cabriolas que ningún bailarín de ballet, por bueno que fuese, podría repetir en condiciones de gravedad terrestre normal. Los otros se acercaron. Hombres que sólo habían llamado a David «terrestrito», o «tú», o que ni siquiera le habían hablado antes, ahora le palmeaban la espalda y le aseguraban que era un hombre del que Marte podía muy bien estar orgulloso.
Bigman gritó:
—¡Eh, vosotros! ¡A seguir con la inspección! ¿O acaso necesitamos de Griswold para que nos indique cómo ha de hacerse?
—¡No! —fue la respuesta general.
—¡Adelante, pues! —y se encaminó hacia su auto.
—Venga, chico, adelante —gritaron todos a David, que se sentó al volante del auto que quince minutos antes había pertenecido a Griswold y lo puso en marcha.
Una vez más el grito «¡A la arenaaaa!» ululó, resonante, entre las piedras marcianas.
Las noticias, difundidas por las radios de los arenautos, atravesaron los espacios no cultivados entre los plantíos cubiertos de cristal de los distintos huertos. Mientras David conducía su vehículo arriba y abajo por entre los muros de cristal, la noticia del fin de Griswold se expandió por toda la superficie de los huertos.
Los ocho horticultores restantes de lo que fuera la escuadra de Griswold se reunieron, una vez más, a la luz rojiza y moribunda del sol poniente de Marte, y rehicieron el camino de esa mañana, de regreso hacia la cúpula del huerto. Cuando David llegó, tuvo la clara certeza de su notoriedad.
No hubo cena formal esa noche, ya que habían comido en el desierto, antes de emprender el regreso. Y así, menos de media hora después de finalizada la inspección, todos los hombres estaban reunidos frente a la Casa Principal, aguardando.
Ya no cabía duda: Hennes y el mismo Makian debían haber oído algo sobre la lucha. La llamada «gente de Hennes» era un grupo numeroso, compuesto por hombres que habían sido contratados a partir de que Hennes ocupara el cargo de capataz y cuyos intereses estaban íntimamente ligados a los de éste; por lo tanto, las noticias ya debían haber llegado a él. Y los hombres aguardaban con anticipada complacencia.
No se trataba de que experimentaran un odio notable contra Hennes. Lo consideraban eficiente, no brutal. Pero no les gustaba, porque era frío y distante, porque carecía de la cualidad de participar en los sucesos de la vida común, como había sido la costumbre de otros encargados anteriores. En Marte, donde no habían distinciones sociales, ésta era una seria desventaja y los hombres la acusaban, sin remedio. Además, el mismo Griswold nunca había gozado de popularidad.
En pocas palabras: había más excitación en ese instante que la que había habido en el huerto de Makian durante los anteriores tres años marcianos, y un año marciano tiene un mes menos que dos años terrestres seguidos.
Cuando David llegó, hubo una acogida favorable y todos le abrieron paso, aunque un grupo pequeño, situado a un lado del grupo mayor le dirigió miradas de abierta hostilidad.
En el interior, las expresiones favorables debían haber sido oídas, porque Makian, Hennes, Benson y algunos otros salieron de la Casa. David se encaminó hacia el pie de la rampa que conducía hasta la puerta y Hennes se adelantó hacia la cabecera de la rampa; allí se detuvo, mirando hacia abajo.
—Señor —dijo David—, vengo dispuesto a explicar el incidente de hoy.
Sin alterarse Hennes repuso:
—Un asalariado valioso del huerto Makian ha muerto hoy como resultado de una pelea contigo. ¿Podrá tu explicación alterar este hecho?
—No, señor, pero Griswold cayó en lucha limpia.
Una voz se elevó entre todos los hombres reunidos.
—Griswold ha querido matar al chico. Ha omitido poner las barras de contrapeso en el auto, por accidente.
La sarcástica palabra final despertó algunas carcajadas entre los presentes.
Hennes palideció. Sus puños se crisparon.
—¿Quién ha dicho eso?
Hubo un silencio breve y luego, desde la primera fila de hombres, se elevó una vocecita afinada de intento:
—Oh, señor maestro, por favor, no he sido yo. —Bigman estaba allí, las manos entrelazadas a la altura del pecho y los ojos modestamente bajos.
Volvieron las risas, ahora convertidas en un rugido.
Hennes sofocó su ira con esfuerzo y preguntó a David:
—¿Denuncias un atentado contra tu vida?
—No, señor —fue la respuesta—. Sólo denuncio una pelea limpia, presenciada por siete horticultores. Un hombre que inicia una pelea limpia ha de salir de ella lo mejor librado que le sea posible. ¿O es que usted quiere imponer reglas nuevas?
Un bramido aprobatorio se elevó de la audiencia. Hennes arrojó una mirada iracunda a David. Luego se dirigió a todos:
—Lamento que vosotros os hayáis visto complicados en hechos que habrá que investigar y cuyos resultados no serán nada buenos. Ahora, regresad a vuestro trabajo, todos, con la seguridad de que vuestra actitud de esta noche no será olvidada. En cuanto a ti, Williams, examinaremos el caso. Esto no termina aquí.
Entró en la Casa Principal, con un portazo, y, tras unos instantes de duda, los demás siguieron su ejemplo.
A la mañana siguiente, muy temprano, David fue llamado a la oficina de Benson. Había sido una larga noche de celebración, que ni pudo evitar ni pudo dejar de lado, y en el mismo momento en que traspuso el umbral del despacho, un descomunal bostezo le impidió dar los buenos días.
—Adelante, Williams —invitó Benson. Estaba vestido con una bata blanca y el aire de la habitación tenía el característico olor animal que sale de las jaulas de ratas y hámsters. Con una sonrisa, prosiguió—: te veo soñoliento. Siéntate.
—Gracias —respondió David—. Estoy muerto de sueño. ¿Me quería usted para algo especial?
—Se trata de lo que yo pueda hacer por ti, Williams. Estás en un buen jaleo, que puede llegar a ser peor aún. Me temo que ignoras la forma en que se llevan estas cosas en Marte. El señor Makian tiene plena autoridad legal para ordenar que te ejecuten si considera que la muerte de Griswold ha sido asesinato.
—¿Sin juicio?
—No, pero Hennes puede aportar doce horticultores que piensen del mismo modo que él.
—Pero tendría problemas con el resto de los horticultores si intentara hacerlo, ¿no es así?
—Así es. Y se lo he reiterado una y otra vez durante esta noche. No pienses que Hennes y yo nos entendamos. Para mí, él es demasiado dictatorial, demasiado seguro de que sus propias ideas son las mejores, como ha ocurrido con su investigación personal de la que te he hablado en otra oportunidad. Y el señor Makian está en todo de acuerdo conmigo; él debe permitir que Hennes asuma toda la tarea de dirigir a los hombres, por supuesto, y así es que ayer no se inmiscuyó en el asunto, pero luego dijo a Hennes que no se estaría sentado viendo cómo por el pillo de Griswold se destruía su huerto, y Hennes le prometió que dejaría la cosa tal como estaba, al menos por un tiempo; aun así, no se le olvidará todo muy de prisa, y como enemigo es uno de los peores que puedes hallar aquí.
—Tendré que correr el riesgo, ¿no es así?
—Lo reduciremos al mínimo. He preguntado a Makian si puedo hacerte trabajar aquí. Me serías muy útil, ¿sabes?, aunque no tengas conocimientos científicos. Podrás ayudar en la alimentación de los animales y la limpieza de las jaulas. Te enseñaré a anestesiarlos y a aplicar inyecciones. No será mucho, pero te podrás mantener fuera del alcance de Hennes y no habrá quebrantamiento de la disciplina aquí dentro, cosa que no se puede permitir ahora, como puedes imaginarte. ¿Estás de acuerdo?
Con la mayor seriedad, David dijo:
—Será un punto en mi contra, socialmente hablando, porque de mí ahora se dice que he llegado a ser un honrado horticultor.
El científico frunció las cejas.
—Oh, Williams, vaya. No te tomes más en serio lo que puedan decir esos tipos. ¡Horticultor! ¡Ja! ¡Es un nombre gracioso para denominar a un obrero de la agricultura y nada más! Eres un tonto si haces caso de esos criterios de subidas y bajadas del estado social. Mira, si trabajas conmigo tal vez puedas ayudarme a esclarecer ese misterio de los envenenamientos; podrás vengar a tu hermana. ¿No has venido a Marte para ello?