El rapto del cisne (62 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: El rapto del cisne
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Para mi sorpresa, la habitación estaba a oscuras. Durante unos instantes, pensé que ella misma habría solucionado el asunto trasladándose a otro cuarto, y entonces vi el brillo tenue de una silueta en un rincón; Mary estaba sentada en el borde de la cama, justo fuera del alcance de la luz procedente del baño. Su pelo era tan oscuro como la habitación y el contorno de su cuerpo desnudo, borroso. Apagué la luz del lavabo con los dedos rígidos y di dos pasos hacia ella antes de pensar en quitarme mi propio albornoz. Lo tiré sobre la silla del escritorio, o donde me pareció que estaba la silla, y llegué hasta Mary con pasos titubeantes. Aun entonces, no me sentí lo bastante confiado para extender mis manos hacia ella, pero noté que Mary se levantaba para ir a mi encuentro, de modo que el calor de su aliento se acercó a mi boca y el calor de su piel entró en contacto conmigo. Comprendí que había sido un témpano, que había sido un témpano de hielo durante años. Como dos pájaros, sus manos se posaron en mis hombros fríos y desnudos. A continuación llenó lentamente todas las demás carencias: mi boca muda, el espacio hueco de mi pecho, mis manos vacías.

Empecé por primera vez a dibujar la anatomía humana en un curso con George Bo, en la Art League School; dediqué una larga temporada a hacer dos veces ese curso y luego otro para aprender a pintar el cuerpo humano, porque me di cuenta de que los retratos que estaba intentando pintar jamás mejorarían, a menos que aprendiera los músculos que había debajo de la cara, el cuello, los brazos y las manos. En clase dibujábamos músculos, sin cesar, pero al final los cubríamos de piel; sobre esas fibras largas y lisas, sobre los músculos que nos permiten andar y agacharnos y estirarnos, dibujábamos piel. Hay muchas cosas del cuerpo que ni siquiera una persona observadora sabe, muchas cosas escondidas en todos nosotros.

Cuando empecé a estudiar anatomía en calidad de artista, años después de haberla estudiado en medicina, me pregunté si esta nueva perspectiva volvería a hacer que viese la carne humana con frialdad. Naturalmente, no fue así. Conocer los músculos que dan lugar al hoyuelo que hay a cada lado de la base de la columna no ha disminuido mi deseo de acariciar dicho hoyuelo, y lo mismo ocurre con el modo en que la propia columna vertebral divide la larga espalda de forma impecable. Sé dibujar los músculos flexores de la cadera que permiten que la cintura se incline hacia un lado y otro, si bien en la mayoría de mis retratos no los necesito, porque me gusta mostrar a mis sujetos del esternón hacia arriba para concentrarme en los hombros y el rostro. Pero también conozco bien ese hueso, y los músculos que salen de él, y la clavícula con su ligera ondulación y forma de gancho, y la carne suave que hay entre ellos. Cuando lo necesito, puedo dibujar correctamente los músculos tensos del muslo que sostiene el tronco, el largo tramo desde la rodilla hasta el glúteo, el abultamiento firme hacia el interior de la pierna. Los pintores muestran los músculos a través de la piel, a través de la ropa, pero también pintan algo más, algo escurridizo e inmutable a la vez: la emoción del cuerpo, su calor y realidad pulsátil, su vida. Y, por extensión, sus movimientos, sus suaves sonidos, la corriente de emociones que surgen y nos inundan cuando nos aman lo suficiente como para olvidarnos de nosotros mismos.

Rayando el alba, Mary apoyó la cabeza en mi cuello y se durmió; y yo, acunando todo su ser con mis brazos anteriormente vacíos, también me dormí enseguida, con mi mejilla contra su pelo.

88

1879

Aquella noche, a la luz de la vela de su habitación, ella contempla un libro hasta tarde, sin ver, sin comprender. Cuando el reloj de abajo da la medianoche, se cepilla el pelo y cuelga la ropa en las perchas del armario. Se pone su camisón de recambio (el mejor, con sus diminutos volantes fruncidos en el cuello y las muñecas, y sus millones de pliegues cubriéndole los senos) y se anuda encima la bata. Se lava cara y manos en la palangana, se pone sus silenciosas zapatillas bordadas en oro, coge su llave y apaga la vela. Se arrodilla junto a la cama y reza una breve oración en conmemoración de la gracia que perderá, pidiendo perdón por adelantado. Perversamente, es a Zeus a quien ve cuando cierra los ojos.

Su puerta no rechina. Cuando intenta abrir la de Olivier al final del pasillo, descubre que no está cerrada por dentro, lo que le da seguridad y acelera los latidos de su corazón; al entrar, la cierra con sumo sigilo y echa el pestillo. Él también ha estado leyendo, en la silla junto a la ventana vestida con cortinas, con una vela sobre el escritorio. Su rostro es vetusto, su aspecto fugazmente cadavérico bajo la austera luz, y ella reprime el impulso de regresar a su habitación. Entonces la mirada de Olivier encuentra la suya, y es serena y suave. Lleva puesta una bata de color escarlata que ella no ha visto nunca. Cierra su libro, apaga la vela y se levanta para abrir un poco las cortinas; ella entiende que ahora podrán verse el uno al otro al menos vagamente con la luz de las farolas de gas que se cuela desde la calle, sin ser observados desde el exterior. Ella no se ha movido. Él se acerca a ella y le pone con suavidad las manos en los hombros. Busca su mirada en la penumbra.

—Amor mío —susurra Olivier. Luego susurra su nombre.

La besa en la boca, empezando por una de las comisuras. Se abre un paisaje ante ella que resquebraja su miedo y su inseguridad, un camino soleado de algún lugar que él debe de haber recorrido años antes de que ella lo conociera, posiblemente años antes de que ella naciese, un camino bajo sicómoros que se pierde en el horizonte. Él besa sus labios, milímetro a milímetro. Ella le pone a su vez las manos sobre los hombros, y bajo la seda sus huesos son nudosos, como el mecanismo de un reloj bien fabricado o una rama de un árbol majestuoso. Olivier bebe de su boca, saborea la juventud que hay en ésta, vierte en la cavidad de su interior las cosas que el amor le ha enseñado décadas antes de este momento, tirando una diminuta piedra en el pozo.

Cuando ella está jadeando, él se yergue, le desabrocha el camisón empezando por la perla de más arriba y mete su mano ahuecada y tierna, retirándolo con suavidad sobre sus hombros y dejando que se deslice por su cuerpo hasta el suelo. Por unos instantes, ella teme que esto sea simplemente otra clase de anatomía para él, hombre de mundo, titán del pincel, amigo de modelos. Pero entonces le acaricia la boca con una mano y desciende la otra lentamente, y ella repara en el brillo, en el rastro que el agua salada ha dejado en su rostro. Él es quien está mudando de piel, no ella; él es a quien ella consolará en sus brazos casi hasta el amanecer.

89

Marlow

Caillet vivía en una casa con vistas a la bahía de Acapulco, en una calle de villas adosadas que quedaba por encima del alcance del agua. Era un barrio de elegantes casas de adobe apiñadas entre adelfas, y de paredes de estuco adornadas con buganvillas. Abrió la puerta un hombre con bigote y chaqueta blanca de camarero. Cruzada la puerta del jardín de Caillet, otro hombre, éste con camisa y pantalones marrones, regaba con esmero la hierba y un naranjo. Había pájaros en las ramas y rosas que trepaban por los postigos de la casa. Mary, de pie a mi lado vestida con su falda larga y blusa clara, estaba mirando a su alrededor (el colorido, seguro) alerta como un gato, su mano descaradamente en la mía. Yo había telefoneado a Caillet esa mañana para cerciorarme de que contaba con mi visita, y añadí que esperaba que no le importase que fuera con una amiga pintora, a lo que él accedió con gravedad. Por teléfono, su voz era afable y profunda, con un acento que me pareció francés.

Ahora se abrió la puerta que había entre las flores y salió un hombre a recibirnos; el propio Caillet, pensé al instante. No era alto, pero su porte inconfundible. Llevaba puesta una chaqueta nehru negra encima de una camisa azul oscura y sostenía un puro encendido en una mano, de tal modo que el humo ascendía por el umbral de la puerta envolviéndolo. Tenía el pelo blanco e hirsuto, la piel del color del ladrillo, como si con el paso de los años el sol mexicano le hubiese dado un aspecto de misteriosa dureza. De cerca, su sonrisa era auténtica, su mirada oscura se desvaneció. Nos dimos la mano.

—Buenos días —saludó con la misma voz de barítono, y besó la mano de Mary, pero prosaicamente. Acto seguido sostuvo la puerta abierta para dejarnos entrar.

El interior de la casa era muy fresco; había aire acondicionado y las paredes eran gruesas. Caillet nos condujo desde el recibidor de techo bajo por puertas pintadas de vivos colores hasta una espaciosa sala con columnas. Allí me puse a mirar con estupefacción los cuadros de las paredes, cuya calidad saltaba a la vista. El mobiliario era moderno y sobrio, accidental, pero esos cuadros estaban colgados en filas de cuatro o cinco desde la altura de la cintura hasta el techo, un caleidoscopio. Abarcaban un amplio abanico de estilos y épocas, desde unos cuantos lienzos que parecían daneses o flamencos del siglo XVII hasta formas abstractas y un inquietante retrato que yo estaba convencido de que era de Alice Neel. Pero el tema dominante era el Impresionismo: prados soleados, jardines, álamos, agua. Era como si hubiésemos cruzado el umbral que separaba a México de Francia y accedido a un universo diferente. Naturalmente, algunos de los cuadros que nos rodeaban podrían haber sido de la Inglaterra o California del siglo XIX, pero a simple vista tuve la sensación de que estábamos ante el patrimonio cultural de Caillet, lugares que quizás él mismo hubiese conocido y por los que hubiese paseado; tal vez ésa fuera la razón por la que había coleccionado aquellas imágenes.

Percibí que Mary se movía. Se había girado y estaba delante de un enorme lienzo colgado junto a la puerta por la que habíamos entrado. Mostraba un paisaje invernal, nieve, arbustos dorados bajo su peso cremoso, la orilla de un río, la superficie de éste helada con una pátina plateada y grietas de agua de color aceituna claro; unas pinceladas y capas de pintura que me resultaban familiares, un blanco que no era blanco, dorado, lavanda, el nombre y la fecha en gruesas letras y números negros en la esquina inferior derecha. Un Monet.

Busqué con la mirada a Caillet, que estaba tranquilamente de pie junto a su sofá minimalista al tiempo que (cosa sorprendente) el humo de su puro se desplazaba a la deriva entre todos estos tesoros.

—Sí —dijo, aunque yo no había preguntado nada—. Lo compré en París en 1954. —Su acento era áspero, la voz subyacente sonora y suave—. Costó muy caro, incluso entonces. Pero no me he arrepentido siquiera un solo instante. —Nos indicó con un ademán que nos sentáramos junto a él sobre la tapicería de lino gris claro. En el centro había una mesa de cristal con cierta planta espinosa en flor y un libro de arte:
Antoine et Pedro Caillet: une rétrospective double
. La cubierta satinada mostraba dos cuadros verticales, radicalmente distintos entre sí en la forma y el color, pero reproducidos uno al lado del otro en un díptico forzado; reconocí en ellos los estilos de algunos de los cuadros abstractos de la sala. Anhelé coger el libro y hojearlo, pero no quise parecer arrogante, y ahora el hombre de la chaqueta blanca estaba trayendo una bandeja repleta de vasos y jarras, hielo, limas, zumo de naranja, una botella de agua carbonatada y un ramillete de flores blancas.

El propio Caillet nos preparó los refrescos. Había empezado a parecerme casi tan callado como Robert Oliver, pero obsequió a Mary con el ramillete de flores.

—Para que las pinte, joven. —Pensé que eso haría saltar a Mary, que es lo que le habría pasado, si yo le hubiese dicho algo semejante. Por el contrario, sonrió y acarició las flores en su regazo enfundado en negro. Caillet tiró la ceniza del puro golpeteándolo en un cuenco de cristal que había encima de la mesa. Aguardó mientras su empleado cerraba las persianas de un lado de la sala, dejando a oscuras la mitad de los cuadros. Por fin, se volvió a nosotros y habló.

—Querían ustedes información sobre Béatrice de Clerval. Sí, yo tuve algunas de sus primeras obras y, como quizás hayan leído, sólo pintó en su juventud. Se cree que dejó de pintar a los veintiocho años. Ya saben que Monet pintó hasta los ochenta y seis y Renoir hasta que tuvo setenta y nueve años. Picasso, naturalmente, trabajó hasta que falleció a los noventa y uno. —Señaló a sus espaldas una serie de cuatro corridas de toros—. La mayoría de los artistas no deja de pintar. De modo que, como ven, el caso de Clerval fue extraño, claro que entonces las mujeres no encontraban tanto apoyo. Ella tenía muchísimo talento. Podría haber sido una de las grandes. Era tan sólo un poco más joven que los primeros impresionistas; once años menor que Monet, por ejemplo. Figúrense… —Presionó la colilla de su puro contra el cuenco de cristal. Sus uñas parecían arregladas; jamás había visto una mano tan perfecta en un anciano, y menos aún en un pintor—. Habría sido una artista importante, como Morisot y Cassatt, de no haberse puesto trabas a sí misma. —Se volvió a reclinar.

—Ha dicho que tuvo algunas de sus obras. ¿Ya no las tiene? —No pude evitar echar un vistazo alrededor de la cavernosa sala. Mary también la estaba escudriñando.

—¡Oh, tengo algunas! Vendí la mayor parte en 1936 y 1937 para pagar mis deudas. —Caillet se arregló el pelo de la coronilla. No parecía lamentar esta decisión en absoluto—. Le compré sus cuadros a Henri Robinson… que aún vive, por cierto. En París. No hemos mantenido el contacto, pero hace muy poco vi su nombre en el artículo de una revista. Sigue escribiendo sobre literatura, muebles y filosofía. Filosofía y curiosidades. —De haber sido la clase de hombre que resopla, habría resoplado.

—¿Quién es Henri Robinson? —pregunté.

Caillet me miró fijamente unos segundos, a continuación bajó la mirada hacia el cactus de Navidad, o lo que fuese, que había entre nosotros.

—Es un magnífico crítico y coleccionista de arte, y fue amante de Aude de Clerval hasta que ésta murió. Aude era la hija de Béatrice. Le dejó a Henri el que seguramente fue el mejor cuadro de Béatrice, El rapto del cisne.

Yo asentí, esperando que continuara, aunque en el material que había consultado hasta ahora no había visto mención alguna de esta obra. Pero Caillet parecía haber vuelto a caer en un profundo silencio. Al cabo de un momento, empezó a rebuscar en el bolsillo interno de su chaqueta y por fin extrajo otro puro, éste pequeño y delgado, como un hijo del primero. Una búsqueda más exhaustiva tuvo como resultado un encendedor de plata, y sus viejas manos maravillosamente arregladas pasaron por el ritual completo de encendido ahuecando la mano. Le dio una calada y el humo se alejó de él formando volutas.

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