A ochocientos metros del valle en que se erguía Tarzán, una veintena de figuras cubiertas de blanca chilaba, armadas con largas espingardas de siniestro aspecto, detuvieron su marcha e intercambiaron entre sí miradas interrogadoras. Pero en vista de que el grito no se repetía, reanudaron su subrepticia marcha silenciosa en dirección al valle.
Tarzán casi estaba absolutamente seguro de que Gernois no albergaba la menor intención de regresar a buscarle, pero no conseguía imaginar el objetivo que pudiera perseguir el teniente dejándole abandonado allí, ya que eso no le impedía a Tarzán volver al campamento. Huido su corcel, el hombre-mono llegó a la conclusión de que sería una bobada permanecer en las montañas, así que echó a andar hacia el desierto.
No había hecho más que entrar en los confines del desfiladero cuando la primera de las figuras vestidas de blanco irrumpió en el valle por el extremo opuesto. Los miembros del grupo dedicaron unos instantes al examen de la depresión del terreno, protegidos por unos peñascos que los ocultaban a la vista. Cuando se convencieron de que no había nadie se decidieron a bajar. Detrás de un árbol, a un lado, tropezaron con el cadáver del
adrea
. Entre exclamaciones a media voz, se arremolinaron en torno al león muerto. Al cabo de un momento, reanudaron su apresurada marcha por la cañada que también estaba atravesando Tarzán a escasa distancia por delante de ellos. Los árabes avanzaban cautelosa y silenciosamente, al abrigo de todos los peñascos tras los que pudieran ocultarse, como hacen los hombres que andan al acecho de un hombre.
Mientras caminaba por el agreste desfiladero bajo la brillante luna africana, la llamada de la jungla resonó cautivadora en el alma de Tarzán. Las soledades, así como la libertad en plena naturaleza salvaje inundaron su corazón de vida y euforia. Volvía a ser Tarzán de los Monos —con los cinco sentidos alertados frente a la posibilidad de cualquier sorpresa por parte de algún enemigo de la jungla— y avanzaba con paso ágil, alta la cabeza, orgulloso y consciente de su poder.
Los ruidos nocturnos de las montañas eran nuevos para él, pese a lo cual entraban en sus oídos como si fuesen producto de la cariñosa voz de un amor semiolvidado. Muchos de ellos los percibía intuitivamente… ah, había uno que le resultaba familiar de veras: el carraspeo distante de
Sheeta
, el leopardo; no obstante, la extraña nota que remataba el gemido final sembró la duda en él. Sí, lo que oía era una pantera.
Captó en aquel momento un nuevo sonido —un rumor suave y sigiloso— que se impuso por encima de los demás. Ningún oído humano, salvo el del hombre-mono, hubiese podido detectarlo. Al principio no le fue posible determinar su naturaleza, pero comprendió por último que lo originaban los pies descalzos de cierto número de hombres. Se encontraban a su espalda e iban acercándosele poco a poco, sosegadamente. Le perseguían, le acechaban.
Cruzó por su cerebro el centelleo de un descubrimiento súbito: acababa de comprender el motivo por el que Gernois le había dejado en aquel pequeño valle. Aunque sin duda el plan tropezó con algún inconveniente…, los hombres llegaban demasiado tarde. Los pasos fueron aproximándose inflexiblemente. Con el rifle en la mano, a punto, Tarzán se detuvo y se colocó de cara a los que llegaban. Captó el movimiento fugaz de una chilaba blanca. Dio el alto en francés y preguntó qué querían de él. La respuesta fue el fogonazo de una espingarda y, tras la detonación, Tarzán de los Monos cayó de bruces contra el suelo.
Los árabes no se precipitaron sobre él de inmediato, sino que, precavidos, aguardaron hasta comprobar que su víctima no se incorporaba. Una vez tuvieron tal certeza, abandonaron su escondite y corrieron hacia el hombre mono. Se inclinaron sobre él. Todo indicaba que no había muerto. Uno de los árabes apoyó la boca del cañón en la nuca de Tarzán, dispuesto a darle el tiro de gracia, pero otro lo apartó.
—Si lo llevamos vivo la recompensa será más alta —explicó.
De modo que lo ataron de pies y manos y cuatro miembros de la partida se lo cargaron sobre los hombros. Reanudaron la marcha hacia el desierto. Cuando dejaron atrás las montañas se desviaron en dirección sur y al amanecer llegaron al punto donde habían dejado los caballos al cargo de un par de compañeros.
A partir de entonces, avanzaron más aprisa. Tarzán había recuperado el conocimiento. Iba atado sobre el lomo de una cabalgadura de repuesto, que evidentemente los árabes llevaron a tal fin. La herida del hombre mono sólo era un rasguño, un surco que la bala había trazado en la carne, junto a la sien. Se había cortado la hemorragia, pero la sangre seca formaba manchas rojas en el rostro y la ropa de Tarzán. Desde que cayera en manos de aquellos árabes no había despegado los labios, como tampoco ellos le dirigieron la palabra, salvo para darle algunas breves órdenes cuando llegaron al lugar donde aguardaban las monturas.
Durante seis horas cabalgaron a ritmo acelerado por aquel ardiente desierto, rodeando siempre los oasis próximos a la ruta por la que marchaban. Hacia el mediodía llegaron a un aduar constituido por unas veinte tiendas. Se detuvieron en él y cuando uno de los árabes desataba las cuerdas de esparto que ligaban a Tarzán a su montura, una nutrida caterva de hombres, mujeres y niños les rodeó. La mayor parte de la tribu, y de manera especial las mujeres, parecían disfrutar enormemente descargando insultos sobre el prisionero y no faltó quien le arrojara piedras y le aporreara con estacas. Hasta que apareció un anciano jeque que ahuyentó a la turba.
Alí ben Ahmed me ha dicho —manifestó el jequeque este hombre estaba solo en las montañas y que mató un
adrea
. No me interesa en absoluto la cuestión que contra él pueda tener el extranjero que nos contrató para que le siguiéramos y nos apoderásemos de él, y tampoco sé ni me importa lo que le pueda hacer a este hombre cuando se lo entreguemos. Pero el prisionero es un valiente y, mientras esté en nuestro poder se le tratará con el respeto que merece quien sale de noche y solo a cazar al
señor de la gran cabeza
… y lo mata.
Tarzán conocía la reverencia que a los árabes les inspira toda persona que mata a un león, por lo que no pudo por menos que agradecer aquel factor favorable que le libraría de las torturas a que pudiera someterle aquella tribu. No tardaron en llevarlo al interior de una tienda de pieles de cabra situada en la parte superior del aduar. Allí le dieron de comer y luego, bien atado, lo dejaron solo en la tienda, tendido encima de una alfombra tejida por la propia tribu.
Observó que un centinela montaba guardia sentado a la entrada de la frágil cárcel, pero cuando forcejeó con las gruesas ligaduras que le inmovilizaban comprendió que aquella precaución adicional por parte de sus captores era innecesaria; ni siquiera sus colosales músculos podían romper aquel entrelazado de fuertes cuerdas de esparto.
Poco antes del crepúsculo varios hombres se acercaron y entraron en la tienda donde yacía Tarzán. Todos vestían al estilo árabe, pero uno de ellos se adelantó hasta llegar junto al hombre mono, dejó caer los pliegues de la tela que ocultaban la mitad inferior de su rostro y Tarzán pudo contemplar las perversas facciones de Nicolás Rokoff. Los barbados labios se curvaron en una sonrisa nauseabunda.
—¡Ah, monsieur Tarzán! —saludó—. Esto sí que es un verdadero placer. ¿Por qué no se levanta y saluda a su visitante? —Luego, tras un obsceno taco, profirió—: ¡Levántate, perro! —Echó hacia atrás la pierna, calzada con sólida bota, y propinó a Tarzán un tremendo puntapié en el costado—. ¡Y ahí va otro, y otro, y otro! —continuó, mientras la bota se estrellaba en la cara y en el costado del hombre mono—. Una patada por cada vez que me agraviaste.
Tarzán no dijo nada. Ni siquiera se dignó volver a mirar al ruso, tras la primera ojeada de reconocimiento. Al final intervino el jeque, hasta entonces testigo mudo de la escena, que no pudo seguir aguantando más aquel cobarde ensañamiento y ordenó, fruncido el ceño con disgusto:
—¡Basta! Mátele si quiere, pero no voy a tolerar que en mi presencia se someta a un valiente a semejantes ultrajes. Me siento medio inclinado a entregárselo libre de ligaduras, a ver cuánto tiempo seguiría dándole puntapiés.
La amenaza puso fin automáticamente a la brutalidad de Rokoff, puesto que lo último que deseaba en el mundo era que desatasen a Tarzán mientras él se encontrara al alcance de sus poderosas manos.
—Muy bien —replicó al árabe—. Ahora mismo lo mato.
—No será dentro de los limites de mi aduar —declaró el jeque—. De aquí tiene que salir vivo. Lo que haga con él en el desierto no me concierne, pero la sangre de un francés no va a manchar las manos de mi tribu a causa de la rencilla de otro francés… Mandarían soldados aquí, que matarían a muchos de los míos, incendiarían nuestras tiendas y ahuyentarían nuestros rebaños.
—Si lo quiere así… —rezongó Rokoff—. Me lo llevaré al desierto que se extiende por debajo del aduar, y allí lo despacharé.
—Lo llevará por lo menos a una jornada de distancia de mis tierras —decretó el jeque en tono firme— y algunos de mis jóvenes le seguirán para cerciorarse de que no me desobedece… Si no cumple lo que le digo, serán dos los franceses que mueran en el desierto.
Rokoff se encogió de hombros.
—En ese caso, tendré que esperar hasta mañana… ya ha oscurecido.
—Como quiera —repuso el jeque—. Pero le doy una hora de plazo, a partir del alba, para que desaparezca de mi aduar. Los infieles me gustan muy poco, pero los cobardes no me gustan nada.
Rokoff hubiera replicado algo que al jeque aún le habría gustado menos que nada, pero se contuvo. Se dio cuenta a tiempo de que el anciano no necesitaría más que la más insignificante de las excusas para revolverse contra él. Salieron juntos de la tienda. En la entrada, Rokoff no pudo resistir la tentación de lanzar a Tarzán un último sarcasmo provocativo antes de retirarse.
—Que tenga dulces sueños, monsieur —deseó, burlón—, y no se olvide de rezar sus oraciones, porque cuando muera mañana, lo hará entre torturas tan angustiosas que en vez de oraciones sólo proferirá blasfemias.
Desde el mediodía, nadie se había preocupado de llevarle a Tarzán alimento o bebida y, en consecuencia, tenía una sed espantosa. Se preguntó si merecería la pena pedirle agua al árabe que montaba guardia afuera, pero tras dirigirle la palabra en dos o tres ocasiones sin obtener respuesta llegó a la conclusión de que era inútil.
Sonó el rugido de un león en las alturas de la montaña, muy lejos. Cuánto más seguro se estaba, pensó Tarzán, en el territorio de las fieras salvajes que en el de los hombres. En ningún momento, durante su existencia en la selva virgen se había visto perseguido y acosado tan implacablemente como en el curso de los últimos meses vividos entre los hombres. Jamás se había visto tan cerca de la muerte.
El león volvió a rugir. Tarzán experimentó el repentino impulso de responder con el grito de desafío de los de su tribu. ¿Su tribu? Casi había olvidado que era un hombre y no un simio. Dio un tirón a las ligaduras. Santo Dios, si pudiese acercárselas a los dientes. Un salvaje ramalazo de locura recorrió su ánimo cuando sus esfuerzos por recobrar la libertad concluyeron en lamentable fracaso.
Numa rugía ahora de manera continua. Era a todas luces evidente que descendía al desierto en busca de caza. Aquel era el rugido de un león hambriento. Tarzán le envidió, porque estaba libre. Nadie iba a atarle con ligaduras de esparto ni a sacrificarle como a un borrego. Aquello era lo que mortificaba a Tarzán. No le asustaba morir, no, lo que temía era la humillación de aquella derrota previa a la muerte, sin contar siquiera con la oportunidad de combatir en defensa de la vida.
Pensó que la medianoche debía de estar al caer. Aún le quedaban varias horas antes de que se cumpliera su sentencia. Era posible que aún encontrase algún modo de llevarse a Rokoff consigo en el largo viaje al otro mundo. Oyó al salvaje señor del desierto, que por entonces se encontraba ya muy cerca. Seguramente buscaría su pitanza entre las reses que albergaba el corral del aduar.
Reinó el silencio durante un buen rato, al cabo del cual el fino oído de Tarzán captó el rumor de un cuerpo que se movía furtivamente. Llegaba del lado de la tienda que daba a la montaña…, por la parte de atrás. Aguardó, escuchó con toda su atención, para comprobar si pasaba de largo. El silencio se prolongó en el exterior de la tienda, un silencio tan terriblemente profundo que Tarzán se sorprendió de no oír la respiración del animal que, estaba seguro, debía de encontrarse agazapado muy cerca de la piel de cabra del fondo de la tienda.
¡Vaya! Ahora empezaba a moverse de nuevo. Se fue acercando como si se deslizara por el suelo. Tarzán volvió la cabeza en dirección a aquel sonido. Dentro de la tienda, todo era oscuridad. Poco a poco, la parte de atrás de la tienda fue separándose del suelo; la levantaban la cabeza y los hombros de un cuerpo que parecía pura tiniebla perfilada en la penumbra del segundo plano. Vislumbró más allá el desierto tenuemente iluminado por el resplandor de las estrellas.
Una sonrisa lúgubre jugueteó en los labios de Tarzán. Al menos, Rokoff se quedaría con un palmo de narices. ¡Se volvería loco de furia! Y, para Tarzán, aquella muerte sería mucho más misericordiosa que la que podía esperar a manos del ruso.
La piel de cabra del fondo de la tienda volvió a caer en su sitio y la oscuridad volvió a espesarse. Fuera aquello lo que fuese ya estaba dentro de la tienda, con él. Sintió que se arrastraba hasta situarse a su lado. Cerró los ojos, a la espera de la potente zarpa que iba a destrozarlo. Pero lo que cayó sobre su semblante, vuelto hacia arriba, fue el toque de una mano suave que tanteaba en la oscuridad. Luego oyó el susurro casi inaudible de una voz femenina que pronunciaba su nombre.
—Sí, ese soy yo —murmuró Tarzán su respuesta—. Pero, en nombre del cielo, ¿quién es usted?
—La
Ouled-Nail
de Sidi Aisa —fue la contestación.
Al tiempo que le hablaba, el hombre mono notó que procedía a soltarle. En una o dos ocasiones notó el frío acero de un cuchillo que le rozaba la piel. Al cabo de unos instantes se vio libre.
—¡Vamos! —bisbiseó la muchacha.
Salió a gatas de la tienda, en pos de la joven, por el mismo sitio por donde ella había entrado. La muchacha continuó arrastrándose por el liso suelo hasta llegar a unos matorrales. Se detuvo allí, a la espera de que Tarzán llegase junto a ella. El hombremono la contempló durante unos segundos, antes de decidirse a hablar.