Todos sabían que la iguana verde, la mariposa nocturna, el perro desconocido, el alcatraz inverosímil, no eran sino simples disfraces. Dotado del poder de transformarse en animal de pezuña, en ave, pez o insecto, Mackandal visitaba continuamente las haciendas de la Llanura para vigilar a sus fieles y saber si todavía confiaban en su regreso. De metamorfosis en metamorfosis, el manco estaba en todas partes, habiendo recobrado su integridad corpórea al vestir trajes de animales. Con alas un día, con agallas al otro, galopando o reptando, se había adueñado del curso de los ríos subterráneos, de las cavernas de la costa, de las copas de los árboles, y reinaba ya sobre la isla entera. Ahora, sus poderes eran ilimitados. Lo mismo podía cubrir una yegua que descansar en el frescor de un aljibe, posarse en las ramas ligeras de un aromo o colarse por el ojo de una cerradura. Los perros no le ladraban; mudaba de sombra según le conviniera. Por obra suya, una negra parió un niño con cara de jabalí. De noche solía aparecerse en los caminos bajo el pelo de un chivo negro con ascuas en los cuernos. Un día daría la señal del gran levantamiento, y los Señores de Allá, encabezados por Damballah, por el Amo de los Caminos y por Ogun de los Hierros, traerían el rayo y el trueno, para desencadenar el ciclón que completaría la obra de los hombres. En esa gran hora —decía Ti Noel— la sangre de los blancos correría hasta los arroyos, donde los Loas, ebrios de júbilo, la beberían de bruces, hasta llenarse los pulmones.
Cuatro años duró la ansiosa espera, sin que los oídos bien abiertos desesperaran de escuchar, en cualquier momento, la voz de los grandes caracoles que debían de sonar en la montaña para anunciar a todos que Mackandal había cerrado el ciclo de sus metamorfosis, volviendo a asentarse, nervudo y duro, con testículos como piedras, sobre sus piernas de hombre.
Después de haber reinstalado en su habitación, por un cierto tiempo, a Marinette la lavandera, Monsieur Lenormand de Mezy, alcahueteado por el párroco de Limonada, se había vuelto a casar con una viuda rica, coja y devota. Por ello, cuando soplaron los primeros nortes de aquel diciembre, los domésticos de la casa, dirigidos por el bastón del ama, comenzaron a disponer santones provenzales en torno a una gruta de estraza, aun oliente a cola tibia, destinada a iluminarse, en Navidad, bajo el alar de un soportal. Toussaint, el ebanista, había tallado unos reyes magos, en madera, demasiado grandes para el conjunto, que nunca acababan de colocarse, sobre todo a causa de las terribles córneas blancas de Baltasar —particularmente realzado a pincel—, que parecían emerger de la noche del ébano con tremebundas acusaciones de ahogado. Ti Noel y demás esclavos de la dotación asistían a los progresos del Nacimiento, recordando que se aproximaban los días de aguinaldos y misas de gallo, y que las visitas y los convites de los amos hacían que se relajara un tanto la disciplina, hasta el punto de que no fuese difícil conseguir una oreja de cochino en las cocinas, llevarse una bocanada de vino de la canilla de un tonel o colarse de noche en el barracón de las mujeres angolas, recién compradas que el amo iba a acoplar, bajo cristiano sacramento, después de las fiestas. Pero esta vez Ti Noel sabía que no estaría presente cuando se encendieran las velas y brillaran oros de la gruta. Pensaba estar lejos esa noche largándose a la calenda organizada por los de la hacienda Dufrené, autorizados festejar con un tazón de aguardiente español por cabeza el nacimiento de un primer varón en la casa del amo.
Roulé, roulé, Congoa roulé!
Roulé, roulé, Congoa roulé!
A fort ti fille ya dansé congo ya-ya-ró!
Hacía más de dos horas que los parches tronaban a la luz de las antorchas y que las mujeres repetían en compás de hombros su continuo gesto de lava-lava, cuando un estremecimiento hizo temblar por un instante la voz de los cantadores. Detrás del Tambor Madre se había erguido la humana persona de Mackandal. El mandinga Mackandal. Mackandal Hombre. El Manco. El Restituido. El Acontecido. Nadie lo saludó, pero su mirada se encontró con la de todos. Y los tazones de aguardiente comenzaron a correr, de mano en mano, hacia su única mano que debía traer larga sed. Ti Noel lo veía por vez primera al cabo de sus metamorfosis. Algo parecía quedarle de sus residencias en misteriosas moradas; algo de sus sucesivas vestiduras de escamas, de cerda o de vellón. Su barba se aguzaba con felino alargamiento, y sus ojos debían haber subido un poco hacia las sienes, como los de ciertas aves de cuya apariencia se hubiera vestido. Las mujeres pasaban y volvían a pasar delante de él, contorneando el cuerpo al ritmo del baile. Pero había tantas interrogaciones en el ambiente que, de pronto, sin previo acuerdo, todas las voces se unieron en un yanvalú solemnemente aullado sobre la percusión. Al cabo de una espera de cuatro años, el canto se hacía cuadro de infinitas miserias:
Yenvalo moin Papa!
Moin pas mangé q’m bambó
Yenvalou, Papá, yanvalou moin!
Ou vlai moin lavé chaudier;
Yenvalo moin?
¿Tendré que seguir lavando las calderas? ¿Tendré que seguir comiendo bambúes? Como salidas de las entrañas, las interrogaciones se apretaban, cobrando, en coro, el desgarrado gemir de los pueblos llevados al exilio para construir mausoleos, torres o interminables murallas. ¡Oh, padre, mi padre, cuán largo es el camino! ¡Oh, padre, mi padre cuán largo es el penar! De tanto lamentarse, Ti Noel había olvidado que los blancos también tenían oídos. Por eso, en el patio de la vivienda Dufrené se procedía en ese mismo momento a guarnecer de fulminantes todos los mosquetes, trabucos y pistolas que habían sido descolgados de las panoplias del salón. Y, por lo que pudiera pasar, se hizo una reserva de cuchillos, estoques y cachiporras, que quedarían al cuidado de las mujeres, ya entregadas a sus rezos y rogativas por la captura del mandinga.
Un lunes de enero, poco antes del alba, las dotaciones de la Llanura del Norte comenzaron a entrar en la Ciudad del Cabo. Conducidos por sus amos y mayorales a caballo, escoltados por guardias con armamento de campaña, los esclavos iban ennegreciendo lentamente la Plaza Mayor, donde las cajas militares redoblaban con solemne compás. Varios soldados amontonaban laces de leña al pie de un poste de quebracho mientras otros atizaban la lumbre de un brasero. En el atrio de la Parroquial Mayor, junto al gobernador, a los jueces y funcionarios del rey, se hallaban las autoridades capitulares, instaladas en altos butacones encarnados, a la sombra de un toldo funeral tendido sobre pértigas y tornapuntas. Con alegre alboroto de flores en un alféizar, movíanse ligeras sombrillas en los balcones. Como de palco a palco de un vasto teatro conversaban a gritos las damas de abanicos y mitones, con las voces deliciosamente alteradas por la emoción. Aquellos cuyas ventanas daban sobre la plaza, habían hecho preparar refrescos de limón y de horchata para sus invitados. Abajo, cada vez más apretados y sudorosos, los negros esperaban un espectáculo que había sido organizado para ellos; una función de gala para negros, a cuya pompa se habían sacrificado todos los créditos necesarios. Porque esta vez la letra entraría con fuego y no con sangre, y ciertas luminarias, encendidas para ser recordadas, resultaban sumamente dispendiosas.
De pronto, todos los abanicos se cerraron a un tiempo. Hubo un gran silencio detrás de las cajas militares. Con la cintura ceñida por un calzón rayado, cubierto de cuerdas y de nudos, lustroso de lastimaduras frescas, Mackandal avanzaba hacia el centro de la plaza. Los amos interrogaron las caras de sus esclavos con la mirada. Pero los negros mostraban una despechante indiferencia. ¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis, Mackandal se había adentrado muchas veces en el mundo arcano de los insectos, desquitándose de la falta de un brazo humano con la posesión de varias patas, de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca, ciempié, falena, comején, tarántula, vaquita de San Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes. En el momento decisivo, las ataduras del mandinga, privadas de un cuerpo que atar, dibujarían por un segundo el contorno de un hombre de aire, antes de resbalar a lo largo del poste. Y Mackandal, transformado en mosquito zumbón, iría a posarse en el mismo tricornio del jefe de las tropas, para gozar del desconcierto de los blancos. Eso era lo que ignoraban los amos; por ello habían despilfarrado tanto dinero en organizar aquel espectáculo inútil, que revelaba su total impotencia para luchar contra el hombre ungido por los grandes Loas. Mackandal estaba ya adosado al poste de torturas. El verdugo había agarrado un rescoldo con las tenazas. Repitiendo un gesto estudiado la víspera frente al espejo, el gobernador desenvainó su espada de corte y dio orden de que se cumpliera la sentencia. El fuego comenzó a subir hacia el manco, sollamándole las piernas. En ese momento Mackandal agitó su muñón que no habían podido atar, en un gesto combinatorio que no por menguado era menos terrible, aullando conjuros desconocidos y echando violentamente el torso hacia adelante. Sus ataduras cayeron, y el cuerpo del negro se espigó en el aire, volando por sobre las cabezas, antes de hundirse en las ondas negras de la masa de esclavos. Un solo grito llenó la plaza.
—
Mackandal sauvé!
Y fue la confusión y el estruendo. Los guardias se lanzaron, a culatazos, sobre la negrada aullante, que ya no parecía caber entre las casas y trepaba hacia los balcones. Y a tanto llegó el estrépito y la grita y la turbamulta, que muy pocos vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era metido de cabeza en el fuego, y que una llama crecida por el pelo encendido ahogaba su último grito. Cuando las dotaciones se aplacaron, la hoguera ardía normalmente, como cualquiera hoguera de buena leña, y la brisa venida del mar levantaba un buen humo hacia los balcones donde más de una señora desmayada volvía en sí. Ya no había nada que ver.
Aquella tarde los esclavos regresaron a sus haciendas riendo por todo el camino. Mackandal había cumplido su promesa, permaneciendo en el reino de este mundo. Una vez más eran birlados los blancos por los Altos Poderes de la Otra Orilla. Y mientras Monsieur Lenormand de Mezy, de gorro de dormir, comentaba con su beata esposa la insensibilidad de los negros ante el suplicio de un semejante —sacando de ello ciertas consideraciones filosóficas sobre la desigualdad de las razas humanas, que se proponía desarrollar en un discurso colmado de citas latinas— Ti Noel embarazó de jimaguas a una de las fámulas de cocina, trabándola, por tres veces, dentro de uno de los pesebres de la caballeriza.
«… je lui dis qu’elle serait reine là-bas; qu’elle irait en palanquin; q’une esclave serait attentive au moindre de sus mouvements pour executer sa volonté; qu’elle se promenerait sous les orangers en fleur; que les serpents ne devraient lui faire aucune peur, attendu, qu’il n’y en avait pas dans les Antilles; que les sauvages n’étaient plus à craindre; que ce n’était pas là que la broche était mise pour rôtir les gens: enfin j’achevais mon discours en lui disant qu’elle serait bien folie mise en créole.»
MADAME D’ABRANTÈS
Poco después de la muerte de la segunda esposa de Monsieur Lenormand de Mezy, Ti Noel tuvo oportunidad de ir al Cabo para recibir unos arreos de ceremonia encargados a París. En aquellos años la ciudad había progresado asombrosamente. Casi todas las casas eran de dos pisos, con balcones de anchos alares en vuelta de esquina y altas puertas de medio punto, ornadas de finos alamudes o pernios trebolados. Había más sastres, sombrereros, plumajeros, peluqueros, en una tienda se ofrecían violas y flautas traverseras, así como papeles de contradanzas y de sonatas. El librero exhibía el último número de la
Gazette de Saint Domingue,
impresa en papel ligero, con páginas encuadradas por viñetas y medias cañas. Y, para más lujo, un teatro de drama y ópera había sido inaugurado en la calle Vandreuil. Esta prosperidad favorecía muy particularmente la calle de los Españoles, llevando los más acomodados forasteros al albergue de
La Corona,
que Henri Christophe, el maestro cocinero, acababa de comprar a Mademoiselle Monjeon, su antigua patrona. Los guisos del negro eran alabados por el justo punto del aderezo —cuando tenía que vérselas con un cliente venido de París—, o por la abundancia de viandas en olla podrida, cuando quería satisfacer el apetito de un español sentado, de los que llegaban de la otra vertiente de la isla con trajes tan fuera de moda que más parecían vestimentas de bucaneros antiguos. También era cierto que Henri Christophe, metido de alto gorro blanco en el humo de su cocina, tenía un tacto privilegiado para hornear el
volován
de tortuga o adobar en caliente la paloma torcaz. Y cuando ponía la mano en la artesa, lograba masas reales cuyo perfume volaba hasta más allá de la calle de los Tres Rostros.
Nuevamente solo, Monsieur Lenormand de Mezy no guardaba la menor consideración a la memoria de su finada, haciéndose llevar cada vez más a menudo al teatro del Cabo, donde verdaderas actrices de París cantaban arias de Juan Jacobo Rousseau o escandían noblemente los alejandrinos trágicos, secándose el sudor al marcar un hemistiquio. Un anónimo libelo en versos, flagelando la inconstancia de ciertos viudos, reveló a todo el mundo, en aquellos días que un rico propietario de la Llanura solía solazar sus noches con la abundosa belleza flamenca de una Mademoiselle Floridor, mala intérprete de confidentes, siempre relegada a las colas de reparto, pero hábil como pocas en artes falatorias. Decidido por ella, al final de una temporada, el amo había partido a París, inesperadamente, dejando la administración de la hacienda en manos de un pariente. Pero entonces le había ocurrido algo muy sorprendente: al cabo de pocos meses, una creciente nostalgia de sol, de espacio, de abundancia, de señorío, de negras tumbadas a la orilla de una cañada, le había revelado que ese «regreso a Francia», para el cual había estado trabajando durante largos años, no era ya, para él, la clave de la felicidad. Y después de tanto maldecir de la colonia, de tanto renegar de su clima, tanto criticar la rudeza de los colonos de cepa aventurera, había regresado a la hacienda, trayendo consigo a la actriz, rechazada por los teatros de París a causa de su escasa inteligencia dramática. Por eso, los domingos, dos magníficos coches habían vuelto a adornar la Llanura, camino de la Parroquial Mayor, con sus postillones de gran librea. Dominando la berlina de Mademoiselle Floridor —la cómica insistía en hacerse llamar por su nombre de teatro—, nunca quietas en el asiento trasero, diez mulatas de enaguas azules piaban a todo trapo, en gran tremolina de hembras al viento.