Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—Doctora Green —dijo—, hemos escapado gracias a usted. Tenía razón respecto a la vitamina D. Y ha conseguido mantener a las criaturas en el pabellón hasta que las explosiones les han impedido salir. Le prometo que será bienvenida en cualquier otra excursión que organicemos en el futuro.
Margo asintió con la cabeza mientras se calzaba las aletas.
—Gracias, pero con una vez me basta.
El agente del FBI se volvió hacia Snow.
—¿Cuál es la estrategia de salida?
—Hemos entrado por la planta depuradora del Hudson —contestó Snow mientras se colocaba las botellas y una lámpara de visera—. Pero es imposible regresar a través de la depuradora. El plan era salir por el ramal norte del colector lateral del West Side, hasta el canal de la calle Ciento veinticinco.
—¿Puede guiarnos hasta allí? —preguntó Pendergast, entregándole unas botellas de oxígeno a Smithback y ayudándolo a ajustárselas.
—Eso creo —susurró Snow a la par que reunía gafas de buceo—. He echado un buen vistazo a los planos del comandante. Volveremos por la misma ruta hasta el primer purgador. Si ascendemos por el purgador en lugar de bajar, deberíamos llegar al conducto de acceso al colector. Pero el camino es largo, y tendremos que ir con mucho cuidado. Hay compuertas y tuberías de derivación. Si uno se pierde… —Su voz se desvaneció.
—Comprendido —dijo Pendergast, colgándose a los hombros un juego de botellas de oxígeno—. Señor Smithback, doctora Green, ¿han usado antes equipos de buceo?
—Yo hice un cursillo en la universidad —respondió Smithback, aceptando las gafas que le ofrecían.
—Yo he buceado con tubo respirador en las Bahamas —dijo Margo.
—El principio es el mismo —aseguró Pendergast—. Le ajustaremos el regulador. Respire con normalidad, conserve la calma, y no tendrá el menor problema.
—¡Dense prisa! —dijo Snow, esta vez con tono perentorio, y trotó hacia el otro extremo del espacio abovedado, seguido de cerca por Smithback y Pendergast.
Margo se obligó a correr tras ellos, apretándose a la vez la correa de las botellas. De pronto tropezó con Pendergast, que se había detenido y miraba por encima del hombro.
—¿Vincent? —preguntó.
Margo volvió la cabeza. D'Agosta permanecía inmóvil bajo la bóveda, las gafas de buceo y las botellas de oxígeno todavía en el suelo a sus pies.
—Sigan adelante —dijo.
Pendergast lo miró con expresión interrogativa.
—No sé nadar —explicó D'Agosta.
Margo oyó maldecir a Snow entre dientes. Por un momento nadie se movió. Finalmente Smithback retrocedió hasta el teniente.
—Yo lo ayudaré a salir —dijo—. Sígame.
—Ya se lo he dicho: no sé nadar. Me crié en Queens —replicó D'Agosta con aspereza—. Me hundiré como una piedra.
—No; con esa capa de grasa, imposible —contestó Smithback, y cogió las botellas de oxígeno del suelo y se las colocó a D'Agosta a la espalda—. Sólo tiene que agarrarse a mí. Yo nadaré por los dos si hace falta. En el subsótano mantuvo la cabeza sobre el agua, ¿recuerda? Haga lo mismo que yo, y saldremos de ésta. —Entregó las gafas a D'Agosta y lo empujó hacia el grupo.
Al fondo de la cámara, un río subterráneo desaparecía en la oscuridad. Margo observó primero a Snow y luego a Pendergast ajustarse las gafas y sumergirse en el oscuro líquido. Bajándose las gafas y colocándose la boquilla, se zambulló tras ellos. Tras haber estado respirando la fétida atmósfera del túnel, recibió con alivio el aire de las botellas. Detrás oía el ruidoso chapoteo de D'Agosta, medio nadando, medio flotando en aquel líquido caliente y viscoso, apremiado por Smithback.
Margo nadó tan deprisa como pudo por el túnel, siguiendo el parpadeo de la lámpara de Snow, y esperando oír en cualquier momento el estruendoso estallido de las cargas colocadas por el equipo de la Compañía de Operaciones Especiales, que provocaría la caída del viejo techo de piedra tras ellos. Delante, Snow y Pendergast se habían detenido, y ella se acercó.
Snow se quitó la boquilla y, señalando hacia abajo, anunció:
—Descenderemos por aquí. Vaya con cuidado para no arañarse y, sobre todo, no trague nada. En la base de este túnel hay una tubería que lleva…
En ese momento sintieron —más que oírla— una vibración sobre sus cabezas, un retumbo grave y rítmico que alcanzó atronadora intensidad.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Smithback con voz entrecortada, aproximándose con D'Agosta—. ¿Las cargas?
—No —susurró Pendergast—. Escuchen: es un sonido continuo. Debe de haber empezado a desaguarse el Reservoir. Antes de tiempo.
Permanecieron inmóviles en el nauseabundo líquido, fascinados pese al peligro por el rugido de millones de litros de agua que descendían en dirección a ellos por el viejo laberinto de tuberías.
—Faltan treinta segundos para la detonación de las otras cargas —dijo Pendergast con calma, consultando su reloj.
Margo aguardó, intentando respirar acompasadamente. Sabía que si las cargas fallaban, morirían en cuestión de minutos.
El túnel comenzó a vibrar violentamente, agitándose la superficie del agua. Alrededor empezaron a llover fragmentos de mampostería y cemento. Snow se ajustó las gafas y echó un último vistazo al túnel. Después se hundió en el agua. Lo siguió Smithback, tirando de D'Agosta pese a sus protestas. Pendergast indicó a Margo que era su turno. Ella se sumergió en la oscuridad, tratando de guiarse por la tenue luz de la lámpara de Snow, que se adentraba en una tubería estrecha y oxidada. Vio que el torpe manoteo de D'Agosta se transformaba en movimientos más regulares a medida que se acostumbraba a respirar el aire de las botellas.
Avanzaron por un tramo recto y después doblaron dos recodos. Margo lanzó una fugaz mirada atrás para asegurarse de que Pendergast los seguía. A través del remolino anaranjado de aguas residuales, vio que el agente del FBI le señalaba que continuase.
El grupo se detuvo en una confluencia. La vieja tubería de hierro dio paso a otra de reluciente acero. Bajo sus pies, en el punto donde se cruzaban los túneles, distinguió un estrecho conducto descendente. Snow señaló al frente y después apuntó arriba con un dedo, indicando que el purgador que comunicaba con el colector lateral del West Side se hallaba justo enfrente.
De pronto se oyó un gran estruendo tras ellos, un sonido profundo y amenazador, extraordinariamente amplificado en aquel espacio reducido y lleno de agua. Siguieron varias detonaciones en rápida sucesión. Bajo el trémulo haz de luz de la lámpara, Margo vio los ojos desorbitados de Snow. Las últimas cargas habían estallado justo a tiempo, obstruyendo los desagües de la Buhardilla del Diablo, cerrándolos para siempre.
Mientras Snow señalaba desesperadamente hacia el purgador, Margo notó un repentino tirón en las piernas, como si un reflujo de marea la arrastrase de regreso al punto de encuentro. La sensación desapareció tan súbitamente como había empezado, y alrededor el agua pareció adquirir una inusitada densidad. Por una décima de segundo tuvo la impresión de hallarse suspendida en el ojo de un huracán.
Instantes después los sacudió una violenta ráfaga de sobrepresión procedente del túnel de hierro situado detrás de ellos, un ciclón de agua lodosa que hizo temblar espasmódicamente el túnel. Margo se sintió zarandeada de pared a pared. Se le desprendió la boquilla y luchó por recuperarla en medio de la avalancha de sedimentos y burbujas que la envolvía. Se produjo otra ráfaga de sobrepresión, y esta vez Margo fue succionada por la tubería que se encontraba bajo sus pies. Luchó por volver a la confluencia, pero una horrible fuerza siguió atrayéndola hacia insondables profundidades. Se golpeó contra las paredes de la tubería, como un corcho arrastrado por la corriente. A lo lejos, en el débil resplandor de la lámpara de Snow, vio a Pendergast, que le tendía la mano, pequeña como la de una muñeca a aquella distancia. Notó otra ráfaga, y el estrecho túnel se desmoronó sobre su cabeza con un chirrido metálico. Sin dejar de oír el estruendo, se sintió caer y caer en una acuosa oscuridad.
Hayward trotaba por el Mall hacia el quiosco de música y Cherry Hill, acompañada por el agente Carlin. Pese a su corpulencia, corría ágilmente, con la elegancia de un atleta nato. Ni siquiera sudaba. Había permanecido imperturbable ante el enfrentamiento con los topos, los gases lacrimógenos, e incluso el caos que habían encontrado al regresar a la superficie.
Allí, en la oscuridad del parque, el ruido que antes les había parecido tan lejano era mucho más estridente, un extraño ululato con vida propia que arreciaba y disminuía continuamente. Se producían intermitentes destellos y llamaradas que teñían las nubes de color carmesí.
—¡Dios santo! —exclamó Carlin mientras corría—. Suena como un millón de personas intentando asesinarse entre sí.
—Quizá sea eso —respondió Hayward, observando a un pelotón de la Guardia Nacional que marchaba a paso ligero hacia el norte frente a ellos.
Cruzaron el Bow Bridge y rodearon el Rumble, aproximándose a la retaguardia de las barreras policiales. En el Transverse había una larga e ininterrumpida fila de vehículos de los medios de información, con los motores al ralentí. Sobre las copas de los árboles flotaba un helicóptero de gruesa panza, batiendo el aire con sus aspas. Una hilera de policías acordonaba el jardín del castillo, y un teniente les indicó que pasasen. Seguida de Carlin, Hayward atravesó el jardín y subió por la escalera hacia la muralla. Allí, en medio de un torbellino de altos mandos de la policía, funcionarios municipales, miembros de la Guardia Nacional y hombres de aspecto nervioso con sus teléfonos móviles pegados al oído, se hallaba el jefe Horlocker, que parecía haber envejecido diez años desde la última vez que Hayward lo había visto, hacía apenas cuatro horas. Hablaba con una mujer menuda y bien vestida cercana a los sesenta años. O mejor dicho, escuchaba mientras la mujer hablaba con frases cortas y concluyentes. Hayward se acercó y reconoció a la mujer; era la líder de la plataforma Recuperemos Nuestra Ciudad, la madre de Pamela Wisher.
—… una atrocidad como nunca antes se había visto en esta ciudad —decía la señora Wisher—. Una docena de amigos míos está ahora en el hospital. ¿Y quién sabe cuántos de nuestros seguidores habrán resultado heridos? Le prometo, y prometo también al alcalde, que sobre esta ciudad va a caer una lluvia de demandas. ¡Una verdadera lluvia, jefe Horlocker!
—Señora Wisher —repuso Horlocker en un valiente intento—, según nuestros informes, han sido los elementos más jóvenes de su manifestación quienes han iniciado el alboroto…
Pero la señora Wisher no lo escuchaba.
—Y cuando esto termine —continuó—, y el parque y las calles queden limpios de la basura y los escombros que ahora la ensucian, nuestra organización será más fuerte que nunca. Si el alcalde nos temía ya antes de esta noche, mañana nos temerá diez veces más. La muerte de mi hija fue la llama que prendió el fuego de nuestra causa; pero este vergonzoso ataque contra nuestras libertades y nuestra integridad física ha desatado un auténtico incendio. Y no vaya a creer que…
Hayward retrocedió, considerando que quizá aquel no era el mejor momento para abordar al jefe. Notó un tirón en la manga, y al volverse vio que Carlin la miraba. Sin hablar, señaló hacia el Great Lawn. Hayward echó un vistazo y se quedó estupefacta.
En la fresca noche veraniega, el Great Lawn se había convertido en un campo de batalla. Varias docenas de grupos pugnaban, acometían, se retiraban en una caótica escena. A la trémula luz de numerosas pequeñas fogatas encendidas en las papeleras del contorno se veía que la explanada, antes una hermosa alfombra de césped, se había convertido en un basurero. Entre la oscuridad y la inmundicia, era difícil determinar qué alborotadores eran mendigos y cuáles no. Al este y el oeste, se había formado una doble barrera de coches de policía con los faros enfocados hacia la escena. En un rincón, un gran grupo de manifestantes bien vestidos —los pocos representantes que quedaban de la élite del movimiento Recuperemos Nuestra Ciudad— retrocedía hacia el cordón policial, ya persuadido al parecer de que la oración de medianoche no tendría lugar. Pelotones de la policía y la Guardia Nacional avanzaban lentamente desde la periferia, disolviendo refriegas, blandiendo las porras, efectuando detenciones.
—¡Joder! —masculló Hayward con ferviente convicción—. ¡Qué desmadre!
Carlin, sorprendido, se volvió hacia ella y, llevándose la mano a la boca, manifestó su desaprobación con un carraspeo.
Tras ellos se produjo un repentino revuelo. Hayward se giró y vio alejarse a la señora Wisher con paso elegante y la cabeza en alto, acompañada de un séquito de criados y guardaespaldas. Horlocker parecía un púgil después de un mal combate a doce asaltos. Se reclinó contra la pared de color arena del castillo como si buscase apoyo.
—¿Han rociado ya el Reservoir con… en fin, como se llame? —preguntó por fin con la respiración entrecortada.
—Thyoxin —apuntó un hombre bien vestido que se hallaba de pie junto a un equipo de radio autónomo—. Sí, han terminado hace quince minutos.
Horlocker miró alrededor con los ojos hundidos en las cuencas.
—¿Por qué demonios no hemos tenido aún noticias? —Su mirada se posó en Hayward—. ¡Eh, usted! —bramó—. ¿Cómo se llama? ¿Harris?
Hayward se acercó.
—Hayward, señor.
—Da igual. —Horlocker se apartó de la pared con visible esfuerzo—. ¿Sabe algo de D'Agosta?
—No, señor.
—¿Y del capitán Waxie?
—No, señor.
De pronto Horlocker se desplomó de nuevo contra la pared.
—Santo cielo —masculló, y consultó su reloj—. Faltan diez minutos para las doce. —Se volvió hacia un agente que tenía a su derecha y, señalando hacia el Great Lawn, preguntó—: ¿Por qué demonios no se ha resuelto eso todavía?
—Cuando intentamos rodearlos, se dispersan y reagrupan en otra parte. Y por lo visto ha llegado más gente, salvando el cordón policial por el extremo sur del parque. Es difícil sin gases lacrimógenos.
—¿Y por qué no los usan, pues? —inquirió Horlocker.
—Esas son sus órdenes, señor.
—¿Mis órdenes? Los amigos de esa Wisher se han ido ya, idiota. Utilice los gases. Inmediatamente.
—Sí, señor.
Se oyó una potente explosión, curiosamente amortiguada, como si se hubiese producido en el centro mismo de la tierra. De repente la vida volvió a los miembros de Horlocker. Saltó hacia adelante.