El rey del invierno (33 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El rey del invierno
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Amhar y Loholt también fueron llamados a Lindinis, aunque no así su madre, Ailleann. Los gemelos se presentaron a Ginebra, y a fe mía que Arturo tenía la esperanza de que se quedaran a vivir en el palacio de columnas que se estaba levantando en torno al centro de la antigua villa. Ginebra pasó un día en compañía de los pequeños y luego dijo que su presencia le molestaba. No eran agraciados, dijo, como tampoco lo era su hermana Gwenhwyvach, y como no eran agraciados ni divertidos, no había lugar para ellos en su vida. También dijo que los gemelos pertenecían a la antigua vida de Arturo y que tal cosa ya era asunto acabado. No los quiso ni le importó anunciarlo públicamente.

—Si queremos hijos —dijo acariciando a Arturo en la mejilla—, los haremos nosotros mismos, príncipe mio.

Ginebra siempre llamaba príncipe a Arturo, y él, en un principio, insistió en que ese titulo no le correspondía, pero Ginebra se empeñó en que era hijo de Uter y por tanto tenía sangre real. Arturo, para complacerla, consintió en el tratamiento. Pero los demás no tardamos en recibir la orden de dirigirnos a él como príncipe, y lo que Ginebra ordenaba siempre se cumplía.

Nadie había llevado la contraria y ganado la partida a Arturo jamás respecto a Amhar y Loholt, excepto Ginebra, que consiguió que los niños fueran devueltos a su madre, a Corinium. La cosecha fue escasa aquel año, pues se malogró a causa de las lluvias tardías que dejaron las mieses negras y marchitas. Corría el rumor de que los sajones habían tenido mejor suerte, pues en sus tierras no había caído agua a destiempo, de modo que Arturo llevó una banda de guerreros hacia el este, más allá de Durocobrivis, a buscar y saquear sus provisiones de grano. Creo que se alegró de librarse de las canciones y danzas de Caer Cadarn, y nosotros nos alegramos de que por fin se hubiera puesto al mando otra vez y nos hiciera empuñar lanzas en vez de traer y llevar paños de fiesta. Fue una incursión fructuosa que llenó de cereal los graneros de Dumnonia y el reino de oro y esclavos sajones. Leodegan, nombrado también miembro del consejo, tenía la misión de distribuir el grano gratuitamente entre todos los pueblos, pero se extendió el rumor de que la mayor parte no se entregaba gratis sino que se vendía, y que las ganancias eran desviadas hacia la casa nueva que Leodegan se estaba construyendo al otro lado del río, frente al palacio blanqueado de su hija.

A veces la locura termina. Los dioses lo disponen, no el hombre. Arturo había pasado el verano enfebrecido de amor, y no fue mal verano, a pesar de nuestros quehaceres de sirvientes, pues nuestro señor mostrábase cautivador y generoso; pero cuando llegó el otoño, con lluvias, viento y hojas doradas, pareció despertar de su sueño estival. Seguía enamorado... A fe mía que jamás dejó de estarlo, pero entonces vio el daño que había causado a Britania. En vez de paz, había una tregua preñada de resentimiento, y sabía que no duraría.

Hizo cortar fresnos desmochados para fabricar lanzas y en las cabañas de los herreros resonaba el golpeteo del martillo contra el yunque. Pidió a Sagramor que se acercara al centro del reino y envio un mensajero al rey Gorfyddyd disculpándose por el mal que había causado al rey y a su hija y suplicándole que no rompiera la paz de Britania. Envió a Ceinwyn un collar de oro y perlas, pero Gorfyddyd devolvió el collar atado a la cabeza cortada del mensajero. Supimos que Gorfyddyd había dejado la bebida y había vuelto a tomar las riendas del reino de manos de su hijo Cuneglas. Tal noticia significaba que jamás habría paz hasta que la ofensa hecha a Ceinwyn fuera vengada por las largas lanzas de Powys.

Los viajeros venían de todas partes con relatos de mal agüero. Los señores de allende el mar reunían guerreros en los reinos de las costas. Las bandas guerreras francas se multiplicaban en las fronteras de la tierra bretona. La cosecha de Powys fue almacenada y los campesinos de la leva cambiaron la hoz por la espada. Cuneglas desposó a Helledd de Elmet y de aquel país septentrional llegaron más hombres a engrosar las filas del ejército de Powys. Gundleus, que ocupaba de nuevo el trono de Siluria, forjaba espadas y lanzas en los profundos valles de su reino, y por levante llegaban sajones sin número a las costas conquistadas.

Arturo vistió la cota de escamas, por tercera vez, que yo viera, desde su llegada a Britania, y entonces, con dos veintenas de caballeros armados, recorrió Dumnonía. Quería mostrar su poder al reino y quería que los viajeros que transportaban mercancías hasta más allá de las fronteras propagaran también sus hazañas. Después volvió a Lindinis, donde Hygwydd, su sirviente, limpió la herrumbre reciente de las placas de su armadura.

La primera derrota fue ese mismo otoño. Se declaró una plaga en Venta que debilitó a los hombres del rey Melwas, y Cerdic, el nuevo jefe sajón, derrotó a la banda guerrera de los belgas y se apoderó de una franja de buena tierra ribereña. El rey Melwas suplicó le enviaran refuerzos, pero Arturo sabia que Cedric era el menor de sus problemas. Los tambores de guerra retumbaban por toda la Lloegyr sajona y reinos britanos del norte, no era posible ceder lanceros a Melwas. Por otra parte Cedric parecía enteramente ocupado en sus nuevas tierras y no entrañaba peligro inminente para Dumnonia, de modo que Arturo prefirió dejar en paz a los sajones por el momento.

—Demos una oportunidad a la paz —dijo Arturo al consejo.

Pero no hubo tal.

A finales de otoño, cuando los ejércitos se preparan para engrasar las armas convenientemente y guardarlas durante los meses fríos, avanzó el poder de Powys. Britania estaba en guerra.

El Regreso De Merlin
8

Ygraine me habla de amor. Es primavera en Dinnewrac y el sol entibia débilmente el monasterio. En las laderas del sur pacen los corderos, aunque ayer un lobo mató a tres y dejó un rastro de sangre ante nuestras puertas. Cuando Ygraine acude a visitarnos, los mendigos se agolpan a las puertas, piden comida y extienden las manos enfermas hacia ella. Uno de los pordioseros arrebató a los cuervos carroñeros unos restos de cordero llenos de gusanos y estaba sentado mordisqueando el pellejo cuando Ygraine llegó esta mañana.

Me pregunto si Ginebra era tan bella como cuentan, y le dije que no, aunque muchas mujeres cambiarían su belleza por el atractivo de Ginebra. Como es natural, Ygraine me preguntó si ella era bella, y le dije que si, pero me contestó que los espejos de la casa de su esposo eran harto viejos y estaban gastados, y que era difícil verse.

—¿No sería un placer vernos tal como somos? —dijo.

—Dios nos ve como somos —contesté—, sólo él puede hacerlo.

—No me gusta que me sermoneéis, Derfel —dijo arrugando la cara—, no es propio de vos. Si Ginebra no era bella, ¿por qué se enamoró Arturo?

—¡En el amor no cuenta sólo la belleza! —le dije con reprobacion.

—¿Por ventura he dicho yo lo contrario? —replicó indignada—. Decís que Arturo se enamoró de Ginebra desde el momento en que la vio, y digo yo, si no fue por su belleza, ¿por qué fue?

—Le hervía la sangre con sólo verla.

A Ygraine le gustó la respuesta y sonrió.

—Así pues, era bella.

—Era como un reto para él —maticé—, y se hubiera tenido por menos que hombre de haber fracasado en conquistarla. También es posible que los dioses estuvieran jugando con nosotros. —Me encogí de hombros, incapaz de aducir más razones—. Por otra parte, nunca he insinuado que no fuera bella, pero lo suyo era algo más que belleza. Era la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

—¿Me incluís entre ellas? —preguntó mí reina inmediatamente.

—¡Pobre de mí! —repuse—. Mis ojos no son lo que eran.

Ygraine rió mi forma de esquivar la pregunta.

—¿Ginebra amaba a Arturo?

—Amaba la idea de Arturo, que fuera el paladín de Dumnonia, y... tal como lo vio la primera vez, con la armadura, Arturo el grande, el resplandeciente, el señor de la guerra, la espada más temida de toda Britania y Armórica.

Quedó pensativa, jugueteando con el cordón de borlas que ceñía su túnica blanca.

—¿Os parece que yo hago hervir la sangre a Brochvael? —preguntó, soñadora.

—Noche tras noche —repuse.

—¡Ay, Derfel! —suspiró. Bajó del alféizar de la ventana y dio unos pasos hasta la puerta desde donde dominaba nuestro pequeño corredor—. ¿Habéis estado tan enamorado alguna vez? —me preguntó.

—Si —confesé.

—¿De quién? —me preguntó sin tardanza.

—No tiene importancia.

—Para mi sí. Decídmelo. ¿De Nimue, acaso?

—No, de Nimue no —respondí con firmeza—. Nimue era distinta. La amaba, pero no me desesperaba por poseerla. Me parecía infinitamente... —hice una pausa buscando la palabra justa,

pero no la encontré—, maravillosa —dije con escasa convicción, y sin mirar a Ygraine para que no descubriera mis lágrimas.

—Entonces —insistió al cabo de unos momentos—, ¿de quién estabais enamorado, de Lunete?

—¡No! ¡No!

—¿De quién, pues? —volvió a insistir.

—Con el tiempo llegaremos a esa parte, si es que vivo hasta entonces.

—Claro que viviréis. Os haremos llegar viandas especiales desde el Caer.

—Viandas que mi señor Sansum —le dije, para que se ahorrara las molestias— se ocupará de negarme por no ser yo digno de tanta merced.

—Venid, pues, a vivir al Caer —dijo con decisión—. ¡Os lo ruego!

—Lo haría de mil amores, señora —dije con una sonrisa— mas ¡ay de mi! Juré vivir aquí.

—Pobre Derfel.

Volvió a la ventana y se quedó mirando al hermano Maelgwyn, que cavaba en el huerto. Lo acompañaba el novicio superviviente, el hermano Tudwal. El otro novicio murió de fiebres a finales de invierno, pero Tudwal aún vive y comparte la celda con el santo varón. El santo varón quiere que el chico aprenda a leer, con la intención, tengo para mí, de comprobar si realmente estoy traduciendo el Evangelio a la lengua sajona; pero el mozo no es espabilado y más presto parece a cavar que a leer. Seria hora de que vinieran a Dinnewrac algunos eruditos de verdad, pues con esta tímida primavera han llegado las habituales y enconadas discusiones en torno a la fecha de la Semana Santa, y no habrá paz hasta que se zanje la cuestión.

—¿Sansum desposó en verdad a Ginebra y a Arturo? —preguntó Ygraine de súbito, interrumpiendo mis lúgubres pensamientos.

—Si, así es.

—¿Y no celebraron la ceremonia en una gran iglesia, al son de las trompetas?

—Fue en un claro del bosque, junto a un arroyo, entre el croar de las ranas y las candelillas de sauce que caían tras el dique de los castores.

—Nosotros nos casamos en un salón de festejos —dijo Ygraine— y el humo me hizo llorar los ojos. —Se encogió de hombros—.Bien, ¿qué cambios habéis introducido en la última parte —me preguntó acusadoramente—. ¿Hasta qué punto habéis deformado la historia?

—Nada en absoluto.

—Pero, durante la aclamación de Mordred, ¿sólo posaron la espada en la piedra? ¿No la clavaron en la roca? ¿Estáis seguro?

—Fue depositada encima de la piedra, lo juro —hice la señal de la cruz—, lo juro por la sangre de Cristo, señora mía.

Ygraine se encogió de hombros.

—Dafydd ap Gruffud va a traducir el relato como yo le diga, y me gusta la idea de la espada clavada en la piedra. Me alegro de que hayáis tratado bien a Cuneglas.

—Era un hombre bueno —dije.

Cuneglas era además el abuelo del esposo de Ygraine.

—¿Ceinwyn era realmente bella?

—Si, era bella realmente. Tenía los ojos azules.

—¡Azules! —Ygraine se estremeció al evocar un rasgo tan característicamente sajón—. ¿Qué hicisteis con el broche que os regaló?

—¡Ojalá lo supiera! —mentí.

El broche está en mi celda, a salvo incluso de los exhaustivos registros de Sansum. El santo varón, a quien sin duda Dios enaltecerá por encima de todos los hombres, vivos o muertos, no nos permite poseer tesoro alguno. Todas nuestras pertenencias deben serle confiadas conforme a la regla; ya le he entregado cuanto me perteneciera, incluida Hywelbane, pero, que Dios me perdone, me he quedado con el broche de Ceinwyn. El oro está algo gastado por los años, pero todavía veo a Ceinwyn cuando, en la oscuridad, saco la joya de su escondite y contemplo a la luz de la luna los entresijos de filigrana. A veces.., bueno, siempre, me lo acerco a los labios. Me he convertido en un viejo chalado. Tal vez se lo regale a Ygraine, ella apreciará todo su valor, aunque aún lo conservaré un tiempo, pues el oro es cual rayo de sol en este recinto helado y frío. Claro que tan pronto como Ygraine lea estas líneas sabrá que el broche existe, pero si es tan bondadosa como creo, permitirá que lo conserve como recordatorio de una vida de pecado.

—No me gusta Ginebra —dijo Ygraine.

—Entonces he fracasado —dije.

—La pintáis con trazos duros.

Permanecí unos momentos en silencio, escuchando el balar de las ovejas.

—Podía ser bondadosa en extremo —dije, tras la pausa—. Sabía convertir la tristeza en felicidad, pero le disgustaba la vulgaridad. En su visión del mundo no cabían la imperfección, el aburrimiento ni la fealdad, pretendía hacer realidad esa idea prohibiendo tales inconveniencias. Arturo tenía su propia visión, también, pero ofrecía apoyo a los imperfectos, y quería hacerla realidad con la misma vehemencia que ella.

—Quería a Camelot —dijo Ygraine con nostalgia.

—Lo llamábamos Dumnonia —repliqué con severidad.

—Derfel, queréis despojar de dicha la historia —contestó ella enfadada, aunque en realidad nunca se enfadaba conmigo—. Quiero que sea la Camelot del poeta: praderas verdes, torres altas, damas ricamente ataviadas y guerreros esparciendo flores por el camino a su paso. ¡Quiero trovadores y risas! ¿Por ventura jamás fue así?

—En cierto modo, aunque no recuerdo muchos caminos de flores. Sí que vi muchas veces a los guerreros salir cojeando de la batalla, o arrastrándose por el polvo y gimiendo con las tripas fuera.

—¡Basta! —exclamó Ygraine—. Entonces, ¿por qué los bardos lo llaman Camelot? —preguntó retadoramente.

—Porque los poetas siempre desvarían.., de otro modo no serían poetas.

—¡Vamos, Derfel! ¿Qué tenía Camelot de especial? Decidme.

—Fue diferente porque repartió justicia en la tierra.

—¿Nada más? —preguntó Ygraine con el ceño fruncido.

—Pequeña mía, es más de lo que muchos jefes serían capaces de sonar siquiera y cuanto menos de hacerlo realidad.

Ygraine no insistió más en el tema.

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